—Deberías —dice Ramos—. Porque la justicia no existe, y tú no te tomas en serio la venganza. Tú no eres mexicano. No hay muchas cosas que nos tomemos en serio, pero la venganza es una de ellas.
—Hablo en serio.
—No lo creo.
—Mi seriedad se cotiza en cien mil dólares —dice Art.
—Me estás ofreciendo cien mil dólares por matar a Álvarez.
—Por matarle no —contesta Art—. Ráptale. Métele en una bolsa, súbele a un avión con destino a Estados Unidos, donde pueda llevarle a juicio.
—¿Lo ves? A eso me refería —dice Ramos—. Eres blando. Quieres venganza, pero no eres lo bastante hombre para tomarla por tu mano. Tienes que enmascararla con esa
mierda
del «juicio justo». Sería mucho más fácil matarle a tiros.
—Lo fácil no me interesa —replica Art—. Me interesan los sufrimientos largos y penosos. Quiero meterle en un agujero federal durante el resto de sus días, y confío en que la suya sea larga. Tú sí que eres blando, queriendo ahorrarle toda esa desdicha.
—No sé...
—Blando y aburrido —dice Art—. No me digas que no estás aburrido. Sentado aquí día tras día, preparando
tamales
para los turistas. Estás al corriente de las noticias. Sabes que ya he cazado a Mette y a Fuentes. Y el siguiente va a ser el Doctor, con o sin tu ayuda. Y después iré a por Barrera. Con o sin tu ayuda.
—Cien de los grandes.
—Cien de los grandes.
—Necesitaré unos cuantos hombres...
—Tengo cien de los grandes para el trabajo —dice Art—. Divídelos como te dé la gana.
—Chico duro.
—Será mejor que lo creas.
Ramos da una larga calada al puro, exhala el humo en círculos perfectos y los mira flotar en el aire.
—Mierda —dice después—, aquí no gano dinero. De acuerdo.
Acuérdate
.
—Lo quiero vivo —dice Art—. Si me traes un cadáver, no verás ni un centavo del dinero.
—Sí, sí, sí...
El doctor Humberto Álvarez Machain termina con su última paciente, la acompaña galantemente hasta la puerta, dice buenas noches a su recepcionista y vuelve a su despacho privado para recoger unos papeles antes de regresar a casa. No oye a los siete hombres que entran por la puerta exterior. No oye nada hasta que Ramos entra en el despacho, apunta una pistola aturdidora a su tobillo y dispara.
Álvarez cae al suelo y se retuerce de dolor.
—Acaba de ver su último
funciete
, doctor —dice Ramos—. A donde va no hay
chochos
.
Vuelve a dispararle.
—Duele la hostia, ¿verdad? —pregunta.
—Sí —gime Álvarez.
—Si dependiera de mí, le metería una bala en la cabeza ahora mismo —explica Ramos—. Por suerte para usted, no depende de mí. Bien, va a hacer todo lo que yo le diga, ¿verdad?
—Sí.
—Estupendo.
Le vendan los ojos, inmovilizan sus muñecas con cables de teléfono y le conducen por la puerta de atrás hasta un coche que está esperando en el callejón, le arrojan al asiento trasero y le obligan a tumbarse en el suelo. Ramos sube y apoya los pies sobre el cuello de Álvarez, y después se dirigen a un piso franco de los suburbios.
Le introducen en una sala de estar a oscuras y le quitan la venda.
Álvarez se pone a gritar cuando ve al hombre alto espatarrado en la silla delante de él.
—¿Sabe quién soy? —pregunta Art—. Era amigo íntimo de Ernie Hidalgo.
Un hermano. Sangre de mi sangre
.
Álvarez está temblando de manera incontrolable.
—Usted fue su torturador —dice Art—. Le raspó los huesos con pinchos metálicos, le metió dentro hierros al rojo vivo. Le dio inyecciones para mantenerle consciente y con vida.
—No —dice Álvarez.
—No me mienta —dice Art—. Solo conseguirá enfurecerme más. Lo tengo grabado en cinta.
Una mancha aparece en la parte delantera de los pantalones del médico y se extiende por una pernera.
—Se ha meado encima —dice Ramos.
—Desnudadle.
Le quitan la camisa y la dejan colgando alrededor de sus muñecas esposadas. Le bajan los pantalones y los calzoncillos hasta los tobillos. Los ojos de Álvarez se convierten en pequeñas órbitas de terror. Sobre todo cuando Kleindeist dice:
—Huela. ¿A qué huele?
Álvarez sacude la cabeza.
—En la cocina —continúa Kleindeist—. Piense: ya lo ha olido antes. ¿No? Muy bien: metal al rojo vivo. Un espetón.
Entra uno de los hombres de Ramos, sujetando el hierro al rojo vivo con una manopla de cocina.
Álvarez se desmaya.
—Despertadle —dice Art.
Ramos le dispara en la pantorrilla.
Álvarez recobra el sentido gritando.
—Inclinadle sobre el sofá.
