Read El policía que ríe Online
Authors: Maj Sjöwall,Per Wahlöö
Ella se dio la vuelta y echó un vistazo al interior de la vivienda. Al tiempo, volvió a cerrar la puerta casi por completo. Probablemente, le preocupaban sus galletas de jengibre en el horno.
— … Estamos encantados —continuó Nordin para sí—. Enormemente encantados. No hay quien lo resista…
La mujer volvió a entreabrir la puerta y dijo:
— ¿Cómo…?
— Sí, ese garaje…
— Está allí…
Él siguió su mirada y dijo:
— No veo nada.
— Se ve desde el piso de arriba —dijo ella.
— ¿Y ese hombre?
— Sí, resultaba raro. Y ahora llevo ya dos semanas sin verlo. Un tipo pequeño, moreno.
— ¿Vigila usted continuamente el garaje?
— Bueno, es que se ve desde la ventana del dormitorio. —La mujer se puso colorada. «¿Qué habré hecho mal ahora?», se preguntó Nordin—. El que lo lleva es un extranjero. Siempre hay por allí un montón de gente rara. Y la verdad, una quiere controlar un poco lo que…
Resultaba imposible determinar si se había interrumpido o si, por el contrario, había continuado en voz tan baja que le impedía entender sus palabras.
— ¿Y qué es lo que tenía de extraño ese individuo moreno y de baja estatura?
— Pues… se reía.
— ¿Se reía?
— Sí, de forma escandalosa.
— ¿Sabe si hay alguien ahora en el garaje?
— Hace un rato había luz, cuando estuve arriba y miré.
Nordin suspiró y se puso el sombrero.
— Bueno, me acercaré a ver. Muchas gracias, señora.
— ¿No quiere usted… pasar?
— No, gracias.
Abrió la puerta otros diez centímetros, se le quedó mirando y preguntó codiciosa:
— ¿Hay recompensa?
— ¿De qué?
— Ah, no sé…
— Adiós.
Se puso en camino en la dirección que había indicado la mujer. Se sentía como si alguien hubiera puesto paños húmedos sobre su cabeza. La mujer había cerrado la puerta a escape y, posiblemente, ocupaba ya su posición junto a la ventana del dormitorio, en el piso de arriba.
El garaje era un edificio independiente con paredes de fibrocemento y tejado de chapa corrugada. Era muy pequeño y, como mucho, tendría sitio para dos coches. Delante de las puertas había una lámpara eléctrica. Abrió una de las puertas y entró.
Dentro había un Skoda Octavia verde modelo 1959. De no hallarse en muy mal estado, podría valer unas cuatrocientas coronas, pensó Nordin, que a lo largo de su carrera policial había dedicado bastante tiempo a vehículos de motor y a oscuros negocios de venta de automóviles. El coche estaba levantado sobre soportes bajos y tenía abierto el capó. Bajo el chasis había un hombre tumbado boca arriba, completamente inmóvil. Sólo se veían sus piernas, enfundadas en un mono azul.
Muerto, pensó Nordin. Con un picahielo clavado en el corazón. Se olvidó de Sundsvall y de Hjoggböle, el lugar donde había nacido y crecido, se acercó al coche y golpeó ligeramente al hombre con el pie derecho.
El hombre colocado debajo del coche se sobresaltó como si hubiera recibido una descarga eléctrica, salió arrastrándose y se puso en pie. Se quedó mirando atónito al visitante, con la linterna en su mano derecha.
— Policía —dijo Nordin.
— Mis papeles están en regla —se apresuró a decir el hombre.
— No lo pongo en duda —dijo Nordin.
El dueño del garaje era un hombre en la treintena, alto y delgado, de ojos marrones, pelo ondulado y patillas repeinadas.
— ¿Italiano? —preguntó Nordin, que no era precisamente experto en acentos extranjeros, aparte del finés.
— Suizo. De la parte alemana, cantón de Graubünden.
— Hablas bien el sueco.
