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Authors: Maj Sjöwall,Per Wahlöö

El policía que ríe (16 page)

BOOK: El policía que ríe
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Martin Beck conocía a Hjelm desde hacía mucho tiempo y tenía gran confianza en él. En esto no era el único, pues había quien pensaba que Hjelm era uno de los mejores técnicos forenses del mundo. Pero, eso sí, había que saber tratarlo.

— No —respondió Martin Beck—. Parece que nadie le echa de menos. Y nuestras visitas puerta a puerta no han dado resultado.

Tomó aliento profundamente y luego preguntó:

— ¿No irás a decirme que habéis descubierto algo nuevo?

A Hjelm había que darle coba. Era un hecho sabido.

— Pues sí —reconoció con autocomplacencia—. Hemos realizado algún examen adicional. Para hacernos una imagen más detallada. Una imagen capaz de dar una idea de la persona viva. Creo que hemos conseguido darle un cierto carácter.

«Quizá debería decir: ¿No me digas?», pensó Martin Beck.

— ¿No me digas? —dijo Martin Beck.

— Pues sí —respondió Hjelm complacido—. Y el resultado supera las expectativas.

«¿A qué palabras podría recurrir ahora? ¿Fantástico? ¿Magnífico? ¿O quizá simplemente «bien»? ¿O tal vez «muy bien»? Tendré que practicar con Inga y sus amigas cuando se juntan a tomar café», pensó.

— Estupendo —dijo Martin Beck.

— Gracias —respondió Hjelm entusiasmado.

— No hay de qué. Pero, ¿no nos puedes contar…?

— Pues claro que sí. Para eso llamaba. Primero miramos sus dientes. No ha sido fácil. Quedaron bastante mal. Pero los empastes que hemos encontrado son bastante chapuceros. No creo que los haya hecho un dentista sueco. Pero no me atrevo a concluir nada más al respecto.

— Eso ya es bastante —respondió Martin Beck.

— Luego están sus ropas. Hemos descubierto que el traje se compró en alguna de las tiendas Hollywood de Estocolmo. Hay tres, como quizá sepas. Una en Vasagatan, otra en Götgatan y otra en Sankt Eriksplan.

— Bien —dijo Martin Beck lacónicamente, incapaz ya de continuar haciendo la pelota.

— Sí —dijo Hjelm mohíno—, eso mismo pienso yo. Además, el traje estaba bastante sucio. No lo han lavado nunca, esto es obvio, y yo diría que llevaba mucho tiempo utilizándolo más o menos a diario.

— ¿Cuánto tiempo?

— Un año, digamos.

— ¿Hay algo más?

Se hizo el silencio durante un momento. Hjelm se reservaba lo mejor para el final. La pausa tenía finalidad dramática.

— Pues la verdad es que sí —dijo finalmente—. En el bolsillo interior de la chaqueta han aparecido restos de hachís, y en el bolsillo derecho del pantalón hay trozos de pastillas de preludina desmenuzadas. El análisis de diferentes muestras tomadas durante la autopsia refuerza la hipótesis de que el individuo era drogadicto.

Nueva pausa con intención dramática. Martin Beck guardó silencio.

— Además, tenía gonorrea —sentenció Hjelm—. En estado avanzado.

Martin Beck terminó de escribir sus notas, agradeció la llamada y dio por terminada la conversación.

— Todo esto apesta de lejos a hampa —dijo Kollberg, que había permanecido tras la silla escuchando clandestinamente la conversación.

— Sí —asintió Martin Beck—. Pero sus huellas dactilares no figuran en nuestros registros.

— A lo mejor era extranjero.

— Es posible —dijo Martin Beck—. Pero, ¿qué vamos a hacer con estos datos? No podemos dárselos a la prensa.

— No —dijo Melander—. Pero podemos dejar que circulen boca a boca entre confidentes y drogadictos conocidos, recurriendo a la gente de narcóticos y a las brigadas de protección de los distritos.

— Vale —dijo Martin Beck—, hazlo.

