No dormía bien. Soñaba con fuertes vientos que agitaban la superficie del desierto, hasta levantar aullantes torbellinos de arena; con inundaciones del Nilo que cubrían la totalidad de Egipto, lamiendo y devorando inexorablemente kilómetro tras kilómetro; con que las fogatas de sus propias cocinas se extendían, cada vez más grandes, hasta ascender por encima de toda la ciudad, hambrientas y furiosas, iluminándola con un fatal resplandor anaranjado.
Cuando llegó el momento de trazar su horóscopo y el de su familia para el mes entrante ejecutó la tarea con temor, aplicando a los detalles una atención más minuciosa que de costumbre. El pronóstico para él era muy malo. Según estos resultados«,se dijo, "debería acostarme en mi diván y no moverme hasta que acabe el mes de Ator. No veo muerte ni un accidente físico, pero sí mala suerte. Sólo eso.» Rió entre dientes, sin ningún humor. Para Nubnofret, los signos del mes eran más o menos los de siempre, sólo leves estremecimientos en un fluir parejo que rara vez se alteraba. El horóscopo de Hori, siempre tan afortunado, delataba un leve descenso de la suerte en el número de días positivos y el de Sheritra era casi tan malo como el de su padre.
Cuando acabó el trabajo, que le llevó un día entero, lo escondió apresuradamente en un cajón y se recosté en el asiento, con una cierta desesperación. «Podría enviar a Sheritra a Ninsu, a casa de Sunero, si ella aceptara", pensó. "En realidad, Nubnofret y yo hemos considerado la posibilidad. Pero ¿no sería eso ponerla en un sitio donde su suerte fuera peor? ¿O retenerla en casa precipitará los desastres que he visto? No hay respuestas. Hemos sobrevivido a enfermedades, muertes dinásticas e intrigas reales", pensó otra vez, mientras se levantaba para abandonar el despacho. »Todas habían sido anunciadas previamente como días desafortunados, la sorpresa estuvo en los hechos en sí. Sobrellevaremos este mes como todo lo demás.~ Pero cuando recorría el pasillo para salir a la luz del día, ya mortecina, comprendió que su confianza era falsa. Había algo extraño en el aire y lo reconocía con gran desconfianza.
Sentía una curiosa renuncia a visitar la tumba de Saqqara. Penbuy seguía trabajando allí, con sus otros escribas y sus artistas, y Hori pasaba varias horas diarias dirigiendo sus esfuerzos. Pero Khaemuast se mantenía lejos. Quería ver aquella tumba cerrada y sellada. Quería entregar a Penbuy el pergamino, tan ávidamente separado de los dedos de la momia, para que el escriba lo copiara y pudiera devolver el original. Pero el rollo le inspiraba un desagrado tan grande que lo dejaba esperar donde el escriba lo había guardado. Tarde o temprano, tendría que continuar el trabajo de descifrar aquel enigmático texto o devolverlo a su lugar de origen, pero por el momento no tenía necesidad de decidir entre una cosa u otra. Todos los días Hori ponía ante él las escenas complejas y los jeroglíficos fielmente reproducidos, ansioso de analizarlos con él, pero Khaemuast buscaba excusas para no prestarles atención.
—Son bellos, pero no ofrecen una especial información —decfa a su hijo—. Podemos estudiarlos una vez que hayamos cerrado la tumba; de momento, debo dedicar toda mi atención a los toros de Apis.
Era mentira y Hori lo sabía. Al ver asf a su hijo, encaramado en el borde del escritorio balanceando un pie, estuvo a punto de ordenar: «Déjame en paz, Hori». Pues Ib se había presentado apenas una hora antes, moviendo otra vez la cabeza negativamente. Pero se contuvo.
—Di a Penbuy que lo archive. Buscaré algún rato de ocio, mañana o pasado, para estudiarlos.
Hori le echó una mirada penetrante, pero bajó del escritorio y salió.
