De hecho, han llegado al extremo de medir sus baños en cigarrillos. «Me voy a dar un baño de cinco cigarrillos», o, si se siente especialmente sucia y cansada, «Va a ser un baño de ocho cigarrillos». Pero él aún se toma la molestia de negar la realidad, y siempre chupa un caramelo de menta.
Este juego se ha prolongado durante casi siete años.
Siete años. Nora no puede creerlo.
En esta visita en concreto, ella ha llegado por la mañana, algo poco habitual, tras haber pasado toda la noche con un niño enfermo en el hospital. Cuando la crisis hubo pasado, tomó un taxi hasta la residencia de Juan, y disfrutó de un baño y un desayuno completo. Ahora está sentada en su estudio y escucha la música.
—¿Adónde han ido a parar? —le pregunta, mientras el solo de Coltrane asciende hasta un crescendo y vuelve a descender.
—¿Adónde han ido a parar qué?
—Estos siete años.
—Donde van a parar siempre —dice él—. A hacer lo que se debe.
—Supongo.
Está preocupada por él.
Parece cansado, agotado. Y, si bien bromearon al respecto, ha perdido peso últimamente, y parece más sensible a los resfriados y la gripe.
Pero se trata de algo más que su salud.
También es su seguridad.
Nora tiene miedo de que le maten.
No se trata tan solo de sus constantes sermones políticos y las actividades sindicales. Durante los últimos años cada vez ha pasado más tiempo en el estado de Chiapas, convirtiendo su iglesia en un centro del movimiento indígena, lo cual ha enfurecido a los terratenientes locales. Habla sin ambages de ciertos problemas sociales, adoptando siempre posturas peligrosamente izquierdistas, incluso atacando el TLCAN, el cual solo servirá para desposeer todavía más a los pobres y a los sin tierra.
Ha llegado al punto de clamar contra el tratado desde el púlpito, lo cual ha enfurecido a sus superiores de la Iglesia y a la derecha mexicana.
Las pintadas se ven, literalmente, en las paredes.
La primera vez que Nora vio uno de los carteles se lanzó a arrancarlo, pero él la detuvo. Pensaba que era divertido, un dibujo de él estilo cómic con la leyenda EL CARDENAL ROJO, y el anuncio: CRIMINAL PELIGROSO. SE BUSCA POR TRAICIONAR A SU PAÍS.
Se hizo con una copia para enmarcarla.
No está asustado. Asegura a Nora que ni siquiera la derecha mataría a un cura. Pero asesinaron a Óscar Romero en Guatemala, ¿verdad? Su hábito no paró las balas. Un escuadrón de la muerte de extrema derecha entró en su iglesia mientras decía misa y le cosió a balazos. Por eso ella tiene miedo de la Guardia Blanca mexicana, y de esos carteles que pueden azuzar a algún lunático solitario a convertirse en un héroe si mata a un traidor.
—Solo intentan intimidarme —le dijo Juan cuando vieron por primera vez los carteles.
Pero eso es justo lo que le asusta, porque sabe que no le intimidarán. Y cuando vean que no lo consiguen, ¿qué harán? Por lo tanto, quizá la «solicitud» de dimitir sea algo bueno, piensa. Por eso saca a colación la idea de que dimita. Es demasiado inteligente para hablar abiertamente de su salud, su cansancio y las amenazas dirigidas contra él, pero quiere dejarle una puerta abierta para que salga.
Solo para que salga.
Vivo.
—No sé —dice como si tal cosa—. Tal vez no sea una idea tan mala.
Juan le ha contado la discusión con el nuncio papal, cuando le llamó a Ciudad de México para explicarle «sus graves errores doctrinales y pastorales» en Chiapas.
—Esa «teología de la liberación»... —había empezado Antonucci.
—No me interesa la teología de la liberación.
—Me alegra saberlo.
—Solo me interesa la liberación.
La cara de pinzón de Antonucci se ensombreció.
—Cristo libera nuestras almas del infierno y la muerte, y yo diría que esa liberación es suficiente. Que es la buena noticia de los Evangelios, y es lo que tiene que predicar a los fieles de su diócesis. Y que eso, y no la política, debería ser su principal preocupación.
—Mi principal preocupación —replicó Parada— es que los Evangelios se conviertan en buenas noticias para el pueblo ahora, y no después de que se haya muerto de hambre.
—Esta orientación política estuvo muy de moda después del Concilio Vaticano Segundo —dijo Antonucci—, pero tal vez no se ha fijado en que ahora tenemos un Papa diferente.
—Sí —dijo Parada—, y a veces nos hace retroceder en el tiempo. Allá donde va, besa el suelo y pasa del pueblo.
—Esto no es una broma —dijo Antonucci—. Le están investigando.
—¿Quién?
—La Sección de Asuntos Latinos del Vaticano —contestó Antonucci—. El obispo Gantin. Y quiere que le expulsen.
—¿Acusado de qué?
—Herejía.
—¡Qué ridiculez!
