Mientras reflexionaba, no apartaba los ojos de la ribera. Los mantuvo allí hasta que el camino de la costa viró bruscamente hacia el oeste y dio paso a las fincas de los nobles. Pero aquel día no hubo ningún flamear de lienzos escarlatas que aceleraran su corazón. Amek mantenía su estólida posición en la proa. Khaemuast no habría podido decir si anhelaba verla o si temía que apareciera, como por arte de magia, haciéndole perder una vez más su dominio de si mismo. Al final, aparecieron a la vista los peldaños de su embarcadero. Uno de los guardias de Amek estaba allí, junto al poste de amarre. El príncipe se había ahorrado otro encuentro.
Después de desembarcar fue inmediatamente en busca de su esposa. Nubnofret se encontraba en sus habitaciones, dictando una carta para una de sus amigas de la corte. Cuando Khaemuast entró, alzó la vista con una sonrisa.
—¿Ha sido grata la borrachera, querido hermano? —preguntó—. Se te ve descansado.
—Fue grata, sí —admitió Khaemuast, devolviendo con un gesto la reverencia del escriba de su esposa—. No era mi intención pasar la noche fuera de casa, Nubnofret. Si he ocasionado problemas aquí, te pido disculpas.
—En absoluto.
Ella se levantó, se acercó a él y le rozó la mejilla con una afilada uña suavemente. Luego, le besó en el pecho desnudo. Su boca era blanda. Khaemuast no percibió reproche alguno en su actitud ni en su cálida mirada. Para entonces, debía ya circular entre los sirvientes la anécdota de la asombrosa falta de control con que había pegado a Amek. A todos los sirvientes les gustaba chismorrear, pero era mérito de Nubnofret que no se atrevieran a comentar los asuntos familiares con el personal de otras casas. Por primera vez se preguntó si su esposa permitiría que Wernuro le transmitiera aquellos rumores. Entonces, adquirió conciencia de su desesperación. «No puedo pretender que mis actos permanezcan ocultos al resto de la familia", pensó, mientras devolvía la sonrisa a su esposa. "¡Oh, cuánto cansa, cuánto consume la mente el engaño!»
—No ha llegado nada de importancia desde el Delta. Al menos, eso me dice Penbuy —informó Nubnofret—. Y no se han presentado huéspedes inesperados. Pero no olvides que May se hospedará aquí la semana entrante, cuando retorne de las canteras de Asuán. Ahora, debes disculparme, Khaemuast. He de acabar mi dictado. Hoy tengo mucho que hacer.
Sus brillantes ojos negros revelaban que se apresuraría a concluir sus tareas para estar a disposición de su esposo en cuanto fuera posible. En realidad, él había olvidado al jefe de arquitectos de su padre. El corazón le dio un vuelco, en otros tiempos habría recibido con mucho agrado a un hombre tan culto y distinguido, pero ahora sólo deseaba que desaparecieran todos: su padre, sus hermanos, sus contactos con el gobierno, a fin de quedar a solas y poder concentrarse en… Se volvió bruscamente.
—Avisame cuando estés desocupada —replicó—. Podemos ir a nadar más tarde.
Y escapó a su despacho. Allí vio que Hori había dejado el trabajo del día anterior sobre el escritorio, pulcramente apilado. Lo revisó con energía.
«Basta de tonterías", pensó. "Cuanto antes estudie esto, antes se podrá cerrar la tumba. Ya he malgastado demasiado tiempo, demasiado esfuerzo, que habría debido dedicar a la obra de mis propios arquitectos.»
Pero antes de sentarse, llamó a Ib.
—Reanuda las partidas de búsqueda —ordenó—. Quiero a esa mujer y no me importa lo que cueste.
Ven, que tienes ante ti canciones y música.
Deja atrás todos tus cuidados;
piensa sólo en el goce hasta que llegue el día
en que debas bajar
a la tierra que ama el silencio.
El mes de Ator se deslizó sin alteraciones y se inició el de Khoiak. May resultó un huésped entretenido, como siempre, y dejó regalos para todos antes de alejarse en su barcaza dorada, adornada con flores. Khaemuast trazó los horóscopos para el mes entrante y no halló cambios con respecto al anterior. Sin embargo, en esta ocasión ejecutó la tarea con un extraña objetividad y repasó los resultados con algo parecido a la indiferencia. Que fuera lo que fuese. Los egipcios eran, en general, un pueblo animoso y optimista, como él bien sabia, pero no restaban importancia a los dedos del destino que a veces agitaba su vida. Con el paso del tiempo, Khaemuast se sentía cada vez más apresado por la mano implacable del destino. Encontraba en aquel conocimiento un consuelo casi perverso. Mientras atendía a sus pacientes y cumplía sus otras tareas, recibía con ecuanimidad los informes de Ib y Amek, invariablemente negativos. Un día más, un mes más, un año más no importaban. Estaba seguro de que ella acabaría por venir a él. Y la esperaba.
