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Authors: Justin Cronin

El pasaje (101 page)

BOOK: El pasaje
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«Theo —pensó, mientras el dolor de la pierna se agudizaba con brusquedad, una oleada de calor y luz que la dobló en dos. La pierna se dobló debajo de ella y la envió trastabillando hacia adelante—. Theo, estoy aquí. He venido a salvarte. Tenemos un hijo, Theo. Nuestro hijo es un chico.»

Mientras caía vio una figura que corría por el Ruedo. Era Amy. Su pelo despedía una estela de humo. Lenguas de fuego lamían su ropa. El viral se había interesado ahora por Theo. Amy se interpuso entre ellos con el fin de proteger a Theo como un escudo. Enfrentada a la forma inmensa e hinchada de la criatura, parecía diminuta, casi una niña.

Y en aquel instante, como si estuviera suspendida en el tiempo (todo el mundo paralizado, mientras el viral contemplaba a la pequeña figura parada ante él), Mausami pensó que la muchacha quería decir algo y estaba a punto de abrir la boca para hablar.

Veinte metros por encima de sus cabezas, Hollis se había dejado caer por el pozo con su rifle, seguido de Alicia, que sujetaba el lanzagranadas. Apuntó el cañón hacia donde estaban Amy y Babcock.

—¡No me queda ni un proyectil!

Caleb y Sara cayeron detrás de ellos. Peter se apoderó de la escopeta de Jude, caída en el suelo de la pasarela, y disparó en dirección a los dos hombres que corrían en su dirección. Uno de ellos emitió un grito ahogado y se derrumbó de cabeza en el suelo.

—¡Dispara al viral! —gritó a Alicia.

Hollis disparó, y el segundo hombre cayó sobre la pasarela.

—¡Ella está demasiado cerca! —dijo Alicia.

—¡Sal de ahí, Amy! —gritó Peter.

La chica no se movió. ¿Cuánto tiempo podría retenerle? ¿Dónde estaba Olson? Las llamas se habían apagado. La gente se estaba precipitando escaleras abajo, una avalancha de monos naranja. Theo, a cuatro patas, retrocedía para alejarse del viral, pero ya no tenía voluntad. Había aceptado su sino, carecía de fuerzas para resistir. Caleb y Sara estaban bajando por las escaleras hacia el tumulto de las galerías. Peter oyó que las mujeres chillaban, los niños lloraban, y una voz parecida a la de Olson, que se alzaba sobre el estrépito:

—¡El túnel! ¡Todo el mundo al túnel!

Mausami entró en el ruedo.

—¡Aquí! —Tropezó, apoyó las manos en el suelo cuando cayó. Tenía los pantalones empapados en sangre. A cuatro patas, intentó levantarse. Agitó las manos y chilló—. ¡Mira aquí!

«Retrocede, Maus», pensó Peter.

Demasiado tarde. El hechizo se había roto.

El viral volvió la cara hacia el techo y se acuclilló, mientras su cuerpo hacía acopio de energías como un muelle enrollado, y después se puso a volar, surcó el aire. Se elevó hacia ellos con una inevitabilidad implacable, describió un arco sobre sus cabezas y aferró una viga del techo, al tiempo que su cuerpo giraba como un niño meciéndose en un balancín (una imagen extrañamente estimulante, e incluso gozosa), y aterrizó en la pasarela con un impacto estremecedor.

«Soy Babcock.

»Somos Babcock.»

—Lish...

Peter notó que la granada pasaba rozándole la cara, la quemadura del gas caliente sobre su mejilla, y supo lo que iba a suceder antes de que ocurriera.

La granada estalló. Un puñetazo de ruido y calor, y Peter salió despedido contra Alicia, los dos cayeron sobre la pasarela, pero la pasarela ya no estaba. La pasarela estaba cayendo. Algo aguantó, se precipitaron al abismo, y durante un momento de esperanza todo se detuvo. Pero entonces, la estructura se inclinó de nuevo, y con un estallido de remaches y un chirrido de metal al doblarse, el extremo de la pasarela se soltó del techo, se inclinó hacia el suelo como la cabeza de un martillo y cayó.

