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Authors: Justin Cronin

El pasaje (12 page)

BOOK: El pasaje
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Pero ahora, sentada en el borde de la cama, pensó que a Amy tal vez le gustaría. Tal vez nunca había estado en un zoo. Mientras Lacey no pudiera hacer nada por aplacar los sufrimientos de los animales, no parecía pecado, segundo error acumulado al primero, acompañar a una niña, que había conocido tan poca felicidad en su vida, a verlos. Por la mañana se lo consultaría a la hermana Arnette, cuando preguntara lo de la alfombra.

—Ya está —dijo, y ajustó la manta de Amy. La niña estaba tendida muy quieta, casi como si tuviera miedo de moverse—. Sana y salva. Si necesitas algo, estoy al lado. Mañana haremos algo divertido, ya verás. Las dos.

—¿Puedes dejar la luz encendida?

Lacey le dijo que sí. Después, se alzó y le dio un beso en la frente. El aire que las rodeaba olía como a mermelada, debido al champú.

—Me gustan tus hermanas —dijo Amy.

Lacey sonrió. Con todo lo que había pasado, no había pensado que se produciría aquel malentendido.

—Sí. Bien. Es difícil de explicar. En realidad, no somos hermanas, en la forma que estás pensando. No tenemos los mismos padres. Pero somos hermanas, de todos modos.

—Pero ¿cómo es posible?

—Hay otras maneras de ser hermanas. Somos hermanas en espíritu. Somos hermanas a los ojos de Dios. —Acarició la mano de Amy—. Hasta la hermana Arnette.

Amy frunció el ceño.

—Tiene mal humor.

—Sí, pero ella es así. Y se alegra de que estés aquí. Todo el mundo se alegra. Creo que ninguna se había dado cuenta de cuántas cosas nos habíamos perdido hasta que tú llegaste. —Tocó de nuevo la mano de Amy y se levantó—. Bien, basta de cháchara. Tienes que dormir.

—Prometo que no diré nada.

Lacey se detuvo en la puerta.

—No es necesario.

Aquella noche, Lacey soñó. En el sueño volvía a ser una niña, en los campos que había detrás de su casa. Estaba acurrucada bajo una palmera baja, cuyas largas hojas eran como una tienda a su alrededor, y le lamían la piel de la cara y los brazos. Sus hermanas también estaban allí, aunque no exactamente: sus hermanas estaban huyendo. Detrás de ellas oyó hombres, o mejor dicho, los intuyó, intuyó su oscura presencia. Oyó el tableteo de las armas de fuego y los gritos de su madre, diciéndoles: «Huid, niñas, lo más deprisa que podáis», aunque ella, Lacey, estaba petrificada de miedo. Tenía la sensación de haberse transformado en una nueva sustancia, una especie de madera viviente, y era incapaz de mover un músculo. Oyó más disparos, acompañados de destellos de luz, que cercenaron la oscuridad como un cuchillo. En aquellos instantes vio todo cuanto la rodeaba: su casa, los campos y los hombres que los atravesaban, hombres que hablaban como soldados pero que no iban vestidos de soldados, y barrían el suelo con los cañones de sus rifles. El mundo se le apareció como una serie de fotogramas. Tenía miedo, pero no podía apartar la vista. Tenía las piernas y los pies mojados, pero no sentía frío, sino calor. Comprendió que se había meado encima, aunque no lo recordaba. Notó el sabor amargo del humo en la nariz y la boca, y del sudor, y de algo más, que conocía pero no podía identificar. Era el sabor de la sangre.

Entonces, lo notó: había alguien cerca. Uno de los hombres. Oyó la respiración agitada en su pecho, sus pasos escrutadores. Percibió el olor del miedo y la ira, que su cuerpo proyectaba como vapor reluciente. «No te muevas, Lacey —dijo la voz, feroz y abrasadora—. No te muevas.» Cerró los ojos, sin atreverse a respirar. Su corazón latía con tanta fuerza como si se hubiera convertido en eso, un corazón palpitante. La sombra del hombre cayó sobre ella, pasó sobre su cara y su cuerpo como una gran ala negra. Cuando volvió a abrir los ojos, se había marchado. Los campos estaban vacíos, y ella estaba sola.

