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Authors: Don Winslow

Tags: #Intriga, Policíaco

El poder del perro (52 page)

BOOK: El poder del perro
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—Méndez te ha ofrecido una fortuna, ¿verdad? —pregunta Miguel Ángel a la chica—. Una vida nueva para ti, para toda tu familia.

Ella asiente.

—Tienes hermanas menores, ¿verdad? —pregunta Tío—. ¿El borracho de tu padre las maltrata? Con el dinero de Méndez podrías salvarlas, comprarles una casa.

—Sí.

—Entiendo —dice Tío.

Ella le mira esperanzada.

—Come —dice Miguel Ángel—. Es una muerte misericordiosa, ¿verdad? Sé que no habrías querido que muriera lenta y dolorosamente.

Ella se resiste a llevarse el pan a la boca. Su mano tiembla, pequeñas migas se quedan pegadas al carmín de un rojo intenso. Gruesas lágrimas caen sobre el pan, estropean la capa de azúcar tan primorosamente aplicada.

—Come.

La muchacha toma un pedazo de pan, pero no puede tragarlo, de modo que Tío llena una copa de vino y se la pone en la mano. Ella bebe, y eso parece ser de ayuda, porque engulle el pan con el líquido, da otro mordisco y bebe.

Él se inclina hacia delante y le acaricia el pelo con el dorso de la mano.

—Lo sé, lo sé —murmura con dulzura, mientras con la otra mano le introduce otro pedazo de pan en la boca. Ella abre la boca y lo recibe en la lengua, bebe un sorbo de vino, y entonces la estricnina surte efecto y su cabeza cae hacia atrás, los ojos abiertos de par en par, y la muerte gorgotea entre sus labios abiertos.

Ordena que arrojen su cadáver a los perros.

Parada enciende un cigarrillo.

Da una calada mientras se inclina, se pone los zapatos y se pregunta por qué le han despertado a las tantas de la madrugada, y de qué se trata ese «asunto personal urgente» que no podía esperar a que saliera el sol. Le dice al ama de llaves que acompañe al ministro de Educación a su estudio, que enseguida bajará.

Hace años que Parada conoce a Cerro. Era obispo de Culiacán cuando Cerro era gobernador de Sinaloa, y hasta bautizó a los dos hijos legítimos del hombre. ¿No había sido el padrino Miguel Ángel Barrera en ambas ocasiones?, se pregunta. Era Barrera quien había acudido a él para encargarse de los asuntos, espirituales y temporales, de la prole ilegítima de Cerro, cuando el gobernador se había aprovechado de una joven de un pueblo. Oh, bien, acudieron a mí por ser lo contrario de un abortista, cabe decirlo a favor del hombre.

Pero, piensa mientras se pone un viejo jersey de lana, si se trata de otra adolescente en circunstancias interesantes, estoy dispuesto a enfadarme de verdad. Cerro ya tiene edad suficiente para saber lo que se hace. Como mínimo, la experiencia tendría que haberle enseñado una lección, y en cualquier caso, ¿por qué tiene que presentarse (echa un vistazo al reloj) a las cuatro de la mañana?

Llama al ama de llaves.

—Café, por favor —le dice—. Para dos. En el estudio.

En los últimos tiempos, su relación con Cerro ha sido un tira y afloja constante, desde que pidió al ministro de Educación nuevos colegios, libros, programas de nutrición y más profesores. Ha sido una incesante negociación, en la que Parada ha pasado de puntillas al borde del chantaje, y en una ocasión echó en cara a Cerro que los pueblos rurales no debían ser tratados como «hijos bastardos», un comentario que, por lo visto, se tradujo en dos escuelas primarias y una decena de profesores nuevos.

Tal vez Cerro quiera vengarse, piensa Parada mientras baja. Pero cuando abre la puerta de su estudio y ve la cara de Cerro, sabe que el asunto es mucho más grave.

Cerro no se anda con rodeos.

—Me estoy muriendo de cáncer.

Parada se queda estupefacto.

—Lo siento muchísimo. ¿Es posible...?

—No. No hay esperanza.

—¿Quiere que le confiese?

—Ya tengo un cura para eso —dice Cerro.

Entrega a Parada un maletín.

—Le he traído esto —dice—. No sabía a qué otra persona dárselo.

Parada lo abre, mira los papeles y las cintas.

—No entiendo —dice.

—He sido cómplice de un crimen múltiple —dice Cerro—. No puedo morir... Tengo miedo de morir... con esto sobre mi alma. Tengo que expiar mis culpas.

—Si confiesa, recibirá la absolución —contesta Parada—, pero si todo esto son pruebas de algo, ¿por qué me las entrega a mí? ¿Por qué no las entrega al fiscal general, o a...?

—Su voz sale en esas cintas.

Bien, no cabe duda de que es un buen motivo, piensa Parada.

Cerro se inclina hacia delante.

—El fiscal general —susurra—, el secretario del Interior, el presidente del PRI. El presidente. Todos. Todos nosotros.

Santo Dios, piensa Parada.

