Después vuelven a casa y preparan la comida (él toma pavo o bocadillo de jamón, ella algo de fruta que ha comprado en el mercado), tras la cual echan una larga siesta. Nora no se había dado cuenta hasta ahora de lo cansada que estaba, de su agotamiento extremo, y de que debía de necesitar mucho dormir, porque da la impresión de que su cuerpo lo anhela, y se queda dormida con facilidad nada más apoyar la cabeza sobre la almohada.
Después de la siesta pasan el tiempo en el salón o, si hace calor, en el pequeño porche. Ella lee libros, él escucha la radio y mira las revistas. Al atardecer van al mercado a comprar la cena. A ella le gusta comprar la comida a diario, porque eso le recuerda París, y siempre pregunta al tipo de la parada qué corte de carne le recomienda ese día.
—El noventa por ciento de la cocina consiste en una buena compra —dice a Callan.
—Vale.
Callan cree que a ella le gusta comprar y cocinar más que comer, porque dedica veinte minutos a elegir el mejor corte de filete, y luego apenas come un par de pedazos. O tres, si es pollo o pescado. Y es muy exigente con la verdura, que ingiere en cantidades masivas. Y aunque compra patatas para él («Sé que eres irlandés»), ella se prepara arroz integral.
Preparan la cena juntos. Se ha convertido en un ritual que Callan disfruta, los dos embutidos en la diminuta cocina, troceando verduras, pelando patatas, calentando aceite, salteando la carne o hirviendo la pasta y hablando. Hablan de chorradas, de películas, de Nueva York, de deportes. Ella le habla un poco de su niñez, él le cuenta algo de la suya, pero aparcan lo más desagradable. Nora le habla de París, de la comida, los mercados, los cafés, el río, la luz.
No hablan del futuro.
Ni siquiera hablan del presente. Qué coño están haciendo, quiénes son, qué significan el uno para el otro. No han hecho el amor, ni siquiera se han besado, y ninguno sabe si eso es un «todavía» o qué. Solo sabe que es el segundo hombre en toda su vida que no quiere tirársela únicamente, y tal vez el primer hombre que ella desea que lo haga. Callan solo sabe que están juntos, y eso es suficiente.
Suficiente para vivir.
Scachi está conduciendo por la Sunrise Highway cuando la divisa, una granja destartalada donde parece que se venden coches usados. Qué coño, piensa Scachi, y para.
El típico patán con gorra de béisbol se acerca renqueando.
—¿Necesita ayuda?
—Tal vez —dice Scachi—. ¿Vende esa chatarra?
—Solo trabajo con ella —dice Bud.
Pero Scachi percibe el destello de alarma en los ojos del tipo y sigue su instinto.
—¿Ha vendido uno hace poco, con la puerta del pasajero inutilizada?
Los ojos de Bud se abren de par en par, como esos mamones de los anuncios de la tele de Psychic Friends Network, como diciendo: «¿Cómo lo sabes?».
—¿Quién es usted? —pregunta Bud.
—Soy el que le va a pagar más por abrir la boca de lo que el otro le pagó por mantenerla cerrada —contesta Scachi—. Si no, me incautaré de su casa, de su tierra, de todos sus coches y de la foto autografiada de Richard Petty, y después le meteré en la cárcel hasta que los Chargers ganen la Super Bowl, o sea, por toda la eternidad.
Saca el fajo de dinero y empieza a soltar billetes.
—Avíseme.
—¿Es usted poli?
—Y un poco más —dice Scachi sin dejar de billetes—. ¿Ya?
Mil quinientos pavos.
—Basta.
—Es usted uno de esos patanes astutos, ¿eh? —dice Scachi—. Se aprovechan de los pobres urbanitas. Mil seiscientos y hasta ahí hemos llegado, amigo mío, y no se pase.
—Un Grand Am del ochenta y cinco —dice Bud al tiempo que se guarda el dinero en el bolsillo—. Verde lima.
—¿Matrícula?
–4ADM045.
Scachi asiente.
—Voy a decirle lo mismo que le dijo el otro tipo. Si alguien pregunta, yo no he estado aquí, no me ha visto. Esta es la diferencia: si me vende al mejor postor... —saca un revólver del 38—, volveré, le meteré esto por el culo y apretaré el gatillo hasta vaciarlo. ¿Entendido?
—Sí.
—Bien —dice Scachi, y guarda el revólver.
Vuelve al coche y se marcha.
Callan y Nora van a la iglesia.
Están dando uno de sus paseos de la tarde y salen de la autopista 79 en la reserva de Kumeyaay, y van a la antigua misión de Santa Isabel. Es una iglesia pequeña, poco más que una capilla, construida al estilo clásico de las misiones californianas.
—¿Quieres entrar? —pregunta Callan.
—Me gustaría.
Se acercan a una pequeña estatua abstracta que hay al lado de la iglesia. La placa anuncia EL ÁNGEL DE LAS CAMPANAS PERDIDAS, y cuenta la historia de que las campanas de la misión fueron robadas en los años veinte, y que los feligreses todavía rezan por su recuperación, para que la iglesia recobre la voz.
