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Authors: Justin Cronin

El pasaje (11 page)

BOOK: El pasaje
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—Amy —empezó otra vez—, ¿adónde ha ido tu madre?

—No lo sé.

—¿Y Peter? —preguntó Lacey—. ¿Peter lo sabe? ¿Me lo podría decir?

—No sabe nada —contestó Amy—. Es un peluche. —La niña frunció el ceño de repente—. Quiero volver al motel.

—Dime, Amy, ¿dónde está ese motel?

—No debo decirlo.

—¿Es un secreto?

La niña asintió, con los ojos clavados en la superficie de la mesa. Un secreto tan profundo que ni siquiera podía decir que era un secreto, pensó Lacey.

—No puedo acompañarte al motel si no me dices dónde está, Amy. ¿Es eso lo que quieres? ¿Ir al motel?

—Está en la carretera transitada —explicó la niña, y le tiró de la manga.

—¿Vives allí con tu madre?

Amy no dijo nada. Tenía una forma de no mirar ni hablar, de estar sola con ella misma en presencia de otra persona, que Lacey jamás había visto. Aquello resultaba incluso aterrador. Cuando la niña lo hacía, era como si ella, Lacey, se hubiera esfumado.

—Tengo una idea —anunció Lacey—. ¿Quieres jugar a algo, Amy?

La niña la miró con escepticismo.

—¿A qué?

—Yo lo llamo secretos. Es fácil de jugar. Yo te cuento un secreto, y tú me cuentas uno. ¿Lo ves? Un trueque, mi secreto a cambio de tu secreto. ¿Qué te parece?

La niña se encogió de hombros.

—Bien.

—Muy bien. Empezaré yo. Allá va mi secreto. Una vez, cuando era muy pequeña, como tú, huí de casa. Fue en Sierra Leona, de donde yo vengo. Estaba muy enfadada con mi madre, porque no me dejaba ir a una feria si antes no hacía los deberes. Yo estaba muy emocionada con esa feria, porque había oído que hacían ejercicios con caballos, y yo estaba loca por los caballos. Seguro que a ti también te gustan los caballos, ¿verdad, Amy?

La niña asintió.

—Supongo.

—A todo el mundo le gustan los caballos. Pero a mí... ¡Yo estaba enamorada de ellos! Para demostrarle lo muy enfadada que estaba, me negué a hacer los deberes, y ella me envió a la cama sin cenar. ¡Cómo me enfadé! Paseé de un lado a otro de la habitación como una loca. Después, pensé que, si me fugaba, ella lamentaría haberme tratado así. A partir de entonces me dejaría hacer lo que me diera la gana. Yo era muy tonta, porque me lo creí a pies juntillas. De modo que aquella noche, después de que mis padres y mis hermanas se hubieran dormido, me fui de casa. No sabía adónde ir, de modo que me escondí en los campos que había detrás de nuestro patio. Hacía mucho frío y estaba muy oscuro. Tenía la intención de quedarme allí toda la noche, y por la mañana oiría a mi madre llamarme por el nombre, cuando despertara y no me encontrara. Pero no pude hacerlo. Me quedé en los campos durante un rato, pero al final tuve demasiado frío y me asusté. Volví a casa y me metí en la cama, y nadie supo nunca que me había ido. —Miró a la niña, que la estaba mirando con mucha atención, y forzó una sonrisa—. Nunca había contado esto a nadie, hasta ahora. Eres la primera en saberlo. ¿Qué te parece?

La niña miraba ahora a Lacey, atenta.

—¿Volviste a casa?

Lacey asintió.

—Ya no estaba tan enfadada. Por la mañana, todo me parecía un sueño. Ni siquiera estaba segura de que hubiera sucedido de verdad, aunque ahora, muchos años después, sé que pasó. —Palmeó la mano de Amy para darle ánimos—. Ahora te toca a ti. ¿Tienes algún secreto que contarme, Amy?

La niña bajó la cara y no dijo nada.

—¿Ni siquiera uno pequeño?

—Creo que ella no va a volver —dijo Amy.