Despertó sobresaltada y aterrorizada. Pero al mismo tiempo que tomaba conciencia de dónde estaba, notó que el sueño se hacía pedazos en su interior. Dobló una esquina y la perdió de vista. El roce de las hojas sobre su piel. Una voz, susurrante. Un olor, como de sangre. Pero ahora, incluso eso se había esfumado.

Entonces sintió algo más. Había alguien en la habitación con ella. Se sentó con brusquedad y vio a Amy de pie en la puerta. Lacey consultó su reloj. Era medianoche. Sólo había dormido un par de horas.

—¿Qué pasa, hija? —preguntó con dulzura—. ¿Te encuentras bien?

La niña entró en la habitación. Su pijama brilló a la luz de la farola situada ante la ventana de Lacey, de modo que su cuerpo parecía envuelto en estrellas y lunas. Lacey se preguntó por un momento si la niña sería sonámbula.

—¿Has tenido una pesadilla, Amy?

Pero Amy no dijo nada. En la oscuridad, Lacey no podía ver la cara de la niña. ¿Estaba llorando? Apartó el edredón para hacerle sitio.

—Ven aquí —dijo Lacey.

Sin decir palabra, Amy subió a la estrecha cama y se acostó a su lado. Su cuerpo desprendía oleadas de calor. No era fiebre, pero tampoco se trataba de algo normal. Brillaba como ascuas.

—No tienes nada que temer —dijo Lacey—. Aquí estás a salvo.

—Quiero quedarme —dijo la niña.

Lacey comprendió que no se refería a la habitación, ni a la cama de Lacey. Se refería a algo permanente, a quedarse a vivir. Lacey no supo qué responder. El lunes tendría que contar la verdad a la hermana Arnette, no le quedaba más remedio. Ignoraba qué sería después de las dos. Pero ahora lo comprendió con claridad: al mentir acerca de Amy, los destinos de ambas habían quedado unidos.

—Ya veremos.

—No se lo diré a nadie. No dejes que se me lleven.

Lacey sintió un escalofrío de miedo.

—¿Quién, Amy? ¿Quién se te va a llevar?

Amy no dijo nada.

—Procura no preocuparte —dijo Lacey. Rodeó a Amy con el brazo y la acercó a ella—. Duerme. Tenemos que descansar.

Pero en la oscuridad, durante horas y horas, Lacey se quedó despierta, con los ojos abiertos de par en par.

Eran más de las tres de la mañana cuando Wolgast y Doyle llegaron a Baton Rouge, donde se desviaron hacia el norte, en dirección a la frontera del estado de Misisipi. Doyle había conducido durante el primer tramo, encargado del volante desde Houston hasta un poco al este de Lafayette, mientras Wolgast intentaba dormir. Poco después de las dos habían parado en Waffle House, fuera de la autopista, para cambiar de sitio, y desde entonces, Doyle apenas se había movido. Lloviznaba, lo suficiente para cubrir de vaho el parabrisas.