Es agarrarse a un clavo ardiendo, pensó, pero ¿qué hacer sino? En los últimos días, la policía había realizado dos espectaculares redadas en el denominado mundo del hampa. El resultado fue el esperado. Pobre. La medida sólo pilló desprevenidos a los más acabados y consumidos. Se practicaron ciento cincuenta detenciones, en su mayor parte casos clínicos, personas que hubo que trasladar directamente a diferentes instituciones asistenciales.

La investigación de puertas adentro tampoco había dado, hasta ahora, ningún resultado. Y quienes tenían contactos en el mundo del hampa estaban convencidos de que los confidentes no mentían cuando aseguraban que nadie sabía nada.

Muchas cosas hacían pensar que esto era así. Nadie podía tener interés en proteger a un criminal semejante.

— Excepto él mismo —comentó Gunvald Larsson, que sentía cierta debilidad por las observaciones innecesarias.

Lo único que se podía hacer era seguir trabajando con el material disponible. Tratar de descubrir el arma y seguir interrogando a todos los que, de alguna manera, tuvieran relación con las víctimas. Estos interrogatorios los realizaban ahora gente de refuerzo, es decir, Månsson y un subinspector primero apellidado Nordin, procedente de Sundsvall. Gunnar Ahlberg no había podido ser dispensado de sus labores ordinarias, pero esto ya no tenía importancia, pues todos estaban convencidos, en mayor o menor medida, de que esos interrogatorios no conducirían a nada.

Las horas se sucedían a paso de tortuga, sin novedad. Un día se sumaba a otro. Juntos formaban una semana y luego otra más. Volvió a ser otra vez lunes. Cuatro de diciembre, día de Santa Bárbara. Hacía frío y viento, y la fiebre navideña seguía en aumento. Los refuerzos flaqueaban y empezaban a echar de menos su hogar: Månsson, el clima benigno del sur de Suecia, y Nordin, el invierno auténtico y puro de Norrland. Ninguno estaba acostumbrado a la gran ciudad, y ambos se sentían a disgusto en Estocolmo. Eran muchas las cosas que les sacaban de quicio, sobre todo el ajetreo, las aglomeraciones y la agresividad de la gente. Y profesionalmente les irritaba la degradación criminal y la delincuencia de pequeña escala, que campaba a sus anchas.

— No sé cómo aguantáis esta ciudad —se quejó Nordin.

Era un tipo calvo y achaparrado, de cejas pobladas y entornados ojos castaños.

— Hemos nacido aquí —repuso Kollberg—. No conocemos otra cosa.

— Acabo de llegar en metro —continuó Nordin—. Sólo en el trayecto comprendido entre las estaciones de Alvik y Fridhemsplan he visto como mínimo a quince personas que, de haber estado en mi tierra, en Sundsvall, habrían sido inmediatamente detenidas por la policía.

— Nos falta gente— dijo Martin Beck.

— Sí, lo sé, pero…

— ¿Pero qué?

— ¿Habéis pensado en una cosa? Aquí, la gente está asustada. Me refiero a la gente normal, honrada. Si te acercas a alguien para preguntarle cómo se va a un sitio, o para pedir fuego, casi se echan a correr. Tienen miedo, ¡así de claro! Se sienten desprotegidos.

— ¿Y quién no? —preguntó Kollberg.

— Yo no —repuso Nordin—. Por lo menos no en condiciones normales. Pero dentro de poco me empezará a pasar, sin duda. ¿Tenéis algo para mí?

— Hemos recibido una información curiosa —dijo Melander.

— ¿Sobre qué?

— Sobre el individuo del autobús que sigue sin ser identificado. Una mujer de Hägersten llamó para decir que vive junto a un garaje frecuentado por extranjeros.

— Vale. ¿Y qué?

— Que suele haber camorra. Por supuesto, no utilizó la palabra camorra. Suele haber ruido, fue lo que dijo. Uno de los más ruidosos era un tipo moreno, bajito, de unos treinta y cinco años. Sus ropas coincidían un poco con la descripción dada por los periódicos, dijo la mujer, y además lleva ya unos días sin dejarse ver.

— Habrá unas diez mil personas con esa ropa —comentó Nordin escéptico.

