—Y usted sabe —replica Adán— que tal vez solo me sobreviviría una semana.
Tirofijo asiente.
—Bien, ¿de qué tenemos que hablar? —pregunta Adán.
Tirofijo saca un cigarrillo del bolsillo de la chaqueta y ofrece uno a Adán. Cuando Adán niega con la cabeza, Tirofijo se encoge de hombros y enciende el cigarrillo, y da una larga calada.
—¿Cuándo nació usted? —pregunta.
—En mil novecientos cincuenta y tres.
—Yo empecé a luchar en mil novecientos ochenta y cuatro —dice Tirofijo—. Durante un período que ahora llaman de la «Violencia». ¿Ha oído hablar de eso?
—No.
Tirofijo asiente.
—Yo era leñador, y vivía en un pueblo pequeño. En aquellos tiempos, no estaba politizado. Izquierda, derecha, todo era indiferente a la madera que cortaba. Una mañana estaba en las colinas cortando leña cuando la milicia local de extrema derecha entró en nuestro pueblo, reunió a todos los hombres, les ató los brazos a la espalda y los degolló. Dejó que se desangraran hasta morir como cerdos, en la plaza del pueblo, mientras violaban a sus mujeres e hijas. ¿Sabe por qué lo hicieron?
Adán niega con la cabeza.
—Porque los aldeanos habían permitido que un grupo de izquierdas cavara un pozo para el pueblo —dice Tirofijo—. Aquella mañana, cuando volví, encontré los cadáveres tirados en el polvo. Mis vecinos, mis amigos, mi familia. Volví a las colinas, esta vez para unirme a las guerrillas. ¿Por qué le he contado esta historia? Porque usted puede decir que es apolítico, pero el día que vea a sus amigos y familiares tirados en el suelo, tomará conciencia política.
—Existe el dinero y la falta de dinero —dice Adán—, el poder y la falta de poder. Y punto.
—¿Lo ve? —sonríe Tirofijo—. Ya es medio marxista.
—¿Qué quiere de mí?
Armas.
Tirofijo tiene mil doscientos combatientes y planes para aumentarlos hasta treinta mil más. Pero solo tiene ocho mil rifles. Adán Barrera tiene dinero y aviones. Si sus aviones pueden sacar cocaína, tal vez puedan introducir rifles.
Por lo tanto, si quiero proteger mi fuente de cocaína, comprende Adán, tendré que hacer lo que quiere este viejo guerrero. Tendré que conseguirle armas para proteger su territorio de las milicias de extrema derecha, el ejército y, también, de los norteamericanos. Es una necesidad práctica, que a la vez entraña una dulce venganza.
—¿Ha pensando en algún tipo de trato? —pregunta.
Sí.
Algo sencillo, dice Tirofijo.
Un kilo igual a un rifle.
Por cada rifle que Adán introduzca, las FARC permitirán que un kilo de cocaína se venda desde su territorio, a un precio rebajado para reflejar el coste del arma. Eso para un rifle normal. El AK-47 es el arma elegida, pero los M-16 o M-2 norteamericanos también son aceptables, siempre que las FARC puedan conseguir la munición adecuada gracias a los soldados o milicianos de extrema derecha capturados. Para otras armas —y Tirofijo ansia con desesperación lanzacohetes—, permitirán un kilo y medio, o incluso dos kilos.
Adán acepta sin negociar. Se le antoja que sería inapropiado regatear, casi antipatriótico. Además, este trato funcionará. Si —y es un «si» muy grande— es capaz de apoderarse de armas suficientes.
—Trato hecho —dice Adán.
Tirofijo le estrecha la mano.
—Un día se dará cuenta de que todo es política, y actuará basándose en el corazón, no en el bolsillo.
Aquel día, le dice Tirofijo, descubrirá su alma.
Nora deja ropa sobre la cama de su suite de un pequeño hotel de Puerto Vallarta, camisas y el traje que compró para Adán en La Jolla.
—¿Te gusta?
—Me gusta.
—Apenas los has mirado.
—Lo siento.
—No lo sientas. —Nora se acerca y le abraza—. Solo dime en qué estás pensando.
Escucha con atención mientras Adán describe el cambio logístico al que se enfrenta: dónde conseguir la cantidad de armas militares que necesita para cumplir su parte del trato con Tirofijo. Es relativamente fácil conseguir algunas armas aquí y allá (Estados Unidos es, básicamente, un gran supermercado de armas), pero los miles de rifles que necesitará durante los próximos meses es algo que el mercado negro norteamericano no le puede proporcionar.
Y, no obstante, las armas tendrán que llegar a través de Estados Unidos, no de México. Así como los yanquis se ponen como locos por la entrada de drogas en su territorio, los mexicanos son todavía más fanáticos con respecto a las armas. Cuando Washington se queja de los narcóticos procedentes de México, Los Pinos contesta con quejas sobre las armas que entran desde Estados Unidos. Es un constante motivo de irritación en las relaciones entre ambos países el hecho de que los mexicanos parezcan considerar más peligrosas las armas que las drogas. No entienden por qué, en Estados Unidos, te cae una sentencia más larga por traficar con un poco de marihuana que por vender montones de armas.
