El poder del perro (37 page)

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Authors: Don Winslow

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: El poder del perro
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Los demás jefes le aceptarán.

Y la droga correrá de nuevo.

Sin interrupciones desde Colombia hasta México, pasando por Honduras.

Hasta Nueva York.

Donde, al fin y al cabo, habrá Navidades Blancas.

Pero yo no estaré aquí para verlas, piensa Callan.

Abre la bolsa de lona que hay en el suelo.

Tal como habían acordado, cien mil dólares en metálico, un pasaporte, billetes de avión. Sal Scachi lo organizó todo. Un viaje a Sudamérica y un nuevo trabajo.

El coche entra en el puente de Triborough.

Callan mira por la ventanilla y, pese a la lluvia, ve la línea del horizonte de Manhattan. Ahí, en algún lugar, estaba mi vida, piensa. La Cocina, el Sagrado Corazón, el pub Liffey, el Landmark, el Glocca Morra, el Hudson, Michael Murphy y Kenny Maher y Eddie Friel. Y Jimmy Boylan, Larry Moretti y Matty Sheehan.

Y ahora, Tommy Bellavia y Paulie Calabrese.

Y los fantasmas vivos... Jimmy Peaches. Y O-Bop.

Siobhan.

Mira hacia Manhattan y lo que ve es su apartamento. Cuando ella se acercaba a la mesa para desayunar los domingos por la mañana. Despeinada, sin maquillaje, tan hermosa. Sentado con ella, con una taza de café y el periódico, que casi no había leído, mirando el gris Hudson y Jersey al otro lado.

Callan creció mecido por fábulas.

Cuchulain, Edward Fitzgerald, Wolfe Tone, Roddy McCorley, Pádraic Pearse, James Connelly, Sean South, Sean Barry, John Kennedy, Bobby Kennedy, el Domingo Sangriento, Jesucristo.

Todos terminaron cubiertos de sangre.

T
ERCERA PARTE
T
LCAN
8
D
ÍAS DE LOS INOCENTES

Una voz se oye en Roma, lamentación y gemido

grande; es Raquel, que llora a sus hijos y rehúsa

ser consolada, porque no existen.

Mateo
2,18

Tegucigalpa, Honduras

San Diego, California

Guadalajara, México

1992

Art está sentado en un banco de un parque de Tegucigalpa y ve que un hombre con un chándal Adidas marrón abandona su edificio, al otro lado de la calle.

Ramón Mette tiene siete chándales, uno para cada día de la semana. Cada día se pone uno limpio y sale de su mansión de la zona residencial de Tegus para correr cinco kilómetros, flanqueado por dos guardias de seguridad con indumentaria similar, solo que les abulta en sitios poco habituales para dejar sitio a las Mac-10 que portan para que pueda correr sin peligro.

Mette sale cada mañana. Corre cinco kilómetros y regresa a la mansión, se da una ducha, mientras uno de los guardaespaldas le prepara un zumo en la licuadora. Mango, papaya, pomelo y, como estamos en Honduras, banana. Después saca la bebida al patio y la toma mientras lee el periódico. Hace algunas llamadas telefónicas, trabaja un rato en sus negocios, y después va a su gimnasio privado para hacer un poco de pesas.

Esta es su rutina.

Puntual como un reloj, cada día.

Durante meses.

Pero esta mañana, cuando el guardaespaldas abre la puerta, un sudoroso y jadeante Mette entra y la culata de una pistola golpea su sien.

Cae de rodillas delante de Art Keller.

Su guardaespaldas se queda inmóvil con las manos en alto, mientras el policía del servicio secreto hondureño vestido de negro apunta un M-16 a su cabeza. Habrá unos cincuenta policías en la casa. Lo cual es extraño, piensa Mette a través de una neblina de dolor y aturdimiento, porque, ¿acaso no soy el propietario del servicio secreto?

Por lo visto, no, porque nadie hace nada cuando Art le da una patada en los dientes a Mette.

—Espero que hayas disfrutado de tu ejercicio —le dice—, porque ha sido el último de tu vida.

Así que Mette bebe su propia sangre en lugar del zumo de frutas, mientras Art desliza la vieja capucha negra sobre su cabeza, la anuda con fuerza y le obliga a caminar hacia la furgoneta de las ventanas tintadas que está esperando. Y esta vez no protesta nadie cuando le suben por la fuerza a un avión de la Fuerza Aérea que le conduce a la República Dominicana, donde le llevan a la embajada norteamericana, le detienen por el asesinato de Ernie Hidalgo, le conducen a otro avión y vuela a San Diego, donde le leen las acusaciones, se le niega la fianza y le encierran en una celda de aislamiento del edificio de los federales.

Todo esto provoca disturbios en las calles de Tegucigalpa, donde miles de airados ciudadanos, incitados y pagados por los abogados de Mette, queman la embajada norteamericana como protesta contra el imperialismo yanqui. Quieren saber de dónde ha sacado los
huevos
ese policía norteamericano para entrar en su país y secuestrar a uno de sus ciudadanos más importantes.

