Khaemuast la imaginó retorciéndose para quitarse aquel estrecho vestido, con los pechos balanceándose libres, mientras se agachaba para quitárselo por los pies, y luego girando desnuda hacia él, con una rodilla doblada, como la había visto hablar con Amek en el camino polvoriento.
—Veo que ya no llevas los vendajes —comentó—. ¿Duele aún?
Ella negó con la cabeza. Todos echaron a andar por el sendero pavimentado que rodeaba la casa y conducía al jardín.
—La planta está algo sensible, pero eso es todo —dijo ella—. Tienes buena mano, Alteza. Y ahora que recuerdo… —Hizo una seña y el sirviente que los acompañaba se adelantó y entregó un frasco a Khaemuast—. Buen Vino del Rio Occidental, año primero. Es mi contribución por tu tiempo y tu trabajo.
Khaemuast le dio las gracias, procurando no mostrarse muy efusivo y entregó la botella a Ib. El grupo había abandonado ya el sendero y caminaba sobre el suave césped en dirección a la familia, que les aguardaba. Nubnofret los esperaba de pie, con Hori y Sheritra detrás de ella. Los visitantes les hicieron una inmediata reverencia a la que Nubnofret respondió pidiéndoles que se levantaran, luego Khaemuast hizo las presentaciones y les indicó sus asientos. Hori trabó conversación enseguida con Harmin, y los dos hablaban hundidos en la esterilla de juncos y los almohadones, sentados frente a frente, rodeándose las rodillas con los brazos. Sheritra, como de costumbre, buscó refugio tras la silla de Khaemuast, quien esperaba que Nubnofret comenzara a hablar con Tbubui, mientras el atento Ib y sus subordinados les ofrecían el vino y los bocadilíos. En efecto, su esposa se encaminó hacia la mujer, pero Sisenet la retuvo antes de que pudiera empezar a hablar.
—Alteza, quizá el príncipe te ha dicho que mi hermana y yo nos hemos instalado aquí hace sólo dos meses —comenzó—. Desde entonces, hemos tenido muchos problemas para hallar una servidumbre adecuada. Dejamos a muchos de nuestros sirvientes en Coptos, para que mantuvieran aquella finca, y hemos intentado sustituirlos, pero los criados de Menfis parecen traidores e ineptos. ¿Puedes darnos algún consejo?
Khaemuast vio que los grandes ojos de Nubnofret, pintados de verde, se iluminaban, y que se apartaba de Tbubui para encararse con Sisenet.
—Tienes razón —dijo, despidiendo a Ib. Nubnofret siempre mantenía la cabeza despejada cuando había criados presentes—. Los plebeyos de esta zona, si no están enseñados, tienden a la pereza y la mentira. Puedo proporcionarte la dirección de una pareja que se encarga de contratar criados para enseñarlos un poco, y se hacen responsables de la conducta de esos servidores hasta que se integran del todo a la rutina de la casa. No trabajan barato, desde luego, pero…
Khaemuast sintió que una mano se posaba en su brazo y de inmediato se retiraba. Fue un breve contacto, pero agradable.
—Algunos de nuestros criados nos abandonaron sin aviso —comentó Tbubui, mientras él se inclinaba para escucharla—. Creo que el silencio los abrumaba, pese a los buenos salarios que ofrecíamos. Tal vez convenga más tener esclavos.
Él observó cómo bebía un lento y largo sorbo de vino y cómo le caía el cabello hacia atrás al mover la garganta. Sintió que Sheritra le observaba fijamente a su espalda. —A mi no me gusta que los esclavos sirvan directamente en la casa —replicó—, aunque he comprado algunos para las cocinas y los establos. La lealtad parece ir de la mano con la dignidad.
—Filosofía anticuada, pero cierta —sonrió Tbubui—. Sin embargo, el faraón no está de acuerdo contigo, pues permite que se multiplique la población de esclavos. Asusta el número de forasteros que están al servicio de los egipcios y de otros nobles extranjeros.