Los días de Khoiak se tornaban cada vez más calurosos. Los cereales habían alcanzado una buena altura en los pequeños sembrados, aunque todavía estaban verdes. Hori pasaba ahora la mayor parte de su tiempo en el frescor de la tumba, cuyos misterios le importunaban; Sheritra nadaba, leía o permanecía encerrada en su mundo. El culto a los dioses continuaba, ya en la casa, ya en los templos, donde la familia se prosternaba al mismo tiempo ante Ptah, Ré o Neith. Khaemuast sabia que dentro de poco le volverían a convocar al palacio, pues el embajador Huy debía de estar ya a punto de regresar a Egipto, pero apartaba de su mente las fastidiosas y divertidas negociaciones de su padre. Se acercaba el verano, temporada de calor abotargante, de horas interminables en las que la realidad parecía adquirir dimensiones diferentes, mientras la eternidad del aire ardiente y la luz blanca parecían fundir el Egipto mortal con el inmortal paraíso de Osiris.
Un día en que Khaemuast se hallaba acabando de dictar a Penbuy algunas notas sobre el reinado de Osiris Thotmés 1, Ib entró en el despacho con una reverencia. Ya habían almorzado y se aproximaba rápidamente la hora de la siesta. Khaemuast lanzó una mirada de fastidio a su sirviente, presintiendo que le esperaba otra tarea. Quería tenderse en su diván y dormitar, bajo el suave susurro de los abanicos.
—¿Qué ocurre? —le espetó.
Penbuy estaba recogiendo sus estilos, la tinta y los rollos, con los ojos pesados por la necesidad de dormir en aquellas horas calurosas. A una señal de Khaemuast, abandonó la habitación.
—Con tu perdón, príncipe —dijo Ib—, hay aquí un joven que requiere un momento de tu tiempo. Su madre necesita atención médica.
—¿Qué joven? —preguntó Khaemuast, irritado—. La ciudad está llena de médicos capaces. ¿No le has dicho que sólo atiendo a la nobleza, aparte de algunos casos que puedan resultarme de interés especial?
—Lo he hecho —respondió Ib—. Dice que su madre es de la nobleza, en efecto, y no una mujer cualquiera. Te agradecería que le concedieras una consulta personal y dice que su tío te pagará bien por la molestia.
Khaemuast dio un respingo, pero se recuperó en seguida.
—No me interesa el oro —gruñó—. Ya tengo de sobra. ¿Qué aqueja a esa mujer?
—Al parecer, se clavó en el pie una gran astilla de madera. Le han quitado la astilla, pero el pie está infectado.
—En ese caso no necesito ir personalmente. Puedo prescribirle inmediatamente un remedio —decidió, aliviado—. Haz pasar al muchacho.
Ib se retiró. Tras un rato de espera, una sombra cruzó la puerta abierta. Khaemuast alzó la vista. Un joven, que aparentaba tener la edad de Hori, le efectuaba una profunda reverencia con los brazos extendidos. El príncipe advirtió de inmediato que tenía las manos finas y bien cuidadas, las palmas teñidas con alheña, las uñas recortadas, y la piel era suave. Calzaba unas sandalias de cuero con cordones de oro y el lienzo de su faldilla correspondía al décimo o undécimo grado de transparencia. Cuando irguió la espalda en toda su estatura, sus ojos se fijaron en los de Khaemuast sin sumisión ni orgullo, pero sí con expectación. El dueño de la casa notó que no llevaba peluca. Su pelo natural le caía, negro y completamente lacio, hasta los hombros cuadrados. Una gruesa banda de oro rodeaba su cuello y sobre el pecho, delgado pero de hermosos músculos, pendía una gran ankh, símbolo de la vida. En comparación con su cabello, los ojos parecían grises. Seguían la apreciación que de él hacia Khaemuast con atención, pero sin comprometerse. Había algo casi familiar en él, quizá en su pose erguida o en la natural curva hacia arriba que la boca asumía en las comisuras. El príncipe decidió que nunca había visto un ejemplar tan perfecto de joven virilidad, aparte de Hori.
—¿Cómo te llamas? —preguntó.
El muchacho inclinó la cabeza y su cabello negro cayó hacia adelante, brillando vagamente.
—Me llamo Harmin —respondió, con voz tan serena y firme como sus ojos.
—El mayordomo me ha hablado de la dolencia de tu madre. También me ha dicho que tu familia es de la nobleza. Yo creía conocer, aunque sólo fuera de vista, a todas las familias nobles de Egipto, pero nunca te he visto ni he oído tu nombre. ¿A qué se debe eso?
El joven sonrió, con una sonrisa conquistadora y afable, que a Khaemuast le costó no devolver.
—Mi familia tiene unas modestas propiedades en Coptos, al norte de la bendita Tebas —explicó—. Somos de un antiguo linaje, nuestra estirpe se remonta a los tiempos del príncipe Sekenenra. Aunque pertenecemos a la nobleza menor y nunca ocupamos altos cargos, estamos orgullosos de nuestra sangre. Es pura, no ha habido corrientes extranjeras que se mezclaran con ella. En los tiempos en que revivió el comercio con Punt, después de que la gran reina Hatshepsut redescubriera esa tierra, mi antepasado era capataz de sus caravanas a lo largo de toda la ruta, entre Coptos y el Mar de Oriente.
