Dejaron atrás el canal con su puente, cerca del cual Khaemuast había entrevisto aquel maldito destello escarlata, pero la ruta estaba allí desierta. En su lado occidental, rodeadas por unos altos campos de cereales, se alzaban unos cuantos hogares respetables, pulcros en su modestia. Después, sólo había sembrados que se curvaban por el calor y el agua, vertida rftmicamente en los finos canales de irrigación que los alimentaban, mientras los fellahin bajaban los cántaros hacia el Nilo, en el extremo de unas largas pértigas, para izarlos con sogas hasta las acequias que se entrecruzaban en los campos.
Khaemuast pensó en su hija, en los secretos y dolorosos rincones de su alma. «Si alguien merece ser amada, ese alguien es ella", pensó, entristecido. "Sin duda estaba sola en el jardín, pues ni siquiera a Bakmut le permite oir su canto.»
En ese momento, Harmin se movió para señalar:
—Por favor, príncipe, di a tu capitán que empiece a acercarse a la ribera. Esos peldaños, allí.
Estaba indicando la orilla del este, no la occidental, donde había pocas viviendas y la vegetación se aferraba a una miserable banda de tierra, antes de que el desierto se apoderara de todo. Khaemuast nunca había prestado mucha atención a aquella parte, pero en verdad había un tramo de peldaños muy estrechos, que subían desde el ríohasta un pequeño palmar. Más allá se divisaba la mancha de un muro blanco. Gritó una orden y la barcaza inició un cuidadoso giro.
La casa estaba aislada. Debía de haber unos ochocientos metros entre ella y las viviendas de barro que habitaban los capataces de aquellos aristocráticos terratenientes, en ambas direcciones. Unas palmeras se extendían a lo largo del ribazo, y se podía pasar fácilmente por alto el grupo de casas, a menos que se estuviera buscándolo.
Los escalones del embarcadero tenían un solo poste de amarre, con la pintura blanca descascarillada. La barcaza lo rozó y un marinero bajó de un salto para asegurar las cuerdas. Khaemuast se levantó, haciendo una seña a Amek, e invitó a Harmin a precederle. El joven, sin decir una palabra más, abrió la marcha por los peldaños y se adentró en un camino de tierra que serpenteaba alegremente a la sombra moteada de las palmeras, cuyos troncos altos y lisos despedían un dulce olor. Arriba susurraban las frondas rígidas.
La casa anidaba en un pequeño claro. Khaemuast observó de inmediato que había sido edificada con ladrillos de barro y parecía fundirse con el ambiente en una perfecta armonía. En algunas partes se había desprendido la escayola pintada de blanco. Cinco o seis obreros se ocupaban de reparar el revoque y el encalado. Harmin se disculpó:
—La casa estuvo abandonada y sin atención hasta que la ocupamos. El barro es buen material para construir una casa, pero necesita un mantenimiento constante.
«No conozco a ningún noble que se atreva a vivir en una casa de barro, como los campesinos", pensó Khaemuast. "En esta época, ya no. Si algún amigo o pariente mío hubiera comprado esta propiedad, habría hecho derribar inmediatamente la construcción y encargado cedro del Líbano, piedra caliza y granito de Asuán, y oro de Nubia, para edificar algo que consideraran adecuado. Aquí hay un misterio.»
Pero al acercarse a la entrada le agradó lo que veía. Indudablemente, los ladrillos de barro mantenían el ambiente fresco, pues una leve brisa de aire fresco le saludó desde el pequeño salón de recepciones.
Harmin se volvió con una reverenda.
—Bienvenido, gran príncipe —dijo. Dio una palmada y apareció un sirviente, descalzo y vestido sólo con un taparrabos—. ¿Querrías tomar algo de vino o cerveza, y quizá unas tortas, antes de ver a mi madre?
