Termina su bebida, y entonces ve que el gran acuario estalla en pedazos, el agua sale disparada y dos personas caen de esa forma peculiar que solo se produce cuando les han disparado.
Callan se arroja detrás del taburete del bar y saca la 22.
Unos cuarenta
federales
uniformados de negro irrumpen por la puerta principal, disparando M-16 desde la altura de la cadera. Las balas impactan en las paredes de roca falsa de la cueva, y menos mal que es falsa, piensa Callan, porque absorbe las balas en lugar de rebotarlas hacia la muchedumbre.
Entonces uno de los
federales
desengancha una granada de su tirante.
—¡Al suelo! —grita Callan, como si alguien pudiera oírle o entenderle, y después dispara dos veces a la cabeza del
federal
, y el hombre se desploma antes de poder tirar de la anilla, y la granada cae al suelo, inofensiva, pero otro
federal
lanza otra granada, que aterriza cerca de la pista de baile y estalla con un destello pirotécnico de discoteca, y varios clientes caen, chillando de dolor cuando la metralla siega sus piernas.
La gente está hundida hasta los tobillos en agua ensangrentada y peces boqueantes, y Callan siente que algo golpea su pie, pero no es una bala, sino un pez cirujano azul, hermoso y de un añil eléctrico bajo las luces del club nocturno, y se extravía en un momento de paz contemplando el pez, y un gran alboroto reina en La Sirena, mientras los clientes chillan, lloran e intentan abrirse paso para salir, pero no hay salida, porque los
federales
están bloqueando las puertas.
Y disparando.
Callan se alegra de estar un poco bolinga. Se ha puesto el piloto automático de asesino a sueldo irlandés, con la cabeza despejada y fría, y ya sabe que quienes disparan no son
federales
. Por lo tanto, no es una redada, es una emboscada, y si estos tipos son polis, están fuera de servicio y ganando un dinerito extra en vista de las inminentes vacaciones. Y se da cuenta enseguida de que nadie va a salir por la puerta de delante, al menos vivo, y de que tiene que haber una puerta trasera, así que empieza a gatear hacia la parte posterior del club.
Es el muro de agua lo que salva a Adán.
Le derriba de la silla y le envía al suelo, de modo que la primera salva de disparos y metralla pasa por encima de su cabeza. Empieza a levantarse, pero el instinto toma el control mientras las balas pasan zumbando por encima de su cabeza, de modo que vuelve a sentarse. Contempla como idiotizado las balas que destrozan el costoso coral, ahora seco y sin protección detrás del acuario destrozado, y entonces pega un bote cuando una morena se retuerce a su lado. Mira hacia la otra pared donde, detrás de la cascada, Fabián Martínez está intentando ponerse los pantalones, al tiempo que una de las chicas alemanas, sentada sobre la roca, intenta hacer lo mismo, y Raúl se encuentra de pie con los pantalones caídos alrededor de los tobillos y una pistola en la mano, disparando a través de la cascada.
Los falsos
federales
no pueden ver a través de la cascada. Eso es lo que salva a Raúl, que sigue disparando con toda impunidad hasta que se queda sin munición, tira la pistola y se sube los pantalones. Después agarra a Fabián del hombro.
—Vámonos, tenemos que salir de aquí.
Porque los
federales
se están abriendo paso a través de la multitud, en busca de los hermanos Barrera. Adán les ve acercarse y se levanta con la intención de encaminarse hacia la parte de atrás, resbala y cae, vuelve a levantarse, y cuando lo hace, un
federal
apunta un rifle a su cara y sonríe, y Adán ya es hombre muerto, pero la sonrisa del
federal
desaparece en un torbellino de sangre, Adán siente que alguien aferra su muñeca y le tira al suelo, donde se encuentra cara a cara con un yanqui.
—Agáchate, capullo —le dice.
Entonces Callan empieza a disparar contra
los federales
que avanzan con salvas lentas y eficaces (pop-pop, pop-pop), y los derriba como patos flotantes en una feria. Adán mira al
federal
muerto, y ve horrorizado que los cangrejos ya han empezado a devorar el hueco bostezante donde estaba la cabeza del hombre.
Callan se arrastra hacia delante y coge dos granadas del tío al que acaba de disparar, recarga el arma a toda prisa, vuelve a gatas, agarra a Adán y, sin dejar de disparar con la otra mano, le empuja hacia la parte de atrás.
—¡Mi hermano! —grita Adán—. ¡Tengo que encontrar a mi hermano!
—¡Al suelo! —grita Callan cuando disparan una nueva andanada de fuego hacia ellos.
Adán se desploma cuando las balas alcanzan la parte posterior de su pantorrilla derecha y le envían de cara al agua, donde se queda tumbado como un idiota, mientras su sangre mana ante sus narices.
Da la impresión de que no puede moverse.
Su cerebro está intentando ordenarle que se levante, pero de pronto se siente agotado, demasiado cansado para moverse.
