El policía que ríe (14 page)

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Authors: Maj Sjöwall,Per Wahlöö

BOOK: El policía que ríe
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— ¿Lennart?

— Sí.

— ¿Qué edad tiene Åsa?

— Veinticuatro.

— Ajá. La actividad sexual de la mujer llega a su punto máximo entre los veintinueve y los treinta y dos, lo dice Kinsey.

— Vaya. ¿Y la del hombre?

— Hacia los dieciocho.

La oyó batir la papilla en la cacerola. Luego añadió:

— Pero en el caso de los hombres, depende más de cada persona. Lo digo por si te consuela…

Kollberg miró a su mujer a través de la puerta de la cocina, entreabierta. Estaba desnuda junto al fregadero, removiendo en la cacerola. Su esposa era una mujer de piernas largas, de constitución física normal y carácter sensual. Era exactamente lo que él quería, pero había necesitado veinte años para encontrarla y uno más para pensárselo.

Ella adoptaba una postura de impaciencia moviendo continuamente los pies.

— Treinta segundos —dijo para sí—. Jodidos mentirosos.

Kollberg sonrió en la oscuridad. Sabía que estaba a punto de apartar de su cabeza a Stenström y al autobús rojo de dos plantas. Por primera vez en tres días.

Martin Beck no había empleado veinte años en dar con su mujer. La había conocido diecisiete años atrás. Acto seguido, la dejó embarazada y se casaron. Aquí te pillo, aquí te mato.

Ahora estaba allí, en la puerta del dormitorio, como un augurio funesto, vestida con un camisón arrugado y luciendo en su rostro las señales de la almohada.

— Estás tosiendo y gangueando de un modo que vas a despertar a todo el edificio.

— Perdón.

— ¿Y qué haces fumando en mitad de la noche, con lo mal que tienes la garganta?

Estrujó el cigarrillo en el cenicero y dijo:

— Siento mucho haberte despertado.

— No importa. Lo principal es que no salgas ahora y vuelvas a coger una pulmonía. Lo mejor será que te quedes en casa mañana.

— Eso va a ser un poco difícil.

— Tonterías. Si estás enfermo no tienes por qué ir a trabajar. Hay más policías. Además, deberías intentar dormir, en vez de estar tumbado ahí leyendo viejos informes. El asesinato ese del taxista no conseguirás aclararlo nunca. Es la una y media de la noche. Haz el favor de dejar a un lado ese viejo mamotreto y apaga la luz. Buenas noches.

— Buenas noches —respondió Martin Beck mecánicamente a la puerta cerrada del dormitorio.

Frunció las cejas y, lentamente, dejó a un lado el informe encuadernado. Ciertamente, constituía un error referirse a él como «viejo mamotreto», pues se trataba de una copia del informe de la autopsia que había recibido esa misma tarde, antes de salir para casa. En cambio, era cierto que un par de meses antes había pasado las noches en vela revisando la investigación del asesinato de un taxista, cometido doce años antes.

Estuvo tumbado un rato contemplando fijamente el techo. Pero cuando escuchó los leves ronquidos de su esposa en el dormitorio, se levantó apresuradamente del lecho y se dirigió en silencio al recibidor. Ya con la mano en el teléfono, vaciló un instante. Pero luego se encogió de hombros, alzó el auricular y marcó el número de Kollberg.

— Diga —respondió Gun todavía jadeante.

— Hola, ¿está por ahí Lennart?

— Sí. Y más cerca de lo que te imaginas.

— ¿Qué hay? —respondió Kollberg.

— ¿Te he llamado en mal momento?

— Ya lo creo. ¿Qué coño quieres?

— Pues verás, ¿te acuerdas del verano pasado, después de los asesinatos en los parques?

— Claro.

— No teníamos nada especial que hacer, así que Hammar nos dijo que revisáramos viejos casos sin resolver. ¿Recuerdas?

— ¡Cómo no me voy a acordar, joder! ¿Y qué pasa?

— Yo me encargué del asesinato del taxista en Borås y tú te ocupaste del tipo aquel de Östermalm que desapareció como por encanto, hace siete años.

— Sí. ¿Llamas para contarme eso?

— No. ¿De qué se ocupó Stenström? Acababa de regresar de vacaciones…

— No tengo ni la más remota idea. Creí que te lo había dicho.

— No, nunca habló conmigo del asunto.

— Pues entonces se lo diría a Hammar.

— Sí. Claro. Tienes razón. Adiós. Perdóname por haberte despertado.

— Vete a la mierda.

Martin Beck le oyó colgar el teléfono. Permaneció unos momentos en pie, con el auricular pegado a la oreja. Luego colgó y se retiró compungido hasta el sofá cama.

Volvió a echarse y apagó la luz. Tumbado en la oscuridad, se sentía imbécil.

CAPÍTULO XVIII

Contra toda sospecha razonable, la mañana del viernes trajo consigo una novedad esperanzadora.

Fue Martin Beck quien se enteró de ella por teléfono. Los demás le oyeron decir:

— ¿Cómo? ¿Lo habéis conseguido? ¿De verdad?

En el despacho, todos dejaron a un lado lo que tenían entre manos y fijaron la mirada en él. Colgó y dijo:

— Han terminado el informe balístico.

— ¿Y?

— Se considera identificada el arma.

— Vaya —dijo Kollberg con desidia.

— Una metralleta —sentenció Gunvald Larsson—. Los militares las tienen a millares, en arsenales sin vigilancia. Sería mejor si las repartieran gratis entre los maleantes, así se ahorrarían tener que comprar nuevos candados todas las semanas. Dame media hora y saldré por allí a comprar una docena.

