Parada se arrodilla sobre los cadáveres.
Les da la extremaunción a título póstumo.
Una hilera de cadáveres llama su atención. Veinticinco cadáveres envueltos en sudarios improvisados, mantas, toallas, manteles, lo que pudieron encontrar. Alineados pulcramente sobre la tierra ante la iglesia derrumbada, mientras vecinos frenéticos peinan las ruinas en busca de más. Buscan a sus seres queridos, desaparecidos, atrapados bajo la piedra antigua. Desesperados, con la esperanza de oír algún indicio de vida.
Su boca murmura las palabras en latín, pero su corazón...
Algo se ha roto en su interior, se ha agrietado al igual que la tierra. Ahora se ha abierto una falla entre Dios y yo, piensa.
El Dios que existe, el Dios que no existe.
No se lo puede decir. Sería una crueldad. Le buscan para que envíe las almas de los fallecidos al cielo. No puede decepcionarles, en este momento no, tal vez nunca. La gente necesita esperanza y yo no se la puedo quitar. No soy tan cruel como Tú, piensa.
Así que pronuncia las oraciones. Les unge con aceite y prosigue el ritual.
Un cura se le acerca por detrás.
—¿Padre Juan?
—¿No ve que estoy ocupado?
—Quieren que vaya a Ciudad de México.
—Me necesitan aquí.
—Es una orden,
padre
Juan.
—¿De quién?
—Del nuncio papal —dice el cura—. Están llamando a todo el mundo para organizar la ayuda. Usted ya ha hecho ese trabajo antes, así que...
—Aquí hay docenas de muertos...
—Hay miles de muertos en Ciudad de México —dice el sacerdote.
—¿Miles?
—Nadie sabe cuántos. Y decenas de miles sin hogar.
Así que esto es lo que hay, piensa Parada: hay que ponerse al servicio de los vivos.
—En cuanto haya terminado aquí —contesta.
Vuelve a dar la extremaunción.
No pueden conseguir que se marche.
Mucha gente lo intenta (policías, socorristas, parámédicos), pero Nora no quiere recibir atención médica.
—Su brazo, señorita, su cara...
—Tonterías —replica ella—. Hay mucha gente con heridas mucho peores. Me encuentro bien.
Me duele todo, piensa, pero me encuentro bien. Es curioso, hace tan solo, un día habría pensado que ambas cosas eran incompatibles, pero ahora sé que no es cierto. Le duele el brazo, le duele la cabeza, la cara, chamuscada por el fuego como si hubiera tomado demasiado el sol, pero se encuentra bien.
De hecho, se siente fuerte.
¿Dolor?
A la mierda el dolor. Está muriendo gente.
Ahora no quiere que la ayuden; quiere ayudar.
Se sienta y se quita con cuidado los fragmentos de cristal del brazo, y después se lo lava en la cañería principal de agua rota. Desgarra una manga del pijama de algodón que todavía lleva puesto (es una suerte que siempre le haya gustado más el hilo que la seda) y la ata alrededor de la herida. Después arranca la otra manga y la utiliza como pañuelo para cubrirse la nariz y la boca, porque el polvo y el humo la están asfixiando, y el olor...
Es el olor de la muerte.
Inimaginable, si nunca lo has percibido; inolvidable, después de la primera vez.
Aprieta el pañuelo contra su cara y va a buscar algo para ponerse en los pies. No le cuesta mucho, porque es como si los grandes almacenes hubieran estallado, y todo su contenido está esparcido por las calles. Se apodera de un par de chancletas de goma, y no piensa en ello como si se tratara de un saqueo (no se producen saqueos. Pese a la extrema pobreza de gran parte de los habitantes de la ciudad, no se producen saqueos), y se une a una partida de voluntarios que están excavando las ruinas del hotel en busca de supervivientes. Hay centenares de partidas semejantes, miles de voluntarios que se dedican a excavar en los edificios caídos de la ciudad, trabajando con palas, picos, desmontadoras de neumáticos, barras de acero rotas y las manos desnudas para rescatar a la gente atrapada bajo los cascotes. Sacan a los muertos y heridos en mantas, sábanas, cortinas de ducha, cualquier cosa que sirva de ayuda al personal de urgencias desesperado y superado por las circunstancias. Otros grupos de voluntarios ayudan a sacar los cascotes de las calles para dejar paso a ambulancias y coches de bomberos. Helicópteros de los bomberos vuelan sobre los edificios en llamas, bajan a hombres con cabrestantes para rescatar a gente a la que no se puede acceder desde tierra.
Entretanto, miles de radios emiten una letanía, rota por los gritos de dolor o alegría de los oyentes cuando el locutor anuncia los nombres de los muertos y los nombres de los supervivientes.
Se producen otros sonidos, gemidos, sollozos, oraciones, chillidos, gritos de ayuda, todos apagados, todos procedentes de las profundidades de las ruinas. Voces de personas atrapadas bajo toneladas de cascotes.