Al sur se hallaba el distrito industrial federal de Nueva Orleans, que Wolgast se alegró de esquivar. Sólo pensar en él le deprimía. Había ido una vez a Nueva Orleans, un viaje al Mardi Gras con amigos de la universidad, y al instante se había sentido cautivado por la energía desenfrenada de la ciudad, su permisividad vibrante, su agudo sentido de la vida. Durante tres días apenas había dormido, ni sentido la necesidad de hacerlo. Una mañana se había encontrado en el Preservation Hall (que, pese a su nombre, era poco más que una chabola, donde hacía más calor que en la boca del infierno), escuchando a un cuarteto de
jazz
que tocaba «St. Louis Blues», y cayó en la cuenta que llevaba sin dormir casi cuarenta y ocho horas. El aire de la sala era tan pegajoso como el de un invernadero. Todo el mundo bailaba, iba de un lado a otro y daba palmas, una multitud de todas las edades y colores. ¿En qué otro lugar podías estar escuchando a seis negros viejos, ninguno de ellos menor de ochenta años, tocando
jazz
a las cinco de la mañana? Pero después, el
Katrina
se abalanzó sobre la ciudad en 2005, y el
Vanessa
unos años después, un huracán de categoría 5 que llegó empujado por vientos de 270 kilómetros por hora, con olas de nueve metros de altura, y ahí acabó todo. Ahora, la ciudad era poco más que una gigantesca refinería de petróleo, rodeada de tierras bajas inundadas tan contaminadas que el agua de sus hediondas lagunas podía fundirte la piel de la mano. Nadie vivía dentro de la ciudad propiamente dicha. Hasta el cielo que la cubría tenía prohibido el acceso, patrullado por un escuadrón de cazas de combate de la base aérea Keesler, de Biloxi. Toda la zona estaba rodeada de vallas y patrullada por fuerzas del Departamento de Seguridad Nacional en traje de campaña. Al otro lado del perímetro, con un radio de 15 kilómetros en todas direcciones, estaba el distrito urbano de N. O., un mar de remolques utilizados en otro tiempo para los evacuados, pero que ahora servía como gigantesca instalación de almacenamiento humano, la cual daba cobijo a los miles de trabajadores que hacían funcionar el complejo industrial de la ciudad, día y noche. Era poco más que una gran pocilga al aire libre, un cruce entre un campamento de refugiados y un puesto de avanzada fronterizo del Salvaje Oeste. Entre las fuerzas de la ley se sabía que la tasa de asesinatos en el interior de N. O. era monstruosa, pero como oficialmente no era nada parecido a una ciudad, y ni siquiera formaba parte del estado, no se informaba sobre este hecho.

Ahora, poco antes de amanecer, el puesto de control de la frontera del estado de Misisipi apareció ante ellos, una aldea centelleante de luces en la oscuridad previa al alba. Incluso a esa hora, las colas eran largas, sobre todo de camiones cisterna que se dirigían al norte, hacia San Luis o Chicago. Guardias con perros, contadores geiger y largos espejos montados sobre palos se movían arriba y abajo de las colas.

Wolgast paró detrás de un tráiler con cortinas de Sam Bigotes y una pegatina en el parachoques que rezaba: ECHO DE MENOS A MI MUJER, PERO SÉ QUE PUEDO MEJORAR.

Doyle se removió a su lado y se frotó los ojos. Se incorporó y paseó la vista a su alrededor.

—¿Ya hemos llegado, papi?

—Es un punto de control. Vuelve a dormir.

Wolgast salió de la cola y frenó ante el uniforme más cercano. Bajó la ventanilla y enseñó sus credenciales.

—Agentes federales. ¿Puede hacernos pasar?

El guardia era sólo un crío, con la cara fofa y sembrada de espinillas. El chaleco antibalas le dotaba de un aspecto abultado, pero Wolgast calculó que no sería más que un peso
welter
. «Debería estar en casa —pensó Wolgast—, dondequiera que viva, metido en la cama y soñando con alguna chica de la clase de álgebra, en vez de estar parado en una autopista de Misisipi, cargado con doce kilos de Kevlar y sosteniendo un fusil de asalto.»

Echó un vistazo a las credenciales de Wolgast con escaso interés, y después ladeó la cabeza hacia el edificio de hormigón que se alzaba a un lado de la autopista.

—Tendrá que parar en el puesto de guardia, señor.

Wolgast exhaló un suspiro de irritación.

—Hijo, no tengo tiempo para esto.

—Si quiere saltarse la cola, hágalo.

En aquel momento, los faros del coche alumbraron a un segundo guardia. Se volvió hacia su vehículo y se descolgó el arma. «Vaya mierda», pensó Wolgast.

—Por el amor de Dios. ¿De veras es necesario esto?

—¡Las manos donde podamos verlas, señor! —ladró el segundo hombre.

