Bajó el brazo y, apoyando los codos en el escritorio, reposó el mentón en sus enjoyados dedos, mirando a Khaemuast con calculado disgusto. Su hijo no se atrevió a apartar la vista para lanzar una mirada a Ashahebsed, pero percibió el disimulado júbilo del hombre. No le molestaba la presencia de Tehuti-Emheb, pues era su deber registrar el diálogo y sus resultados, cualesquiera que fuesen, pero súbitamente le enfureció el que su padre no despidiera al viejo portador de la taza. Conociendo a Ramsés como le conocía, estaba seguro de que el hecho de que permitiera su presencia no era un descuido. Pero Khaemuast se negó a sentirse incómodo. Ninguno de aquellos hombres esparciría rumores sobre la conversación. Y lo cierto era que él merecía la desaprobación del Poderoso Toro. Incluso así, los vapores de la ira se enroscaban en su garganta, acres y amargos.
—Pero estas cosas, por intrigantes y fastidiosas que sean, no merecen todo mi divino disgusto —prosiguió Ramsés—. Por dos veces, el mayordomo de tu madre te envió un mensaje para informarte de que empeoraba, y sin embargo, murió sin el consuelo de tu presencia. Quiero saber por qué, Khaemuast.
Unas descabelladas excusas atravesaron rápidamente la mente de Khaemuast. «No recibí los mensajes. Mi escriba, al leérmelos, interpretó mal sus garabatos. Iba a venir, pero enfermé. Ya ves, Gran Horus, lo enfermo que he estado. Me he enamorado desesperadamente de una bella mujer, hasta el punto de que nada, nadie más existe para mí, e incluso el sufrimiento de mi madre moribunda ha sido sólo un fastidioso inconveniente.»
Mostró la palma de las manos.
—No puedo ofrecerte ninguna explicación, ¡oh, Divino! —dijo.
Hubo un momento de atónito silencio. Ramsés le miró fijamente, con incredulidad.
—¡Me desafias! —gritó, perdida la suavidad de la voz y dominada ésta por la fuerza de su ira.
Khaemuast comprendió que su padre estaba auténticamente enfurecido, hasta el punto quizá de ser peligroso. Aguardó sin decir nada.
Ramsés empezó a acariciar con el indice y el pulgar el largo pendiente de oro y cornalina que se apoyaba en su cuello, frunciendo el ceño. Súbitamente dio un tirón a la joya e hizo chasquear los dedos.
—Ashahebsed, Tehuti-Emheb, retiraos —ordenó, ásperamente.
Los dos hombres hicieron inmediatamente una reverencia, el escriba con la paleta equilibrada sobre la palma de las manos, y retrocedieron hacia la puerta. Ramsés no les prestó más atención.
—Puedes sentarte, Khaemuast —invitó, con la voz nuevamente serena y seca.
El príncipe obedeció.
—Gracias, padre —dijo.
—Ahora, puedes hablar —prosiguió Ramsés.
No era una sugerencia, sino una orden. Las puertas dobles se cerraron sonoramente. Estaba a solas con aquel hombre, aquel dios que tenía el destino de todos los egipcios entre sus manos marchitas, cuidadosamente teñidas, y que podía castigar el descuido de Khaemuast como se le antojara. Esperaba, inclinando la cabeza y enarcando las cejas, con una áspera impaciencia en sus ojos sabios y gruesamente delineados. «Siempre he sido su favorito", pensó Khaemuast, con una punzada de aprensión. "Pero ser el favorito de un dios inteligente, tortuoso y carente de escrúpulos… ¿qué significa?»
Respiró hondo.
—En verdad tengo una explicación, padre —empezó—, pero ninguna excusa. He descuidado vergonzosamente todos mis deberes para con Egipto, para contigo y los dioses, y el modo en que he tratado a mi madre ha sido totalmente condenable, aun sabiendo perfectamente que podía morir en cualquier momento. Ella recibió esa advertencia y me la transmitió, sin que yo le prestara atención.