— Llevo seis años viviendo aquí. ¿Qué pasa?
— Estamos intentando ponernos en contacto con un compañero tuyo.
— ¿Con quién?
— No sabemos su nombre.
Nordin examinó al hombre del mono azul. Luego siguió.
— No es tan alto como tú, pero un poco más gordo. Cabello oscuro y ojos castaños. Pelo bastante largo. Aproximadamente unos treinta y cinco años.
El otro negó con la cabeza.
— No tengo ningún compañero con esa apariencia. La verdad es que no me relaciono con muchas gentes.
— Se dice mucha gente —dijo Nordin en tono cordial.
— Claro. Mucha gente.
— Pero por aquí suele pasarse bastante gente, según he oído decir.
— Vienen con sus coches, a que se los repare cuando tienen algún problema.
Se paró un momento a pensar y luego añadió a modo de explicación:
— Arreglo coches. Trabajo en un taller en Ringweg… quiero decir Ringvägen. Sólo por las mañanas. Todos esos alemanes y austríacos saben que tengo este garaje. Así que vienen aquí para que les repare el coche gratis. A muchos ni siquiera los conozco. En Estocolmo viven muchos.
— Bueno —dijo Nordin—. El individuo con el que nos gustaría contactar vestía una chaqueta negra de nylon y un traje de color beige claro.
— No me dice nada. No recuerdo a nadie así, se lo aseguro.
— ¿Qué clase de compañeros tienes?
— ¿Mis amigos? Alemanes y austríacos…
— ¿Alguno de ellos ha pasado por aquí hoy?
— No, todos saben que estoy ocupado. Trabajo noche y día con este.
Señaló el coche con un dedo grasiento y dijo:
— Tengo que ponerlo a punto antes de Navidad. Quiero ir a ver a mis padres.
— ¿A Suiza?
— Sí.
— No va a ser fácil.
— No. Pago sólo cien coronas por el coche. Pero lo pongo a punto. Yo soy mecánico bueno.
— ¿Cómo te llamas?
— Horst. Horst Dieke.
— Yo me llamo Ulf. Ulf Nordin.
El suizo sonrió, mostrando unos dientes blancos impecables. Parecía un joven simpático y responsable.
— Entonces, Horst, ¿no sabes a quién estoy buscando? Dieke negó con la cabeza. —No, lo siento.
Nordin no se sentía en modo alguno decepcionado. En realidad, había llegado al resultado nulo que ya todos se esperaban. De no haber andado tan escasos de pistas, esta información ni siquiera hubiera sido investigada. Pero no estaba dispuesto a tirar la toalla tan pronto y, por lo demás, no sentía tampoco un especial deseo de volver a meterse en el metro, con su hormigueo de personas antipáticas, vestidas con ropa mojada. Finalmente, el suizo intentaba ayudar. Dijo:
— ¿Y no hay nada más? Sobre ese individuo, quiero decir…
Nordin reflexionó. Finalmente dijo:
— Reía. A voces.
El rostro del hombre se iluminó al instante.
— Ah, creo que sé quién es. Hay uno que ríe así.
Dieke abrió la boca y produjo una especie de berrido, agudo y cortante como el grito de una becada.
Nordin, a quien el sonido pilló completamente desprevenido, necesitó varios segundos para reponerse. Finalmente dijo:
— Sí, quizá sea él.
— Sí, claro que sí —dijo Dieke—. Ya sé a quién refieres. Un chico pequeño, moreno.
Nordin siguió expectante.
— Ha estado aquí unas cuatro o cinco veces. Quizá más. Pero no sé su nombre. Vino aquí con un español que quería venderme piezas de repuesto. Vino varias veces, pero yo no compré.
— ¿Por qué no?
— Baratas. Probablemente robadas.
— ¿Y cómo se llamaba ese español?
Dieke se encogió de hombros.
— No sé. Paco. Pablo. Paquito. Algo así.
— ¿Qué clase de coche tenía?