Arrojan a Álvarez sobre el brazo del sofá. Dos hombres le sujetan los brazos y le abren las piernas. Otros dos inmovilizan sus pies en el suelo. El otro se acerca con el hierro y se lo enseña.
—No, por favor... No.
—Quiero los nombres —dice Art—. De todos los que vio en la casa con Ernie Hidalgo. Y los quiero ahora.
Ningún problema.
Álvarez empieza a largar como si le hubieran dado cuerda.
—Adán Barrera, Raúl Barrera —dice—. Ángel Barrera, Güero Méndez.
—¿Cómo?
—Adán Barrera, Raúl Barrera...
—No —interrumpe Art—. El último nombre.
—Güero Méndez.
—¿Estaba allí?
—
Sí, sí, sí
. Era el líder, señor. —Álvarez toma una bocanada de aire—. Él mató a Hidalgo.
—¿Cómo?
—Una sobredosis de heroína —dice Álvarez—. Un accidente. Íbamos a liberarle. Lo juro.
La verdad
.
—Levantadle.
Art mira al sollozante médico.
—Va a declararlo por escrito. Contará todo sobre su implicación. Todo sobre los Barrera y Méndez.
¿De acuerdo?
—De acuerdo.
—Después redactará otra declaración —dice Art—, afirmando que no fue torturado ni coaccionado de ninguna manera a hacer esta declaración.
¿De acuerdo?
—Sí. —Recupera la compostura y empieza a negociar—. ¿Me ofrecerá algo a cambio de mi colaboración?
—Intercederé por usted, sí —dice Art.
Se sientan a la mesa de la cocina con papel y pluma. Una hora después, las dos declaraciones están terminadas. Art las lee, las guarda en su maletín.
—Ahora va a hacer un pequeño viaje —dice.
—¡No, señor! —grita Álvarez. Conoce muy bien esos viajecitos. Suelen incluir palas y tumbas poco profundas.
—A Estados Unidos —dice Art—. Un avión nos espera en el aeropuerto. Supongo que vendrá por voluntad propia.
—Sí, por supuesto.
Por supuesto, piensa Art. El hombre acaba de delatar a los Barrera y a Güero Méndez. Sus esperanzas de vida en México son nulas, más o menos. Art confía en que en el penal federal de Marion su longevidad alcance proporciones bíblicas.
Dos horas después tienen a Álvarez, aseado y con unos pantalones limpios, en un avión con destino a El Paso, donde es detenido y acusado del asesinato mediante torturas de Ernie Hidalgo. En la cárcel le fotografían desnudo, desde la cabeza a las rodillas, para demostrar que no ha sido torturado.
Y Art, fiel a su promesa, intercede por Álvarez. Dice a los fiscales federales que no quiere la pena de muerte.
Quiere la perpetua sin posibilidad de que le concedan la libertad provisional.
Una vida sin esperanza.
El gobierno mexicano protestó y un escuadrón de abogados norteamericanos defensores de los derechos civiles se le sumaron, pero tanto Mette como Álvarez están sentados en la prisión federal de máxima seguridad de Marion, esperando el resultado de sus apelaciones, Quito Fuentes está en la celda de una cárcel de San Diego, y nadie se ha preocupado de frenar a Art Keller.
Los que quieren, no pueden.
Los que pueden, no quieren.
Porque mintió.
Art mintió como un bellaco al comité del Senado que investigaba los rumores acerca de que la CIA era cómplice de los manejos de la Contra en el intercambio de drogas por armas. Art todavía conserva en su cabeza una transcripción de su testimonio, como la banda sonora de una película que no puedes silenciar.
P: ¿Ha oído hablar de una compañía aérea de transportes llamada SETCO?
R: Lejanamente.
P: ¿Cree ahora o creyó en algún momento que los aviones de SETCO se utilizaban para transportar cocaína?
R: No sé nada acerca de eso.
P: ¿Ha oído hablar alguna vez de algo llamado el «Trampolín Mexicano»?
R: No.
P: ¿Puedo recordarle que está bajo juramento?
R: Sí.
P: ¿Ha oído hablar del TIWG?
R: ¿Qué es eso?
P: El Terrorist Incident Working Group.
R: Hasta ahora no.
P: ¿Y la directiva número tres de Seguridad Nacional?
R: No.
P: ¿Y de la NHAO?
El abogado de Art se inclinó hacia delante y dijo al micrófono:
—Abogado, si lo que quiere es ir a pescar, ¿puedo sugerirle que alquile una barca?
P: ¿Ha oído hablar de la NHAO? R: Hace muy poco, en los periódicos.
P: ¿Alguien de la NHAO le ha presionado en relación con su testimonio?
—No pienso permitir que esto se prolongue más —dijo el abogado de Art.
P: ¿Le presionó el coronel Craig, por ejemplo?
La pregunta tenía la intención de despertar a la prensa.