Los agentes de policía que atendieron la llamada, un hombre y una mujer, tampoco obtuvieron ningún resultado. La agente, una corpulenta mujer blanca de pelo tan corto como el de un hombre, habló con la niña en la cocina, mientras que el otro agente, un apuesto negro de rostro barbilampiño y enjuto, tomó nota de la descripción de la madre que hizo Lacey. La ametralló a preguntas, pero Lacey intuyó que las hacía porque era su deber. ¿Parecía nerviosa? ¿Estaba borracha o drogada? ¿Cómo iba vestida? ¿Había visto Lacey el coche? Tampoco creía que la madre de la niña fuera a aparecer. Anotó sus respuestas con un lápiz diminuto en una libreta que, en cuanto terminaron, devolvió al bolsillo del pecho del uniforme. En la cocina hubo un destello de luz: la agente había tomado una foto a Amy.

—¿Quiere llamar a Protección de Menores, o prefiere que lo hagamos nosotros? —preguntó el policía a Lacey—. Porque, siendo usted quien es, sería lógico esperar. No serviría de nada integrarla en el sistema ahora mismo, sobre todo durante el fin de semana, si no le importa que se quede aquí. También ficharemos a la niña en la base de datos de niños desaparecidos. No es descartable que la madre vuelva, aunque si lo hace, será mejor que retenga a la niña y nos llame.

Pasaban unos minutos del mediodía. Las otras hermanas regresarían a la una de la despensa de la comunidad, donde habían dedicado la mañana a llenar las estanterías y repartir alimentos y cereales enlatados, salsa de espaguetis y pañales. Lo hacían todos los martes y viernes. Pero Lacey había estado incubando un resfriado durante toda la semana (incluso después de tres años en Memphis, aún no se había acostumbrado a los inviernos húmedos), y la hermana Arnette le había dicho que se quedara, porque era absurdo que su estado de salud empeorase. Era muy propio de la hermana Arnette tomar decisiones de ese tipo, aunque Lacey se había sentido perfecta al despertar.

Miró al agente y tomó una decisión sobre la marcha.

—Lo haré —dijo.

Por eso, cuando las hermanas volvieron, Lacey no fue capaz de decirles la verdad sobre la chica.

—Ésta es Amy —les dijo, mientras se quitaban las chaquetas y las bufandas en el vestíbulo—. Su madre es amiga mía, y ha tenido que ir a ver a un pariente enfermo, así que Amy pasará el fin de semana con nosotras.

Le sorprendió la facilidad con que le salió. No tenía práctica en el engaño, pero las palabras se ordenaron con rapidez en su mente y llegaron a sus labios sin el menor esfuerzo. Mientras hablaba miró a Amy, sin saber si la delataría, pero vio un destello de complicidad en los ojos de la niña. Lacey comprendió entonces que aquella niña estaba acostumbrada a guardar secretos.

—Hermana —dijo la anciana hermana Arnette con su tono de perpetua desaprobación—, me alegra ver que ha ofrecido nuestra ayuda a esta niña y a su madre, pero también es cierto que tendría que haberme consultado antes.

—Lo siento muchísimo —dijo Lacey—. Fue una emergencia. Sólo será hasta el lunes.

La hermana Arnette examinó a Lacey, y después a Amy, quien estaba de pie con la espalda apoyada contra la falda plisada de Lacey. Mientras las miraba, la hermana Arnette se quitó los guantes, un dedo cada vez. El frío aire del exterior todavía remolineaba en el espacio cerrado del vestíbulo.

—Esto es un convento, no un orfanato. No es un lugar apropiado para niños.

—Lo entiendo, hermana. Y lo siento muchísimo. No tuve más remedio que hacerlo.

Transcurrió otro instante. «Dios bendito —pensó Lacey—, ayúdame a querer a esta persona más de lo que hago. La hermana Arnette es brusca y pagada de sí misma, pero también es tu sierva, como yo.»

—De acuerdo —dijo por fin la hermana Arnette, y exhaló un suspiro de irritación—. Hasta el lunes. Alójela en la habitación libre.

