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Authors: Maj Sjöwall,Per Wahlöö

El policía que ríe (13 page)

BOOK: El policía que ríe
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— Sí, claro —dijo Melander—. Ya caigo. Usted trabajó hace unos años en el vestíbulo de la vieja comisaría de Agnegatan. Me acuerdo de usted.

— Así es —replicó el hombre asombrado—. Yo, en cambio, no me acuerdo de usted.

— Es que sólo nos hemos visto dos veces —replicó Melander—. Y nunca hemos hablado…

— Pero de Stenström me acuerdo perfectamente, porque… Pareció vacilar.

— ¿Sí? —intervino Melander amablemente—. ¿Por qué?

— Bueno, parecía tan joven… Además, iba vestido con vaqueros y camisa de sport. Así que pensé que no era de allí y le pedí que se identificara, y…

— ¿Sí…?

— Un par de semanas después cometí otra vez el mismo error. Lamentablemente.

— Bueno, son cosas que pasan. Pero, cuando lo volvió a ver anteayer por la tarde, ¿le reconoció él a usted?

— No, desde luego que no.

— ¿Había alguien en el asiento de al lado?

— No, estaba vacío. Esto lo recuerdo perfectamente, pues en un primer momento se me ocurrió saludarle y sentarme allí. Pero luego pensé que quizá sería una inconveniencia…

— Qué lástima —dijo Melander—. Y luego usted se apeó en la plaza de Sergel.

— Sí. Allí tomé el metro.

— ¿Stenström continuaba allí?

— Creo que sí. En todo caso, no lo vi salir del autobús. Aunque la verdad es que yo estaba sentado arriba.

— ¿Puedo invitarle a un café?

— Sí, muy amable —dijo el hombre.

— Nos haría usted un favor si tuviera la bondad de mirar unas fotografías —dijo Melander—. Pero lamento decirle que son bastante desagradables.

— Sí, lo entiendo —murmuró el hombre.

Mientras examinaba las fotografías, empalideció y tragó saliva varias veces. Pero la única persona a la que reconoció fue a Stenström.

Pasado un rato llegaron Martin Beck, Gunvald Larsson y Rönn, los tres prácticamente a la vez.

— ¿Qué? —dijo Kollberg—. Schwerin ha…

— Pues sí —replicó Rönn—. Ha muerto.

— ¿Y?

— Dijo algo.

— ¿Qué?

— No lo sé —respondió Kollberg colocando el magnetófono sobre la mesa.

Tomaron posiciones en torno a la mesa y se dispusieron a escuchar.


¿Quién disparó?


D-n-r-k.


¿Qué apariencia tenía?


Kamalson.


¿Esto es todo lo que sabes sacar en limpio del interrogatorio?


Escuche, buen hombre, le habla el subinspector primero Ullholm…


Ha muerto.

— ¡Joder! —exclamó Gunvald Larsson—. Me da náuseas sólo de oír esa voz. Ese tío me denunció una vez por falta en el cumplimiento de mis funciones.

— ¿Qué habías hecho? —preguntó Rönn.

— Decir «coño» en el puesto de guardia del barrio de Klara. Llegaron un par de colegas arrastrando a una puta desnuda. Estaba borracha como una cuba, gritaba como loca y se había quitado toda la ropa en el coche patrulla. Intenté convencerles de que le echaran encima una manta o algo, antes de trasladarla a la brigada criminal. Él me acusó de maltratar psicológicamente a una mujer todavía menor de edad, empleando un lenguaje brutal e indigno. Ese día estaba de oficial de guardia. Luego pidió trasladó a Solna, para estar más cerca de la naturaleza.

— De la naturaleza?

— De su mujer, supongo.

Martin Beck volvió a poner en marcha el magnetófono.


¿Quién disparó?


D-n-r-k.


¿Qué apariencia tenía?


Kamalson.

— ¿Fuiste tú el que ideó las preguntas? —preguntó Gunvald Larsson.