Khaemuast estaba examinando rápidamente el salón, en él una abertura cuadrada y sin puerta daba al pasillo, y el suelo era de grandes mosaicos sencillos. Como si sobre él cayera un bálsamo curativo, advirtió el cómodo silencio que reinaba allí. A aquella habitación no llegaba el constante rumor de la vida que bullía en la ribera oeste. No había vecinos que perturbaran aquella bendita paz con música o risas. Ni siquiera el leve rumor de las palmeras parecía penetrar hasta allí. Sintió que se relajaba, la tensión desapareció de su estómago y de sus hombros. Su observación no había pasado desapercibida a Harmin, que señaló el cuarto con un gesto.
—Como ves, respetamos las costumbres antiguas —comentó— y a nadie pedimos disculpas por hacerlo, príncipe.
Era como si hubiese leído los pensamientos de Khaemuast. Los muros eran blancos, pero mostraban escenas del Nilo, animales del desierto y representaciones de los dioses, todo pintado con esmero. Cada escena estaba separada de las otras por un datilero pintado entre el suelo y el cielo raso, teñido de azul. Había almohadones amontonados en los rincones y tres sillas de aromático cedro, de patas finas y delicadas, con adornos de oro; en una mesa larga y baja, del mismo diseño, se veía un simple frasco de alabastro con un ungúento para untar a los huéspedes y un jarrón de arcilla, lleno de unas prietas flores primaverales. A cada lado de la abertura interior se erguían dos incensarios, severos en su sencillez y, junto a ellos, en sendos nichos, residían Amón y Thot, cuyos cuerpos de oro brillaban ligeramente en aquella agradable y fresca penumbra. No había exceso de adornos ni cosas importadas allí. Hasta el aire, que olía vagamente a flores de loto y mirra, parecía completamente egipcio. Khaemuast lo aspiró profundamente.
—No, Harmin, gracias —sonrió—. Veré primero a tu madre Amek, acompáñame hasta su alcoba. Harás guardia ante esa puerta.
Vio que Harmin miraba de reojo la mole de Amek antes de encaminarse hacia la parte trasera. Khaemuast le siguió, llevando su saco en la mano. «En esta casa podría vivir eternamente", pensó, mientras se extendía en él aquella sensación de bienestar. "¡Qué obra podría hacer! ¡Qué sueños soñaría! Aunque podría ser peligroso. ¡Oh, si! Poco a poco iría descartando mis deberes para con mi padre, para con mi Egipto, y me hundiría en el pasado como una flor arrojada al seno del Nilo. ¿Qué clase de gente es ésta?»
El pasillo era estrecho, oscuro y muy sencillo. Pero en el otro extremo, el fulgor de la tarde cortaba la oscuridad con unos rayos como puñales. El príncipe distinguió un pequeño rectángulo de césped, algunos parterres de abigarrados colores y un estanque sofocado de cerúleas flores de loto, rosadas y blancas, sobre las que zumbaban las abejas. Harmin giró bruscamente hacia la izquierda y se hizo a un lado, con una reverencia.
—El príncipe Khaemuast, madre —anunció—. Alteza, he aquí a Tbubui, mi madre.
Khaemuast entró en la habitación con las habituales palabras tranquilizadoras a flor de labios. Se había herido el pie o sea que no podría levantarse para hacerle una reverencia, como había intentado la pequeña bailarina. «Qué extraño", pensó, "qué extraño que la recuerde justamente ahora». Cuando iba a hablar para decir a la mujer que no tratara de moverse, oyó que Amek ahogaba una rápida exclamación a sus espaldas. Fue un sonido muy breve, que se perdió en un segundo, pero Khaemuast se detuvo instintivamente, sintiendo que la sangre le abandonaba el rostro. Los muros blancos de aquella agradable habitación oscilaron y tuvo que esforzarse para no perder el dominio de si mismo. Cobró conciencia de la reconfortante presencia de Amek a su espalda, de los ojos grises de Harmin clavados en él, sin duda desconcertados, y de sus propios dedos, que aferraban el saco como si fuera a morir por dejarlo caer. Luego se recuperó y consiguió poder avanzar.