Fue entonces cuando la hermana Lacey se preguntó por qué. ¿Por qué había mentido, y por qué lo había hecho con tanta facilidad, como si no fuera una mentira, en el sentido más amplio de lo que es verdad y lo que no es verdad? Su historia estaba plagada de lagunas. ¿Qué pasaría si la policía volvía, o telefoneaba, y la hermana Arnette descubría lo que había hecho? ¿Qué pasaría el lunes, cuando tuviera que llamar al condado? Sin embargo, esos problemas no la asustaban. La niña era un misterio que Dios les había enviado, y no sólo a ellas, sino a ella. A Lacey. Su trabajo consistía en descubrir cuál era la respuesta a este misterio, y al mentir a la hermana Arnette (aunque aquello no había sido necesariamente una mentira, se dijo; ¿quién podía afirmar que la madre no había ido a ver a un pariente enfermo?), se había concedido el tiempo necesario para desvelarlo. Tal vez por eso había mentido con tal facilidad. El Espíritu Santo había hablado por su mediación, la había inspirado con la llama de una verdad diferente, más profunda, y lo que había dicho era que la niña tenía problemas y necesitaba que Lacey la ayudara.

Las demás hermanas se pusieron contentas. Nunca tenían visitas, o muy pocas veces, y éstas siempre eran religiosas, de sacerdotes u otras monjas. Pero una niña... Eso era algo nuevo. En cuanto la hermana Arnette subió a su habitación, todas empezaron a hablar al mismo tiempo. ¿Cómo había conocido la hermana Lacey a la madre? ¿Cuántos años tenía Amy? ¿Qué le gustaba hacer?, ¿comer, ver la tele o vestirse? Estaban tan emocionadas que apenas repararon en lo poco que hablaba Amy, en que, de hecho, apenas había dicho nada. Era Lacey la que hablaba por ambas. Para comer, a Amy le apetecían hamburguesas y perritos calientes (sus platos favoritos) con patatas fritas y helado de chocolate. Le gustaba dibujar, colorear y hacer manualidades, y le gustaba ver películas de princesas, y los conejos, si tenían alguno. Necesitaría ropa. Su madre, con las prisas, había olvidado la maleta de la niña, tan preocupada estaba por su misión caritativa (en Arkansas, cerca de Little Rock; la abuela de la niña era diabética y tenía problemas cardíacos), y cuando hubo dicho que iría a casa a buscarla, Lacey insistió en que ella se encargaría de la cría. Vertía las mentiras con tan buena disposición sobre unos oídos tan ansiosos de creerlas que, al cabo de una hora, daba la impresión de que cada hermana contaba con una versión algo diferente de la misma historia. La hermana Louise y la hermana Claire fueron con la furgoneta a Piggly Wiggly a buscar hamburguesas, perritos calientes y patatas fritas, y después al Wal-Mart, en busca de ropa, películas y juguetes. En la cocina, la hermana Tracy se dispuso a planificar la cena, y anunció que no sólo tendría las hamburguesas, perritos calientes y helados prometidos, sino que al helado lo acompañaría una tarta de chocolate de tres pisos. (Todas esperaban con ansia los viernes, el día en que la hermana Tracy cocinaba. Sus padres eran propietarios de un restaurante en Chicago, y antes de que entrara en la orden había estudiado en Cordon Bleu.) Hasta la hermana Arnette pareció contagiarse del ambiente general, y se sentó con Amy y las demás hermanas en el estudio para ver
La princesa prometida
mientras preparaban la cena.

Durante todo ese tiempo, la hermana Lacey tenía su pensamiento puesto en Dios. Cuando terminó la película, que fue muy elogiada por todo el mundo, y la hermana Louise y la hermana Claire se llevaron a Amy a la cocina para enseñarle algunos de los juguetes que habían comprado en Wal-Mart (libros para colorear, lápices de colores, pegamento, cartulina, una caja con las mascotas de Barbie, que a la hermana Louise le había costado quince minutos liberar de su prisión del paquete de plástico con todos sus accesorios, peines y cepillos para los perros, y platos diminutos para el resto), Lacey subió las escaleras. En el silencio de su cuarto rezó para desentrañar ese misterio, el misterio de Amy, a la espera de que la voz que surgiera de su interior le comunicara cuál era Su voluntad, pero cuando elevó su mente a Dios, sólo experimentó la sensación de una pregunta sin respuesta concreta. Sabía que era una más de las formas que Dios elegía para hablar a la gente. Su voluntad era inescrutable casi siempre, y aunque esto resultaba frustrante, y sería estupendo que, de vez en cuando, decidiera hacer más explícitos Sus designios, las cosas no funcionaban así. Aunque la mayoría de las hermanas rezaban en la pequeña capilla situada detrás de la cocina, y Lacey también lo hacía, reservaba sus plegarias más enardecidas para cuando estaba a solas en su cuarto. Ni siquiera se arrodillaba, sino que se sentaba a su mesa o en la esquina de su estrecha cama. Depositaba las manos sobre el regazo, cerraba los ojos y enviaba su mente lo más lejos posible (desde la infancia, la había imaginado como una cometa al extremo de un hilo, que se iba elevando a medida que soltabas hilo), y luego esperaba a ver qué pasaba. Ahora, sentada en la cama, envió la cometa lo más alto que fue capaz, el imaginario ovillo de hilo cada vez más pequeño en su mano, la cometa apenas una mota de color en el cielo, pero lo único que sintió fue el viento del paraíso que la impulsaba, una fuerza de gran poder contra una cosa tan pequeña.