—¿De veras? —Antonucci levantó una carpeta de la mesa—. ¿Celebró misa en un pueblo de Chiapas el mayo pasado, vestido con hábitos mayas y coronado con un tocado de plumas?
—Son símbolos que el pueblo indígena...
—De modo que la respuesta es sí —interrumpió Antonucci—. Estaba alentando sin ambages la idolatría pagana.
—¿Cree que Dios llegó aquí con Colón?
—Se está autocitando —dijo Antonucci—. Sí, tengo aquí ese pequeño fragmento. Déjeme ver. Sí, aquí está. «Dios ama a toda la humanidad...»
—¿Tiene algo que objetar a esa afirmación?
—«... y en consecuencia ha revelado su condición divina a todos los grupos culturales y étnicos del mundo. Antes de que cualquier misionero llegara para hablar de Cristo, ya se había abierto un proceso de salvación en estas tierras. Sabemos con certeza que Colón no trajo a Dios a bordo de sus barcos. No, Dios ya está presente en estas culturas, de modo que el trabajo de los misioneros posee un significado muy diferente: anunciar la presencia de un Dios que ya ha llegado». ¿Niega haber dicho esto?
—No, lo asumo.
—¿Están salvados antes de Cristo?
—Sí.
—Pura herejía.
—No.
Es pura salvación. Esa sencilla afirmación, Colón no trajo a Dios consigo, hizo más que mil catecismos por lanzar un renacimiento espiritual en Chiapas, cuando el pueblo indígena empezó a buscar en su cultura señales del Dios revelado. Y las encontraron: en sus costumbres, en su administración de la tierra, en las antiguas leyes de cómo tratar a sus hermanos. Fue solo entonces, después de encontrar a Dios en su seno, cuando pudieron recibir la buena noticia de Jesucristo.
Y la esperanza de redención. De quinientos años de esclavitud. Medio milenio de opresión, humillación y pobreza extrema, desesperada, criminal. Y si Cristo no venía a redimir eso, nunca vendría.
—¿Qué le parece esto? —dijo Antonucci—. «El misterio de la Santísima Trinidad no es el acertijo matemático de Tres en Uno. Es la manifestación del Padre en la política, del Hijo en la economía, y del Espíritu Santo en la cultura.» ¿De veras refleja esto su forma de pensar?
—Sí.
Sí, porque Dios necesita todo eso (política, economía y cultura) para revelarse en todo su poder. Por eso hemos dedicado los últimos siete años a construir centros culturales, clínicas, cooperativas agrícolas y, sí, organizaciones políticas.
—¿Reduce Dios Padre a simple política, y a Nuestro Señor Jesucristo a una cátedra de teoría marxista en un departamento de economía de tercera fila? Ni siquiera voy a comentar la blasfema relación del Espíritu Santo con la cultura pagana local, signifique eso lo que signifique.
—El problema reside en que usted no sabe lo que significa.
—No —replicó Antonucci—, el problema es que usted sí lo sabe.
—¿Quiere saber lo que me preguntó el otro día un indio anciano?
—Me lo va a contar de todas formas.
—Me preguntó: «¿Este Dios de usted salva solo las almas? ¿O también salva los cuerpos?».
—Tiemblo solo de pensar en lo que pudo haberle contestado.
—Más le vale.
Estaban sentados a ambos lados de un escritorio, mirándose fijamente, y entonces Parada se contuvo un poco y trató de explicarse.
—Fíjese en lo que estamos consiguiendo en Chiapas: ahora tenemos seis mil catecúmenos indígenas, esparcidos por todos los pueblos, que enseñan el Evangelio.
—Sí, fijémonos en lo que ha conseguido en Chiapas —replicó Antonucci—. Tiene el porcentaje más elevado de conversos al protestantismo de todo México. Poco más de la mitad de su gente son católicos, el porcentaje más bajo de México.
—Así que eso es lo único que importa —replicó Parada—. Coca-Cola está preocupada por perder mercado en relación con Pepsi.
Pero Parada se arrepintió al instante de la pulla. Fue inmadura, orgullosa y acabó con cualquier posibilidad de acercamiento.
Y el principal argumento de Antonucci es cierto, piensa ahora. Fui al campo a convertir a los indígenas.
En cambio, ellos me convirtieron a mí.
Y ahora, este horror del TLCAN les arrebataría la poca tierra que poseían, para dejar sitio a ranchos grandes más «eficaces». Para abrir paso a fincas de café más grandes, explotaciones mineras y madereras, y por supuesto, perforaciones petrolíferas.
¿Ha de sacrificarse todo en aras del capitalismo?, se pregunta.
Se levanta, baja la música y busca sus cigarrillos en la sala. Siempre los tiene que buscar, como pasa con sus gafas. Ella no le ayuda, aunque los ve junto a una mesilla auxiliar. Está fumando demasiado. No puede evitarlo.
—El humo me molesta —dice.
—No voy a encenderlo —dice él cuando encuentra el paquete—. Solo voy a chuparlo.
—Prueba el chicle.
—No me gusta el chicle.
