El poder del perro (75 page)

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Authors: Don Winslow

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: El poder del perro
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Se dirige hacia ellos.

Una lluvia de balas cae alrededor de sus pies.

Un hombre delgado con gafas sin montura sale de la casa y empieza a correr hacia lo alto de la colina, pero una ráfaga de balas le alcanza mientras corre y cae hacia atrás, como un dibujo animado de una película muda que ha resbalado en una piel de plátano.

La puerta se cierra a su espalda y empiezan a disparar desde las ventanas. Art se tira al suelo y gatea hacia Nora. Callan avanza a su lado, rueda, lanza ráfagas de dos disparos y vuelve a rodar.

—¡Al suelo! —grita Callan detrás de él.

Un segundo después, una granada atraviesa una ventana de la casa y estalla.

Dejan de disparar desde la casa.

Raúl se encoge de dolor cuando sus hombres le depositan en el asiento trasero. Adán sube por el otro lado y acuna la cabeza de su hermano sobre el regazo.

Raúl toma su mano y llora.

Manuel salta detrás del volante. Los hombres de Raúl intentan detenerle, pero Adán grita:

—¡Quiero a Manuel!

Obedecen. El coche se pone en marcha, y cada traqueteo supone una tortura para Raúl.

Adán experimenta la sensación de que su hermano, al agarrarle, va a destrozarle los huesos de la mano, pero le da igual. Acaricia el pelo de Raúl y le dice que aguante, que todo saldrá bien.


Agua
—musita Raúl.

Adán encuentra una botella de agua en el bolsillo del asiento, desenrosca el tapón y acerca la botella a la boca de Raúl. Éste bebe y Adán nota que el agua cae sobre sus zapatos.

Adán se vuelve y mira hacia el pie de la pendiente.

Ve el cuerpo inmóvil de Nora.

—¡Nora! —grita—. ¡Tenemos que volver! —dice a Manuel.

Manuel no quiere ni oír hablar de ello. El coche va en primera, con tracción en las cuatro ruedas, y asciende poco a poco la colina, seguido de otro Rover, cuyos
sicarios
disparan desde atrás para cubrirles.

Balas trazadoras describen arcos en la noche, como polillas mortíferas.

Una granada disparada desde un cohete alcanza el coche de detrás y estalla, enviando por los aires fragmentos de metal recalentado. El conductor salta en llamas del coche y se retuerce como fuegos artificiales en la noche. Otro cuerpo se desploma desde el lado abierto del coche y chisporrotea sobre las rocas.

Manuel pisa el acelerador y Raúl chilla.

Art ve estallar uno de los Rovers, intenta distinguir algo a través de las llamas y ve que el primero prosigue su camino.

—¡Maldita sea! —brama. Se vuelve hacia Callan—. ¡Quédate con ella! —ordena.

Entrega el peso muerto de Nora a Callan y corre hacia el Land Rover, que escapa. Disparos lanzados desde la casa principal zumban alrededor de su cabeza como mosquitos. Agacha la cabeza y sigue corriendo, deja atrás el Rover en llamas y los cuerpos carbonizados, y persigue al vehículo que avanza penosamente colina arriba.

Adán le ve, gira en redondo y trata de sujetar con fuerza la pistola para disparar, pero cada músculo que mueve envía oleadas de dolor al cuerpo de Raúl. Ve que Keller, sin dejar de correr, apoya el rifle contra el hombro.

Adán dispara.

Los dos hombres fallan.

Entonces el Rover corona la colina. Baja la pendiente contraria y Raúl grita. Adán le sujeta cuando el vehículo acelera.

Art se para al borde del risco. Está encorvado, intentando recuperar el aliento, mientras ve alejarse el Rover.

Respira hondo tres veces, se lleva el rifle al hombro y apunta hacia la parte izquierda del parabrisas posterior, donde ha visto por última vez a Adán. Aspira una larga bocanada de aire, aprieta el gatillo y exhala.

El coche sigue alejándose.

Art vuelve corriendo a la casa principal.

Los hombres de Scachi se dedican a su trabajo como una cuadrilla de obreros, sin prisas. Un escuadrón dispara para cubrir al segundo con ráfagas breves y disciplinadas, mientras el otro avanza. Después se intercambian. Tres rotaciones siguiendo esta táctica consiguen que uno de los hombres llegue junto a la casa. Se aplasta contra las paredes de piedra, mientras los otros disparan a través de las ventanas. Después, a una señal, dejan de disparar y el hombre de Scachi sujeta una carga a la puerta y se arroja al suelo, al tiempo que la puerta salta en pedazos.

Los demás mercenarios se precipitan hacia ella.

Tres veloces ráfagas, y después silencio.

Art entra.

Es una carnicería, es de locos.

Sangre por todas partes, muertos y heridos, los mercenarios de Scachi trabajan con diligencia para acabar con los
sicarios
que basculan entre ambos mundos.