Tragó saliva, todavía enojado, sabiendo que hablaba de vergüenza sin sentirla. Confiaba en que su padre no penetrara hasta la verdad con sus viejos ojos, sobrenaturalmente observadores.
—Sabemos todo eso —interrumpió Ramsés, lacónicamente—. Te estás permitiendo muchos lujos, Khaemuast. Dentro de tres días tengo una audiencia con una delegación procedente de Alashia, conque harías bien en apresurar tu explicación.
—Muy bien —dijo él, simplemente—. Me he enamorado con gran violencia, hasta el punto de que desde hace varios meses no puedo concentrarme en otra cosa. He ofrecido a la mujer un contrato que ha aceptado, sólo resta una confirmación de su noble Origen. Eso es todo.
Ramsés le miró con fijeza, estupefacto. De pronto se echó a reír, con una rica y robusta carcajada que arrancó diez años a su aspecto.
—¿Khaemuast, enamorado? ¡Imposible! —jadeó—. ¿Embelesado el poderoso príncipe del decoro? ¡Qué maravilla! Háblame de este notable personaje, Khaemuast. Tal vez decida perdonar tus terribles faltas, después de todo.
Khaemuast comenzó a describirle a Tbubui obedientemente. Al hacerlo le invadió una oleada de nostalgia, mezclada con una extraña impresión de desdoblamiento, como si en realidad no estuviera allí, en aquel suntuoso salón, escuchando una voz que apenas reconocía como propia, pronunciando a la fuerza unas palabras vacilantes y torpes, que expresaban poco el filo de espada de sus emociones. Los ojos astutos del hombre que se inclinaba sobre la mesa relucían de placer. La explicación del príncipe se apagó al final en silencio y Ramsés irguió la espalda.
—Espero que me presentes a esa mujer en tu próxima visita a Pi-Ramsés —dijo—. Si es tan irresistible como dices, declararé nulo el casamiento y la agregaré a mi harén. Pero me atrevo a decir que será una de esas hembras asexuadas, secas y serias, más inclinadas a abrir un rollo que las piernas. Conozco tus gustos, hijo mío. Siempre me ha asombrado que quisieras casarte con una mujer tan voluptuosa como Nubnofret. —Levantó la taza de oro que tenía ante su codo con tres dedos remilgados y sorbió el vino, mirando astutamente a Khaemuast por encima del borde de la taza—. Hablando de Nubnofret —dijo, deslizando cuidadosamente la lengua por sus rojos labios—, ¿qué opinión tiene ella de tu futura segunda esposa?
Khaemuast sonrió débilmente, siempre sujeto a aquel incomprensible desdoblamiento.
—No está satisfecha, ¡oh, Divino!
—Eso es porque ha gobernado sola tu nido durante demasiado tiempo —replicó inmediatamente Ramsés—. Debe aprender a ser más humilde. La arrogancia es un rasgo detestable en una mujer.
Khaemuast parpadeó. El harén de su padre estaba lleno de mujeres tercas, fieras y peleadoras, capaces de proporcionar al faraón el desafio que más le gustaba.
—¿Y tus hijos? —preguntó Ramsés—. ¿Hori y Sheritra? ¿Qué opinan?
—Todavía no les he pedido su opinión, padre.
—Ah! —De inmediato Ramsés pareció perder interés por la conversación. Se levantó, apoyándose una mano en el pecho hundido, y Khaemuast le imitó al instante—. Mañana, tu madre será depositada en su tumba —dijo—. Aborrezco, hijo mío, la debilidad con que has dejado caer todo lo de tu vida en el caos mientras cortejabas a esa mujer, pero lo comprendo. No habrá castigo, siempre que Egipto pueda confiar de nuevo en que cumplirás prontamente tus funciones.
El príncipe se inclinó.
—No merezco tu clemencia —fue su comentario.
—No, en efecto —asintió Ramsés—, pero no hay otro que pueda hacerse cargo de las tareas que te he confiado, Khaemuast. Merenptah es un idiota altisonante y mi hijo Ramsés, un borrachín.