— Sí —replicó Melander—. Es verdad. Y hay un noventa y nueve por ciento de posibilidades de que la información carezca de valor. Los datos son tan vagos que, en realidad, no hay nada que contrastar. Además, la mujer parecía muy insegura. Pero si no tienes otra cosa que hacer…

Dejó la frase sin terminar, escribió el nombre y la dirección del informante en su bloc de notas y luego arrancó la hoja. Sonó el teléfono y al tiempo que descolgaba le pasó la hoja a Nordin.

— Toma.

— Esto es ilegible —protestó Nordin.

La letra de Melander era retorcida y, para decirlo benévolamente, difícil de entender. En realidad, resultaba incomprensible para los no iniciados. Kollberg cogió la hoja y la miró.

— Escritura cuneiforme —constató—. O quizá hebreo antiguo. Seguramente fue Fredrik quien escribió los rollos del Mar Muerto. Aunque la verdad es que le falta sentido del humor. En cualquier caso, yo soy su principal descifrador.

Copió rápidamente los datos y dijo:

— Aquí lo tienes, puesto en claro.

— Vale —dijo Nordin—. Me acercaré a ver. ¿Hay algún coche disponible?

— Sí. Pero teniendo en cuenta el tráfico y el estado de las carreteras, lo mejor que puedes hacer es utilizar el metro. Coge la línea 13 o la 23 en dirección sur y bájate en Axelsberg.

— Hasta luego —dijo Nordin y se fue.

— La verdad es que hoy no parecía muy inspirado —dijo Kollberg.

— ¿Y se le puede reprochar? —replicó Martin Beck y se sonó la nariz.

— La verdad es que no —respondió Kollberg suspirando—. ¿Por qué no dejamos que estos tipos se vuelvan a su casa?

— Porque no es asunto nuestro —comentó Martin Beck—. Están aquí para participar en la caza humana más intensa en la historia del país.

— Pues estaría bien… —dijo Kollberg interrumpiéndose.

No tuvo necesidad de terminar la frase. Indudablemente, estaría bien saber a quién estaban intentando cazar y dónde tenían que actuar.

— Sólo estoy citando al ministro de Justicia —repuso Martin Beck en tono inocente—. Nuestras mejores cabezas (debe de referirse, sin duda, a Månsson y Nordin) se están empleando a fondo para cercar y capturar a un asesino en masa demente, cuya neutralización es asunto prioritario tanto para la sociedad como para el individuo.

— ¿Cuándo dijo eso?

— La primera vez hace diecisiete días. La última, ayer. Pero ayer sólo consiguió cuatro líneas en la página veintidós. Esto seguro que le cabreó. El año que viene hay elecciones.

Melander había terminado ya su llamada telefónica. Atizó la cazoleta de su pipa con un clip desdoblado y dijo sosegadamente:

— ¿Y no va siendo hora, por decirlo de algún modo, de aparcar la hipótesis del asesino en masa demente?

Kollberg tardó quince segundos en responder:

— Sí —dijo—. Totalmente. Y también va siendo hora de cerrar las puertas y desconectar los teléfonos.

— ¿Está aquí Gunvald? —preguntó Martin Beck.

— Sí, el señor Larsson está ahí sentado, hurgándose los dientes con el abrecartas.

— Pues encargaos de que le pasen a él todas las llamadas —dijo Martin Beck.

Melander extendió el brazo para coger el teléfono.

— Aprovecha para pedir café —dijo Kollberg—. Tres pasteles de hojaldre y un pastel mazarin para mí, gracias.

El café llegó pasados diez minutos. Kollberg cerró la puerta con llave.

Se sentaron. Kollberg sorbió su café y se dispuso a dar cuenta del pastel de hojaldre.

— La situación es como sigue —dijo, entre bocado y bocado—: La hipótesis del asesino que busca causar sensación queda colgada en el guardarropa del director general de la policía. Llegado el caso, ya volveríamos a sacarla y a desempolvarla. La hipótesis de trabajo es ahora la siguiente: un individuo armado con una metralleta de marca Suomi 37 mata a tiros a nueve personas en un autobús. Estas nueve personas no tienen relación alguna entre sí, simplemente dio la causalidad de que se hallaban simultáneamente en el mismo sitio.

— El que dispara tiene un motivo —intervino Martin Beck.