— Pues sí, la verdad es que fui yo —respondió Rönn con timidez.

— ¡Magnífico!

— Sólo estuvo consciente medio minuto —dijo Rönn mortificado—. Luego se murió.

Martin Beck volvió a rebobinar la cinta. Escucharon una v otra vez.

— Qué demonios está diciendo —exclamó Kollberg.

No había tenido tiempo de afeitarse y se rascaba meditabundo la barba incipiente.

Martin Beck se dirigió a Rönn.

— ¿Y qué piensas tú, que estuviste allí?

— Bueno —repuso Rönn—, creo que comprende las preguntas y que intenta responder.

— ¿Y?

— Que responde algo negativo a la primera pregunta, por ejemplo «no sé» o «no lo conocía».

— ¿Y cómo cojones sacas eso de d-n-k-r? —preguntó Gunvald Larsson desconcertado.

Rönn se puso colorado y se removió.

— Sí —dijo Martin Beck—, ¿qué te hace llegar a esa conclusión?

— Bueno —respondió Rönn—. Eso es lo que creo. Me dio esa impresión.

— Vale —intervino Gunvald Larsson—. ¿Y después?

— A la segunda pregunta responde con mucha claridad Kamalson.

— Sí —dijo Kollberg—. Lo he oído. Pero ¿qué quiere decir?

Martin Beck se masajeaba el nacimiento del pelo con las yemas de los dedos.

— Debe de ser un apellido: Karlsson —dijo pensativo—. O quizá Hjalmarsson.

— Dice Kamalson —insistió Rönn.

— Desde luego —replicó Kollberg—. Pero no hay nadie que se llame así.

— Habrá que mirarlo —intervino Melander—. El nombre puede existir. Mientras tanto…

— ¿Sí?

— Mientras tanto creo que deberíamos enviar la cinta a algún experto, para que la analice. Y si nuestros peritos no sacan nada en claro, podemos contactar con la radio. Allí, los técnicos de sonido tienen a su disposición todo tipo de medios. Pueden fragmentar el sonido de la cinta, ensayar diferentes velocidades…

— Sí —asintió Martin Beck—. Es una buena idea.

— Pero primero borra la voz de Ullholm, joder —comentó Gunvald Larsson—. De lo contrario vamos a ser el hazmerreír de todo el mundo.

Recorrió la habitación con la mirada.

— ¿Dónde está el pájaro ese, Månsson?

— A lo mejor se ha perdido —respondió Kollberg—. Igual tenemos que dar orden de búsqueda.

Suspiró profundamente.

En este momento entró Ek, que mesaba meditabundo su pelo plateado.

— ¿Qué hay? —preguntó Martin Beck.

— Los periódicos se quejan de que todavía no han recibido una fotografía del hombre ese, el que sigue sin estar identificado.

— Ya sabes cómo sería esa foto —repuso Kollberg.

— Esperad un momento —dijo Melander—. Podemos completar la descripción: entre treinta y cinco y cuarenta años, un metro setenta y uno de estatura, sesenta y nueve kilos, número de pie cuarenta y dos, ojos castaños, cabello castaño oscuro. Operado de apendicitis. Vello oscuro en pecho y estómago. Cicatriz de alguna vieja herida en el tobillo. Dientes… no, no se puede.

— Les enviaré eso —dijo Ek, y se fue.

Permanecieron en silencio durante un rato.

— Fredrik ha descubierto algo —dijo finalmente Kollberg—. Que Stenström viajaba ya en el autobús a la altura del puente de Djurgården. Así que tenía que venir de Djurgården.

— ¿Y qué demonios se le había perdido allí? —preguntó Gunvald Larsson—. De noche. Con un tiempo semejante.

— Yo también he descubierto algo —dijo Martin Beck—. Que lo más probable es que no conociera a la enfermera.

— ¿Estás seguro? —preguntó Kollberg.