El príncipe cambió diplomáticamente de tema, mientras los dos se acercaban a las puertas.
—No he recibido ningún comunicado sobre las negociaciones matrimoniales que emprendiste —expresó, con cautela—. Confío en que todo marche bien.
Ramsés soltó un desdeñoso bufido.
—La princesa de los khatti está en camino —dijo—. Llegará dentro de un mes, siempre que no sea devorada por los animales salvajes ni violada y asesinada por los bandidos en el desierto. A decir verdad, Khaemuast, ya estoy harto de ella, aunque todavía no la conozco. Es su dote lo que despierta mi apetito, no su suave piel real. Desde luego, estarás presente cuando lo amontone todo ante mí y flexione sus pequeñas rodillas… hermosas, espero. —Clavó en Khaemuast una mirada duramente hostil—. Es tu última oportunidad, Khaemuast. Si me fallas esta vez, acabarás patrullando el Desierto del Oeste con los medjay durante el resto de tu vida. Lo digo en serio.
Ramsés no se retrasó en la puerta, sino que después de dar un somero beso a su hijo en la mejilla, marchó a paso majestuoso. Un bullicioso cortejo se congregó a su alrededor, mientras el príncipe iba en busca de Ib para volver a sus habitaciones.
De pronto, Khaemuast descubrió que estaba exhausto. «No puedo permitir que esto vuelva a ocurrir", pensó, fijando los ojos en la fuerte y flexible espalda de Ib. "Debo atender a mis deberes, pase lo que pase, y aferrarme a algún tipo de perspectiva.» Pero su imaginación se iba ya llenando otra vez con la cara de Tbubui, mientras la de su padre se encogía hacia la nada. Sufría por la necesidad de estar con ella otra vez.
Al día siguiente, los funerales de Astnofert dejaron el palacio vacío. Su cortejo se extendía a lo largo de cinco kilómetros, desde los limites de la finca real, a través del Nilo, donde las balsas iban y venían sin cesar para cruzar a deudos y cortesanos, hasta llegar a la rocosa desolación del valle en donde eran sepultadas todas las reinas desde hacía cientos de años. Se habían levantado unas carpas para los familiares más cercanos, así como para el alto sacerdote y los acólitos que iban a celebrar las ceremonias. La muchedumbre restante intentaba hacerse espacio, instalándose donde hubiese un poco de sombra. El tiempo se pasaba durmiendo o chismorreando, mientras el cadáver de Astnofert, envuelto en vendas de hilo y encerrado en su pesado sarcófago de cuarzo, iba siendo rodeado de hechizos y preparado para el viaje final hasta el oscuro silencio de la tamba.
Khaemuast y su familia pasaron tres días allí, de pie o sentados, prosternándose o bailando con los movimientos del rito fúnebre, recibiendo el feroz sol tebano que absorbía la humedad de su piel y la arena, que se levantaba en unos sofocantes remolinos y se adherían al sudor, filtrándose por debajo de la ropa. Por fin acabó todo. Khaemuast entró en Ja tumba con su padre, para depositar unas guirnaldas de flores sobre el abultado nido de ataúdes dentro del cual yacía Astnofert, como la solución de un complicado acertijo. Los sirvientes borraron sus huellas cuando ellos retrocedieron hacia la luz del sol y los sacerdotes enhebraron a los sellos de la puerta la soga anudada y colocaron la insignia de la muerte: el chacal y los nueve cautivos.
Ramsés se alejó sin decir palabra, sacudiéndose el polvo de los pies antes de subir a su litera. Khaemuast y su familia hicieron otro tanto. Así los trasladaron otra vez al río lodoso y a la balsa. Llegaron a la relativa frescura del palacio muy fatigados. En cuanto llegaron a la intimidad de sus habitaciones, Khaemuast se volvió hacia su mayordomo.
—Ib —dijo—, haz empaquetar nuestras pertenencias. Mañana por la mañana volveremos a Menfis.