¿Qué hay en esas cintas?

Se fuma paquete y medio escuchándolas.

Encadenando un cigarrillo tras otro, escucha las cintas y examina los documentos. Informes de reuniones, notas de Cerro.

Nombres, fechas y lugares. La documentación de quince años de corrupción... No, no solo de corrupción. Eso sería la triste norma, y esto es extraordinario. Más que extraordinario. No hay palabras.

Lo que hicieron, en los términos más sencillos posibles: vendieron el país a los
narcotraficantes
.

No lo habría creído de no haberlo oído. Cintas de una cena, a veinticinco millones de dólares el cubierto, para contribuir a la elección del presidente. Los asesinatos de interventores electorales y el robo de las elecciones. Las voces del hermano del presidente y del fiscal general planeando tales atrocidades. Y pidiendo a los narcos un pago por ellas. Y por cometer los asesinatos. Y por torturar y asesinar al agente norteamericano Ernie Hidalgo.

Y después la Operación Cerbero, la conspiración para financiar, equipar y entrenar a la Contra mediante la venta de cocaína.

Y la Operación Niebla Roja, los asesinatos de la extrema derecha financiados en parte por los cárteles de la droga de Colombia y México, y apoyados por el PRI.

No es de extrañar que Cerro tenga miedo del infierno. Ha contribuido a construirlo en la tierra.

Y ahora comprendo por qué me entregó estas pruebas. Las voces de las cintas, los nombres de los informes... El presidente, su hermano, el secretario de Estado, Miguel Ángel Barrera, García Abrego, Güero Méndez, Adán Barrera, las decenas de policías, oficiales del ejército y agentes de inteligencia, dirigentes del PRI... No hay nadie en México que quiera o pueda actuar en esto.

Y Cerro me lo trae a mí. Quiere que se lo dé a... ¿Quién?

Se dispone a encender otro cigarrillo, pero descubre sorprendido que está harto de fumar. Nota la boca sucia. Sube a cepillarse los dientes, luego se da una ducha con el agua casi hirviendo y, mientras se aplica el agua en la nuca, piensa que tal vez debería entregar estas pruebas a Arthur Keller.

Ha mantenido abundante correspondencia con el norteamericano, ahora persona
non grata
en México, por desgracia, y el hombre continúa obsesionado con aplastar a los cárteles de la droga. Pero piénsalo bien, se dice: si le das esto a Arthur, ¿dónde acabará, teniendo en cuenta la escandalosa revelación de la Operación Cerbero y la complicidad de la CIA con los Barrera a cambio de la financiación de la Contra? ¿Está en condiciones Arthur de actuar en esto, o será silenciado por la actual administración? ¿O por cualquier administración norteamericana, ahora que están tan obsesionados con el TLCAN?

TLCAN, piensa Parada con asco. La cumbre hacia la que marchamos al unísono con los norteamericanos. Pero existen esperanzas. Las elecciones presidenciales se acercan, y el candidato del PRI (que ganará, por fuerza) parece ser un buen hombre. Luis Donaldo Colosio es un verdadero hombre de izquierdas, que atenderá a razones. Parada ha conversado con él, y el hombre simpatiza con sus ideas.

Y si estas asombrosas pruebas que el agonizante Cerro me ha traído son capaces de desacreditar a los dinosaurios del PRI, tal vez eso proporcionará a Colosio el impulso que necesita para seguir sus verdaderos instintos. ¿Debo cederle a él la información?

No, piensa Parada, no debe notarse que Colosio actúa contra su partido. Eso le robaría la nominación.

Por lo tanto, ¿quién posee la autonomía, el poder, la fuerza moral de sacar a la luz el hecho de que todo el gobierno de un país se ha vendido a un cártel de traficantes de droga?, se pregunta Parada mientras se enjabona la cara y empieza a afeitarse. ¿Quién?

La respuesta se le ocurre de repente.

Es evidente.

Espera hasta una hora decente de la mañana, y después telefonea a Antonucci para decirle que quiere transmitir una información importante al Papa.

La orden del Opus Dei fue fundada en 1928 por el acaudalado abogado convertido al sacerdocio José María Escrivá de Balaguer, un hombre preocupado por el hecho de que la Universidad de Madrid se hubiera transformado en un caldo de cultivo de organizaciones izquierdistas. Estaba preocupado hasta tal punto que su nueva organización de la élite católica luchó al lado de los fascistas en la guerra civil española, y se pasó los treinta años siguientes ayudando al general Franco a consolidar su poder. La idea consistía en reclutar jóvenes con talento entre la élite conservadora para introducirlos en el gobierno, la prensa y las grandes empresas, imbuirlos de los valores católicos tradicionales (sobre todo el anticomunismo) y enviarlos a hacer el trabajo de la Iglesia en sus esferas elegidas.

Salvatore Scachi (coronel de las Fuerzas Especiales, agente de la CIA, Caballero de Malta y esbirro de la mafia) es miembro en cuerpo y alma del Opus Dei. Cumplía todos los requisitos: asistía a misa cada día, se confesaba únicamente con un sacerdote del Opus Dei y hacía ejercicios espirituales con regularidad en centros del Opus Dei.