—¿Por qué te asusta? —preguntó Khaemuast, intrigado, notando que Sheritra se había acercado un poco más para oír mejor.
—Porque algún día los esclavos pueden notar que superan en número a los libres.
—Entonces quizá hagan algo para arrancarnos esa libertad —respondió Tbubui, simplemente. Su expresión era seria y serena, como la de un estudioso de la naturaleza humana que analizara el tema con otro estudioso. Su mirada era directa.
—Seria tonto desear eso —objetó Khaemuast, mientras pensaba: «No es así como se conversa con una mujer. Las mujeres gobiernan la casa y otros asuntos prácticos, pero no juegan con teorías». No se imaginaba hablando así con Nubnofret. Con Sheritra, en cambio…
A su lado apareció una mano que tomó un apetitoso pastel del plato y se retiró. Osea que la niña estaba lo bastante tranquila como para comer algo. Era una buena señal, una señal sorprendente.
—Tenemos un ejército poderoso, rápido y bien armado —prosiguió—. No hay alzamiento de esclavos, por numerosos que sean, que pueda resistir a los soldados de mi padre.
—El ejército mismo contiene miles de mercenarios extranjeros.
Khaemuast se volvió a mirar, sobresaltado. Era la voz de Sheritra quien hablaba.
—Imagínate, padre, si decidieran que deben lealtad a los lazos de la sangre y no al oro del abuelo.
—Tienes razón, Sheritra —replicó Tbubui, haciendo un gesto afirmativo hacia la muchacha—, y no dudo de que tu padre estará de acuerdo con nosotros. Egipto necesita purificarse.
Él estaba de acuerdo, en efecto, y sólo había replicado por discutir, pero ahora se descubrió al margen de la conversación. Sheritra, olvidada su timidez por algún motivo que sólo ella conocía, replicaba a la invitada sin rastro de reserva y Tbubui, a su vez, le dedicaba toda su atención. La mayoría de la gente no se tomaba la molestia de hacer participar a Sheritra en una conversación. Tras intercambiar las amabilidades de cortesía, dedicaban su mente y su rostro al encantador Hori y al resto de la familia, mientras Sheritra se retiraba a los rincones, sin comer nada ni beber mucho, hasta que escapaba en cuanto le era posible.
Pero Tbubui había conseguido atraerla y tranquilizarla sin ostentación, artimaña en la que habían fracasado muchos huéspedes bienintencionados. Khaemuast cayó en la cuenta de que estaba profundamente sumido en sus propios pensamientos y reaccionó al oír a Tbubui decir:
—¡Pero piensa, princesa, en los gastos que acarrearía esa política! ¿Qué faraón podría permitirselos? ¡Ni siquiera Ramsés, el Señor de Todo!
Khaemuast parpadeó. Sheritra estaba ahora al lado de Tbubui y se limpiaba unas migas de la boca, muy ruborizada. Pero no era por timidez, sino por satisfacción, aunque su interlocutora se mostraba en desacuerdo con ella, y eso era algo que la muchacha solía tomarse a pecho con demasiada frecuencia.
—¿Por qué no? —objetó su hija, con acaloramiento—. ¡Puede comenzar aplicando un impuesto a cada uno! Bien saben los dioses, Tbubui, que muchos fellahin egipcios, pobres como ratas, recibirían de buen grado la oportunidad de…
Khaemuast dejó vagar la vista. Harmin conversaba ahora con Nubnofret. Estaba de pie, con una mano en su delgada cadera, e inclinaba la cabeza hacia ella gesticulando con la otra mano con la que sostenía la taza de vino. Ella le miraba con atención, absorta, quizá con admiración. Sisenet permanecía sentado en silencio y clavaba los ojos en la fuente con una expresión hermética.