Después de la cena, las hermanas volvieron a la sala de estar para ver un programa de televisión, una serie sobre un hospital que habían seguido todo el año, y la hermana Lacey acompañó a Amy a su habitación para hacer la cama. Eran las ocho de la noche. Por lo general, las hermanas se acostaban a las nueve, para levantarse a las cinco de la mañana y rezar las oraciones matutinas, y Lacey supuso que sería un horario adecuado para una niña de la edad de Amy. La bañó, le restregó el pelo con champú de frambuesas y un poco de suavizante para las marañas, y después lo peinó para que quedara liso y lustroso. Su intenso tono negro se hizo más pronunciado a cada movimiento del peine, y después bajó la ropa sucia a la lavandería. Cuando volvió, Amy se había puesto el pijama que la hermana Claire le había comprado aquella tarde en el Wal-Mart. Era rosa, con un dibujo de estrellas y lunas de rostros sonrientes, hecho de un material que crujía y brillaba como la seda. Cuando Lacey entró en la habitación, vio que Amy se miraba las mangas con expresión perpleja frente al espejo. Eran demasiado largas, y le colgaban como a un payaso sobre las manos y los pies. Lacey se las arremangó. Mientras miraba, Amy se cepilló los dientes, devolvió el cepillo al estuche y se volvió a mirarla.

—¿Voy a dormir aquí?

Habían pasado tantas horas desde la última vez que oyó la voz de la niña, que no estaba segura de haber oído bien la pregunta. Escudriñó la cara de la niña. La pregunta, aunque extraña, tenía sentido.

—¿Por qué tendrías que dormir en el cuarto de baño, Amy?

La niña clavó la vista en el suelo.

—Mamá dice que tengo que estar callada.

Lacey no supo qué deducir de esto.

—No, claro que no. Dormirás en tu cuarto. Está al lado del mío. Te lo enseñaré.

La habitación estaba limpia y vacía, con las paredes desnudas y una cama, una cómoda y un pequeño escritorio. Ni siquiera había una alfombra en el suelo que le proporcionara algo de calidez, y Lacey pensó que debería hacer algo al respecto. Al día siguiente preguntaría a la hermana Arnette si podía comprar una pequeña alfombra para ponerla al lado de la cama, para que los pies de Amy no tuvieran que tocar las frías tablas por la mañana. Acomodó a Amy bajo las mantas y se sentó en el borde del colchón. A través del suelo oyó el tenue zumbido de la televisión de abajo, y el crujido de las cañerías que se dilataban detrás de las paredes, y fuera, el viento que acariciaba las hojas de los robles y los arces en marzo, y el runrún del tráfico nocturno en Poplar Avenue. El zoo se encontraba a dos manzanas detrás del convento, al final del parque. Las noches de verano, cuando las ventanas estaban abiertas, oían a veces a los monos que chillaban en sus jaulas. A Lacey le resultaba extraño y maravilloso, a tantos miles de kilómetros de casa, pero cuando fue al zoo descubrió que era un lugar horrible, como una cárcel. Los rediles eran pequeños, los felinos estaban encerrados en jaulas desnudas, detrás de muros de plexiglás, y los elefantes y las jirafas tenían las patas encadenadas. Todos los animales parecían deprimidos. La mayoría apenas podían moverse, y toda la gente que iba a verlos era grosera y ruidosa, y dejaba que sus hijos arrojaran palomitas de maíz a través de los barrotes para que los animales se fijaran en ellos. Era más de lo que Lacey podía soportar, y se había ido a toda prisa, al borde de las lágrimas. Le partía el corazón ver cómo se podía tratar a las criaturas de Dios con tamaña crueldad, con una indiferencia tan despiadada, sin ningún motivo.

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