Tres
sicarios
muertos están espatarrados en el suelo del salón. Uno de ellos yace cabeza abajo con dos heridas de bala en la nuca. Art pasa por encima de él y entra en el dormitorio.

Hay once cadáveres más.

Un hombre herido, con una mancha roja en el hombro, está sentado con la espalda apoyada contra la pared, las piernas abiertas ante él. Scachi se acerca al hombre y echa el pie hacia atrás como si se dispusiera a marcar un gol desde cincuenta metros de distancia.

Su bota golpea al hombre en las pelotas con un ruido sordo.

—Empieza a hablar —dice Art.

El
sicario
obedece. Adán y Raúl estaban aquí, y también la Güera, y Raúl resultó herido de un disparo.

—Bien, una buena noticia —dice Scachi. Hace los mismos cálculos que Art. Si Raúl Barrera ha recibido un balazo en el vientre, no sobrevivirá. Es como si estuviera muerto. Mejor, de hecho.

—Podemos alcanzarles —dice Art a Scachi—. Van por la carretera. No están muy lejos.

—¿Alcanzarles con qué? —pregunta Scachi—. ¿Has traído un jeep? —Consulta su reloj—. ¡Diez minutos!

—¡Tenemos que seguirles! —brama Art.

—No hay tiempo.

El hombre sigue vomitando información. Los hermanos Barrera se fueron en el jeep, en dirección a San Felipe para auxiliar a Raúl.

Scachi le cree.

—Sacadle fuera y pegadle un tiro —ordena.

Art ni se inmuta.

Todo el mundo conoce las reglas.

El Land Rover traquetea sobre la carretera llena de baches.

Raúl chilla.

Adán no sabe qué hacer. Si dice a Manuel que vaya más despacio, Raúl se desangrará antes de que pueda recibir ayuda. Si le dice que acelere, los sufrimientos de Raúl aún serán peores.

El neumático delantero izquierdo se hunde en un charco y Raúl grita.


Por favor, hermano
—murmura cuando recupera el aliento.

—¿Qué pasa, hermano?

Raúl le mira.

—Ya lo sabes.

Desvía los ojos hacia la pistola que lleva al cinto.

—No, Raúl. Te salvarás.

—No... puedo... aguantarlo... más —jadea Raúl—. Por favor, Adán.

—No puedo.

—Te lo suplico.

Adán mira a Manuel.

El viejo guardaespaldas sacude la cabeza. No va a hacerlo.

—Para el coche —ordena Adán.

Saca la pistola del cinto de Raúl, abre la puerta del coche, deja caer con suavidad la cabeza de su hermano sobre el asiento. El aire del desierto transporta los aromas de la savia y el
hermosillo
. Adán levanta la pistola y apunta a la cabeza de Raúl.

—Gracias, hermano —susurra Raúl.

Adán aprieta el gatillo dos veces.

Art sigue a Scachi hasta la playa, donde Sal se persigna ante los cadáveres de dos mercenarios.

—Buenos hombres —dice a Art.

Dos mercenarios depositan los cuerpos en las Zodiacs. Art corre hacia el lugar donde dejó a Nora.

Se detiene cuando ve a Callan acercarse, cargado con Nora sobre el hombro, el pelo rubio colgando alrededor de sus brazos.

Art le ayuda a cargar el peso muerto hasta una barca.

Adán no va a San Felipe, sino que se dirige a un pequeño campamento pesquero.

El propietario sabe quién es, pero finge no saberlo, que es la decisión más sabia. Les alquila dos cabañas en la parte de atrás, una para Adán y la otra para el conductor.

Manuel sabe lo que hay que hacer aunque no se lo hayan dicho.

Aparca el Land Rover al lado de su cabaña y transporta el cadáver de Raúl hasta el cuarto de baño. Deja el cuerpo en la bañera y sale a comprar un cuchillo de los utilizados por los pescadores. Vuelve y despedaza el cadáver de Raúl. Corta las manos, los pies, los brazos, las piernas y, por fin, la cabeza.

Es una pena que no puedan dispensarle el funeral que merece, pero nadie debe saber que Raúl Barrera ha muerto.

Los rumores correrán, por supuesto, pero mientras exista la posibilidad de que el
pasador
de los Barrera continúe con vida, nadie se atreverá a atacarles. En cuanto sepan que ha muerto, se abrirán las puertas y los enemigos entrarán en tromba para vengarse en la persona de Adán.

Manuel coge un cuchillo de desescamar y despelleja con sumo cuidado la piel de los dedos cortados de Raúl, y después tira la piel por el desagüe de la bañera. Luego, guarda las partes cercenadas en bolsas de la compra de plástico y enjuaga la bañera. Carga las bolsas hasta una pequeña barca motora, las llena con las bolas de plomo que utilizan los pescadores para hundir las redes y se adentra con la barca en el golfo. Después, cada doscientos o trescientos metros, tira una de las bolsas al agua.

Cada vez que lo hace recita una rápida oración, dirigida tanto a la Virgen María como a san Jesús Malverde.

Adán llora bajo la ducha.

