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Authors: Don Winslow

Tags: #Intriga, Policíaco

El poder del perro (72 page)

BOOK: El poder del perro
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—No les dije nada —dice.

El abogado asiente.

—Tienen un informador —continúa Fabián, bajando la voz hasta susurrar—. Es la
baturra
de Adán, Nora.

—¡Joder! ¿Estás seguro?

—Solo puede ser ella —dice Fabián—. Tienes que sacarme bajo fianza, tío. Me voy a volver loco aquí.

—Con cargos por tenencia de armas, Fabián, va a ser difícil...

—Que se jodan las armas.

Le habla al abogado sobre la acusación de asesinato.

Qué desastre, piensa el abogado. Si Fabián Martínez no hace un trato, va a pasar mucho tiempo en la cárcel.

No es exactamente una prisionera, pero no es libre de irse.

Nora ni siquiera sabe dónde está, salvo que se trata de algún lugar de, la costa este de Baja.

La casa donde la retienen está hecha de la misma piedra roja que la playa donde se encuentra. Tiene un techo de paja hecho de hojas de palma, y pesadas puertas de madera. No tiene aire acondicionado, pero las gruesas paredes de piedra la mantienen fresca por dentro. La casa cuenta con tres habitaciones, un pequeño dormitorio, un cuarto de baño y una sala delantera de cara al mar, que es una sala de estar combinada con una cocina abierta.

La electricidad la proporciona un generador que zumba ruidosamente fuera. Así que Nora tiene luz eléctrica, agua corriente caliente y un váter. Puede elegir entre una ducha caliente o un baño caliente. Incluso hay una antena parabólica fuera, pero se han llevado el televisor y no hay radio. También han quitado los relojes, y le confiscaron el reloj de pulsera cuando la trajeron.

Hay un pequeño reproductor de CD, pero sin CD.

Quieren que esté a solas con mi silencio, piensa.

En un mundo sin tiempo.

Lo cierto es que ha empezado a perder la noción del tiempo desde que Raúl la interceptó en Colonia Hipódromo y le dijo que subiera al coche, que se había montado un pollo y que la iba a llevar con Adán. Ella no confiaba en él, pero no tenía elección, y Raúl hasta empleó un tono de disculpa cuando le explicó que, por su propia protección, tenía que vendarle los ojos.

Sabe que se encuentra al sur de Tijuana. Sabe que circularon por la autopista de Ensenada durante un rato. Pero después la carretera se llenó de baches, y luego empeoró aún más, y se dio cuenta de que iban subiendo poco a poco por una carretera pedregosa en un todoterreno, y por fin percibió el olor del mar. Era oscuro cuando la llevaron dentro y le quitaron la venda.

—¿Dónde está Adán? —preguntó a Raúl.

—Ya vendrá.

—¿Cuándo?

—Pronto —dijo Raúl—. Relájate. Ve a dormir. Lo has pasado muy mal.

Le dio una pastilla para dormir, un Tuinol.

—No necesito eso.

—No, cógela. Necesitas dormir.

Se quedó delante de ella mientras la tomaba, Nora durmió como un tronco y despertó por la mañana algo aturdida y con la boca estropajosa. Pensó que estaba en alguna playa al sur de Ensenada, hasta que el sol salió por el lado contrario del mundo y dedujo que estaba tierra adentro. Cuando llegó la luz del día reconoció las aguas verdes del mar de Cortés.

Desde la ventana del dormitorio distinguió una casa grande en lo alto de la colina, y vio que toda la zona parecía un paisaje lunar de piedra roja. Un poco más tarde, una joven bajó de la casa grande con la bandeja del desayuno: café, pomelo y unas
tortillas
de harina.

Y una cuchara, observó Nora.

Ni cuchillo, ni tenedor.

Un vaso de agua con otro Tuinol.

Se resistió a tomarlo hasta que sus nervios cedieron, lo tragó y consiguió que se sintiera mejor. Durmió el resto de la mañana y solo despertó cuando la misma chica le trajo la bandeja de la comida: atún a la plancha, verduras hervidas, más
tortillas
.

Más Tuinol.

La despertaron en plena noche de su profundo sueño y empezaron a hacerle preguntas. Su interrogador, un hombre bajo con un acento que no era del todo mexicano, era afable, educado y persistente...

«¿Qué pasó la noche del embargo de armas?»

«¿Adónde fue? ¿A quién vio? ¿Con quién habló?»

«¿Qué hacía durante sus viajes de compras a San Diego? ¿Qué compraba? ¿A quién veía?»

«¿Conoce a Arthur Keller? ¿Le dice algo ese nombre?»

«¿Alguna vez la detuvieron por prostitución? ¿Por posesión de drogas? ¿Por evasión de impuestos?»

Ella contestaba con otras preguntas.

«¿De qué está hablando?»

«¿Por qué me pregunta estas cosas?»

«¿Quién es usted?»

«¿Dónde está Adán?»

«¿Sabe que me están molestando?»

«¿Puedo volver a dormir?»