Mucha gente en Washington se hace la misma pregunta. También les gustaría saber de dónde ha sacado los huevos Art Keller, el ex ARM caído en desgracia de la oficina clausurada de Guadalajara, para provocar un incidente internacional. Y no solo los huevos, sino la pasta para llevarlo a cabo.

¿Cómo coño ha ocurrido?

Quito Fuentes es un traficante de poca monta.

Lo es ahora, y lo era en 1985, cuando condujo al torturado Ernie Hidalgo desde el piso franco de Guadalajara hasta el rancho de Sinaloa. Ahora vive en Tijuana, donde trafica con norteamericanos de poca monta que cruzan la frontera para un chute rápido.

Si te dedicas a ese tipo de actividades, no tienes que parecer blando, por si uno de los yanquis decide que es un bandido de verdad e intenta robarte la droga y marcharse corriendo hacia la frontera. No, tienes que llevar un poco de peso en la cadera, y lo que tiene ahora Quito es... un pedazo de mierda.

Quito necesita una pistola nueva.

Lo cual, al contrario de lo que pueda parecer, es difícil de conseguir en México, donde a los
federales
y a la policía estatal les gusta monopolizar las armas de fuego. Por suerte para Quito, que vive en Tijuana, está al lado del mayor supermercado de armas del mundo entero, Estados Unidos, así que es todo oídos cuando Paco Méndez llama desde Chula Vista para ofrecerle un trato. Tiene que mover una Mac-10 limpia.

Lo único que tiene que hacer Quito es ir a recogerla.

Pero a Quito ya no le gusta cruzar la frontera. Desde lo que pasó con aquel poli yanqui, Hidalgo.

Quito sabe que no puede ser detenido en México, pero en Estados Unidos la historia sería diferente, así que le da las gracias a Paco, pero no, gracias, ¿por qué no se la trae a Tijuana? Es más una pregunta esperanzada que realista, porque
a
) tienes que tener muy buenos contactos o
b
) ser un imbécil para intentar pasar de contrabando cualquier arma de fuego, y ya no digamos una metralleta, a México. Si te pillan los
federales
, te darán más que a una estera, y después te caerán un mínimo de dos años en una prisión mexicana. Paco sabe que en las cárceles mexicanas no te dan de comer, ese es problema de tu familia, y Paco ya no tiene familia en México. Tampoco tiene buenos contactos ni es un imbécil, así que le dice a Quito que no puede hacer el viaje.

—Deja que me lo piense —dice Paco, que necesita convertir el arma en dinero con rapidez—. Te volveré a llamar.

Cuelga y se lo cuenta a Art Keller.

—No vendrá.

—En ese caso, tienes un problema gordo —dice Art.

No es una broma, es un problema gordo, acusación de posesión de cocaína y armas.

—Lo convertiré en un caso federal y pediré al juez sentencias consecutivas —añade Art, por si Paco no ha comprendido el mensaje todavía.

—¡Lo estoy intentando! —lloriquea Paco.

—No sumas puntos pese al esfuerzo —dice Art.

—Es usted un gran tocapelotas, ¿lo sabía?

—Lo sé —dice Art—. ¿Y tú?

Paco se derrumba en la silla.

—De acuerdo —dice Art—. Cítale en la valla.

—¿Sí?

—Nosotros nos encargaremos del resto.

Paco vuelve a telefonear y se citan para cerrar el trato en la desvencijada valla de tela metálica fronteriza de Coyote Canyon.

En tierra de nadie.

Si vas a Coyote Canyon de noche, será mejor que lleves una pistola, e incluso eso podría ser insuficiente, porque un montón de hijos de Dios llevan pistola en Coyote Canyon, una gran cicatriz en las colinas ondulantes de tierra yerma que flanquean el mar a lo largo de la frontera. El cañón corre desde el borde norte de Tijuana durante unos dos kilómetros y se interna en Estados Unidos, y es territorio de bandidos. Al anochecer, miles de aspirantes a inmigrantes empiezan a congregarse a cada lado del cañón, en un risco que domina el acueducto seco, que es la frontera real. Cuando el sol se pone, corren por el cañón, superando en número a los agentes de la Patrulla de Fronteras. Es la ley de las cifras: pasan más que caen. Y aunque te pillen, siempre hay un mañana.

Quizá.

Porque los bandidos de verdad esperan en el cañón como depredadores al rebaño de
mojados
. Eligen a los débiles y a los heridos. Roban, violan y asesinan. Se llevan el escaso dinero que puedan llevar los ilegales, arrastran a sus mujeres hacia los arbustos y las violan, y a veces les rebanan el pescuezo.

De modo que si quieres ir a recoger naranjas a Estados Unidos, tienes que superar el obstáculo de Coyote Canyon. Y en medio del caos, entre el polvo de mil pies que corren, en la oscuridad y entre los chillidos, disparos y hojas centelleantes, con los vehículos de la Patrulla de Fronteras rugiendo arriba y abajo de las colinas, como vaqueros intentando controlar una estampida (como así es), se hacen muchos negocios a lo largo de la valla.