—Te saludo, Tbubui —dijo, maravillado de poder hablar con tanta cordura.
La mujer estaba sentada en un gran sillón, junto a un diván cubierto con unas relucientes sábanas. Mantenía la pierna apoyada en unos almohadones sobre un banquillo. Los brazos desnudos, lánguidos, descansaban sobre los soportes de madera del sillón y unos pesados anillos de plata lanzaron unos guiños desde sus dedos finos. Ella le sonreía por encima de un lienzo revuelto (Khaemuast no podía distinguir si era una sábana o un manto), curvando su boca teñida de alheña. Sus ojos negros, pintados de kohol, le observaban sin vacilar. «Negros, negros", pensó él, aturdido, "y su pelo, negro como la noche, negro como hollín contra esas exquisitas clavículas, negro como la furia que conjuró en mí aquella vez, en la ruta de Menfis, con su paso escarlata por entre la muchedumbre. La he hallado. ¡No me extraña que mis servidores no pudieran, puesto que vivía en la ribera del este!».
Se acercó a ella con cautela, como si cualquier movimiento brusco pudiera hacer temblar su imagen y desvanecerla. «No la he hallado yo. El destino la ha buscado por mí y me ha lanzado a su costa, como podría vomitar a un marinero medio ahogado en una playa de arena. ¿Me reconoce? ¿A Amek? ¡A Amek si, sin duda!» Vio que la mirada serena de la mujer pasaba del capitán de su guardia a él. Su sonrisa se ensanchó y Khaemuast experimentó un súbito terror al oir su voz.
—Te saludo, príncipe. Bienvenido a mi hogar —dijo ella—. En verdad es un honor que hayas querido venir a examinarme personalmente y te pido disculpas por los inconvenientes que pueda haberte causado.
Su voz era culta y bien modulada, una voz habituada a dar órdenes, saludar a invitados y entretener a los visitantes. Khaemuast se preguntó cómo sonaría con el tono gutural de la pasión. Dejó su saco y se inclinó hacia su pie, apretando los dientes. Tenía que responder. Notaba en ella un leve acento, y también en su hijo, ahora que lo pensaba, pero no era el acento de los extranjeros que él conocía.
—No ha habido ningún inconveniente —dijo—. Harmin me ha narrado tus esfuerzos por curarte sola. Siendo así, no podía dejar de venir en tu ayuda.
Empezó a deshacer los vendajes del pie, dominando con un gran esfuerzo el temblor de sus manos. «Dentro de un instante tocaré su carne", pensaba. "¡Dominate, médico! ¡Es una paciente!» Sus pulmones se llenaron con el perfume de Tbubui, una leve sugerencia almizclada de mirra, mezclada con algo más, que no llegó a identificar. Mantuvo los ojos fijos en su tarea.
Por fin, las vendas cayeron al suelo y Khaemuast se esforzó por no vacilar. Con mucha suavidad, presionó la carne hinchada y púrpura, alrededor de un bulto que no parecía infectado. Estaba seco, pero todavía no había cerrado, era cierto. La piel de la mujer estaba fresca, casi fría.
—Aquí no hay infección —anunció, mirándola desde su posición, en cuclillas ¿No sientes ardor en la ingle?
—No, en absoluto. Tal vez Harmin haya mostrado demasiado celo en sus esfuerzos por convencerte de que acudieras, Alteza. Lo siento. Se trata de que la herida no cierra, en realidad.
Se echó el pelo detrás de las pequeñas orejas, con las dos manos. Khaemuast vio entonces que lucía un par de pesados pendientes de plata y turquesa, con forma de dos ankhs de las que pendían unos diminutos escarabajos. Al reparar en ellos recordó sus trabajos para evitar el hechizo de aquel pergamino sin sentido y la noche pasada en el lecho de Nubnofret, anulando así su protección sin pensarlo dos veces.
—¿Cuánto tiempo hace que estás así? —preguntó.