¿Alguien robó las campanas de la iglesia?, se pregunta Callan. Típico. La gente no puede dejar nada en paz.
Entran en la iglesia.
Las paredes de adobe encaladas contrastan con las vigas de madera oscura cortadas a mano que sostienen el techo picudo. Paneles de pino incongruentes pero baratos forran la mitad inferior de las paredes, bajo vidrieras que plasman santos y las estaciones de la cruz. Los bancos de roble parecen nuevos. El altar está adornado al estilo abigarrado mexicano, con estatuas de colores vivos de la Virgen María y los santos. Para Nora es un momento agridulce: no ha entrado en una iglesia desde el funeral de Juan, y esto se lo recuerda.
Se paran delante del altar juntos.
—Quiero encender una vela —dice ella.
Callan la acompaña, y se arrodillan juntos delante de las velas votivas. Una estatua del Niño Jesús se alza detrás de la vela, y detrás hay un cuadro de una hermosa joven kümeyaay que mira con reverencia al cielo.
Nora enciende una vela, agacha la cabeza y reza en silencio.
Callan se arrodilla, mientras espera a que Nora termine, y mira el mural que ocupa toda la pared derecha, detrás del altar. Es una expresiva plasmación de Cristo en la cruz, con los dos ladrones crucificados a cada lado.
Nora tarda un rato.
—Me siento mejor —dice cuando salen.
—Has rezado mucho rato.
Ella le habla de Juan Parada. De su amistad y del amor que sentía por él. De que el asesinato de Parada la condujo a traicionar a Adán.
—Odio a Adán —dice—. Quiero que se pudra en el infierno.
Callan no dice nada.
Vuelven al coche, y al cabo de diez minutos Nora habla de nuevo.
—Tengo que volver, Sean.
—¿Por qué?
—Para testificar contra Adán —dice ella—. Mató a Juan.
Callan lo entiende. Odia oír eso, pero lo entiende. De todos modos, intenta disuadirla.
—No creo que Scachi y los demás te dejen testificar. Creo que quieren matarte.
—Tengo que volver, Sean.
Él asiente.
—Te llevaré con Keller.
—Mañana.
—Mañana.
Aquella noche están acostados en la oscuridad, escuchando el sonido de los grillos y la respiración de cada uno. A lo lejos, una manada de coyotes se lanza a una algarabía de chillidos y aullidos, tras la cual vuelve a reinar el silencio.
—Yo estaba allí —dice Callan.
—¿Dónde?
—Cuando mataron a Parada —dice—. Yo colaboré.
Siente que el cuerpo de Nora se pone tenso a su lado. Deja de respirar.
—Por el amor de Dios, ¿por qué? —pregunta después.
Transcurren diez, quince minutos, antes de que él vuelva a reanudar su relato. Después le habla de cuando tenía diecisiete años, estaba en el pub Liffey y disparó contra Eddie Friel. Habla durante horas, murmura en voz baja contra el calor de su cuello, y le habla de los hombres que ha matado. Le habla de los asesinatos que cometió en Nueva York, Colombia, Perú, Honduras, El Salvador,
México. Hasta que llega a aquel día en el aeropuerto de Guadalajara.
—No sabía que él era el objetivo. Intenté impedirlo, pero era demasiado tarde. Murió en mis brazos, Nora. Dijo que me perdonaba.
—Pero tú no lo has hecho.
Callan sacude la cabeza.
—Soy culpable. Por él. Por todos los demás.
Se sorprende cuando ella le abraza con fuerza. Sus lágrimas le caen en el cuello.
—Cuando tenía catorce años... —empieza Nora cuando para de llorar.
Le habla de los hombres. Los clientes, las fiestas, los trabajos. Todos los hombres que se corrieron en su boca, en su culo, donde fuera. Le mira a los ojos esperando ver asco, pero no lo descubre. Entonces le confiesa que amaba a Parada, y que deseaba vengarse, y que se fue con Adán, y que eso provocó más muertes, y que duele.
Sus caras están cerca, sus labios casi se tocan.
Coge su mano, la pasa por debajo de la camisa vaquera y la apoya sobre el pecho. Parece sorprendido, pero ella asiente y Callan roza el pezón con la palma, y ella siente que se pone duro y le gusta, y cuando él baja la boca para lamerlo y chuparlo es como si ella floreciera en su boca, y nota que se humedece.
La tiene dura. Le abre los tejanos, la palpa y el gemido de Callan vibra sobre su pecho. Libera su polla de los pantalones y la acaricia, mientras él le baja vacilante la cremallera de los pantalones, introduce la mano, le toca el coño con un dedo, y ella dice «Es estupendo», así que hunde el dedo en su humedad, frota con dulzura su flor, nota que se endurece, Nora arquea la espalda y gime y grita, y él baja la boca y la chupa y la lame como si estuviera curando una herida, y el cuerpo de ella se tensa y arquea, le agarra la mano cuando se corre, él le acaricia el cuello y el pelo y dice «Está bien, está bien», y cuando ella deja de llorar se inclina para chuparle la polla, pero él dice «Quiero estar dentro de ti», y ella dice «Te quiero dentro de mí».