Khaemuast permaneció sentado, con los ojos vacíos y perdidos en la nada. «¿Cuándo empezó todo esto?", pensó. Pero no estaba siquiera seguro de qué era "esto". Se preparó mentalmente para otra cena familiar, para otra velada en el frescor del jardín o escuchando las observaciones de Nubnofret, que no eran desagradables. Luego sobrevendría la bendita inconsciencia, seguida de otra larga serie de horas calurosas, que debía llenar con algo para no enloquecer. Una obsesión. Sí, era aproximadamente eso. "Que venga, pues, el momento del encuentro; que me haga trizas con una furiosa desilusión." Y luego: "Oh, Thot, por favor… Por favor, Ptah, por favor, Ator, diosa de la belleza, ¡devolved a mi vida su antigua cordura!».
Transcurrida una semana del mes de Ator, Khaemuast empezó a perder las esperanzas de hallar a la mujer. Aunque de mala gana, retiró a sus soldados de la búsqueda y, con alivio, descubrió que admitir el fracaso le aportaba las primeras sugerencias de paz. Su mente empezó a calmarse. Volvió a sus estudios, a sus pocos y seleccionados pacientes, y a sus deberes con un poco de sincero interés. El horóscopo seguía preocupándole, pero decidió que, en su estado de inquietud, no lo debía haber trazado concretamente.
En el tercer día de la segunda semana de Ator partió para conferenciar con Si-Montu sobre la prometida vendimia de los viñedos reales que su hermano administraba a las afueras de Menfis. El faraón había mandado pedir las cifras que se esperaba obtener y Si-Montu, a su vez, había enviado mensaje a Khaemuast, preocupado por la aparición del añublo en algunas viñas. Por otra parte, le alegraba mucho tener una excusa para pasar una calurosa tarde bebiendo cerveza y charlando de naderías. Khaemuast recibió con agrado la invitación y partió en su barcaza, llevando consigo a Kasa, Amek y dos guardaespaldas, para que lo llevaran a remo más allá de los límites septentrionales de la ciudad, donde prosperaban los viñedos de su padre, mimados como niños malcriados tras los altos muros que los protegían.
Sentado en la cubierta de la barcaza, bajo el pequeño toldo, disfrutaba de la brisa matinal que en muy pocas horas se convertiría en el chamuscador aliento de Ré, cuya potencia e intensidad aumentaban al avanzar el verano. A medida que viajaba hacia el norte y se alejaba de la industria y los mercados de Menfis, los ribazos aparecían cuidadosamente cultivados. A una finca seguía otra; cada tramo de blancos peldaños de embarcadero, con sus barcazas y sus esquifes amarrados, daba paso a prados, arbustos, árboles, un muro y, más allá, otro tramo de peldaños lamidos por el agua. La ruta fluvial corría por detrás de aquellos campos privados, encerrando el suburbio Norte de las Murallas, para volver luego a serpentear junto al Nilo, justo antes de cruzar el canal más septentrional. Los viñedos de Ramsés, que rodeaban la invitadora casa de Si-Montu, crecían al otro lado del canal y eran alimentados por unas acequias que atravesaban el camino.
Khaemuast vio pasar la última finca bien cuidada. Tras un enmarañado matorral del río el camino volvió a aparecer, más atestado que nunca, de asnos cargados, campesinos descalzos y literas transportadas por esclavos polvorientos. No le molestó el retorno del bullicio. Aquel día se sentía relajado y optimista. El aire olía a humedad y le refrescaba el sudor de la frente, bajo su casco de hilo a rayas blancas y negras. El Nilo, de un azul centelleante, abofeteaba suave y rítmicamente su embarcación. El capitán marcaba el ritmo a los remeros con una voz de sonsonete que parecía fundirse con el ruido de la ribera, el chillar de los pájaros que sobrevolaban en busca de comida y el palmoteo de los pies de Kasa, que se acercaba desde la cabina para ofrecerle agua fresca perfumada con menta y dátiles secos. Amek permanecía en la proa, recorriendo con la vista la ribera en un lento circulo, mientras el otro navío cortaba el agua y los fellahin manejaban los shadufs que vertían la húmeda vida en los sembrados de la otra orilla.