El coronel Scott Craig estaba metiendo la bandera norteamericana, con palo y todo, por el culo de otro comité, que intentaba colgarle el muerto del trato de armas a cambio de rehenes con los iraníes. Entretanto, Craig se estaba convirtiendo en un héroe del pueblo norteamericano, un ídolo de los medios, un patriota de la televisión. El país estaba concentrado en la atracción secundaria Irán-Contra, el asqueroso acuerdo de armas a cambio de rehenes, y no acababa de caer en la cuenta del verdadero escándalo: que la administración había ayudado a la Contra a intercambiar drogas por armas. Por lo tanto, la insinuación de que el coronel Craig, a quien Art había visto por última vez en Ilopongo descargando cocaína, había presionado a Keller para que guardara silencio dio paso a un momento de gran tensión.
—Esto es indignante, abogado —dijo el abogado de Art.
P: Estoy de acuerdo. ¿Su cliente contestará a la pregunta?
R: He venido para responder a sus preguntas sincera y adecuadamente, y es lo que estoy intentando hacer.
P: Por lo tanto, ¿contestará a la pregunta?
R: No conozco ni he mantenido conversaciones con el coronel Craig sobre ningún tema.
Los medios volvieron a dormitar.
P: ¿Qué sabe de algo llamado «Cerbero», señor Keller? ¿Ha oído hablar de eso?
R: No.
P: ¿Algo llamado Cerbero estuvo relacionado con el asesinato del agente Hidalgo?
R: No.
Althea abandonó la tribuna al oír la respuesta. Más tarde, en el Watergate, le dijo:
—Tal vez un grupo de senadores no puedan decirte que estás mintiendo, Art, pero yo sí.
—¿No podríamos ir a cenar tranquilamente con los chicos? —preguntó Art.
—¿Cómo pudiste hacerlo?
—¿El qué?
—Alinearte con un grupo de fascistas...
—Basta.
Levantó la mano y le dio la espalda. Está harto de oírlo.
Está harto de todo, pensó Althea. Si ya se mostraba distante durante sus últimos meses en Guadalajara, fue una luna de miel comparado con el hombre que volvió de México. O no volvió, al menos el hombre al que consideraba su marido. No quería hablar, no quería escuchar. Pasó la mayor parte de su «permiso sin sueldo» sentado solo junto a la piscina de los padres de ella, dando largos y solitarios paseos por Pacific Palisades, o en la playa. Cuando se sentaba a cenar apenas hablaba, o, peor aún, lanzaba amargas diatribas acerca de la jodida política, y después se excusaba para subir, solo, o dar un paseo nocturno. Después se tumbaba en la cama, zapeaba como un poseso con el mando a distancia, saltando de canal en canal, anunciando que todo era una mierda. En las raras ocasiones en que hacían el amor (si es que podía llamarse así), era agresivo y veloz, como si intentara descargar su ira, más que expresar su amor o su lujuria.
—No soy un saco de arena —dijo Althea una noche, con él encima durante una de sus espectaculares depresiones poscoitales.
—Nunca te he pegado.
—No me refería a eso.
Siguió siendo un padre dedicado, aunque acartonado. Hacía todo lo de antes, pero como un robot, un robot que llevaba a los chicos al parque, el robot Art que enseñaba a Michael los secretos del bodyboarding, el robot Art que jugaba al tenis con Cassie. Los niños se daban cuenta.
Althea intentó que fuera a ver a alguien.
Art se rió.
—¿Un loquero?
—Un loquero, un consejero, alguien.
—Lo único que hacen es atiborrarte de drogas —dijo él.
Pues atibórrate, hostia, pensó ella.
La cosa empeoró cuando llegaron las citaciones.
Las reuniones con los burócratas de la DEA, funcionarios de la administración, investigadores del Congreso. Y abogados, Dios mío, cuántos abogados. Althea estaba preocupada por si las facturas acababan por arruinarles, pero él decía que no debía preocuparse. «Alguien se hace cargo.» Nunca supo de dónde procedía el dinero, pero lo había, porque jamás vio ni una sola factura.
Art, por supuesto, se negó a hablar del tema.
—Soy tu mujer —le suplicó una noche—. ¿Por qué no te sinceras conmigo?
—Hay cosas que no puedes saber —fue la respuesta.
Deseaba hablar con ella, contárselo todo, salvar el abismo, pero no podía. Era como si existiera un muro invisible, un campo de fuerza de ficción científica (no entre ellos, sino dentro de él) que era incapaz de atravesar. Era como si estuviera todo el tiempo caminando en el agua, bajo el agua, mirando la luz del mundo real, pero viendo solo los rostros distorsionados por el agua de su mujer y sus hijos. Incapaz de llegar hasta ellos, incapaz de tocarles. Incapaz de dejar que le tocaran.
Cada vez se iba hundiendo más.
Se sumió en el silencio, el lento veneno de un matrimonio.
Aquel día en el Watergate miró a Althea y supo que ella sabía que se había tirado a la piscina, que había mentido para la administración, que les había ayudado a ocultar el jodido acuerdo que había inundado de crack las calles de los guetos norteamericanos.
Lo que ella ignoraba era el motivo.
Este es el motivo, piensa Art, mientras mira a través de la persiana el 2718 de la calle Cosmos, al otro lado de la calle, donde Tío Barrera está atrincherado.