Callan se acuclilla, carga a Adán sobre sus hombros y se dirige tambaleante hacia una puerta con el rótulo de BAÑOS. Casi ha llegado cuando Raúl le quita el peso de encima.
—Yo le llevaré —dice Raúl.
Callan asiente. Otro pistolero de los Barrera está detrás de ellos, dispara hacia el caos del club. Callan abre la puerta de una patada y se encuentra en la relativa tranquilidad de un pequeño vestíbulo.
A la derecha hay una puerta con el letrero de SIRENAS, con la pequeña silueta de una sirena. La puerta de la izquierda indica POSEIDONES, con la silueta de un hombre de largo pelo rizado y barba. Justo delante está la SALIDA, y Raúl se dirige hacia allí.
—¡No! —grita Callan, y le agarra del cuello de la camisa. Justo a tiempo, porque una ráfaga de balas barre la puerta abierta, tal como se figuraba. Cualquiera que cuente con el tiempo y los hombres necesarios para montar un atentado así habrá apostado tiradores ante la puerta de atrás.
De modo que arrastra a Raúl a través de la puerta de POSEIDONES. El otro pistolero le sigue detrás. Callan tira de la anilla de una granada y la arroja por la puerta de atrás para disuadir a cualquiera de esperar delante o entrar.
Después salta al interior del lavabo de caballeros y cierra la puerta a su espalda.
Oye que la granada estalla con un ruido sordo de bajo.
Raúl sienta a Adán en el váter y el otro pistolero vigila la puerta, mientras Callan examina la pierna herida de Adán. Las balas la han atravesado limpiamente, pero es imposible saber si han roto algún hueso. O si han alcanzado la arteria femoral, y en ese caso Adán va a desangrarse hasta morir antes de que puedan conseguir ayuda.
La verdad es que ninguno de ellos va a salvarse si siguen llegando pistoleros, porque están atrapados. Joder, piensa, de alguna manera siempre he sabido que moriría en un cagadero, después pasea la vista a su alrededor, y no hay ventanas como en los lavabos de Estados Unidos, pero encima de él ve una claraboya.
¿Una claraboya en el lavabo de hombres?
Otro de los gustos de Raúl.
—Quiero que los baños parezcan camarotes de transatlántico al revés —había explicado a Adán cuando discutieron sobre las claraboyas—. Ya sabes, como si el barco estuviera hundido.
Así que la claraboya tiene forma de portilla, y los cuartos de baño están adornados, y todo, excepto el lavabo y el váter, está al revés. Justo lo que quieres, piensa Callan, si has estado trincando margaritas y vas a mear: un cagadero mareante. Se pregunta cuántos chicos universitarios habrán entrado aquí en plena forma y habrán acabado vomitando en cuanto se pusieron de lado, pero no piensa mucho en ello, porque la estúpida portilla del techo es su vía de escape, así que se sube al lavabo y abre la claraboya. Salta, se agarra al borde, se yergue, sale al tejado, el aire es salado y tibio, y luego asoma la cabeza por la portilla.
—¡Venid! —dice.
Fabián salta y pasa a través de la portilla, después Raúl levanta a Adán, y Callan y Fabián le suben al tejado. A Raúl le cuesta pasar por el hueco de la pequeña portilla, pero lo consigue justo cuando los
federales
derriban a patadas la puerta y rocían el techo de balas.
Entran en tromba, esperando ver cadáveres y heridos agonizantes, pero no ven nada de eso y se quedan perplejos, hasta que uno levanta la vista, ve la claraboya abierta y comprende lo sucedido. Pero lo siguiente que ve es la mano de Callan, que deja caer una granada, y después la claraboya se cierra, y ahora sí que hay cadáveres y heridos agonizantes en el lavabo de caballeros de La Sirena.
Callan les guía hacia la parte posterior del edificio. Solo hay un
federal
custodiando la callejuela, y Callan lo despacha con dos veloces disparos en la nuca. Después Raúl y él bajan con cuidado a Adán, mientras Fabián les espera.
Corren por la callejuela, Raúl cargado con Adán, hacia la calle de atrás, donde Callan destroza de un disparo la ventanilla de un Ford Explorer, abre la puerta y tarda unos treinta segundos en hacer un puente para encender el motor.
Diez minutos después se hallan en la sala de urgencias del hospital de Nuestra Señora de Guadalupe, donde las enfermeras de recepción oyen el apellido Barrera y no hacen preguntas.
Adán tiene suerte: el fémur está astillado pero no roto, y la arteria femoral está intacta.
Raúl le está dando sangre con un brazo, habla por teléfono con la otra mano, y al cabo de pocos minutos sus
sicarios
están corriendo hacia el hospital o registrando el barrio de La Sirena en busca de los muchachos de Güero que hayan podido rezagarse. No vuelven con ninguno, solo con la noticia de que seis clientes han muerto, y hay diez
federales
muertos o heridos.