Ha sido un buen soldado. Ha combatido contra el comunismo en Vietnam, Camboya y el Triángulo de Oro. Ha luchado en México, en Centroamérica por mediación de Cerbero, en Sudamérica por mediación de Niebla Roja, operaciones que el teólogo de la liberación Parada amenaza ahora con revelar al mundo. Está sentado en el despacho de Antonucci, y reflexionan sobre lo que hay que hacer acerca de la información que el cardenal Juan Parada quiere transmitir al Vaticano.

—Dice que Cerro fue a verle —dice Scachi a Antonucci.

—Eso es lo que Parada me dijo.

—Cerro sabe lo bastante para hundir a todo el gobierno —dice Scachi. Y más.

—No podemos abrumar al Santo Padre con esta información —dice Antonucci.

Este Papa ha sido un gran partidario del Opus Dei, hasta el punto de beatificar en fecha reciente al padre Escrivá, el primer paso hacia la canonización. Obligarle a enfrentarse a las pruebas de la implicación de la orden en algunas de las acciones más despiadadas emprendidas contra la conspiración comunista mundial sería, como mínimo, embarazoso.

Peor sería el escándalo que estallaría contra el actual gobierno, justo cuando se han iniciado las negociaciones para devolver a la Iglesia la plena legalidad en México. No, estas revelaciones sacudirían al gobierno, y con él a las negociaciones, y darían impulso a los teólogos de la liberación herejes, muchos de los cuales son «tontos útiles» bienintencionados que contribuirían a elevar a los comunistas al poder.

La misma historia se ha repetido en todas partes, piensa Antonucci. Curas liberales estúpidos y engañados que ayudaban a aupar a los comunistas al poder, y después los rojos masacraban a los curas. Ocurrió en España, y por eso el bendito Escrivá fundó la orden.

Como miembros del Opus Dei, Scachi y Antonucci conocen bien el concepto del mayor bien, y para Scachi el mayor bien de derrotar al comunismo pesa más que el mal de la corrupción. También tiene otra cosa en mente: el TLCAN, que todavía se debate en el Congreso. Si alguna vez se hicieran públicas las revelaciones de Parada, el TLCAN se resentiría. Y sin el TLCAN, no habrá esperanza para el desarrollo de una clase media mexicana, que es el antídoto a largo plazo para la propagación ponzoñosa del comunismo.

—Tenemos la oportunidad de hacer algo grande por las almas de millones de fieles —dice Antonucci—, por devolver la verdadera Iglesia al pueblo mexicano, ganándonos la gratitud del gobierno mexicano.

—Si suprimimos esta información.

—Exacto.

—Pero no es tan sencillo —dice Scachi—. Por lo visto, Parada posee cierta información que saldrá a la luz si no entiende...

Antonucci se levanta.

—Debo dejar esos detalles terrenales a los hermanos laicos de la orden. Yo no entiendo de esas cosas.

Pero Scachi sí.

Adán está tumbado en la cama del rancho Las Bardas, la mayor fortaleza-
estancia
de Raúl, a un lado de la carretera entre Tijuana y Tecate.

El principal recinto del rancho, compuesto de casas separadas para Adán y Raúl, está rodeado de un muro de tres metros coronado de alambre de espino y fragmentos de botellas de cristal rotas. Hay dos portales, cada uno con enormes puertas de acero blindadas. Hay torres con focos en cada esquina, con guardias provistos de AK-47, ametralladoras M-50 y lanzacohetes chinos.

Y para llegar a este lugar, tienes que recorrer tres kilómetros, después de salir de la autopista, por una carretera de tierra roja, pero es muy posible que ni siquiera llegues a esa carretera, porque el cruce con la autopista está vigilado, veinticuatro horas al día los siete días de la semana, por policías del estado de Baja de paisano.

Fue aquí a donde fueron los hermanos después del ataque contra la disco La Sirena, y ahora el lugar está en alerta máxima. Los guardias patrullan los muros día y noche, brigadas en jeeps patrullan la campiña circundante, los técnicos barren la zona con aparatos electrónicos para detectar transmisiones de radio y llamadas de móvil.

Y Manuel Sánchez está sentado delante de la habitación de Adán como un perro fiel. Ahora somos gemelos, piensa Adán, con idéntica cojera. Pero la mía es temporal y la de él permanente, y por eso he mantenido empleado como guardaespaldas a ese hombre durante todos estos años, desde los días malos de la Operación Cóndor.

Sánchez no abandonará su puesto, no comerá, no dormirá.

Se queda apoyado contra la pared con la escopeta sobre el regazo, o de vez en cuando se levanta y cojea de un lado a otro del muro.

—Tendría que haber estado con usted,
patrón
—le dijo a Adán, mientras resbalaban lágrimas sobre su cara—. Tendría que haber estado con usted.

—Tu trabajo es proteger mi hogar y mi familia —contestó Adán—. Nunca me has decepcionado.

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