Khaemuast parpadeó. Pocos historiadores, y mucho menos los ciudadanos egipcios comunes, sabían de aquella fabulosa reina que, según decían, había gobernado como rey, construyendo un templo mortuorio de insuperable belleza en la ribera occidental de Tebas. Quienes habían estudiado el lugar se inclinaban por adjudicarlo al faraón guerrero Thotmés III, pero Khaemuast siempre había estado en desacuerdo con aquella versión. Eso despertaba su interés, pero se limitó a decir:
—Si tu familia vive en Menfis desde hace algún tiempo yo debería haberos oído nombrar.
La sonrisa de Harmin se ensanchó.
—Mi madre, mi tío y yo nos instalamos aquí hace unos dos meses. En Coptos hay ya muy poco que hacer, Alteza, y tenemos un buen capataz que se encarga de nuestra pequeña finca en aquella zona.
Khaemuast no estaba satisfecho del todo, pero seguir haciendo preguntas hubiera sido faltar a los buenos modales. De cualquier modo, estaba convencido de que aquel joven había recibido una crianza noble.
—No necesito examinar a tu madre —objetó con amabilidad—. Le prescribiré un remedio.
Harmin dio un rápido paso adelante.
—Perdóname, príncipe, pero le hemos aplicado el ave per-baibait con miel. Eso hizo que la astilla saliera. Luego tratamos la herida con un emplasto de excremento humano triturado con levadura de cerveza dulce, aceite de sefet y miel, pero la infección progresa.
—Eso significa que habéis consultado con otro médico.
Harmin puso cara de sorpresa.
—Pues no. Mi madre es bastante versada en remedios, pero en esta ocasión no logra curarse. Para ella seria un gran honor que le examinaras el pie.
«Tal vez seria mejor que lo hiciera», pensó Khaemuast, con desgana. El emplasto aplicado era de uso común en heridas abiertas, pero no tenía mucha fe en él. Con frecuencia parecía empeorar el mal. Suspirando para sus adentros, despidió al joven.
—Iré —dijo—. Haz el favor de esperar en el salón exterior.
Harmin no le dio las gracias, ni siquiera demostró satisfacción. Después de hacerle otra reverencia, giró sobre sus talones y desapareció, haciendo susurrar suavemente las sandalias en los mosaicos con su paso lento y desenvuelto.
Khaemuast pasó a su biblioteca, abrió la caja donde guardaba sus medicamentos y extrajo de ella un saco de cuero lleno de vendajes y otras cosas que solía necesitar para sus pacientes. Le zumbaba la cabeza, exigiéndole que la apoyara en una almohada, y le ardían los ojos. Se apresuró a echar la llave a la caja y salió tras Harmin. Ib estaba sentado en su banquillo del corredor.
—¿Te acompaño, príncipe? —preguntó, levantándose.
—No —respondió Khaemuast—. Por esta vez no te necesito, Ib, pero me llevaré a Amek.
En el vestíbulo no había señales de Harmin. Khaemuast le encontró esperando a la sombra de las coloridas columnas frontales. Permanecía inmóvil, con los brazos a los costados y la cabeza apenas inclinada, escuchando un sonido que flotaba por encima de los densos arbustos que separaban el sendero pavimentado de los jardines de atrás.
Khaemuast se detuvo, asombrado. Era la voz de Sheritra, alta y pura, la que llenaba el aire caliente. La niña rara vez cantaba, como no fueran estribillos infantiles, pero en aquel momento entonaba una antigua canción de amor que atravesó el corazón de su padre: «Tu amor, lo deseo, como manteca y miel. Me perteneces, como el mejor unguento a los miembros del noble, como el lienzo más fino a los miembros de un dios, como el incienso al Señor de Todo…».
Harmin se volvió un poco.
—Es una voz muy bella —comentó.
—Si, en efecto —respondió Khaemuast, brevemente. Sheritra se habría azorado y sofocado de haber sabido que tenía público. Sacudió la cabeza para indicar a Harmin que le siguiera y echó a andar hacia el río—. ¿Por dónde has venido? —preguntó—. ¿Dónde está tu casa?
—Más allá de los suburbios del norte —respondió el muchacho, que caminaba ya a su lado—. Tomé un esquife para cruzar el río y luego he hecho el trayecto caminando, Alteza. La mañana era muy bella.
No se hablaron más. Khaemuast invitó al joven a subir a su barcaza. Amek los siguió con un soldado y el capitán dio la orden de zarpar. A esa hora había poco tránsito en el Nilo. Todos los que podían descansar estaban durmiendo y los embarcaderos de los nobles permanecían desiertos. El príncipe había supuesto, por algún motivo, que su paciente viviría en una de aquellas fincas, aunque conocía personalmente a la mayoría de sus habitantes. Pero Harmin no dio señal alguna de que hubiera llegado el momento de girar hacia la ribera.
Apareció el camino del río, casi libre de viajeros. Quienes se veían obligados a transitar por allí guardaban silencio por el calor. La barcaza se deslizaba junto al cami no como una mota de polvo que cayera con un rayo de sol. La superficie del agua estaba vidriosa, casi inmóvil.