Nora se tumba, coge su polla y la guía hacia su interior, él empuja con delicadeza, ella le rodea con sus piernas para introducirle por completo, y él mira sus hermosos ojos y su hermosa cara y ella sonríe y él dice «Dios, es tan hermoso», ella asiente y levanta las caderas para que se zambulla todavía más, y él toca ese dulce lugar en su interior, y entra y sale, y ella es como calor dulce y resbaladizo, brilla en la oscuridad, le acaricia la espalda, el culo, las piernas, y gime «Fantástico, fantástico», y él busca aquel punto con la polla y lo toca, lame el sudor que cubre los labios de ella, lame el sudor de su cuello, nota el sudor que resbala entre sus pechos y cae sobre su torso, que cae desde sus muslos sobre los de él, porque le tiene sujeto con mucha fuerza, y él dice «Voy a correrme», y ella dice «Sí, cariño, córrete dentro de mí, córrete dentro de mí, córrete dentro de mí», y él sigue empalándola sin cesar, y entonces nota que su coño le estruja y le aferra, grita, y vuelve a gritar, y después se derrumba sobre el calor de su hombro y ella dice «Me encanta sentirte dentro de mí».
Se quedan dormidos así, él encima de ella.
Callan se levanta temprano, mientras ella todavía sigue dormida, y va a la ciudad a comprar comestibles para poder despertarla con el aroma de tortitas de arándanos, café y beicon.
Cuando vuelve, ella ya se ha marchado.
This train carries saints and sinners.
This train carries losers and winners.
This train carries whores and gamblers.
This train carries lost souls...
Canción popular
San Diego
1999
Art se reúne con Hobbs en el Organ Pavilion de Balboa Park. Filas y filas de sillas metálicas blancas en el amplio semicírculo del anfiteatro descienden hacia el escenario. Hobbs está sentado leyendo un libro en la penúltima fila. Sal Scachi está sentado en la fila anterior, dos asientos a la izquierda.
Hace calor. El inicio de la primavera.
Art se sienta al lado de Hobbs.
—¿Alguna noticia de Nora Hayden? —pregunta Art.
—Hace mucho tiempo que nos conocemos, Arthur —responde Hobbs—. Ha llovido mucho desde entonces.
—¿Qué me estás diciendo, John?
Joder, ¿estará muerta?
—Lo siento, Arthur —dice Hobbs—. No puedo permitir que lleves a juicio a Adán Barrera. Nos lo vas a entregar de inmediato.
La misma vieja historia de siempre, piensa Art. Primero Tío, y ahora Adán.
—¡Es un terrorista, John! ¡Tú mismo lo dijiste! Se acuesta con las FARC y...
—He recibido garantías de que el
pasador
de los Barrera no hará más negocios con las FARC —dice Hobbs.
—¿Garantías? —pregunta Art—. ¿De Adán Barrera?
—No —contesta Hobbs con calma—. De Miguel Ángel Barrera.
Art se queda sin habla.
Hobbs no.
—Esto se nos está escapando de las manos, Arthur. Hombres serios han de intervenir antes de que la cosa empeore.
—¿Hombres serios? Tú y Tío.
—Se quedó consternado al saber que su sobrino se había conchabado con los terroristas —dice Hobbs—. De haberlo sabido, lo habría impedido enseguida. Ahora está enterado. La solución es buena, Arthur. Adán Barrera podría ser una fuente de información de incalculable valor, si tuviera motivos para colaborar.
Eso es una chorrada, piensa Art. Están aterrorizados de lo que Adán pueda decir en el banquillo de los acusados. Y con motivo. Yo no quiero aceptar este trato, pero ellos sí. Ya lo han planeado todo. Le darán una nueva cara, una nueva identidad, una nueva vida.
Y una mierda.
—No os lo entregaré.
—¿Puedo recordarte que estamos librando una guerra contra el terrorismo? —dice Hobbs con voz temblorosa de ira.
Art inclina la cara hacia el sol para sentir el calor sobre la piel.
—Una guerra contra el terrorismo, una guerra contra el comunismo, una guerra contra las drogas. Siempre hay una guerra contra algo.
—Me temo que esa es la condición humana.
—Para mí no, ya no —dice Art—. Me abro.
Se levanta.
—Tiene que terminar —dice Art—. Tiene que terminar en algún momento.
—Te recuerdo que nosotros también te hemos sacado las castañas del fuego —dice Hobbs—. Tu santurrón aire de superioridad moral es francamente insoportable. Intolerable, debería añadir. Has sido cómplice de...
Art levanta las manos.
—Él ya me ofreció un trato. Lo rechacé. Voy a llevar a Adán Barrera al fiscal del distrito y dejaré que la justicia siga su curso. Después lo contaré todo. Lo que sucedió en Cóndor, lo de Cerbero, lo de Niebla Roja.