En el momento en que Khaemuast se llevaba la dorada taza a los labios y daba las gracias a Kasa, su mirada captó el brillo de un destello escarlata entre la leonina confusión de animales y cuerpos que poblaban el camino. Su mano se quedó petrificada y su boca, seca. Luego le llenó una furia como nunca había conocido, que electrizó sus miembros e inundó sus pulmones. Ella iba abriéndose paso por entre la multitud, con aquella gracia desenvuelta que él había llegado a conocer tan bien, que con tanta frecuencia le tentaba desde su maldita imaginación. Llevaba una cinta blanca rodeándole la frente y aleteando sobre su recta espalda. El sol arrancaba destellos al simple círculo de plata de su collar y jugaba con los brazaletes, también de plata, que entrechocaban entre si en las muñecas y el antebrazo. Khaemuast se puso de pie para mirarla, el horrendo enojo palpitando en todo su cuerpo. La vio levantar una mano lánguida para apartarse de la mejilla un mechón de pelo negro que sacudía el viento. Tenía la palma teñida de un naranja intenso. «Maldita zorra», pensó, temblando, con semanas enteras de angustia e inquieta compulsión agitándose en su cerebro: la cara de Ib, cada noche, frustrante; los silencios de Sheritra, la desilusión de Hori y hasta el agotamiento de sus servidores, que él conocía sin ver, todo se mezclaba ahora para formar aquel enorme impulso violento. ¡Zorra, zorra, oh, zorra!
—¡Capitán! —gritó—. ¡Desviate inmediatamente hacia el ribazo! ¡Amek! —La taza se le había escapado de las manos y vislumbró vagamente que Kasa se agachaba para recogerla, mientras Amek se acercaba a grandes pasos—. En cuanto el barco toque tierra, quiero que detengas a esa mujer.
Señaló con el dedo. Amek siguió con la vista la dirección de su brazo trémulo e hizo un gesto de asentimiento. La mujer caminaba hacia ellos en dirección a la ciudad, tenían tiempo de sobra para interceptaría. «Esta vez", pensó Khaemuast ferozmente, apretando los dientes, "esta vez no te escaparás».
—Cuando la hayas detenido, pregúntale cuánto vale.
Amek arqueó sus negras cejas.
—¿Cuánto vale, príncipe?
—Cuánto vale, sí. Quiero pasar una noche con ella. Quiero saber cuánto cobra.
El capitán de su custodia le hizo una reverencia y, sin una palabra más, se quitó las sandalias preparándose para saltar al agua fangosa en cuanto la barcaza tocara fondo. Khaemuast retrocedió hasta situarse bajo el toldo, apenas consciente de lo que había dicho. Sus estremecimientos se iban calmando, pero su ira seguía allí, como una brasa que calentaba regularmente su sangre, curvando sus dedos en garras.
La barcaza chocó contra el ribazo y Amek, sin esperar a que dejara de balancearse, se dejó caer desde la borda, hundiéndose hasta las rodillas en el limo y mojándose hasta el mentón. La mujer estaba casi a la misma altura, sin saber, sin ver. «Date prisa", pensó Khaemuast. Con una enorme tensión, vio a su hombre sacar del cieno sus fuertes piernas de soldado, una tras otra, y aferrarse a los matorrales de la orilla para ayudarse a salir. Tras tambalearse un poco, corrió al camino. "Ahora", le instó la caótica mente de Khaemuast. "¡Ahora, Amek!» El guardia se abrió paso con implacables empujones y un segundo antes de que la mujer le dejara atrás, se plantó ante ella con los pies separados, desenvainando su corta espada.
