—Iré, presentaré mis respetos y volveré —dice Callan.
—¿Y a mí por qué no me respetas? —pregunta ella—. ¿Qué tal si respetas nuestra relación?
—La respeto.
Ella levanta las manos.
A él le gustaría explicárselo, pero no quiere asustarla. Que su ausencia sería malinterpretada. Que hay gente que ya sospecha de él y sospecharía todavía más, que podría entrarles el pánico y hacer algo movidos por sus sospechas.
—¿Crees que quiero ir?
—Debe de ser que sí, porque es lo que vas a hacer.
—No lo entiendes.
—Exacto. No lo entiendo.
Da media vuelta y cierra la puerta del dormitorio tras de sí, y después Callan oye el chasquido de la cerradura. Piensa en derribar la puerta de una patada, pero se lo piensa mejor, da un puñetazo en la pared y se va.
Es difícil encontrar un sitio para aparcar en el cementerio, con todos los gángsters de la ciudad presentes, sin contar los pelotones de policías locales, estatales y federales. Uno de ellos toma una foto de Callan cuando pasa, pero a él le da igual.
En ese momento se la suda todo.
Y le duele la mano.
—¿Problemas en el paraíso? —dice O-Bop cuando ve la mano.
—Vete a tomar por el culo.
—Muy bien —dice O-Bop—. No te van a dar la Medalla del Mérito a la Etiqueta en el Funeral.
Después cierra la boca, porque la expresión sombría de Callan delata que no está de buen humor.
Da la impresión de que todos los gángsters que Giuliani no ha enchironado están presentes. Están los hermanos Cozzo, con el pelo al cero y trajes a medida, los Piccone, Sammy Grillo y Frankie Lorenzo, Little Nick Corotti y Leonard DiMarsa y Sal Scachi. Está toda la familia Cimino, además de algunos capitanes de los Genovese: Barney Bellomo y Dom Cirillo. Y gente de los Lucchese: Tony Ducks y Little Al D'Arco. Y lo que queda de la familia Colombo, ahora que Persico está cumpliendo la sentencia de cien años, e incluso algunos chicos de los Bonanno: Sonny Black y Lefty Ruggiero.
Todos han venido a presentar sus respetos a Aniello Demonte. Todos han venido a enterarse de cómo irán las cosas ahora que Demonte ha muerto. Saben que todo depende de a quién elija Calabrese como nuevo subjefe, porque con toda probabilidad después de que Paulie vaya a la trena el nuevo subjefe será el siguiente jefe. Si Paulie elige a Cozzo, habrá paz en la familia. Pero si elige a otro... Cuidado. Todos los gángsters han acudido para intentar averiguarlo.
Han venido todos.
Con una notable excepción.
Big Paulie Calabrese.
Peaches no puede creerlo. Todos están esperando a que llegue su gran limusina negra para iniciar la ceremonia, pero no aparece. La viuda está consternada, no sabe qué hacer, y al final Johnny Cozzo interviene y da la orden de iniciarla.
—Mira que no ir al funeral de su subjefe —dice Peaches después de la ceremonia—. Eso no está bien. No está nada bien.
Se vuelve hacia Callan.
—En cualquier caso, me alegro de verte. ¿Dónde coño has estado?
—Por ahí.
—Pues yo no te he visto en ningún sitio.
Callan no está de humor.
—Vosotros los spaghetti no sois mis amos —dice.
—Cuidado con la puta boca.
—Vamos, Jimmy —interviene O-Bop—. Es buen chico.
—Bien —dice Peaches a Callan—, me han dicho que ahora eres... hummm... ¿carpintero?
—Sí.
—Hubo un carpintero que acabó crucificado —dice Peaches.
—Cuando vengas a por mí, Jimmy —dice Callan—, ven en un coche fúnebre... porque te marcharás en él.
Cozzo se interpone entre ellos.
—¿Qué coño pasa? —pregunta—. ¿Queréis grabar más cintas para los federales? ¿Qué queréis ahora, el «Álbum en Directo de Jimmy Peaches»? Necesito que estéis unidos en este momento. Daos la mano.
Peaches extiende la mano hacia Callan.
Callan la acepta y Peaches pasa la otra mano alrededor del cuello de Callan y le acerca.
—Mierda, chico, lo siento. Es la tensión, es la pena.
—Lo sé. Yo también.
—Te quiero, jodido irlandés —susurra Peaches en su oído—. Si quieres irte, que te vaya bien. Vete. Ve a fabricar armarios y mesas y lo que te dé la gana, ¿de acuerdo? La vida es corta, debes ser feliz mientras puedas.
—Gracias, Jimmy.
Peaches suelta a Callan.
—Superaré este rollo de las drogas —dice en voz alta—. Celebraremos una fiesta, ¿de acuerdo?
—De acuerdo.
Invita a Callan a ir al Ravenite con los demás, pero no lo hace.
Se va a casa.
Encuentra un hueco para aparcar, sube la escalera y espera delante de la puerta un minuto, calmando sus nervios antes de poder introducir la llave y entrar.
Ella está en casa.
Sentada en una silla junto a la ventana, leyendo un libro.