— No.

— Al parecer a la altura del puente de Djurgården iba solo —dijo Melander.

— Y Rönn también ha descubierto algo —intervino Gunvald Larsson.

— ¿Qué?

— Pues que d-n-r-k significa «No lo conocía». Para no hablar del tipo ese, Kamalson.

Esto fue todo lo que consiguieron descubrir el miércoles 15 de noviembre.

Fuera nevaba. Grandes copos aguanosos. Ya había anochecido.

Naturalmente, no había nadie llamado Kamalson. Por lo menos, no en Suecia.

El jueves no descubrieron absolutamente nada.

Eran ya más de las once, la noche del jueves, cuando Kollberg llegó a su casa en Palandergatan. Su mujer estaba sentada leyendo bajo el círculo de luz de la lámpara de pie. Llevaba una bata corta cerrada por delante y estaba acurrucada en el sillón con las piernas desnudas apretadas bajo el cuerpo.

— Hola —saludó Kollberg—. ¿Qué tal va tu curso de español?

— Se fue al carajo, naturalmente. Tiene gracia. Pensar que puedes hacer algo cuando tu marido trabaja en la policía.

En lugar de responder, Kollberg se desvistió y entró en el baño. Allí se afeitó y estuvo duchándose durante largo rato, temiendo que a lo mejor algún vecino idiota llamara a la policía para quejarse del ruido provocado por el agua corriente. Luego se puso el albornoz, salió al salón y se sentó en frente de su mujer. La observó reflexivamente.

— Hace tiempo que no se te ve el pelo —dijo ella sin levantar la vista. ¿Qué tal os va?

— Mal.

— Lo siento. Resulta extraño que alguien pueda matar a tiros a nueve personas en un autobús en mitad de la ciudad, así sin más. Y que a la policía no se le ocurra nada mejor que ponerse a hacer redadas tontas.

— Pues sí —replicó Kollberg—. Es extraño.

— ¿Alguien más se ha pasado treinta y seis horas fuera de casa, además de ti?

— Seguramente.

Ella volvió a su lectura. Kollberg permaneció un rato sentado en silencio, quizá diez minutos o un cuarto de hora, sin apartar los ojos de ella.

— ¿Qué miras? —le preguntó.

Seguía sin levantar la mirada, pero en su voz había un matiz de picardía.

Kollberg no respondió y ella se enfrascó todavía más en su lectura. Tenía el pelo oscuro y ojos castaños, rasgos limpios y cejas muy marcadas. Era catorce años más joven que él y acababa de cumplir los veintinueve. Él siempre la había considerado muy guapa. Finalmente, Kollberg dijo:

— ¿Gun?

Ella lo miró por primera vez desde su vuelta a casa, con una débil sonrisa y un destello de descarada sensualidad en la mirada.

— ¿Sí?

— Levántate.

— Vale —respondió.

Ella dobló el borde superior derecho de la hoja en que se había quedado, cerró el libro y lo dejó sobre el brazo del sillón. Luego se levantó y se quedó parada, de brazos caídos y con los pies descalzos muy separados. Se quedó mirándolo fijamente.

— Qué feo —dijo Kollberg.

— ¿Yo?

— No, doblar las páginas de esa manera.

— El libro es mío —replicó ella—. Lo he comprado con mi dinero.

— Anda, quítate la ropa.

Se llevó la mano derecha hasta el cuello y fue desabrochando los botones, uno tras otro, lentamente. Sin apartar la mirada de él, abrió la fina bata de algodón y lo dejó caer al suelo, tras sí.

— Date la vuelta, dijo Kollberg.

Ella le volvió la espalda.

— ¡Qué bella eres!

— Gracias. ¿Me quedo así?

— No. Prefiero la delantera.

— Vale.

Se dio media vuelta y lo contempló con la misma expresión que antes.

— ¿Puedes hacer el pino?

