Y las FARC no solo controlan las rutas de contrabando de cocaína que llegan de Perú y Ecuador, también se halla dentro de su territorio el distrito de Putumayo, una espesa selva tropical amazónica y ahora importante zona de cultivo de la planta de la coca. La producción nacional de coca era el sueño de los cárteles gigantes, e invirtieron millones de dólares en plantaciones de coca en la zona, pero justo cuando sus esfuerzos comenzaban a dar sus frutos, los cárteles se quedaron sin negocio, dejando atrás las caóticas Campanitas y unas trescientas mil hectáreas en cultivo, en las que cada día se plantaba más.
Lo que Sinaloa era para la amapola, lo es Putumayo para la hoja de coca: la fuente, el manantial, la cabecera del río desde la que fluye el tráfico de droga.
Las FARC lo bloquearon, y ahora se han puesto en contacto con él para negociar.
Y tendré que hacerlo, piensa Adán, mientras mira a Nora acostada a su lado.
Despierta y ve que Adán la está mirando.
Nora sonríe y le da un beso cariñoso.
—Me gustaría ir a dar un paseo.
—Te acompañaré.
Se ponen una bata y salen.
Manuel está allí.
Manuel siempre está allí, piensa Nora.
Adán le construyó una casa en los terrenos. Es una casa pequeña y sencilla, construida al estilo de los
campesinos
de Sinaloa. Pero Adán le dijo al constructor que aumentara un poco las dimensiones en atención a la pierna rígida de Manuel. Ordenó que construyeran muebles especiales para facilitarle la labor de levantarse y sentarse, y un pequeño jacuzzi en la parte de atrás para aliviar los dolores de su pierna, que empeoran con la edad. A Manuel no le gusta utilizarlo, porque cree que cuesta demasiado dinero calentarlo, de modo que Adán ha encargado a un criado que vaya cada noche a encenderlo.
Manuel se levanta del banco y les sigue, arrastrando la pierna derecha. Les sigue desde una distancia prudencial, con su inconfundible cojera. Para Nora es casi una caricatura: un AK colgado del hombro, dos bandoleras cruzadas sobre el pecho como un bandido de otros tiempos, una pistola enfundada en cada cadera, un enorme cuchillo encajado en el cinturón.
Solo le faltan el sombrero grande y el bigote caído, piensa Nora.
Una criada acude corriendo con una bandeja.
Dos cafés: con leche y azúcar para él, solo y sin azúcar para ella.
Adán da las gracias a la criada, que vuelve corriendo a la cocina. No mira a Nora, temerosa de que los ojos de la
gringa
la hechicen como hizo con el
patrón
. Es la comidilla de la cocina: miras a los ojos de la
bruja
y te cae un hechizo.
Al principio fue difícil aguantar la pasiva hostilidad de la servidumbre y la activa desaprobación de Raúl. El hermano de Adán pensaba que estaba bien tener una amante, pero no instalarla en la casa familiar. Oyó a los hermanos pelear al respecto y ofreció marcharse, pero Adán no quiso ni escucharla. Ahora se han acostumbrado a una plácida rutina doméstica, que incluye este paseo matutino.
El complejo residencial es precioso. A Nora le gusta en especial por las mañanas, antes de que el sol reduzca todas las formas a siluetas y destiña todos los colores. Empiezan su paseo por el huerto, porque Adán sabe que le gusta el olor ácido de los árboles frutales (naranjas, limones y pomelos), y el dulce aroma de las mimosas y jacarandás, cuyas flores caen de las ramas como lágrimas de lavanda. Pasan junto a los jardines florales (hemerocallis, zantedeschias, amapolas) y entran en la rosaleda.
Nora contempla las flores que brillan a causa del agua, oye el rítmico chup-chup-chup del sistema de riego que rocía todas las flores antes de que el sol convierta el riego en un ejercicio de evaporación instantánea.
Adán ahuyenta a un pavo real del jardín.
El recinto bulle de aves: pavos reales, faisanes, pintadas. Una mañana, cuando Adán estaba ausente, Nora se levantó temprano y vio un pavo real subido sobre el borde de la fuente central. La miró y desplegó su cola, y fue un espectáculo maravilloso, con todos los colores desplegados en contraste con la arena caqui.
Hay más aves en los árboles. Un asombroso surtido de pinzones. Adán intenta en vano enseñarle los nombres, pero ella los reconoce solo por los colores: dorado y amarillo, púrpura y rojo. Las currucas y el escribano lapislázuli, y la increíble tángara occidental que se le antoja un ocaso volador. Y los colibrís. Se han plantado flores especiales y colgado dispensadores de agua dulce para atraer a los colibrís, el de Anna, el de Costa, el de garganta negra, como Adán ha intentado diferenciarlos para que ella los reconociera. Nora solo reconoce las manchas deslumbrantes de colores rutilantes, y sabe que los echaría mucho de menos si un día no fueran a visitarla.
—¿Quieres ver a los animales? —pregunta Adán.