No, el gobierno mexicano es muy sensible a las armas, tal como corresponde a un país que cuenta con un largo historial de revoluciones. Todavía más ahora, con la insurgencia de Chiapas. Tal como dice Adán a Nora, es imposible que pueda introducir tal cantidad de armas en México de una forma directa, aunque encuentre suministrador. Las armas tendrán que entrar por Estados Unidos, serán introducidas de contrabando a través de Baja, cargadas en 727 y transportadas a Colombia.
—¿Puedes conseguir esa cantidad de armas? —pregunta Nora.
—Tengo que hacerlo —contesta Adán.
—¿Dónde?
Hong Kong
1997
La primera impresión de Hong Kong siempre es asombrosa.
En primer lugar, el interminable vuelo a través del Pacífico, sin nada más que horas y horas de agua azul debajo, y de pronto aparece la isla, un retazo verde esmeralda con altas torres que brillan al sol, y detrás las impresionantes colinas.
Adán nunca había estado allí. Ella sí, varias veces, y le va señalando a través de las ventanillas los lugares más característicos: la isla de Hong Kong, Victoria Peak, Kowloon, el puerto.
Se hospedan en el hotel Península.
La idea de Nora es alojarse en Kowloon, en el continente, en lugar de decantarse por uno de los modernos hoteles para ejecutivos de la isla. Le gusta el encanto colonial del Península, cree que a él le gustará también, y además, Kowloon es un barrio mucho más interesante, sobre todo de noche.
El hotel es del agrado de Adán, su elegancia a la antigua usanza le atrae. Se sientan en la antigua terraza (ahora acristalada), con su vista del puerto y el embarcadero del ferry, y toman una merienda inglesa completa (que ella pide), mientras esperan a que su suite esté preparada.
—Aquí es donde descansaban los antiguos señores del opio —dice Nora.
—¿De veras? —pregunta Adán. Sus conocimientos de historia son muy limitados, incluso la relacionada con el tráfico de drogas.
—Claro —dice ella—. Por eso los ingleses se apoderaron de Hong Kong. Lo conquistaron durante la guerra del Opio.
—¿La guerra del Opio?
—En la década de mil ochocientos cuarenta —explica Nora—, los ingleses declararon la guerra a los chinos para obligarles a permitir el comercio de opio.
—Bromeas.
—No —dice Nora—. Como parte del tratado de paz, los comerciantes de opio ingleses consiguieron vender su producto en China, y la corona británica convirtió Hong Kong en colonia. Así tenían un puerto para proteger el opio. El ejército y la marina protegían la droga.
—Nada cambia —dice Adán—. ¿Cómo sabes todas estas cosas?
—Leo —dice Nora—. De todos modos, pensé que te gustaría estar aquí.
Y así es. Adán se reclina, bebe su Darjeeling, unta su bollo con crema espesa y mermelada, y se siente como si fuera el continuador de una larga tradición.
Cuando entran en su habitación, se derrumba en la cama.
—No querrás ponerte a dormir —dice ella—. Nunca podrás superar el jet lag.
—No puedo mantenerme despierto —murmura Adán.
—Yo te mantendré despierto.
—Ah, ¿sí?
Oh, sí.
Después se duchan y ella le dice que ya ha planificado el resto del día y la noche, si está dispuesto a ponerse en sus manos.
—¿No acabo de hacerlo? —pregunta él.
—¿No te lo has pasado bien? —pregunta Nora.
—Era yo el que chillaba.
—La coordinación es fundamental —dice Nora mientras él se afeita—. Date prisa.
Se da prisa.
—Esta es una de las cosas que más me gusta hacer en el mundo —explica Nora mientras se encaminan al embarcadero del Star Ferry. Compra los billetes y esperan unos minutos, y después suben al ferry. Ella escoge asientos en la parte de babor del viejo barco, rojo como un coche de bomberos, con la mejor vista del centro de Hong Kong mientras se dirigen a la isla. A su alrededor, barcas de pesca, lanchas motoras, juncos y sampanes surcan el puerto.
Cuando atracan, ella le insta a salir de la terminal.
—¿A qué vienen tantas prisas? —pregunta Adán cuando ella le agarra del codo y le empuja hacia delante.
—Ya lo verás, ya lo verás. Venga.
Le guía por Garden Road hasta la base de Victoria Peak, donde suben al Tram. El Tram, un funicular, asciende la pendiente empinada.
—Es como una atracción de feria —dice Adán.
Llegan al observatorio justo antes de ponerse el sol. Es lo que ella quiere que vea. Se quedan en la terraza mientras el cielo se tiñe de rosa, después de rojo, y luego se sume en la oscuridad, en tanto las luces de la ciudad se encienden como un ramillete de diamantes sobre una almohada de raso negro.
—Jamás había visto algo semejante —dice Adán.
—Estaba segura de que te gustaría —contesta ella.