Pero los pistoleros de Méndez no han conseguido acabar con los hermanos Barrera.
Gracias a Sean Callan.
—Lo que quieras —le dice Adán.
En este Día de los Muertos.
Solo tienes que pedir.
Todo lo que quieras.
La adolescente prepara su
pan de muerto
.
El tradicional panecillo azucarado con una sorpresa escondida dentro, que a don Miguel Ángel Barrera le gusta tanto y espera recibir en este día. Da buena suerte que te toque el trozo de la sorpresa, de manera que prepara un panecillo solo para él, para que sea don Miguel quien obtenga la sorpresa.
Quiere que todo le salga perfecto en esta noche especial.
Por lo tanto, se viste con especial esmero: un vestido negro sencillo pero elegante, medias negras y zapatos de tacón alto. Se aplica el maquillaje con parsimonia, presta especial atención al grosor exacto del rímel, y lo que ve le gusta; su piel es suave y pálida, los ojos oscuros quedan resaltados, el pelo le cae sobre los hombros.
Entra en la cocina y coloca el
pan de muerto
especial sobre una bandeja de plata, dispone velas a ambos lados, las enciende y entra en el comedor de la celda.
El hombre tiene un aspecto majestuoso, piensa ella, con la chaqueta de esmoquin marrón sobre el pijama de seda. Los sobrinos de don Miguel se encargan de que su tío disfrute de todos los lujos que necesita para lograr que su existencia en la cárcel sea tolerable: buena ropa, buena comida, buenos vinos y, bien, ella.
La gente susurra que Adán Barrera cuida tanto a su tío para calmar su sentimiento de culpa, porque prefiere que su tío siga en prisión para que el viejo no se entrometa con su liderazgo como
pasador
de los Barrera. Lenguas más afiladas insinúan que Adán tendió la celada a su tío para tomar el control de las riendas.
La chica no sabe la verdad que contienen esas habladurías, y le da igual. Solo sabe que Adán Barrera la ha rescatado de un futuro miserable en un burdel de Ciudad de México y la eligió para compañera de su tío. Los rumores apuntan a que se parece a la mujer a quien don Miguel amó en un tiempo.
Lo cual me ha traído buena suerte, piensa.
Las exigencias de don Miguel no son excesivas. Cocina para él, le lava la ropa, complace sus necesidades masculinas. Le pega, cierto, pero no tan a menudo ni con tanta brutalidad como su padre, y sus exigencias sexuales no son muy frecuentes. Le pega, después se la tira, y si no puede mantener duro el
floto
se cabrea y le pega hasta que puede hacerlo.
Hay vidas peores, piensa.
Y el dinero que Adán Barrera le envía es generoso.
Pero no tan generoso como...
Aleja el pensamiento de su cabeza y ofrece el
pan de muerto
a don Miguel.
Le tiemblan las manos.
Tío se da cuenta.
Las pequeñas manos de la muchacha tiemblan cuando deposita el pan delante de él, y cuando la mira a los ojos ve que están húmedos, al borde de las lágrimas. ¿Es de pena?, se pregunta. ¿O de miedo? Y mientras la mira fijamente a los ojos, ella baja la vista hacia el
pan de muerto
, después la alza de nuevo hacia él, y Tío comprende.
—Es bonito —dice mientras contempla el panecillo.
—Gracias.
¿Se ha quebrado su voz?, se pregunta el hombre. ¿La más ínfima vacilación?
—Siéntate, por favor —dice al tiempo que le acerca la silla.
La muchacha se sienta y sus manos aferran los bordes de la silla.
—Toma el primer bocado, por favor —dice él al tiempo que toma asiento.
—Oh, no, es para usted.
—Insisto.
—No podría.
—Insisto.
Es una orden.
Que ella no puede desobedecer.
Por lo tanto, rompe un trozo de pan y se lo lleva a los labios. Su mano tiembla tanto que le cuesta encontrar la boca. Y por más que intenta reprimirlas, las lágrimas anegan sus ojos y luego se derraman, y el rímel rueda sobre sus mejillas, pintando franjas negras en su cara.
Le mira y sorbe por la nariz.
—No puedo.
—No obstante, me lo habrías dado.
La joven sorbe por la nariz, pero pequeñas burbujas de mocos surgen de ella.
Tío le da una servilleta de hilo.
—Sécate la nariz —ordena.
Ella obedece.
—Ahora tienes que comerte el pan que me has preparado —dice Tío.
—Por favor —se le escapa a la muchacha.
Después baja la vista.
¿Mis sobrinos ya están muertos?, se pregunta Tío. Güero no se atrevería a asesinarme, a menos que Adán y Raúl, sobre todo este último, hubieran sido eliminados. Así que o bien están muertos, o no tardarán en estarlo, o quizá Güero también ha fracasado en eso. Esperemos que así sea, piensa, y toma nota mental de ponerse en contacto con sus sobrinos lo antes posible, en cuanto concluya este
triste
asunto.