De modo que los voluntarios siguen trabajando. En silencio con terquedad, voluntarios y profesionales buscan supervivientes. Al lado de Nora está trabajando un grupo de girl scouts. No tendrán más de nueve años, piensa Nora, mientras observa sus rostros serios y decididos, abrumados ya, literalmente, con el peso del mundo. Hay girl scouts y boy scouts, clubes de fútbol, clubes de bridge, e individuos como Nora, que forman equipos.
Médicos y enfermeras, los pocos que quedan después del derrumbamiento del hospital, peinan los escombros con estetoscopios, aplican los instrumentos a las piedras para captar cualquier señal de vida. Cuando lo consiguen, los trabajadores piden silencio a gritos, las sirenas paran, los vehículos apagan los motores y todo el mundo guarda silencio absoluto. Y después un médico sonríe o asiente, y los equipos entran en acción, mueven la piedra, el acero y el cemento con delicadeza y cuidado, pero con eficacia, y a veces se llega a un final feliz cuando rescatan a alguien de entre los cascotes. Otras veces es más triste, no pueden apartar los obstáculos con la velocidad necesaria. Llegan demasiado tarde y descubren un cuerpo sin vida.
En cualquier caso, siguen trabajando.
Todo el día y toda la noche.
Nora descansa un rato por la noche. Se toma una taza de té y un pedazo de pan en el centro improvisado de auxilio a los damnificados en el parque. El parque está atestado de gente que se ha quedado sin hogar, y de gente que tiene miedo de quedarse en sus casas y edificios de apartamentos. Ahora el parque parece un gigantesco centro de refugiados, y Nora supone que así es.
Lo que es diferente es el silencio. Las radios están sintonizadas a bajo volumen, la gente susurra oraciones, habla en voz baja con sus hijos. No hay discusiones, ni empujones o codazos para disputarse la pequeña provisión de comida y agua. La gente hace cola con paciencia, lleva las escasas raciones a los ancianos y a los niños, se ayudan a transportar agua, montan tiendas de campaña y refugios improvisados, cavan letrinas. Los que viven en casas que el terremoto ha respetado aportan mantas, ollas, sartenes, comida, ropa.
Una mujer entrega a Nora unos tejanos y una camisa de franela.
—Cógelos.
—No podría.
—Está refrescando.
Nora acepta la ropa.
—Gracias.
Nora va a cambiarse detrás de un árbol. La ropa nunca le había producido tal sensación de bienestar. El tacto de la franela sobre su piel se le antoja cálido y maravilloso. En casa tiene armarios llenos de ropa, piensa, que apenas ha utilizado una o dos veces. Daría cualquier cosa por unos calcetines. Sabe que la ciudad se encuentra a más de mil quinientos metros sobre el nivel del mar, pero lo nota ahora, cuando la noche empieza a refrescar. Se pregunta cómo estará la gente atrapada bajo los edificios, si habrán encontrado algo con que calentarse.
Termina el té y el pan, vuelve a ceñirse el pañuelo y regresa a las ruinas del hotel. Se arrodilla al lado de una mujer de edad madura y empieza a apartar más escombros.
Parada atraviesa el infierno.
Se elevan incendios de las tuberías de gas rotas. Brotan llamas del interior de los edificios en ruinas, iluminan la oscuridad estigia del exterior. El humo acre irrita sus ojos. El polvo invade su nariz y su boca, y le hace toser. El olor le da náuseas. El hedor repugnante de cuerpos en estado de descomposición, el olor de la carne quemada. Bajo aquellos olores penetrantes, el olor más apagado pero todavía acre de heces humanas, pues los sistemas de alcantarillado han fallado.
La situación empeora a medida que avanza, se topa con un niño tras otro, que vagan llamando entre sollozos a sus madres y sus padres. Algunos van en ropa interior o pijama, otros con uniforme escolar. Los va recogiendo. Lleva a un niño pequeño en brazos y sujeta la mano de una niña con la otra, que aferra la mano de otro niño, que aferra la mano de...
Cuando llega al parque de la Alameda, ya va acompañado de más de veinte niños. Va de un lado a otro hasta que encuentra la tienda del Socorro Católico.
Parada localiza a un monseñor.
—¿Ha visto a Antonucci?
Se refiere al cardenal Antonucci, el nuncio papal, el más alto representante del Vaticano en México.
—Está diciendo misa en la catedral.
—La ciudad no necesita una misa —dice Parada—. Necesita electricidad y agua. Comida, sangre y plasma.
—Las necesidades espirituales de la comunidad...
—
Sí, sí, sí, sí
—dice Parada, y se aleja.
Necesita pensar, ordenar sus ideas. Hay que organizar muchas cosas, la gente tiene muchas necesidades. Es abrumador. Saca un paquete de cigarrillos del bolsillo y se dispone a encender uno.
Una voz, una voz de mujer, surge de la oscuridad.
—Apague eso. ¿Está loco?
Sopla la cerilla. Enciende su linterna e ilumina la cara de la mujer. Un rostro de una belleza extraordinaria, incluso bajo la capa de polvo y mugre.