Se trafica con drogas, sexo, armas.

Y eso es lo que está haciendo Quito, acuclillado junto a un hueco practicado en la valla.

—Dame la pistola.

—Dame el dinero.

Quito ve la Mac-10 brillando a la luz de la luna, así que está muy seguro de que su viejo
cuate
Paco no le va a estafar. Pasa la mano a través del hueco para entregar el dinero a Paco, y Paco agarra...

... no el dinero, sino su muñeca.

Y la sujeta.

Quito intenta resistir, pero ahora hay tres yanquis agarrándole. —Estás detenido por el asesinato de Ernie Hidalgo —dice uno. —No pueden detenerme, estoy en México —responde Quito. —Ningún problema —dice Art.

Así que empieza a tirar de él en dirección a Estados Unidos, a tirar de él a través del hueco de la valla. Uno de los cortes puntiagudos de la valla se enreda en los pantalones de Quito. Pero Art sigue tirando, y el alambre afilado perfora el trasero de Quito y sobresale por el otro lado.

Prácticamente se halla empalado a través de la nalga izquierda, y no para de chillar.

—¡Estoy atascado! ¡Estoy atascado!

A Art le da igual. Apoya los pies contra el lado norteamericano de la valla y continúa tirando. El alambre desgarra el trasero de Quito, y ahora sí que chilla de lo lindo, porque le duele, está sangrando y dentro de Estados Unidos, y los yanquis le están dando una buena, y le meten un trapo en la boca para ahogar sus gritos, y le esposan, y le conducen hacia un jeep, y Quito ve a un agente de la Patrulla de Fronteras y trata de pedir ayuda, pero el
migra
se limita a darle la espalda y fingir que no ha visto nada.

Quito cuenta todo esto al juez, que mira con solemnidad a Art y le pregunta dónde tuvo lugar el arresto.

—El acusado fue detenido en Estados Unidos, señoría —dice Art—. Pisaba suelo norteamericano.

—El acusado afirma que usted tiró de él a través de la valla.

Entonces, mientras el abogado de oficio de Quito se pone a dar saltitos de indignación, Art contesta:

—No hay ni una palabra de cierto en todo eso, señoría. El señor Fuentes entró en el país por voluntad propia, con la intención de adquirir un arma de fuego ilegal. Tenemos un testigo.

—¿Es el señor Méndez?

—Sí, señoría.

—Señoría —dice el abogado de oficio—, es evidente que el señor Méndez ha llegado a un acuerdo con.

—No hubo ningún acuerdo —interrumpe Art—. Lo juro por Dios.

El siguiente.

El Doctor no va a ser tan fácil.

El Doctor Álvarez tiene una floreciente consulta de ginecología en Guadalajara, y no piensa irse. Nada en el mundo va a atraerle al otro lado o cerca de la frontera. Sabe que la DEA está enterada de su implicación en el asesinato de Hidalgo, sabe que Keller se muere de ganas por detenerle, por lo que el buen doctor no se mueve de Guadalajara.

—Ciudad de México ya está en pie de guerra por lo de Quito Fuentes —dice Tim Taylor a Art.

—Allá ellos.

—Para ti es fácil decirlo.

—Sí, lo es.

—Voy a decirte una cosa, Art: no puedes ir a detener al Doctor, y los mexicanos tampoco van a hacerlo. Ni siquiera le extraditarán. Esto no es Honduras, ni Coyote Canyon. Caso cerrado.

Tal vez para ti, piensa Art.

Para mí no.

No estará cerrado hasta que todas las personas implicadas en el asesinato de Ernie estén muertas o entre rejas.

Si no podemos hacerlo, y la policía mexicana no quiere hacerlo, tengo que encontrar a alguien que lo haga.

Art va a Tijuana.

Donde Antonio Ramos es el propietario de un pequeño restaurante.

Encuentra al gigantesco ex poli sentado fuera con los pies apoyados sobre una mesa, el puro en la boca y una Tecate fría al alcance de la mano. Ve acercarse a Art y dice:

—Si buscas el
chile verde
perfecto, ya te aviso que este no es el lugar.

—No es eso lo que busco —dice Art al tiempo que se sienta. Pide una
cerveza
a la camarera que se materializa a su lado.

—¿Qué es, pues? —pregunta Ramos.

—Qué no, quién —dice Art—. El doctor Humberto Álvarez.

Ramos sacude la cabeza.

—Estoy jubilado.

—Lo sé.

—De todos modos, disolvieron la DFS —dice Ramos—. Llevo a cabo una gran hazaña en mi vida, y no le dan importancia.

—Tu ayuda todavía me sería útil.

Ramos baja las piernas de la mesa y se inclina hacia delante en su silla, para acercar la cara a la de Art.

—Ya contaste con mi ayuda, ¿recuerdas? Te entregué al jodido Barrera, y tú no apretaste el gatillo. No querías venganza, querías justicia. No obtuviste ninguna de las dos cosas.

—No me he retirado aún.

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