La dejaron volver a dormir, la despertaron de nuevo un cuarto de hora después y le dijeron que era la noche siguiente. Ella sabía que no era cierto, pero fingió creerles cuando el interrogador le hizo las mismas preguntas, una y otra vez, hasta que ella se indignó y dijo:

«Quiero volver a dormir.»

«Quiero ver a Adán y...»

«Quiero otro Tuinol.»

Le daremos uno dentro de un rato, dijo el interrogador. Cambió de táctica.

«Hábleme del día del alijo de armas, por favor. Descríbalo minuto a minuto. Subió al coche y...»

«Y, y, y...»

Volvió a la cama, puso la cabeza debajo de la almohada y le dijo que cerrara el pico y se marchara, que estaba cansada. El hombre le ofreció otra pastilla y ella la aceptó.

La dejaron dormir durante veinticuatro horas y empezaron de nuevo.

Preguntas, preguntas, preguntas.

Dígame esto, dígame aquello.

Art Keller, Shag Wallace, Art Keller.

«Explíqueme cómo disparó al chino. ¿Qué hizo usted? ¿Qué sintió? ¿Por dónde cogió el arma? ¿Por el cañón? ¿Por la empuñadura?»

«Hábleme de Keller. ¿Desde cuándo le conoce? ¿Le abordó él o le abordó usted?»

«¿De qué está hablando?», —contestó ella.

Porque sabía que, si le daba una respuesta, lo estropearía todo. En la nube de barbitúricos, fatiga, miedo, confusión, desorientación. Comprendía lo que estaban haciendo, y no podía hacer nada para impedirlo.

El hombre nunca la tocaba, nunca la amenazaba.

Y eso le infundía esperanzas, porque daba a entender que no estaban seguros de que hubiera sido ella. De haber estado seguros, la habrían torturado para arrancarle la información, o la habrían matado. El interrogatorio «suave» significaba que albergaban dudas, y eso significaba otra cosa...

Que Adán aún estaba de su lado. No me están haciendo daño, pensó, porque aún tienen que preocuparse de Adán. De modo que aguantó. Dio evasivas, respuestas confusas, negativas tajantes, contraataques indignados.

Pero se está debilitando.

Le está afectando.

Una mañana, el desayuno no llegó. Lo pidió, la chica la miró confusa y dijo que se lo acababa de servir. Pero no era verdad. Lo sé... ¿o no?, se preguntó. Y después hubo dos comidas, una a continuación de la otra, y más sueño y más Tuinol.

Vaga por los alrededores, cerca de la casa. Las puertas no están cerradas con llave y nadie se lo impide. El recinto está flanqueado por el mar a un lado y el desierto interminable por el otro. Si intentara huir andando, moriría de sed o de exposición a los elementos.

Camina hacia el mar y se adentra hasta que el agua le llega a los tobillos.

El agua está tibia y le sienta de maravilla.

El sol se pone a su espalda.

Adán mira desde su habitación de la casa de la colina.

Está prisionero en su habitación, vigilado por una rotación de
sicarios
leales a Raúl. Se turnan ante la puerta de día y de noche, y Adán imagina que habrá unos veinte en todo el terreno.

La ve entrar en el agua. Lleva un vestido de playa desteñido y un sombrero blanco flexible para proteger su piel del sol. El pelo le cuelga suelto sobre los hombros desnudos.

¿Fuiste tú?, se pregunta.

¿Me traicionaste?

No, decide, no puedo creerlo.

Raúl sí que lo cree, aunque los días de interrogatorio no han conseguido demostrarlo. Es un interrogatorio suave, le ha asegurado su hermano. No la han tocado, ni mucho menos herido.

Más te vale, le había dicho Adán. Un moratón, una cicatriz, un chillido de dolor, y encontraré una forma de que te maten, por más hermano mío que seas.

¿Y si ella es el
soplón
?, preguntó Raúl.

Entonces, piensa Adán mientras la ve sentarse al borde del agua, eso sería diferente.

Sería algo diferente por completo.

Raúl y él han llegado a un acuerdo. Si Nora no es el traidor, Raúl permitirá que Adán vuelva a ser el
patrón
. Ese es el trato, piensa Adán, aunque la experiencia le dice que nadie que haya asumido el poder lo cede de nuevo.

De buen grado, al menos.

Ni con facilidad.

Y tal vez sería mejor así, piensa. Que Raúl se quede el
pasador, c
ojo mi parte del dinero y me voy con Nora a vivir con tranquilidad a otro sitio. Siempre ha querido vivir en París. ¿Por qué no?

¿Y la otra mitad de la ecuación? Si resulta que Nora les traicionó, por el motivo que sea, el pequeño golpe de estado de Raúl será permanente, y Nora...

No quiere pensar en ello.

El ejemplo de Pilar Talavera está grabado a fuego en su mente.

Llegado el caso, me encargaré yo mismo, piensa. Es curioso que todavía puedas amar a alguien que te ha traicionado. La llevaré al mar, dejaré que vea los últimos rayos del sol desvanecerse sobre el agua.

Será rápido e indoloro.

Y después, si no fuera por Gloria, me metería la pistola en la boca.

Los hijos nos atan a la vida, ¿verdad?