—Cañerías de gas reventadas —dice ella—. ¿Quiere que saltemos todos por los aires?
—Hay incendios por todas partes —contesta él.
—En ese caso, supongo que no nos hace falta uno más, ¿eh?
—No, supongo que no —dice Parada—. Usted es norteamericana.
—Sí.
—Ha llegado enseguida.
—Estaba aquí cuando ocurrió.
—Ah.
La examina de pies a cabeza. Siente el fantasma de una emoción largo tiempo olvidada. La mujer es menuda, pero tiene algo de guerrera. Una auténtica resentida. Quiere luchar, pero no sabe contra qué o cómo.
Como yo, piensa.
Extiende una mano.
—Juan Parada.
—Nora.
Solo Nora, observa Parada. Sin apellido.
—¿Vives en Ciudad de México, Nora?
—No, vine por negocios.
—¿A qué clase de negocios te dedicas?
Ella le mira a los ojos.
—Soy una
call girl
.
—Me temo que no...
—Una prostituta.
—Ah.
—¿A qué te dedicas tú?
Él sonríe.
—Soy cura.
—No vas vestido de cura.
—Tú no vas vestida de prostituta —replica él—. De hecho, soy algo peor que un cura, soy un obispo. Un arzobispo.
—¿Eso es mejor que obispo?
—Desde el punto de vista jerárquico, era más feliz de cura.
—¿Y por qué no vuelves a ser cura?
Él sonríe y asiente.
—Debo deducir que eres una
call girl
de mucho éxito. —Sí —admite Nora—. Apuesto a que es usted un arzobispo de mucho éxito.
—De hecho, estoy pensando en dejarlo.
—¿Por qué?
—No estoy seguro de seguir creyendo.
Nora se encoge de hombros.
—Finja.
—¿Fingir?
—Es fácil. Yo lo hago siempre.
—Ah. Aaah, ya entiendo. —Parada nota que se ruboriza—. Pero ¿por qué debería fingir?
—Por el poder —dice Nora. Al ver que Parada parece confuso, continúa—: Un arzobispo debe de ser muy poderoso, ¿verdad?
—En cierto sentido.
Nora asiente.
—Yo me acuesto con hombres poderosos. Sé que cuando quieren que se haga algo, se hace.
—¿Y?
—Pues que hay que hacer muchas cosas —dice Nora mientras señala el parque que les rodea.
—Ah.
Por la boca de los niños, piensa Parada. Ya no digamos de las prostitutas.
—Bien, ha sido agradable hablar contigo —dice—. Deberíamos mantenernos en contacto.
—¿Una puta y un obispo?
—Está claro que no has leído la Biblia —dice Parada—. ¿El Nuevo Testamento? ¿Te suena María Magdalena?
—No.
—En cualquier caso, sería estupendo que fuéramos amigos —dice, y añade enseguida—: No me refiero a ese tipo de amistad. Hice voto... Solo quiero decir... Me gustaría que fuéramos amigos.
—Creo que a mí también.
Parada saca una tarjeta del bolsillo.
—Cuando las cosas se tranquilicen, ¿querrías llamarme?
—Sí, lo haré.
—Estupendo. Bueno, será mejor que me vaya. Tengo cosas que hacer.
—Yo también.
Parada vuelve hacia la tienda del Socorro Católico.
—Empiece a averiguar el nombre de estos niños —ordena a un sacerdote—, y después cotéjelos con la lista de muertos, desaparecidos y supervivientes. Alguien tendrá una lista de padres que buscan a sus hijos. Compare ambas.
—¿Quién es usted? —pregunta el sacerdote.
—Soy el arzobispo de Guadalajara —contesta Parada—. Ponga manos a la obra. Y que otra persona se encargue de conseguir comida y mantas para esos niños.
—Sí, Ilustrísima.
—Y necesitaré un coche.
—¿Ilustrísima?
—Un coche —dice Parada—. Necesitaré un coche para ir a ver al nuncio.
La residencia de Antonucci se encuentra al sur de la ciudad, lejos de las zonas más afectadas. La electricidad funcionará, las luces estarán encendidas. Lo más importante, los teléfonos funcionarán.
—Muchas calles están cortadas, Ilustrísima.
—Y muchas no —replica Parada—. Ustedes siguen aquí parados. ¿Por qué?
Dos horas después, el nuncio papal, el cardenal Girolamo Antonucci, regresa a su residencia y se encuentra al personal inquieto y al arzobispo Parada en su despacho, con los pies apoyados sobre la mesa, fumando un cigarrillo y dando órdenes por teléfono.
Parada levanta la vista cuando Antonucci entra.
—¿Puede traernos un poco de café? —pregunta Parada—. La noche va a ser larga.
Y mañana, el día será más largo todavía.
Placeres culpables.
Café caliente y fuerte. Pan recién horneado.
Y gracias a Dios, Antonucci es italiano y fuma, piensa Parada mientras inhala en sus pulmones el más culpable de todos los placeres culpables, al menos entre los que están al alcance de un sacerdote.