Leon estaba en el callejón, con la cara apoyada contra el suelo. «Maldita sea —pensó—. ¿Adónde habrá ido la chica?»

Tenía en la boca una especie de mordaza, y las muñecas atadas a la espalda. Intentó mover los pies, pero también estaban atados. Era el grande, Hollis. Leon lo recordó entonces. Hollis había surgido de las sombras, blandiendo algo, y lo siguiente que supo Leon fue que estaba solo en la oscuridad y no podía moverse.

Tenía la nariz obstruida de hollín y sangre. El hijo de puta se la había roto. Sólo le faltaba eso, romperse la nariz. Pensó que le había roto un par de dientes, pero con la mordaza en la boca, y la lengua embutida detrás, no tenía forma de comprobarlo.

Estaba tan oscuro que no veía a más de medio metro. De alguna parte llegaba un hedor a basura. La gente siempre la dejaba en los callejones, en lugar de tirarla al vertedero. ¿Cuántas veces había oído a Jude decir a la gente: «Llevad la puta basura al vertedero»? ¿Qué eran, cerdos? Una especie de broma, puesto que no eran cerdos, pero ¿acaso había diferencia, en realidad? Jude siempre estaba haciendo bromas por el estilo, para ver estremecerse a la gente. Durante un tiempo habían criado cerdos (a Babcock le gustaba el cerdo casi tanto como el buey), pero algún tipo de enfermedad los había exterminado un invierno. O quizá habían visto lo que se avecinaba y decidido: «¡Qué diablos, prefiero tumbarme y morir en el fango!».

Nadie iría a buscarlos, de eso estaba seguro. Él solito tendría que solucionar el problema de ponerse en pie. Se le ocurrió una forma de conseguirlo, doblando las rodillas contra el pecho. Le causó un terrible dolor en los hombros, retorcidos hacia atrás como estaban, y tuvo que aplastar la cara, con su nariz y dientes rotos, contra la tierra. Lanzó un aullido de dolor a través de la mordaza, y cuando hubo terminado estaba mareado y respiraba con dificultad, el cuerpo cubierto de sudor. Levantó la cara, y sintió que los hombros le dolían aún más. ¿Cómo coño se las había arreglado aquel tipo para atarle las manos con tanta fuerza? Fue enderezándose hasta que estuvo sentado, las rodillas dobladas bajo el cuerpo, y sólo entonces cayó en la cuenta de su error. No podía ponerse en pie. Tendría que empujar con la punta de los pies, o dar saltitos hasta poder erguirse. Pero con ello sólo conseguiría caer de cara al suelo otra vez. Tendría que haberse arrastrado antes hasta la pared, utilizándola para alzarse poco a poco. Pero estaba atrapado, las piernas trabadas bajo él de una forma dolorosa, inmovilizado como un idiota.

Intentó pedir ayuda a gritos, nada original, sólo la palabra «eh», pero le salió un «aaaaaah» estrangulado, y le dieron ganas de toser. Ya notaba que la circulación dejaba de correr por sus piernas, un entumecimiento picajoso que ascendía desde los dedos de los pies como hormigas.

Algo se estaba moviendo.

Estaba de cara a la boca del callejón. Al otro lado se abría la plaza, una zona de negrura desde que el barril de quemar madera se había apagado. Escudriñó la oscuridad. Tal vez era Hap, que acudía a buscarlo. Bien, fuera quien fuera, no veía una mierda. Tal vez su mente le estaba gastando jugarretas. Solo en luna nueva, cualquiera podía ponerse un poco nervioso.

Pero no. Algo se estaba moviendo. Leon lo notó de nuevo. La sensación procedía del suelo, ascendía a través de sus rodillas.

Una sombra se cernió sobre él. Levantó la cabeza enseguida y sólo descubrió estrellas, engastadas en una negrura líquida. La sensación que recorría sus rodillas era más fuerte ahora, un estremecimiento rítmico, como el batir de un millar de alas. ¿Qué demonios...?