Adán se vuelve y la besa.
—Te quiero —dice.
—Yo también te quiero.
Se reúnen con los chinos la tarde siguiente.
Tal como habían acordado, una lancha motora recoge a Nora y Adán en el puerto de Kowloon y les conduce hacia el centro de la bahía, donde suben a un junco que está esperando, en el cual realizan el largo trayecto hasta Silver Mine Bay, en la costa este de Lantau Island. Aquí, el junco desaparece entre una flota de otros miles de juncos y sampanes, en los que vive la «gente de los barcos». Su junco se abre camino entre el laberinto de muelles, dársenas y barcos anclados, antes de detenerse junto a un sampán grande. El capitán dispone una tabla entre su barco y el sampán, y Nora y Adán cruzan.
Tres hombres están sentados a una pequeña mesa, bajo el dosel en forma de arco que cobija la parte media del barco. Se levantan cuando ven subir a bordo a Nora y a Adán. Dos de los hombres son mayores. Uno de ellos, repara enseguida Nora, tiene los hombros cuadrados y la postura rígida de un militar. El otro es más informal y algo encorvado: el hombre de negocios. El tercero es un joven, muy nervioso en presencia de sus superiores. Tiene que ser el traductor, piensa Nora.
El joven se presenta en inglés como señor Yu, y Nora traduce sus palabras al español, aunque Adán sabe suficiente inglés para seguir la conversación básica. Pero eso sirve de pretexto a Nora para estar presente, y se ha vestido para la ocasión con un traje gris corriente, blusa color marfil de cuello alto y unas joyas muy sencillas.
De todos modos, el oficial, el señor Li, no pasa por alto su belleza, y se inclina cuando le presentan, ni tampoco el hombre de negocios, el señor Chen, que sonríe y está a punto de besarle la mano. Una vez efectuadas las presentaciones, se sientan para tomar el té y hablar de negocios.
Resulta frustrante para Adán que la primera parte de la reunión se limite a una serie inacabable de trivialidades y cumplidos, todavía más tediosos debido a la doble capa de traducción del mandarín al inglés, después del inglés al español, y vuelta a empezar. Le gustaría ir directo al grano, pero Nora le ha advertido de que es una parte necesaria de la ceremonia de los negocios en China, y de que sería considerado un socio grosero, y por tanto de nula confianza, si interrumpiera el proceso. De modo que se queda sentado y sonríe durante toda la conversación sobre lo bonito que es Hong Kong, después sobre la belleza de México, de lo maravillosa que es su comida, de lo encantador e inteligente que es el pueblo mexicano. A continuación, Nora alaba la calidad del té, y el señor Li responde que es basura inmunda, y entonces Nora le dice que ya le gustaría tener «basura» como esa en Tijuana, y el señor Li se ofrece a enviarle un poco si insiste, pese al hecho de que es indigno de ella, y así sucesivamente, hasta que el señor Li (un general de alto rango del Ejército Popular de Liberación) hace una seña casi imperceptible en dirección al joven señor Yu, que empieza a hablar de negocios en serio.
Una compra de armas.
Lo cual requiere capas y capas de traducción, a pesar de que Li habla un más que aceptable inglés. Pero el proceso de traducción le concede tiempo para pensar y conferenciar con Chen, un ejecutivo de la Guangdong Overseas Shipping Company (GOSCO), y, además, mantiene viva la alegre ficción de que esta mujer extraordinaria es una traductora y no la amante de Barrera, como todo el mundo sabe en los círculos diplomáticos de Ciudad de México. Ha sido necesario tiempo para montar la reunión, tiempo y delicadas maniobras, y los chinos han hecho los deberes. Saben que el traficante de drogas mantiene relaciones con una famosa cortesana, que es, como mínimo, una mujer de negocios tan inteligente y agresiva como su amante. Así que Li escucha con paciencia, mientras Yu habla con la mujer y la mujer habla con Barrera, aunque todos saben ya que ha venido para comprar armas que ellos ansian vender, de lo contrario no estaría aquí.
«¿Qué clase de armamento?»
«Rifles. AK-47.»
«Ustedes los llaman "cuernos de chivo". Me parece muy adecuado. ¿Cuántos desea adquirir?»
«Al principio, un pedido pequeño. Tal vez un par de miles.»
El tamaño del pedido asombra a Li. Y le impresiona que Barrera (o quizá fue la mujer) se tomara la molestia de describirlo como un pedido «pequeño», lo cual les confiere mucha dignidad. La cual perderé si no consigo satisfacer un pedido tan «pequeño». También me ha gustado el hecho de que esgrimieran ese «al principio» a modo de cebo. Para informarme de que, si soy capaz de satisfacer su gigantesco pedido, vendrán más.
Li se vuelve hacia Adán.
«No solemos trabajar con cifras tan pequeñas.»
«Sabemos que nos están haciendo un favor. Tal vez podríamos conseguir que valiera la pena tomarse tantas molestias si adquiriéramos también armamento pesado. Digamos lanzacohetes KPG-2.»