Se sienta frente a ella.
—Quieres que lo deje.
Ella sacude la cabeza.
—Quiero que hagas lo que quieras.
—Deja de llevarme la corriente —dice él con brusquedad—. Dime lo que piensas.
—Tú lo has preguntado. Mereces otro tipo de vida. Te lo has ganado. Si decides dimitir, nadie te culpará. Culparán al Vaticano, y podrás alejarte de todo esto con la cabeza bien alta.
Se levanta del sofá, camina hacia el bar y se sirve una copa de vino. Le apetece el vino, pero sobre todo desea evitar el contacto visual. No quiere que la mire cuando dice:
—Soy egoísta, de acuerdo. No soportaría que te pasara algo.
—Ah.
El pensamiento compartido, no verbalizado, flota entre ellos: si me retirara no solo del cardenalato, sino del sacerdocio, entonces podríamos...
Pero él nunca podría hacerlo, piensa Nora, y yo no querría que lo hiciera.
Y tú eres un viejo de lo más idiota, piensa él. Ella tiene cuarenta años menos que tú, y tú eres un sacerdote.
—Temo que soy yo el egoísta —dice en cambio él—. Tal vez nuestra amistad te está impidiendo buscar una relación...
—No.
—... que satisfaga más tus necesidades.
—Tú satisfaces todas mis necesidades.
La expresión de su cara es tan seria que él se queda sorprendido un momento. Aquellos ojos maravillosos tan intensos.
—Todas no —contesta.
—Todas.
—¿No quieres un marido? ¿Una familia? ¿Hijos?
—No.
Nora tiene ganas de chillar: «No me abandones. No me obligues a abandonarte». No necesito marido, familia, ni hijos. No necesito sexo, dinero, comodidades o seguridad.
Te necesito a ti.
Para lo cual deben de existir millones de razones psicológicas: un padre indiferente, disfunción sexual, temor a comprometerse con un hombre que esté disponible. Un loquero se lo pasaría en grande, pero me da igual. Tú eres el mejor hombre que he conocido. El mejor, el más inteligente, cariñoso, divertido que he conocido, y no sé qué haría si algo te pasara, así que no te vayas, por favor. No me obligues a marcharme.
—No vas a renunciar, ¿verdad?
—No puedo.
—De acuerdo.
—¿Sí?
—Seguro.
En ningún momento pensó que fuera a renunciar.
Una suave llamada a la puerta, y el ayudante del obispo murmura que ha llegado un visitante imprevisto, a quien le han dicho...
—¿Quién es? —pregunta Parada.
—Un tal señor Barrera —dice el ayudante—. Le he dicho...
—Le recibiré.
Nora se levanta.
—De todos modos, tengo que irme.
Se abrazan y ella va a vestirse.
Parada entra en su despacho privado y encuentra a Adán sentado.
Ha cambiado, piensa Parada.
Aún conserva la cara juvenil, pero es un chico preocupado. Y no me extraña, piensa Parada, con la hija enferma. Parada le ofrece la mano. Adán la toma e, inesperadamente, le besa el anillo.
—Eso ha sido de todo punto innecesario —dice Parada—. Ha pasado mucho tiempo, Adán.
—Casi seis años.
—Entonces, ¿por qué...?
—Gracias por los regalos que envió a Gloria —dice Adán.
—De nada. También digo misas por ella. Y ofrezco mis oraciones.
—Las agradecemos más de lo que usted piensa.
—¿Cómo está Gloria?
—Como siempre.
Parada asiente.
—¿Y Lucía?
—Bien, gracias.
Parada se sienta detrás del escritorio. Se inclina hacia delante, enlaza los dedos y mira a Adán con estudiada expresión pastoral.
—Hace seis años me puse en contacto contigo y te pedí clemencia para un hombre indefenso. Tu respuesta fue asesinarle.
—Fue un accidente —dice Adán—. Estaba fuera de mi control.
—Puedes mentirte a ti y a mí —replica Parada—, pero no a Dios.
¿Por qué no?, se pregunta Adán. Él nos miente a nosotros.
—Le juro por mi vida y la de mi hija que iba a dejar en libertad a Hidalgo —dice en cambio—. Uno de mis colegas le administró accidentalmente una sobredosis, con la intención de paliar su dolor.
—Que necesitaba porque fue torturado.
—No fui yo.
—Basta, Adán —dice Parada, y agita las manos como para alejar las evasivas—. ¿Para qué has venido? ¿En qué puedo ayudarte?
—No es para mí.
—Entonces...
—Le pido que sea pastor de mi tío.
—Jesús caminó sobre las aguas —dice Parada—. Que yo sepa, no ha vuelto a repetirse.
—¿Qué quiere decir?
—¿Qué quiero decir? —contesta Parada mientras coge un paquete de cigarrillos, se lleva uno a la boca con una mano temblorosa y lo enciende—. Que pese a la línea oficial del partido, debo creer que algunas personas están más allá de la redención. Lo que tú pides es un milagro.
—Pensé que se dedicaba al negocio de los milagros.