Sobre todo esta hija, tan frágil y dependiente.

Debe de estar muriéndose de preocupación, piensa Adán. Las noticias de Tijuana habrán llegado a los periódicos de San Diego, y aunque Lucía intente protegerla, Gloria estará preocupada hasta que sepa algo de mí.

Lanza otra larga mirada a Nora, se aleja de la ventana y golpea la puerta.

El guardia la abre.

—Dame un móvil-ordena Adán.

—Raúl dijo...

—Me importa una mierda lo que dijo Raúl,
pendejo
—replica Adan—. Todavía soy el
patrón
, y si te digo que me des algo, me lo das.

Le dan el teléfono.

—¿Jefe?

—¿Sí?

—Ya.

Shag entrega a Art los auriculares conectados con el micrófono del teléfono intervenido de Lucía Barrera. Oye la voz de Lucía...

«¿Adán?»

«¿Cómo está Gloria?»

«Preocupada.»

«Déjame hablar con ella.»

«¿Dónde estás?»

«¿Puedo hablar con ella?»

Una larga pausa. Después, la voz de Gloria.

«¿Papá?»

«¿Cómo estás, cariño?»

«He estado preocupada por ti.»

«Estoy bien. No te preocupes.»

Art oye que la niña llora.

«¿Dónde estás? El periódico decía...»

«Los periódicos inventan cosas. Estoy bien.»

«¿Puedo ir a verte?»

«Todavía no, cariño. Pronto. Escucha, dile a mamá que te dé un gran beso de mi parte, ¿de acuerdo?»

«De acuerdo.»

«Adiós, cariño. Te quiero.»

«Te quiero, papá.»

Art mira a Shag.

—Vamos a tardar un poco, jefe.

Tardan una hora, pero se le antojan cinco, mientras envían los datos electrónicos a la NSA y los analizan. Después llega la respuesta. La llamada procedía de un teléfono móvil (eso ya lo sabíamos, piensa Art), de modo que no pueden facilitar una dirección, pero pueden especificar la torre de transmisiones más cercana.

San Felipe.

En la costa este de Baja, al sur de Mexicali.

En un radio de noventa kilómetros desde la torre.

Art ya tiene un plano desplegado sobre la mesa. San Felipe es una ciudad pequeña, tal vez veinte mil habitantes, muchos de ellos norteamericanos en busca de sol y calor. Hay poca cosa, salvo la ciudad, un montón de desierto y una ristra de campamentos de pesca al norte y al sur.

Incluso con un radio de noventa kilómetros, es la típica aguja en un pajar, y cabe la posibilidad de que Adán se haya desplazado para tener cobertura, y en estos momentos se esté largando a toda leche.

Pero al menos tenemos una zona delimitada, piensa Art.

Un rayo de esperanza.

—La llamada no se hizo desde la ciudad —dice Shag.

—¿Cómo lo sabes?

—Escucha la cinta otra vez.

La vuelven a poner, y Art oye al fondo un tenue zumbido de pulsaciones rítmicas. Mira a Shag perplejo.

—Eres un chico de ciudad, ¿verdad? —dice Shag—. Yo crecí en un rancho. Lo que estás oyendo es un generador. No están conectados a la red eléctrica.

Art solicita un barrido por satélite, pero es de noche y tardarán horas en llegar imágenes.

El interrogador acelera el ritmo.

Despierta a Nora de un profundo sueño inducido por el Tuinol, la sienta en una silla y exhibe el dispositivo de localización ante su cara.

—¿Qué es esto?

—No lo sé.

—Sí que lo sabe —insiste el hombre—. Usted lo puso allí.

—¿Dónde? ¿Qué hora es? Quiero volver...

El hombre la sacude. Es la primera vez que la toca. También es la primera vez que grita.

—¡Escuche! ¡Hasta el momento he sido amable, pero me está haciendo perder la paciencia! ¡Si no empieza a colaborar, le haré daño! ¡Mucho! ¡Dígame quién le dio esto para que lo pusiera en el coche!

Ella contempla el pequeño aparato durante mucho rato, como si fuera un objeto de un pasado lejano. Lo sostiene entre el índice y el pulgar y le da vueltas, lo examina desde diferentes ángulos. Después lo alza hacia la luz y lo examina con más atención. Se vuelve hacia el interrogador.

—Nunca lo había visto —dice.

Entonces él se pone a chillarle en la cara. Nora ni siquiera comprende lo que está diciendo, pero está chillando (recibe gotas de saliva en la cara) y la sacude de un lado a otro, y cuando por fin la suelta, ella se derrumba en la silla, agotada.

—Estoy muy cansada —dice.

—Ya lo sé —dice el hombre, todo suavidad y compasión de repente—. Esto podría acabar muy pronto, ¿sabe?

—¿Puedo dormir, pues?

—Oh, sí.

Art está sentado delante del ordenador cuando las fotos aparecen en la pantalla.

Con los ojos irritados a causa de la fatiga, despierta a Shag, que está dormido derrumbado en la silla con las botas encima del escritorio.

BOOK: El poder del perro
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