A desgana, Khaemuast comprendió que debía abandonar a Tbubui para cumplir sus deberes de anfitrión con su hermano. Se volvió a tiempo de verla cruzar una de sus largas piernas encima de la otra. La falda abierta cayó hacia atrás y dejó al descubierto una deslumbrante porción de muslo oscuro. Aunque la mujer siguió atenta los comentarios de Sheritra, el príncipe comprendió que aquel movimiento había estado destinado a él y que Tbubui era muy consciente de que la contemplaba.
La cena fue alegre y bulliciosa. A solicitud de Khaemuast, Nubnofret había exigido que se presentaran todos los músicos que estaban al servicio del príncipe, junto con los cantantes y las jóvenes bailarinas. Por lo general, a él le agradaba cenar en una relativa tranquilidad, sobre todo si los huéspedes venían por asuntos oficiales del faraón, y conversaba con ellos seriamente después del sexto plato, pero en aquella ocasión deseaba entretenimientos. Había flores primaverales por todas partes, embriagadoras en su madurez, y el incienso llenaba el aire de una azulada neblina. Las bailarinas serpenteaban alrededor de las mesitas, haciendo repiquetear sus castañuelas y sacudiendo sus espesas cabelleras, mientras la armonía de los cantantes colmaba los oídos de los presentes.
Khaemuast había tenido la precaución de instalar a Sheritra cerca de él y de las puertas de manera que contara con su protección y pudiera retirarse silenciosamente cuando deseara. Pero descubrió que era Tbubui quien ocupaba aquel sitio, una Tbubui sonriente, hechicera, que bromeaba, se tocaba el pie herido con fingida alarma y mantenía una fluida conversación fascinante, que no sólo le incluía a él, sino también a Nubnofret. Hori y Sisenet tenían las cabezas juntas por encima del vino y discutían algo en una voz baja e inaudible.
Harmin se sentó junto a Sheritra, sin que a ella pareciera molestarle. De vez en cuando, la tocaba en el hombro o en el brazo y una vez Khaemuast le vio poner una flor de loto blanca tras la oreja de la muchacha respondiendo con una sonrisa a su risa ahogada. «¿Qué nos pasa a todos esta noche?", se preguntó, encantado. "Es como si un espíritu de temeridad y buen humor hubiera invadido la casa, de modo que en cualquier momento pudieran sucedemos cosas asombrosas, pero buenas.»
El grupo no se separó hasta el amanecer. Aunque la cortesía exigía que se permitiera la marcha de los invitados, la familia se reunió en los peldaños del embarcadero, bajo las sombras grisáceas, fugazmente frías, como para apurar las últimas gotas de su compañía. Khaemuast contemplaba aquellos rostros apenas iluminados y se sorprendió de ver que Sheritra estaba aún entre ellos. Le sobresaltó también la expresión de ansiedad casi hambrienta que mostraban todos ellos. Nadie se había embriagado, pero todos continuaban llenos de entusiasmo, pese al cansancio. Las antorchas que habían ardido durante toda la noche en la barcaza de los invitados, esperando el momento de la partida, se habían consumido. Tbubui, Sisenet y Harmin hicieron las reverencias de rigor y subieron a bordo. La familia siguió con la vista la embarcación, que se perdía de vista sobre el río inmóvil y oleoso. Nubnofret suspiró.
—Hoy va a hacer calor —dijo—. Bueno, Khaemuast, ha sido una compañía excelente. Me gustaría volver a invitarlos, pese a que tienen acento provinciano y gustos muy extraños, lo cual es poco decir.
Que su esposa repitiera una invitación sin más motivos que el deseo de ver nuevamente a sus huéspedes equivalía a una gran alabanza y Khaemuast se sintió absurdamente halagado. Pero no estaba de acuerdo respecto a que su acento fuera provinciano. Había recorrido Egipto por asuntos oficiales con mucha más frecuencia que su esposa; si hubiera escuchado antes aquel modo de hablar, hubiera podido reconocerlo.