—Grita un poco más —dijo Doyle.

El primer guardia se volvió hacia el hombre iluminado por los faros. Movió la mano para indicarle que bajara el arma.

—Tranqui, Duane. Son federales.

El segundo hombre vaciló, se encogió de hombros y se marchó.

—Lo siento. Den la vuelta. Será rápido.

—Más les vale —dijo Wolgast.

En el puesto, el oficial de día tomó sus credenciales y les pidió que esperaran mientras telefoneaba para comprobar sus números de identificación. FBI, Seguridad Nacional, incluso la policía estatal y local, todo el mundo estaba en un sistema centralizado, y tenían controlados sus movimientos. Wolgast se sirvió una taza de café barroso de la cafetera, le dio un par de sorbitos desganados y lo tiró al cubo de la basura. Había un letrero de PROHIBIDO FUMAR, pero la habitación olía como un cenicero viejo. El reloj de la pared indicaba que eran las seis pasadas. El sol saldría en cosa de una hora.

El oficial de día volvió al mostrador con sus credenciales. Era un hombre delgado, anodino, con el uniforme gris ceniza del Departamento de Seguridad Nacional.

—De acuerdo, caballeros, pueden seguir adelante. Sólo una cosa: el sistema dice que habían reservado billetes para volar a Denver esta noche. Debe de ser un error, pero necesito comprobarlo.

Wolgast tenía la respuesta preparada.

—Es cierto, pero nos desviaron a Nashville para recoger a un testigo federal.

El oficial de día reflexionó un momento, y después asintió. Tecleó la información en su ordenador.

—Está bien. Menuda injusticia. Deben de ser unos mil quinientos kilómetros.

—Dígamelo a mí. Yo voy adonde me ordenan.

—Amén, hermano.

Regresaron a su coche, y el guardia les indicó la salida. Momentos después, estaban de vuelta en la autopista.

—¿Nashville? —preguntó Doyle.

Wolgast asintió, con los ojos clavados en la autopista.

—Piénsalo un momento. La I-55 tiene puntos de control en Arkansas e Illinois, uno al sur de San Luis y otro a mitad de camino entre Normal y Chicago. Pero si tomas la 40 Este que atraviesa Tennessee, el primer punto de control está al otro lado del estado, en el intercambiador de la I-40 y la 75. Ergo, éste es el último punto de control que hay de aquí a Nashville, de modo que el sistema no se enterará de que nunca fuimos allí. Podemos recoger al sujeto en Memphis, entrar en Arkansas, saltarnos el punto de control de Oklahoma rodeando Tulsa, entrar en la 70 al norte de Wichita y reunirnos con Richards en la frontera de Colorado. Un punto de control de aquí a Telluride, y Sykes se encargará de eso. Y en ningún lugar pone que fuimos a Memphis.

Doyle frunció el ceño.

—¿Y el puente de la cuarenta?

—Tendremos que evitarlo, pero el desvío es bastante fácil. Unos setenta y cinco kilómetros al sur de Memphis, hay un puente más antiguo que cruza el río y comunica con una autopista estatal del lado de Arkansas. El puente está prohibido a los grandes camiones cisterna que vienen del noroeste, de modo que sólo pasan coches particulares, casi todos automáticos. El escáner de código de barras nos captará, y también lo harán las cámaras, pero nos resultará fácil ocuparnos de eso más adelante, si fuera necesario. Después, subiremos hacia el norte y entraremos en la I-40 al sur de Little Rock.

Continuaron su viaje. Wolgast pensó en encender la radio, tal vez para oír el parte meteorológico, pero desistió. Todavía estaba despejado, pese a la hora, y tenía que mantener la mente concentrada. Cuando el cielo viró a gris, estaban un poco al norte de Jackson, conforme al horario previsto. La lluvia amainó, y después arreció. La tierra que los rodeaba presentaba suaves elevaciones, como olas en alta mar. Aunque experimentaba la sensación de haberlo recibido hacía días, Wolgast todavía estaba pensando en el mensaje de Sykes.

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