Una figura irrumpió en el callejón. Hap.

—Aaaaaaaaaaaaaaah —dijo a través de la mordaza—. Aaaaaaaaaaaah.

Pero Hap no pareció fijarse en él. Se detuvo en el borde del callejón, jadeando sin aliento, y salió corriendo.

Entonces vio lo que perseguía a Hap.

La vejiga de Leon cedió, y también sus tripas. Pero su mente fue incapaz de registrar esos datos, y todos sus pensamientos quedaron borrados de su conciencia por un inmenso e ingrávido terror que se apoderó de ella.

El extremo de la pasarela impactó contra el suelo con una sacudida enorme. Peter se agarró a una barandilla y a duras penas logró sujetarse. Un objeto pasó zumbando a su lado y se precipitó en el espacio: el lanzagranadas vacío, de cuyo tubo surgía una meteórica columna de humo. Entonces, algo pesado lo golpeó desde arriba, y su mano se soltó (Hollis y Alicia, enredados), y ahí acabó todo: los tres cayeron, resbalaron por la pasarela inclinada hasta el suelo.

Aterrizaron en una confusión de brazos, piernas, cuerpos y equipo, salieron disparados sobre el suelo como si fueran bolas y una mano las hubiera tirado. Peter quedó tumbado de espaldas, miró parpadeando el cielo lejano, la mente y el cuerpo ebrios de adrenalina.

¿Dónde estaba Babcock?

—¡Vamos! —Alicia le había asido por la camisa y le estaba poniendo en pie. Sara y Caleb estaban a su lado. Hollis cojeaba hacia ellos, todavía capaz de cargar con el rifle—. ¡Tenemos que salir de aquí!

—¿Adónde ha ido?

—¡No lo sé! ¡Se alejó dando saltos!

Los restos del ganado estaban diseminados por todas partes. El aire hedía a sangre, a carne. Amy estaba ayudando a Maus a ponerse en pie. La ropa de la chica desprendía humo todavía, aunque no parecía darse cuenta. Parte de su pelo se había chamuscado, dejando al descubierto el cuero cabelludo rosado.

—Ayuda a Theo —dijo Mausami cuando Peter se agachó ante ella.

—Te han pegado un tiro, Maus.

La muchacha apretaba los dientes a causa del dolor. Lo alejó de su lado.

—Ayúdalo.

Peter se acercó al lugar donde su hermano estaba arrodillado entre la mugre. Parecía aturdido, con expresión desorientada. Iba descalzo, su ropa estaba hecha jirones, tenía los brazos cubiertos de costras. ¿Qué le habían hecho?

—Theo, mírame —ordenó Peter, agarrándolo de los hombros—. ¿Estás herido? ¿Crees que puedes andar?

Una lucecita pareció asomar a los ojos de su hermano. Un destello de Theo, al menos.

—Oh, Dios mío —exclamó Caleb—, es Finn.

El chico estaba señalando una forma sanguinolenta, tirada en el suelo a unos metros de distancia. Al principio, Peter pensó que era una res, pero después los detalles se definieron y comprendió que aquel montón de carne y hueso era la mitad de una persona, el torso, la cabeza y un brazo, retorcido en un ángulo inverosímil sobre la frente del muerto. Por debajo de la cintura no había nada. El rostro, tal como Caleb había dicho, pertenecía a Finn Darrell.

Aferró con fuerza los hombros de Theo y lo miró a los ojos. Sara y Alicia ayudaron a Mausami a levantarse.

—Theo, necesito que intentes andar.

Theo parpadeó y se humedeció los labios.

—¿De veras eres tú, hermano?

Peter asintió.

—Has venido... a buscarme.

—Caleb —dijo Peter—, ayúdame.

Peter levantó a Theo y le pasó un brazo por la cintura para sostenerlo. Caleb hacía lo propio desde el otro lado. Huyeron juntos.