Ella se detuvo lentamente, con una rodilla medio doblada bajo el vestido ajustado, que tenía el color de alguna ave exótica. Mantenía las manos relajadas. Khaemuast, cuya ira iba pareja a su ansiedad, tuvo tiempo de admirar su aplomo, al parecer inconmovible. Vio que Amek hablaba, apoyándose la espada contra la pierna salpicada de lodo. Suponía que la mujer echaría un vistazo hacia la barcaza al escuchar la propuesta, pero ella no movió siquiera su orgullosa cabeza. Sus labios se entreabrieron, replicó brevemente e hizo ademán de dar un paso al lado, pero Amek volvió a cerrarle el camino, hablando apresuradamente. Ahora, la mujer levantó la barbilla y movió la boca con rapidez, enérgicamente. Amek se inclinó hacia delante y ella hizo lo mismo. Se fulminaron mutuamente con la mirada y, por fin, bruscamente, el soldado envainó su espada y la mujer se mezcló con el torrente de viajeros, dejando atrás a Khaemuast y a su barcaza. Se perdió de vista con enfurecedora serenidad. El príncipe descubrió que no podía tragar saliva. Más aún, apenas podía respirar.
El capitán de la barcaza había extendido la rampa. Khaemuast, apretando todavía los puños con fuerza, vio que Amek la recorría a grandes pasos y se plantaba en cubierta, a la sombra del toldo, para hacerle una reverencia. Su amo luchó por recobrar el aliento y la voz.
—¿Y bien? —graznó, cuando pudo recuperar el habla. Amek hizo una mueca. El lodo seco se le estaba desprendiendo en escamas de las piernas, se limpió una mancha de la mejilla.
—Transmití tu encargo —dijo—. Le hice la pregunta con mucho tacto, Alteza.
—¡Sin duda! —espetó Khaemuast, impaciente—. Te conozco, Amek. ¿Qué ha dicho ella?
El hombre parecía incómodo y apartó la vista.
—Ha dicho: «Responde a ese hombre presuntuoso, tu amo, que soy de la nobleza, no una mujer cualquiera. No estoy en venta».
A Khaemuast se le llenó súbitamente la boca de saliva.
—La has presionado. ¡Lo he visto!
—Si, príncipe. La presioné. —Amek sacudió la cabeza—. Y ella se limitó a repetir: «Soy de la nobleza, no una mujer cualquiera. Di eso a tu grosero y arrogante amo». Grosero y arrogante. Khaemuast c~'ó una sarta de maldiciones dando vueltas en su cabeza.
—Al menos ¿trataste de averiguar dónde vive?
Amek asintió.
—Le dije que mi amo era un hombre muy rico y poderoso, que la ha estado buscando mucho tiempo. Pensaba que ella se sentiría halagada y suavizaría su actitud. Pero mis palabras no cambiaron nada. Al contrario, me sonrió con bastante frialdad. «Ni el oro puede comprarme ni el poder me asusta», dijo. No quise sobrepasar tus instrucciones arrestándola, Alteza. Tuve que dejarla marchar.
Khaemuast levantó el puño y golpeó a Amek en la mandíbula. El guardia, desprevenido, cayó al suelo y quedó así un momento, aturdido. Luego movió la cabeza y se tocó la boca.
«¡Arrestaría!", gritaba la mente de Khaemuast. "Debiste arrestaría, golpearla, traerla a bordo a rastras y arrojarla a mis pies.» De pronto, la realidad se derrumbó sobre él, y le hizo arrodillarse, horrorizado por lo que había hecho.
—¡Amek! —exclamó, afligido, ayudándole a incorporarse—. Lo siento, no era mi intención pegarte. Por Amón, yo no…
El hombre logró esbozar una débil sonrisa.
—He visto su rostro —dijo—. No culpo a mi príncipe por golpearme. Es muy hermosa. Soy yo quien debe disculparse, he fallado a mi príncipe.
«Sí, has visto su rostro", pensó Khaemuast, dolido hasta el corazón. "Has sentido su aliento en la cara, has reparado en el movimiento de sus párpados, el de sus pechos, cuando tomaba aliento para contestarte con tanto desdén. Quisiera pegarte otra vez.»