—Por supuesto.
Adán es un hombre trabajador y práctico, y no consigue dar su aprobación al tiempo y el dinero que Raúl dedica a su zoo. Significa otra diversión para su hermano, una compensación para su ego, el hecho de poseer un ocelote, dos tipos de camellos, un guepardo, un par de leones, un leopardo, dos jirafas, un rebaño de ciervos raros.
Pero un tigre blanco no. Raúl lo vendió a un coleccionista de Los Angeles, y el muy idiota intentó cruzarlo por la frontera y lo pillaron. Tuvo que pagar una buena multa, y el tigre le fue confiscado. Ahora vive en el zoo de San Diego.
Su ballena se convirtió en una estrella de cine. Hicieron una redada en el parque de atracciones y después lo quemaron, y la ballena acabó en una serie de películas muy comerciales. De manera que a la ballena le fue muy bien, aunque Adán hace tiempo que no ve películas.
Adán y Nora pasean por su zoo privado por las mañanas, y uno de los cuidadores ya está preparado con comida para que Nora dé de comer a las jirafas. Le encanta su elegancia, sus largos cuellos y su forma de andar.
Baja de la pequeña plataforma que utilizan para dar de comer a las jirafas, recoge su taza de café y se adelanta a Adán. Otro cuidador abre una puerta para dejarla entrar en el corral de los ciervos, y le entrega una taza de plástico llena de comida.
—Buenos días, Tomás.
—Señora.
Nora y Adán desayunan en la terraza este para recibir la caricia del sol. Nora toma pomelo y café. Eso es todo, pomelo recién cogido del huerto y café. Adán come como uno de los leones de Raúl. Un enorme plato de
huevos con machaca
y ristras de chorizo frito. Una pila de
tortillas
de maíz calientes. Debido a la insistencia de Nora, un cuenco de fruta. Y un pequeño cuenco de salsa recién hecha. A Nora se le hace la boca agua al percibir el olor a tomate y cilantro, pero se conforma con el pomelo.
Adán se da cuenta.
—No lleva grasa —dice.
—La
tortilla
que me comería sí.
—Tendrías que engordar unos kilos.
—Eres muy galante.
Adán sonríe y vuelve a su periódico, sabiendo que no la convencerá. Nora está casi tan obsesionada con su cuerpo como él. En cuanto se duche y vaya a su oficina a trabajar, se pasará toda la mañana en el gimnasio. Mandó colocar un sistema estéreo y un televisor porque a ella le gusta el ruido cuando hace ejercicio. Y el gimnasio tiene dos elementos de todo (dos bicicletas reclinables, dos ruedas de andar, dos máquinas de musculación, dos conjuntos de pesos libres), aunque ella consigue convencerle muy pocas veces de que se ejercite con ella.
En días alternos corre en la larga pista de tierra que serpentea hasta el complejo, lo cual provocó algunas protestas del personal de seguridad, hasta que Adán descubrió a dos
sicarios
a quienes les gustaba correr. Entonces ella se quejó de eso, dijo que la cohibía tener a dos hombres que le pisaran los talones, pero en este tema Adán no dio su brazo a torcer y ella capituló.
De modo que, cuando corre, dos guardaespaldas van tras ella. Siguiendo instrucciones concretas de Adán, uno corre mientras el otro trota, y se van turnando. No quiere que los dos estén sin aliento al mismo tiempo. Si se produce un tiroteo, quiere qué al menos uno tenga la mano firme. Además, les ha dicho: «Si algo le pasa, moriréis los dos».
Sus tardes son largas y lentas. Como Adán trabaja a la hora de comer, ella come sola. Después hace una breve siesta, se acomoda en una tumbona bajo la sombrilla para protegerse del sol. Por el mismo motivo, pasa la mayor parte de la tarde dentro, leyendo libros y revistas, viendo la televisión mexicana, esperando a que vuelva Adán para cenar tarde.
—Tengo que irme en viaje de negocios —dice él—. Puede que esté fuera unos días.
—¿Adónde vas?
Adán sacude la cabeza.
—A Colombia. Las FARC quieren negociar.
—Te acompañaré.
—Es demasiado peligroso.
Ella le dice que lo comprende. Irá a San Diego durante su ausencia. Irá de compras, verá algunas películas, saldrá con Haley
—Pero te echaré de menos —dice.
—Yo también.
—Vamos a la cama.
Se lo folla con energía demoníaca. Le sujeta con el coño, le aferra con las piernas y él siente que se corre a borbotones dentro de ella. Le acaricia el pelo cuando él apoya la cara sobre sus pechos y le dice:
—Te quiero.
Tienes mi alma en tus manos
.
Putumayo, Colombia
1997
Adán va sentado en la parte de atrás de un jeep que traquetea sobre una carretera embarrada y llena de baches, practicada en la selva amazónica del sudoeste de Colombia. El aire que le rodea es tibio y fétido, y ahuyenta con la mano a las moscas y mosquitos que vuelan alrededor de su cabeza.