Se pone a llorar cuando le ve.
—Pensaba que no ibas a volver.
—No sabía si estarías aquí.
Se inclina y la abraza.
Ella le abraza con mucha fuerza.
—Estaba pensando que podríamos comprar un árbol de Navidad —dice Callan cuando ella le suelta.
Eligen uno bonito. Es pequeño y poco frondoso. No es un árbol perfecto, pero ya les va bien. Ponen música de Navidad sensiblera, y se pasan el resto de la noche adornando el árbol. Ni siquiera saben que Big Paulie Calabrese ha nombrado a Tommy Bellavia como nuevo subjefe.
Van a por él la noche siguiente.
Callan vuelve a casa andando desde el trabajo, con los tejanos y los zapatos cubiertos de serrín. Como la noche es fría, lleva subido el cuello del abrigo y la gorra calada sobre las orejas.
De modo que no oye ni ve el coche hasta que frena a su lado.
Se baja una ventanilla.
—Sube.
No hay pistola, no sobresale nada. No hace falta. Callan sabe que, tarde o temprano, subirá al coche (si no en este en el siguiente), así que sube. Se acomoda en el asiento delantero, levanta los brazos y deja que Sal Scachi le desabroche el abrigo y le palpe debajo de los brazos, en la zona lumbar y las piernas.
—Así que es verdad —dice Scachi cuando ha terminado—. Ahora eres un civil.
—Sí.
—Un ciudadano —dice Scachi—. ¿Qué coño es esto? ¿Serrín?
—Sí, serrín.
—Mierda, me ha manchado el abrigo.
Un bonito abrigo, piensa Callan. Tiene que costar cinco de los grandes.
Scachi toma la West Side Highway, se dirige hacia el centro, pasa por debajo de un puente y frena.
Un buen lugar, piensa Callan, para meterle una bala a alguien.
Convenientemente cerca del río.
Oye los latidos de su corazón.
Y también Scachi.
—No debes tener miedo de nada, muchacho.
—¿Qué quieres de mí, Sal?
—Un último trabajo —dice Scachi.
—Ya no hago ese tipo de trabajos.
Mira al otro lado del río, hacia las luces de Jersey. Tal vez Siobhan y yo deberíamos mudarnos a Jersey, piensa, alejarnos un poco de esta mierda. Y entonces podríamos pasear junto al río y mirar las luces de Nueva York.
—No tienes elección, muchacho —dice Scachi—. O estás con nosotros o contra nosotros. Y eres demasiado peligroso para que te dejemos estar contra nosotros. Tú eres Billy «el Niño» Callan. Desde el primer día has demostrado que te gusta la venganza, ¿verdad? ¿Te acuerdas de Eddie Friel?
Sí, me acuerdo de Eddie Friel, piensa Callan.
Recuerdo que estaba asustado por mí, y por Stevie, y la pistola salió como si otra persona la estuviera empuñando, y recuerdo la expresión de los ojos de Eddie Friel cuando las balas le alcanzaron.
Recuerdo que tenía diecisiete años.
Y daría cualquier cosa por no haber estado en aquel bar aquella tarde.
—Hay gente que debe marcharse, muchacho —dice Scachi—. Y sería... poco diplomático... que alguien de la familia lo hiciera. Ya me entiendes.
Lo entiendo, piensa Callan. Big Paulie quiere purgar la rama Cozzo de la familia (Johnny Boy, Jimmy Peaches, Little Peaches), pero también quiere poder desmentir que él lo hizo. Que le echen la culpa a los salvajes irlandeses. Llevamos el asesinato en la sangre.
Tengo elección, piensa.
Puedo matar o puedo morir.
—No —dice.
—¿No qué?
—No voy a matar a más gente.
—Escucha...
—No pienso hacerlo —repite Callan—. Si quieres matarme, mátame.
De repente se siente liberado, como si su alma flotara en el aire, volando sobre esa asquerosa ciudad. Viajando entre las estrellas.
—Tienes una chica, ¿verdad?
Bum.
De vuelta a la Tierra.
—Tiene un nombre raro —dice Scachi—. Como si no se escribiera como se pronuncia. Algo irlandés, ¿verdad? No, ya me acuerdo, es como esa tela antigua que utilizaban las chicas. Chiflón, ¿no? ¿Cómo es?
A este asqueroso mundo.
—¿Crees que si algo te pasa van a permitir que vaya corriendo a Giuliani para repetir vuestras conversaciones de alcoba? —está diciendo Scachi.
—Ella no sabe nada.
—Sí, pero ¿quién querría correr el riesgo, eh?
No puedo hacer nada, piensa Callan. Aunque me cargara a Sal aquí mismo, le quitara la pistola y se la vaciara en la boca, cosa que podría hacer, Scachi es un miembro importante de la mafia, y me matarían a mí y también a Siobhan.
—¿Quién? —pregunta Callan.
¿A quién queréis que mate?
El teléfono de Nora suena.
La despierta. Está dormida; ha tenido una cita tardía.
—¿Quieres trabajar en una fiesta? —pregunta Haley.
—No creo —contesta Nora. Le sorprende la pregunta de Haley. Hace mucho tiempo que ya no trabaja en fiestas.