— Por lo menos podía, antes de conocerte a ti. Luego ya no he tenido ocasión. ¿Quieres que pruebe?

— No hace falta.

— Lo haré, de todos modos…

Se fue de puntillas hasta la pared e hizo el pino, hasta sostenerse sobre las manos, formando un arco, al parecer sin dificultad. Kollberg la miraba reconcentrado.

— ¿Me quedo así?

— No, no hace falta.

— No me importa hacerlo, si te excita. Al parecer, pasado un rato, uno se desmaya. En tal caso, puedes ponerme encima algo. Una tela o algo.

— No, ven.

Volvió a ponerse de pie despacio y con agilidad, al tiempo que lo miraba por encima del hombro.

— Si yo quisiera fotografiarte así, ¿qué dirías?

— ¿Qué quieres decir? ¿Desnuda?

— Sí.

— ¿Haciendo el pino?

— Por ejemplo…

— ¡Pero si ni siquiera tienes cámara!

— Cierto, pero no importa.

— Si quieres, claro que puedes. Conmigo puedes hacer lo que quieras. Eso ya te lo dije hace dos años.

Kollberg no respondió. Ella seguía todavía junto a la pared.

— ¿Y qué piensas hacer con las fotos, por cierto?

— De eso se trata…

Ella se volvió y se dirigió a él. Luego dijo:

— Pero vamos a ver. ¿Por qué diablos me preguntas todo esto? Si la cuestión es que quieres acostarte conmigo, ahí dentro tenemos una cama magnífica, y si te da pereza ir tan lejos, aquí tenemos una alfombra excelente, suave y agradable. La he hecho yo.

— Stenström tenía un paquete de fotos de esas en un cajón de su escritorio.

— ¿En el trabajo?

— Sí.

— ¿De quién?

— De su chica.

— ¿Åsa?

— Sí.

— Pues no creo que haya sido lo que se dice un festín visual.

— Yo no diría eso —replicó Kollberg.

Ella lo miró con ceño fruncido.

— La cuestión es ¿por qué?

— ¿Importa?

— No sé. No logro explicármelo.

— Quizá le gustaba mirarlas.

— Eso mismo dijo Martin.

— Pues me parece bastante más razonable dejarse caer por casa de vez en cuando y mirarla a ella en persona.

— Además, Martin tampoco es tan inteligente. Por ejemplo, se preocupa por nosotros. Se le nota.

— ¿Por nosotros? ¿Por qué?

— Creo que porque salí solo el viernes por la tarde.

— ¿No tiene él su propia mujer?

— Hay algo que no cuadra —dijo Kollberg—. Quiero decir, con Stenström y esas fotos…

— ¿Y por qué no? Ya se sabe cómo sois los tíos. ¿Estaba guapa en las fotos?

— Sí.

— ¿Mucho?

— Sí.

— Ya sabes lo que debería decir ahora.

— Sí.

— No voy a decir nada.

— Sí, ya lo sé.

— A lo mejor Stenström las quería para enseñárselas a sus colegas. Para presumir.

— No vale. Él no era así.

— ¿Por qué le das vueltas a este asunto?

— No sé. Supongo que no hay más cabos de los que tirar.

— ¿De verdad crees que se trata de una pista? ¿Que alguien mató a Stenström a causa de esas fotos? En tal caso, ¿por qué hubiera asesinado a otras ocho personas?

Kollberg la miró largo rato.

— Exacto —respondió—. Ésa es una buena pregunta.

Ella se inclinó hacia delante y lo besó levemente en la frente.

— ¿Y si nos acostamos? —dijo Kollberg.

— Magnífica idea. Pero antes voy a prepararle el biberón a Bodil. No tardo más de treinta segundos. Según las instrucciones. Nos vemos en la cama. O en el suelo, o en la bañera o donde prefieras.

— En la cama, por favor.

Se fue a la cocina. Kollberg se levantó y apagó la lámpara de pie.

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