El viaje ha sido difícil.
Rechazó la idea de volar en uno de sus 727. Nadie puede saber que Adán va a reunirse con Tirofijo, el comandante de las FARC. En cualquier caso, volar habría sido demasiado peligroso. Si la CIA o la DEA interceptaran el plan de vuelo, los resultados serían desastrosos. Además, hay cosas que Tirofijo quiere que Adán vea
en route
.
Adán subió primero a bordo de un yate deportivo particular en Cabo, y después cambió a un viejo barco de pesca para el largo y lento viaje que le dejó en la costa del sur de Colombia, en la boca del río Coqueta. Fue la parte más peligrosa del viaje, porque la costa está bajo el control del gobierno y patrullada por milicias privadas, contratadas por las compañías petroleras para vigilar sus torres de perforación.
Adán subió desde el barco pesquero a un pequeño esquife de un solo motor. Se internaron en el río de noche, guiados por las llamas escupidas por las torres de refinería, como si fueran hogueras del infierno. La boca del río estaba llena de sedimentos y contaminada; el aire, irrespirable y sucio. Subieron río arriba, dejaron atrás las propiedades de la compañía petrolera, protegidas por vallas de alambre de espino de tres metros de altura y torres vigía en las esquinas.
Tardaron dos días en subir por el río, esquivando patrullas del ejército y escuadrones de seguridad privados. Por fin se internaron en la selva tropical, y ahora hará el resto del viaje en jeep. Su ruta les lleva más allá de los campos de coca, y Adán ve por primera vez los orígenes del producto que le ha reportado millones.
Bien, a veces los ve.
Otras veces ve los campos muertos y marchitos, envenenados por los helicópteros que lanzan defoliantes. Los productos químicos no son especializados. Matan las plantas de coca, pero también las judías, los tomates, las hortalizas. Envenenan el aire y el agua. Adán atraviesa pueblos desiertos que parecen objetos de museo: perfectos objetos antropológicos de una aldea colombiana, salvo que nadie vive en ella. Han huido de los defoliantes, han huido del ejército, han huido de las FARC, han huido de la guerra.
Pasan junto a otros pueblos que han sido quemados, sin más trámites. Círculos carbonizados en el suelo señalan el lugar donde se alzaban las cabañas.
—El ejército —explica su guía—. Queman los pueblos que creen conchabados con las FARC.
Y las FARC queman los pueblos que creen conchabados con el ejército, piensa Adán.
Llegan por fin al campamento de Tirofijo.
Los guerrilleros con uniforme de camuflaje de Tirofijo utilizan boinas y portan AK-47. Hay un número sorprendente de mujeres. Adán se fija en una impresionante amazona de pelo negro que le cae por debajo de su boina. Ella sostiene su mirada, como diciendo y tú qué miras, y él desvía la vista.
Hay actividad por todas partes (escuadrones de guerrilleros se están entrenando, otros están limpiando armas, haciendo la colada, cocinando, patrullando el campamento), y toda esta actividad parece organizada. El campamento es grande y ordenado. Pulcras hileras de tiendas verde oliva están montadas bajo redes de camuflaje. Varias cocinas han sido construidas bajo
ramadas
de paja. Ve lo que parece ser una tienda hospital y un dispensario. Incluso pasan ante una tienda que parece albergar una especie de biblioteca. Esto no es una pandilla de bandidos en fuga, piensa Adán. Es una fuerza bien organizada que controla su territorio. Las redes de camuflaje, para protegerlos de la vigilancia aérea, constituyen la única concesión a cierta sensación de peligro.
Su acompañante conduce a Adán hasta lo que parece la zona del cuartel general. Las tiendas son más grandes, con avances de lona sujetos para crear porches, bajo los cuales hay jofainas, así como sillas y mesas hechas de madera toscamente labrada. Un momento después, el acompañante vuelve con un hombre mayor y corpulento, vestido con uniforme de camuflaje verde oliva y boina negra.
Tirofijo tiene cara de sapo, piensa Adán. Más gordo de lo que cabría esperar en un guerrillero, con profundas bolsas bajo los ojos, gruesos mofletes y una boca ancha, que parece permanentemente fruncida. Tiene los pómulos altos y afilados, los ojos estrechos, las cejas arqueadas plateadas. No obstante, aparenta menos edad de sus casi setenta años. Camina hacia Adán con vigor y energía. Sus piernas cortas y pesadas no tiemblan.
Tirofijo mira a Adán un momento, como tomándole la medida, y después indica una
ramada
de paja bajo la cual hay una mesa y unas cuantas sillas. Se sienta y señala con un gesto a Adán para que haga lo mismo.
—Sé que colaboró en la Operación Niebla Roja —dice sin más preámbulos.
—No fue una cuestión política —dice Adán—. Simples negocios.
—Sabe que podría retenerle para pedir rescate —dice Tirofijo—. O podría ordenar que le mataran ahora mismo.