Sus lágrimas se cuelan por el desagüe junto con el agua sucia.

Art y Shag van al cementerio y dejan flores en la tumba de Ernie. —Solo queda uno —dice Art a la lápida—. Solo queda uno.

Después van a La Jolla Shores y contemplan la puesta de sol desde el bar del Sea Lodge.

Art levanta su cerveza.

—Por Nora Hayden.

—Por Nora Hayden.

Entrechocan los vasos y miran en silencio el espectáculo del sol cuando desciende sobre el mar, como una bola en llamas que tiñe las aguas de un dorado resplandeciente.

Fabián sale contoneándose del edificio del Tribunal Federal de San Diego. El juez federal ha aceptado extraditarle a México.

Aún va con el chándal naranja, las muñecas esposadas a la cintura, los tobillos sujetos con grilletes, pero aun así logra contonearse y dedicar su mejor sonrisa de estrella de cine a Art Keller.

—Saldré antes de un mes, perdedor —dice cuando pasa al lado de Art y entra en la furgoneta que le está esperando.

Ya lo sé, piensa Art. Por un segundo, se le ocurre detenerle, pero acto seguido piensa: Que se joda.

El general Rebollo se encarga en persona de detener a Fabián Martínez.

—No te preocupes por nada —dice a Fabián en el coche, camino de la comparecencia ante el magistrado—, pero procura no ser arrogante. Declárate no culpable y mantén la boca cerrada.

—¿Se encargaron de la Güera?

—Está muerta.

Sus padres aguardan en la sala del tribunal. Su madre llora y le ¡abraza. Su padre le estrecha la mano. Una hora más tarde, después de pagar medio millón de dólares de fianza, y una cifra similar a modo de soborno bajo mano, el juez entrega a Junior Número Uno a la custodia de sus padres.

Quieren que se pierda de vista y salga de Tijuana, así que le llevan a la finca de su tío en las afueras de Ensenada, cerca de la aldea de El Sauzal.

A la mañana siguiente se levanta temprano para ir a mear.

Se levanta de la cama, en realidad un colchón preparado en la terraza, y baja al cuarto de baño. Está durmiendo fuera porque todos los dormitorios de la
estancia
de su tío están llenos de parientes, y porque de noche hace más fresco gracias a la brisa que llega del Pacífico. Y es más silencioso. No puede soportar los aullidos de los bebés, las discusiones, el ajetreo de las relaciones sexuales, los ronquidos ni ningún otro sonido procedente de una reunión de familia numerosa.

El sol acaba de salir y ya hace calor fuera. Será otro día largo y cálido en El Sauzal, otro día aburrido y abrasador de Ensenada, plagado de hermanos ruidosos, sus mandonas esposas, sus irritantes retoños y su tío, que piensa que es un vaquero y se empeña en que monte a caballo.

Baja y nota que algo va mal.

Al principio, no sabe definirlo, pero luego sí. Algo que debería haber, pero que no ve.

Humo.

Tendría que salir humo de los alojamientos de los criados, al otro lado de las puertas de la casa principal. Ha salido el sol, y las mujeres ya deberían estar preparando
tortillas
, y el humo tendría que elevarse por encima de los muros del complejo residencial.

Pero no es así.

Lo cual es raro.

¿Será fiesta hoy?, se pregunta. No puede ser, porque su tío habría preparado algo, sus cuñadas habrían estado discutiendo como posesas por algún detalle del menú o la disposición de la mesa, y a él ya le habrían asignado su aburrido papel en la celebración.

¿Por qué no se han levantado los criados?

Entonces ve por qué.

Los
federales
entran en tromba por la puerta.

Habrá una docena o así, con sus características chaquetas negras y gorras de plato, y Fabián piensa: Joder, ya estamos otra vez, y recuerda lo que Adán siempre le ha dicho, así que levanta las manos, a sabiendas de que va a ser un rollo patatero, aunque seguro que puede solucionarse, pero entonces se fija en que el jefe de los
federales
arrastra la pierna detrás de él.

Es Manuel Sánchez.

—No —musita Fabián—. No, no, no, no...

Tendría que haberse pegado un tiro.

Pero le prenden antes de que pueda encontrar una pistola, y le obligan a presenciar lo que hacen a su familia.

Después le atan a una silla, y uno de los hombres más grandes se coloca detrás de él y le agarra por su espeso pelo negro, para que no pueda mover la cabeza, incluso cuando Manuel le enseña el cuchillo.

—Esto es por Raúl —dice Manuel.

Hace cortes breves y profundos siguiendo el contorno de la frente de Fabián, después coge cada ristra de piel y la desprende. Los pies de Fabián patean el suelo de piedra mientras Manuel despelleja su cara, y deja las ristras colgando sobre su pecho como pieles de plátano.

Manuel espera a que los pies dejen de patalear y le dispara en la boca.

El bebé está muerto en brazos de su madre.

A juzgar por la forma en que yacen los cuerpos (ella encima, el bebé debajo), Art deduce que la mujer intentó proteger al niño.

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