Ella se encogió de hombros y el lienzo se deslizó por sus pechos, descubriendo la tentadora sombra de un seno.
—Unas dos semanas. Me baño el pie dos veces al día y me hago aplicar un emplasto de leche, miel e incienso molido, a fin de que seque, pero ya ves… —Señaló la pierna con un gesto y Khaemuast sintió que le rozaba el casco—. Mi tratamiento no es eficaz.
El estado de aquella carne intrigaba a Khaemuast. Tenía el color de un tejido ya muerto.
—Creo que tendré que hacer una sutura con aguja e hilo —dijo por fin, levantándose—. Te dolerá, Tbubui, pero puedo darte una infusión de amapola para aliviar el dolor.
—Muy bien —dijo ella, casi con indiferencia—. Esto es culpa mía, por supuesto, por andar tanto descalza.
«Talones descalzos", pensó Khaemuast, otra vez. "Nubnofret caminando delante de mí por el corredor, la noche en que Sheritra tuvo una pesadilla. Tú, Tbubui, descaíza, vestida con tu anticuada túnica blanca, provocativa… ¡Estoy seguro de que has reconocido a Amek!»
Había llevado consigo todo lo necesario. Pidió fuego y cuando se lo trajeron, en un diminuto brasero, preparó la infusión de amapola. Tbubui le observó trabajar en silencio, en la extraña y envolvente quietud de aquella casa extraordinaria.
Cuando el brebaje estuvo preparado, se lo tendió. Ella lo bebió con aire obediente. Mientras esperaban a que surtiera efecto, el príncipe seleccionó aguja e hilo. Harmin se había ido un rato antes, dejando que Amek ocupara su puesto junto a la puerta. Khaemuast percibió su resentimiento, aunque el hombre no se movía. Aquélla era la mujer por culpa de la cual su amo le había pegado.
Se forzó a concentrarse en su tarea, cosiendo la herida pulcramente y con cuidado, sin que Tbubui hiciera una sola mueca o emitiera una queja. Cuando apartó la vista de su trabajo, encontró los ojos de la mujer fijos en él. No estaban enturbiados por la amapola, sino atentos y expresando algo que a él le pareció humor, aunque no podía ser, desde luego. Envolvió finalmente el pie con lienzo limpio y le indicó que continuara aplicándose el emplasto.
—Volveré dentro de algunos días, para ver cómo sigue —dijo.
Ella asintió, muy serena.
—Tengo una gran resistencia al dolor —repuso— y también, por desgracia, a la amapola. Y, ahora, príncipe, ¿tomarás vino conmigo?
Ante su gesto afirmativo, dio una sola palmada y un sirviente entró sigilosamente en 'el cuarto. Mientras ella le ordenaba que acercara una silla y abriera una jarra de vino, Khaemuast observó la alcoba por primera vez.
Era pequeña y fresca, y carecía de adornos en los muros. Una mesa con una lámpara encima flanqueaba el diván, que, a diferencia del resto, era alto y estaba cubierto de adornos dorados; en él se amontonaban los almohadones y las sábanas revueltas. Khaemuast apartó la vista. Diez o doce preguntas empezaban a dar vueltas en su cabeza. «¿Está tu marido aquí? ¿Qué haces en Menfis? ¿Sabes que fui yo quien envió a Amek a buscarte? ¿Acaso me enviaste tú a Harmin, a tu vez? ¿Por qué?» Llegaron el vino y la silla. Se acomodó con agradecimiento y tomó su taza, preguntándose cómo plantear aquellas preguntas. Pero ella se anticipó.
—Tengo que hacerte una confesión, príncipe —dijo—. Reconocí a tu guardaespaldas en cuanto entró en la habitación y comprendí, entonces, quién había sido el que me hizo por su mediación una proposición tan descarada.
Khaemuast enrojeció y se obligó a enfrentarse a su sonrisa, ahora burlona, descarada. Se sentía como un niño regañado.