Ib hizo un gesto de asentimiento y se alejó. Nubnofret, que estaba cerca de ellos, se aproximó a su esposo y durante un momento se miraron. Khaemuast vio que le temblaba la mano, como si hubiera estado a punto de tocarle, pero lo hubiera pensado mejor.
—Khaemuast —dijo, en voz baja—, cuando Ramsés vuelva al Delta, me gustaría ir con él. Necesito un descanso. Necesito pasar algún tiempo lejos del polvo y el ruido constante de la construcción. No será mucho tiempo. Un mes, quizás.
Khaemuast examinó su rostro. La expresión de su esposa era de una cortés neutralidad y sus ojos no revelaban nada. «Quiere huir de mi", pensó él. "De mí.»
—Lo siento, Nubnofret —replicó, enfáticamente—. Tienes una finca que administrar. Y Tbubui se mudará a la casa de las concubinas en cuanto hayamos desempaquetado las cosas. Si no estás allí para darle la bienvenida oficial y facilitar su alojamiento, cometerás una falta contra las buenas costumbres. Además, ¿qué diría la gente?
—Diría que a Nubnofret, esposa principal del príncipe Khaemuast, no le agrada la segunda esposa elegida por él y desea demostrar su disgusto mediante una momentánea ausencia —espetó ella—. ¿Tan poco te importa lo que yo sienta, Khaemuast? ¿No te importa que me preocupe por ti, que tu padre se preocupe por ti, que Tbubui provoque tu ruina?
Clavó en él una mirada ardiente y, con un desdeñoso gruñido, se marchó a grandes pasos.
«Qué cansado estoy de tanta confusión", pensó Khaemuast, siguiéndola con la vista. "Dentro y fuera de mí, un constante torbellino de conflicto, dolor, deseo, remordimientos, culpa.»
—¡Ib! —gritó, con más potencia de la necesaria—. ¡Busca a Amek! Vamos a cruzar otra vez el río para ir al templo en ruinas de la reina Hatshepsut. Hay unas inscripciones que deseo examinar antes de irme.
«La solución es trabajar", se dijo, con fervor. "El trabajo hará que el tiempo pase más deprisa. Luego, el movimiento de la barcaza rumbo al hogar. Y, luego ella, estará allí, en mi finca, y todo volverá a ser lúcido.»
Abandonó las habitaciones dando un portazo.
Hori había vivido en Tebas su propia angustia. Evitaba a sus numerosos parientes y trataba de agotarse paseando junto al río, vestido con ropas de campesino, vagando por los mercados o pasando horas enteras de pie en el templo de Amón, tras el bosque de columnas del patio exterior. Allí donde contemplaba elevarse el incienso del patio interior, en una nube casi invisible contra el cielo azul, y trataba de orar. Pero orar era imposible. Sólo venían a él palabras de amargura, oscuras y furiosas.
Fue en una de esas ocasiones, cuando se alejaba del templo en dirección al camino del río, transitado por asnos, cuando oyó pronunciar su nombre. Se detuvo protegiéndose los ojos del sol con la mano. Una litera se había detenido en el suelo, a unos diez pasos de distancia, y su cortina se abría. Hori divisó una pierna morena y larga, con la pantorrilla ceñida por unas deslumbrantes ajorcas de oro, y unos pliegues de níveo hilo. Durante un momento el corazón le dio un vuelco y echó a correr hacia Tbubui. Pero luego asomó una silueta, más pequeña y joven que la de su imaginación. Nefert-khay, la hija del jefe de los arquitectos, le sonreía. Recordó vagamente haberla visto en su último viaje al Delta, una muchacha bonita y vivaracha que se había sentado junto a él en uno de los banquetes y luego había hecho lo posible por inducirle a besarla. La muchacha le hizo una reverencia al verle acercarse.
—Nefert-khay —saludó él, con sorpresa.
—O sea que me he equivocado —exclamó ella, alegremente—. ¡El príncipe Hori! Sabia que estarías en Tebas por los funerales de tu abuela, pero no esperaba que me recordaras. ¡Es un halago, Alteza!