Desembocaron en un túnel oscuro, donde encontraron a las masas que huían. La gente corría hacia la salida entre empujones y codazos. Más adelante, Olson estaba animando a la gente para que pasase por la brecha, sin dejar de gritar a pleno pulmón:

—¡Corred hacia el tren!

Salieron del túnel a un patio. Todo el mundo corría hacia la puerta, que estaba abierta. Debido a la oscuridad y la confusión, se había formado un embotellamiento, demasiada gente intentaba abrirse paso a través de la angosta brecha al mismo tiempo. Algunos intentaban trepar por la verja, se arrojaban contra la alambrada y trepaban con manos y pies. Mientras Peter miraba, un hombre que había llegado arriba cayó hacia atrás chillando, una pierna enredada en el alambre de púas.

—¡Caleb! —gritó Alicia—. ¡Encárgate de Maus!

La muchedumbre se arremolinaba a su alrededor. Peter vio la cabeza de Alicia elevarse sobre la refriega, y el destello del pelo rubio de Sara. Las dos iban en dirección contraria, debatiéndose contra la multitud.

—¡Lish! ¿Adónde vas?

Pero una explosión de sonido apagó su voz, una sola nota sostenida que hendió el aire, que parecía llegar de todas partes a la vez.

«Michael —pensó—. Michael está llegando.»

De pronto, fueron propulsados hacia adelante, y la energía de la masa presa del pánico les alzó como una ola. Peter consiguió no soltar a su hermano. Atravesaron la puerta y se toparon con otra turba apretujada en el hueco entre las dos verjas. Alguien lo golpeó por detrás, y oyó que el hombre gemía, tropezaba y caía bajo los pies de la multitud. Peter se abrió paso a empujones y codazos, utilizando su cuerpo a modo de ariete, hasta que por fin dejaron atrás la segunda puerta.

Las vías estaban delante. Dio la impresión de que Theo se estaba reanimando, de que se esforzaba más por responsabilizarse de su peso mientras avanzaban. En el caos y la oscuridad, Peter no veía a los demás. Los llamó por el nombre, pero no oyó ninguna respuesta a causa de los chillidos de las figuras que lo adelantaban. La carretera ascendía una elevación arenosa y, cuando se acercaron a la cumbre, vio un destello de luz procedente del sur. Se produjo otro bocinazo, y entonces lo vio.

Un enorme bulto plateado traqueteaba hacia ellos, hendiendo la noche como un cuchillo. Un solo rayo de luz surgía de su proa, iluminaba las masas de figuras apelotonadas alrededor de las vías. Vio a Caleb y Mausami delante, que corrían hacia la parte delantera del tren. Sin soltar a Theo, Peter bajó el terraplén. Oyó un chirrido de frenos. La gente corría en paralelo al tren, intentando agarrarse. Cuando la máquina se acercó más, una escotilla se abrió en la cabina y Michael se asomó.

—¡No podemos parar!

—¿Qué?

Michael hizo bocina con la boca.

—¡Tenemos que seguir moviéndonos!

El tren avanzaba a paso de caracol. Peter vio que Caleb y Hollis alzaban a una mujer hacia uno de los tres furgones abiertos que arrastraba la locomotora. Michael estaba ayudando a Mausami a entrar en la cabina desde la escalerilla, mientras Amy la empujaba desde abajo. Peter empezó a correr con su hermano, intentando mantenerse en paralelo a la escalera. Cuando Amy entró en la escotilla, Theo se sujetó y empezó a subir. Al llegar arriba, Peter saltó hacia la escalera y se izó, con los pies colgando en el aire. Detrás de él oyó el ruido de disparos, balas que rebotaban en los costados de los vagones.

Cerró la puerta a su espalda y se encontró en un estrecho compartimento, en el que brillaban cientos de lucecillas. Amy se había sentado en el suelo detrás de la silla de Michael, con los ojos abiertos de par en par y las rodillas apretadas contra el pecho en un gesto protector. A la izquierda de Peter había un estrecho pasillo que conducía a la parte trasera.

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