— Un buen coche. Volvo Amazon. Blanco.
— ¿Y el hombre que se reía?
— No tengo ni idea. Venía con el otro en el coche. Parecía bebido.
Pero no conducía.
— ¿Era también español?
— Creo que no. Probablemente sueco. Pero no sé.
— ¿Hace cuánto que vino aquí?
Nordin se detuvo un momento e intentó formular la frase correctamente:
— ¿Cuánto tiempo hace que vino aquí por última vez?
Se preguntó si se diría así.
— Hace tres semanas. Quizá dos. No sé exacto.
— ¿Has vuelto a ver al español desde entonces? A Paco, o como se llame…
— No. Debe de haberse vuelto a España. Necesitaba dinero, por eso quería vender. Al menos, eso decía.
Nordin volvió a reflexionar.
— Has dicho que parecía como si ese tipo estuviera bebido. ¿Podría ser, quizá, que estuviera bajo los efectos de alguna droga? ¿Colocado?
El suizo se encogió de hombros.
— No sé. Creo que había bebido alcohol. Pero… ¿drogadicto? Si, por qué no. Casi todos los de por aquí lo son. Se pasan todo el tiempo en sus cuchitriles, cuando no están robando. ¿No?
— ¿Entonces no tienes idea de cuál es su nombre, o de cómo le llaman?
— No, pero un par de veces vino en el coche una chica. Iba con él, creo. Una chica grande. De pelo rubio grande.
— ¿Y cómo se llama ella?
— Su nombre no lo sé, pero su apodo…
— ¿Cuál es su apodo?
— La Rubia Malin, creo.
— ¿Cómo lo sabes?
— La he visto antes, en la ciudad.
— ¿Dónde?
— En el café en Tegnérgatan. Cerca de Sveavägen. Donde van todos los extranjeros. Ella es sueca.
— ¿La Rubia Malin, dices?
— Sí.
A Nordin no se le ocurría ya nada más que preguntar. Observó pensativo el coche verde y dijo:
— Espero que puedas llegar a casa sin problemas.
Dieke esbozó su sonrisa pegadiza.
— Sí, la cosa irá bien.
— ¿Cuándo estarás de vuelta?
— Nunca.
— ¿Nunca?
— No, Suecia es mal país. Estocolmo es mala ciudad. No hay más que violencia, drogas, ladrones y alcohol.
Nordin no dijo nada. En esto último coincidía en buena medida:
— Un asco —dijo el suizo a modo de resumen—. Pero para un extranjero es fácil ganar dinero. Todo lo demás, una pena. Comparto habitación con otros tres. Pago cuatrocientas coronas al mes. Es un sablazo. Una cochinada. Porque no hay viviendas. Sólo ricos y criminales pueden ir a comer a un restaurante. He ahorrado dinero. Vuelvo a casa, me compro un pequeño taller propio y me caso.
— ¿Y no has conocido a chicas aquí?
— Las suecas no valen nada. A lo mejor los estudiantes y gente así encuentran buenas chicas. Pero los trabajadores sólo encontramos un tipo de chicas. Como la Rubia Malin…
— ¿Qué tipo de chicas?
— Putonas.
— ¿Quieres decir que no te gusta pagar para tener chicas?
Horst Dieke frunció los labios:
— Muchas lo hacen gratis. Pero de todas maneras, putonas. Putonas gratis.
Nordin negó con la cabeza.
— Sólo conoces Estocolmo, Horst. ¡Es una pena!
— ¿El resto es mejor?
Nordin asintió con gran énfasis. Luego dijo:
— ¿Y no recuerdas nada más de ese tipo?
— No. Sólo que reía así.
Dieke abrió la boca y volvió a emitir el berrido, agudo y cortante.
Nordin asintió y se fue.
Al llegar a la primera farola, se detuvo y sacó su libreta.
— La Rubia Malin —se dijo—. Cuchitriles. Putonas gratis. ¡Vaya oficio que tengo! La culpa no es mía, pensó. Fue mi viejo el que me obligó.