—Son personas interesantes —aportó Sheritra, añadiendo bastante a regañadientes—: Creo que les he gustado de verdad, no me dirigían la palabra sólo por cortesía.
Nadie se atrevió a hacer ningún comentario, por temor a que ella lo malinterpretara y estropear así su velada.
—Sisenet ha leído mucho —comentó Hori—. Es una pena que no pudieras dedicarle más tiempo, padre. Le hablé de la tumba y de los problemas que tenemos para interpretar las escenas de los muros y se ofreció a tratar de ayudarnos. ¿Te molesta?
Khaemuast quedó pensativo. Se sentía algo culpable por haber conversado tan poco con el hombre, pero había percibido que Sisenet era de pocas palabras y de silencios voluntarios.
—Sólo me molestará si es un simple aficionado en busca de emociones —replicó—. Pero si lo fuera, tú te habrías dado cuenta. Tal vez pueda añadir algo a nuestras teorías.
Nubnofret dio un prodigioso bostezo.
—¡Qué joven tan encantador es Harmin! —dijo, parpadeando como un búho a la luz, cada vez más potente.
Khaemuast, a pesar de su cansancio, pudo ver casi las maquinaciones que se ponían en marcha tras aquellos enormes ojos sombreados. «¡Oh, no digas nada todavía!", suplicó en silencio. "Yo también he visto que Sheritra le respondía, pero una palabra equivocada ahora despertará su desdén y lo romperá todo.» Sin embargo, Nubnofret no continuó. Después de otro bostezo, dio a todos los buenos días y se alejó… Sheritra cruzó una mirada con su padre.
—Todos han sido encantadores —dijo, dirigiéndole un velado mensaje—. La verdad es que me han gustado.
Khaemuast rodeó sus delgados hombros con un brazo, sintiendo súbitamente un profundo amor, ferozmente protector.
—Vamos a dormir un poco —se limitó a decir.
Y juntos, todavía abrazados, entraron en la casa.
Estoy en ti como en un jardín
que he plantado con flores
y toda clase de hierbas perfumadas.
Khaemuast pasó los días siguientes buscando alguna excusa para visitar otra vez a Tbubui. Su pie había cicatrizado bien; tampoco los encontraría en ninguna de las reuniones sociales y religiosas a las que asistía como representante del faraón en Menfis. Aunque fueran de la nobleza, su sangre no era lo bastante azul como para ocupar cargos de importancia y, además, no parecían gustar de la vida de la corte ni del laberinto de la administración gubernamental. En Egipto había muchas familias que vivían así, manteniéndose discretamente gracias a sus propiedades, pagando sus impuestos y enviando el obligatorio presente al Horus Viviente el día de Año Nuevo, inmersos en la sencilla vida de las aldeas y las preocupaciones mundanas de su pueblo.
«Pero esas personas no suelen ser tan eruditas", pensó Khaemuast en más de una ocasión, al retomar de mala gana su rutina diaria. "La tierra con la que mantienen una relación tan estrecha se les adhiere a los pies. ¿Por qué éstos parecen tan distintos? ¿Qué los ha traído desde la remota Coptos a Menfis? Si se aburrían, ¿por qué no fueron directamente a Pi-Ramsés? Si Tbubui tiene ambiciones para Harmin, ésa habría sido la decisión lógica, pues se trata de una mujer audaz y culta, que no tendría dificultades en sobresalir. Le preguntaré si quiere que recomiende al joven ante mi padre, tal vez pueda conseguirle un cargo en la corte, donde pueda demostrar su capacidad y progresar por su cuenta. Sólo necesita ese primer empuje. Pero es demasiado pronto", comprendió. No quería mostrar aires de superioridad protectora y tampoco era deseable que Tbubui interpretara aquello como un intento de congraciarse con ella. "Lo cual sería la verdad, probablemente», reflexionó, con melancolía.