—Esta es un poco diferente —dice Haley—. Es una fiesta, quieren varias chicas, pero solo serán parejas. Han preguntado expresamente por ti.
—¿Una especie de celebración de Navidad empresarial?
—Por decirlo de alguna manera.
Nora consulta el reloj digital de su radio despertador. Son las diez y treinta y cinco minutos de la mañana. Tiene que levantarse, tomar café y pomelo e ir al gimnasio.
—Anímate —dice Haley—. Será divertido. Hasta yo voy.
—¿Dónde es?
—Ese es el otro detalle divertido —dice Haley.
La fiesta es en Nueva York.
—Menudo árbol —dice Nora a Haley.
Se han parado al lado de la pista de patinaje de Rockefeller Plaza, y están contemplando el enorme árbol de Navidad. La plaza está atestada de turistas. Suenan villancicos por los altavoces, el Ejército de Salvación toca las campanas, los vendedores callejeros ofrecen castañas calientes.
—¿Lo ves? —dice Haley—. Ya te dije que sería divertido.
Lo ha sido, admite Nora para sí.
Seis de ellas, cinco empleadas y Haley, viajaron en un vuelo nocturno en primera clase, fueron recogidas por dos limusinas en La Guardia y conducidas al hotel Plaza. Nora ya había estado antes, por supuesto, pero nunca en Navidad, y le pareció diferente. Bonito y anticuado, con todos los adornos encendidos, y su habitación tenía vistas a Central Park, donde hasta los coches de caballos iban engalanados con guirnaldas de acebo y flores de pascua.
Hizo la siesta y se dio una ducha, y después Haley y ella emprendieron una concienzuda expedición de compras a Tiffany's, Bergdorf's y Saks. Haley compraba y Nora se limitaba a mirar.
—Gasta un poco —dice Haley—. Eres muy austera.
—No soy austera —contestó Nora—. Soy conservadora.
Porque mil dólares no solo son mil dólares para ella. Es el interés de los mil dólares invertidos a lo largo de, digamos, veinte años. Es un apartamento en Montparnasse y la posibilidad de vivir allí cómodamente. No gasta dinero a lo loco, porque quiere que este trabaje para ella. De todos modos, compra dos bufandas de cachemira (una para ella y otra para Haley), porque hace mucho frío y porque quiere hacerle un regalo a Haley.
—Toma —dice cuando salen a la calle. Saca la bufanda gris de la bolsa—. Póntela.
—¿Para mí?
—No quiero que pilles un resfriado.
—Qué amable eres.
Nora se pone la bufanda, y después se acomoda el sombrero de piel sintética y el abrigo.
Es uno de esos días fríos y despejados de Nueva York, cuando un soplo de aire sorprende por su frígida intensidad y el viento llega rugiendo por los cañones que son las avenidas, te corta la cara y convierte tus ojos en agua.
De modo que cuando Nora mira a Haley con los ojos húmedos, se dice que es a causa del frío.
—¿Has visto alguna vez el árbol? —pregunta Haley.
—¿Qué árbol?
—El árbol de Navidad del Rockefeller Center —dice Haley.
—Creo que no.
—Vamos.
Por eso están ahora mirando el gigantesco árbol con admiración, y Nora tiene que admitir que se está divirtiendo.
La última Navidad.
Es lo que Jimmy Peaches está dejando claro a Sal Scachi.
—Es mi última Navidad fuera de la trena —dice. Llamando de cabina telefónica en cabina telefónica para impedir que los federales escuchen la conversación—. Durante mucho tiempo. Me han pillado, Sally. Me van a caer treinta años como mínimo, por culpa de la puta Ley Rockefeller. Para cuando vuelva a catar un chocho, es probable que ya me dé igual.
—Pero...
—Pero nada —interrumpe Peaches—. Es mi fiesta. Quiero un filete del copón, quiero ir al Copa con una nena guapa del brazo, quiero oír cantar a Vic Damone, y después quiero el mejor culo del mundo y empalarlo hasta que me duela la polla.
—Piensa en cómo quedará, Jimmy.
—¿Mi polla?
—El hecho de que lleves cinco putas al almuerzo —dice Sal. Está cabreado, se pregunta cuándo se cansará Jimmy Peaches de follar, si es que alguna vez llega la ocasión. El tío es una máquina de echar polvos. Te pelas los huevos para que algo salga bien, y entonces va ese gordo salido y trae en avión cinco putas de la jodida California. Justo lo que necesita: cinco personas en la sala donde no deberían estar. Cinco testigos inocentes—. ¿Qué piensa John de esto?
—John piensa que es mi fiesta.
Ya lo creo que sí, piensa Peaches. John es de la vieja escuela, John tiene clase, no es como esa mierda de jorobado que tienen ahora por jefe. John está muy agradecido de que vaya a la cárcel como un hombre y acepte lo que se me viene encima, sin intentar negociar un acuerdo, sin dar nombres, sobre todo el de él. . ¿Qué piensa John? John corre con los gastos de la puta fiesta.
«Lo que quieras, Jimmy. Lo que quieras. Es tu noche. Yo invito.»