Por la acera se aproximaba un individuo. Nordin se quitó su sombrero de cazador, que estaba ya cubierto de nieve, y dijo:
— Disculpe, puede usted…
El hombre le echó una rápida mirada desconfiada, se encogió y apresuró el paso.
— …decirme en qué dirección queda la estación de metro —dijo Nordin en voz baja y considerada, dirigiéndose a la nieve acuosa y arremolinada.
Meneó la cabeza y anotó un par de palabras en la hoja abierta.
Pablo o Paco. Un Volvo Amazon blanco. Un café entre Tegnérgatan y Sveavägen. La risa. La Rubia Malin, putona gratis.
Luego se guardó el bolígrafo y la libreta, suspiró y abandonó el círculo de luz.
Kollberg se hallaba ante la puerta del apartamento de Åsa Torell, en la segunda planta del edificio de Tjärhovsgatan. Eran ya las ocho de la tarde y, pese a todo, se sentía apesadumbrado y distraído. En la mano derecha llevaba el sobre encontrado en el escritorio de Västberga.
La tarjeta blanca con el nombre de Stenström estaba todavía colocada delante de la placa de aluminio. Parecía como si el timbre estuviera estropeado, así que, según su costumbre, golpeó reciamente la puerta con el puño. Åsa Torell abrió inmediatamente. Se quedó mirándolo y dijo:
— Sí, sí, aquí estoy, pero por favor no derribes la puerta.
— Perdón —dijo Kollberg.
El apartamento estaba bastante oscuro. Kollberg se quitó el abrigo y encendió la lámpara del recibidor. La vieja gorra de policía seguía encima del perchero, igual que la vez anterior. El cable del timbre había sido cortado y colgaba del dintel.
Åsa Torell siguió su mirada y murmuró:
— Venían por aquí un montón de idiotas. Periodistas, fotógrafos y no sé qué más. No paraban de llamar a la puerta.
Kollberg no dijo nada. Pasó al salón y se sentó en uno de los sillones.
— ¿No puedes encender la luz, para que por lo menos nos veamos?
— Yo veo suficiente. Pero claro, claro, ahora mismo la enciendo.
Apretó el interruptor, pero en lugar de sentarse comenzó a dar vueltas inquieta de acá para allá, como si estuviese enjaulada y buscase una salida.
El aire de la habitación estaba viciado y olía a rancio. Los ceniceros llevaban varios días sin ser vaciados. La habitación producía una impresión general de desorden y falta de limpieza, y por la puerta del dormitorio pudo ver la cama, que estaba revuelta y sin hacer. Desde el recibidor había podido echar un vistazo a la cocina, donde las cacerolas y los platos sin lavar se acumulaban en la pila.
Luego miró a la mujer, que se acercó inquieta a la ventana de la calle, dio media vuelta y volvió en dirección al dormitorio. Después se quedó quieta unos segundos mirando hacia la cama, volvió a darse la vuelta y se dirigió nuevamente a la ventana. Una y otra vez. Para poder seguirla con la mirada se veía obligado a mover la cabeza de un lado a otro. Era casi como ver un partido de tenis.
En los diecinueve días transcurridos desde que la vio por primera vez, Åsa Torell se había transformado. En los pies seguía llevando los mismos calcetines gruesos o, en todo caso, otros muy parecidos. Y también los mismos pantalones largos. Tenía el pelo corto y el rostro anguloso. Pero los pantalones estaban manchados de ceniza y el pelo despeinado y enmarañado. Sus ojos castaños miraban de forma vacilante e insegura. Tenía sombras oscuras bajo los ojos y sus labios se mostraban resecos y agrietados. No podía dejar las manos quietas y en la parte interior de los dedos corazón e índice de la izquierda se veían manchas de nicotina. En la mesa había cinco paquetes de cigarrillos abiertos. Fumaba una marca danesa, Cecil. Åke Stenström no fumaba.