— Sí —dijo Kollberg echando mano al pastel mazarin—. Eso es lo que pensé yo desde un primer momento. Pero no puede tener motivo para eliminar a un grupo de personas reunido de forma casual. Por lo tanto, su verdadera intención es eliminar a una de ellas.

— El asesinato se ha planeado minuciosamente —comentó Martin Beck.

— Una de las nueve —dijo Kollberg—. Pero, ¿cuál de ellas? ¿Tienes la lista, Fredrik?

— No la necesito —dijo Melander.

— No, claro que no. No me lo tengas en cuenta. ¿Las repasamos?

Martin Beck asintió. A continuación, la conversación derivó en una especie de vis a vis entre Kollberg y Melander.

— Gustav Bengtsson —dijo Melander—, es decir, el conductor. Puede decirse que su presencia en el autobús estaba motivada. —Sin duda.

— Parece que su vida era de lo más normal. Un matrimonio que no andaba mal. Sin antecedentes policiales. Cumplidor en su trabajo. Valorado por sus compañeros. Hemos hablado también con varios amigos de la familia. Dicen que era un hombre cumplidor y simpático. Pertenecía a una organización de abstemios. Cuarenta y ocho años. Nacido aquí, en Estocolmo.

— ¿Enemigos? No. ¿Poder? Ninguno. ¿Dinero? Tampoco. ¿Motivos para acabar con su vida? Ninguno. ¡El siguiente!

— Voy a apartarme de la numeración de Rönn —dijo Melander—. Hildur Johansson, viuda, sesenta y ocho años. Volvía a su domicilio de Norra Stationsgatan desde casa de su hija en Västmannagatan. Nacida en Edsbro. La hija ha sido interrogada por Larsson, Månsson y… bueno, da igual. Llevaba una vida retirada y vivía de su pensión. Poco más se puede decir de ella.

— Bueno, que al parecer subió al autobús en Odengatan y sólo viajó seis paradas. Y que nadie, a excepción de su hija y su yerno, sabían que haría ese trayecto a esa hora. Sigue.

— Johan Källström. Cincuenta y dos años de edad, nacido en Västerås. Jefe de un taller de automóviles, Grens, junto a Sibyllegatan. Había hecho horas extra y volvía a casa. De esto no hay duda. Casado sin problemas, también él. Le interesaba sobre todo su coche y la casa de campo. Sin antecedentes. No ganaba mal, pero tampoco demasiado. Quienes lo conocen dicen que posiblemente viajó en metro desde Östermalmstorg hasta Centralen y que allí cogió el autobús. Así que debe de haber subido en la parada que hay delante de los almacenes Åhléns. Su jefe dice que conocía su oficio y que sabía dirigir a los demás. El personal del taller dice que era…

— …un tirano con aquellos sobre los que tenía autoridad y un lameculos con los jefes. Fui yo quien se acercó a hablar con ellos. Siguiente.

— Alfons Schwerin tenía cuarenta y tres años y nació en Minneapolis, Estados Unidos, de padres sueco-americanos. Volvieron a Suecia inmediatamente después de la guerra y se establecieron aquí. Fue propietario de una pequeña empresa que importaba madera de abeto de los Cárpatos para confeccionar cajas de resonancia, pero la empresa se declaró en quiebra hace diez años. Schwerin bebía. Ha estado ingresado dos veces en el sanatorio de Beckomberga, y también ha pasado tres meses en la cárcel de Bogesund por conducir en estado de embriaguez. Esto fue hace tres años. Cuando los negocios se fueron a pique, se empleó como obrero no cualificado. Actualmente trabajaba para el ayuntamiento, en la concejalía de urbanismo. Esa tarde estuvo en Pilen, el restaurante de Bryggargatan, y volvía a casa. No bebió demasiado, posiblemente porque andaba mal de dinero. Vivía muy pobremente. Lo más probable es que hiciese a pie el trayecto entre el restaurante y la parada de Vasagatan. Era soltero y no tenía parientes en Suecia. Caía bien a sus compañeros de trabajo. Dicen que era alegre y simpático, que tenía buen beber y ni un solo enemigo en el mundo.

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