— No es lo que pensáis —dijo Martin Beck, mostrando la hoja con sus anotaciones—. Modelo 37, tipo Suomi.

— ¿De verdad? —dijo Melander.

— El viejo modelo con culata de madera —constató Gunvald Larsson— No he vuelto a ver uno desde los años cuarenta.

— ¿Fabricado en Finlandia o aquí con licencia? —preguntó Kollberg.

— Finlandesa —contestó Martin Beck—. El tipo que llamó me aseguró que están prácticamente seguros. La munición es también antigua. Hecho por la fábrica de máquinas de coser Tikkakosti.

— Una M 37 —dijo Kollberg— con capacidad para setenta cartuchos en el cargador. ¿Quién puede poseer algo así hoy en día?

— Nadie —respondió Gunvald Larsson—. A estas alturas estará ya en el fondo del Strömmen a treinta metros de profundidad.

— Probablemente —intervino Martin Beck—. Pero, ¿quién puede haberla poseído hace cuatro días?

— Algún finés loco —respondió Gunvald Larsson—. A la calle el furgón de los perros, a pillar a todos los finlandeses locos que hay en la ciudad. ¡Va a ser la hostia de divertido!

— ¿Contamos a los periódicos algo de todo esto? —preguntó Kollberg.

— No —contestó Martin Beck—. Nada de nada.

Se quedaron en silencio. Era su primera pista. ¿Cuánto tiempo tendría que pasar hasta conseguir otra?

La puerta se abrió y entró un hombre joven, que miró alrededor con curiosidad. Llevaba en la mano un sobre marrón.

— ¿A quién busca?

— A Melander —dijo el joven.

— Subinspector primero Melander —le corrigió Kollberg—. Ésa es su mesa.

El joven se acercó a la mesa de Melander y dejó el sobre encima de ella. Cuando estaba a punto de dejar la habitación, Kollberg le comentó:

— No te he oído llamar a la puerta.

El joven, que ya tenía la mano en el picaporte, se detuvo pero no dijo nada. Se hizo el silencio en el despacho. Entonces Kollberg habló, despacio y con claridad, como cuando se explica algo a un niño:

— Antes de entrar en una habitación hay que llamar a la puerta. Luego, espera uno a que le den permiso para entrar. Sólo después se abre la puerta y se entra. ¿Entendido?

— Sí —murmuró el joven a regañadientes y con la mirada clavada en los pies de Kollberg.

— Muy bien —dijo Kollberg, y le dio la espalda.

El joven salió apresuradamente por la puerta y la cerró sin hacer ruido.

— ¿Quién era ése? —preguntó Gunvald Larsson.

Kollberg se encogió de hombros.

— Me recordó a Stenström —dijo Gunvald Larsson.

Melander dejó a un lado la pipa, abrió el sobre y sacó un cuaderno de un centímetro de grosor, con tapas verdes.

— ¿Qué es eso? —preguntó Martin Beck.

Melander hojeó el cuaderno verde.

— El informe de los psicólogos. Lo mandé encuadernar.

— Muy bien —dijo Gunvald Larsson—. ¿Y cuáles son sus geniales teorías? Que a nuestro pobre asesino en masa una vez en la adolescencia lo echaron de un autobús porque no tenía dinero para pagar el billete, y que esta vivencia dejó una profunda huella en su alma sensible…

Martin Beck lo interrumpió:

— No tiene gracia, Gunvald —dijo bruscamente.

Kollberg lo miró un instante, asombrado, y luego se volvió a Melander:

— Bueno, Fredrik, ¿qué has sacado en limpio de ese mamotreto? Melander sacudió su pipa en un papel, lo dobló y lo echó a la papelera.

— En Suecia no hay precedentes —empezó—. A no ser que nos remontemos en el tiempo hasta la masacre de Nordlund en el vapor Prins Carl. Así que, en lo fundamental, han tenido que documentarse acudiendo a investigaciones americanas de las últimas décadas.

Sopló en la pipa a modo de prueba y luego comenzó a llenarla, mientras decía:

— A diferencia de nosotros, a los psicólogos norteamericanos no les falta material con el que trabajar. Este compendio, por ejemplo, se refiere al estrangulador de Boston, a Speck, el asesino de ocho enfermeras en Chicago, a Whitman, que mató a dieciséis personas e hirió a muchas más disparando desde una torre, a Unruh, que salió a una calle en Nueva Jersey y mató a tiros a trece personas en doce minutos, y a otros cuantos más, de los que seguro ya teníais noticia.

Hojeó el informe.

— El asesinato en masa parece ser una especialidad americana —constató Gunvald Larsson.

— Sí —respondió Melander—. Y en el informe se ofrecen algunas teorías bastante plausibles sobre por qué esto es así.

— La glorificación de la violencia —dijo Kollberg—. La sociedad competitiva. Venta de armas por correo. La cruel guerra de Vietnam.

Melander encendió su pipa y asintió.

— Entre otras cosas.

— He leído en alguna parte que de cada mil americanos uno o dos es un asesino en masa potencial —siguió Kollberg—. Me pregunto cómo se las habrán arreglado para llegar a esta conclusión.

— Estudio de mercados —replicó Gunvald Larsson—. Otra de las especialidades norteamericanas. Van casa por casa preguntando a la gente si se ven cometiendo una matanza. Dos de cada mil responden: claro que sí, me encantaría.

Martin Beck se sonó la nariz y luego contempló a Gunvald Larsson con ojos rojos y cara de crispación.

Melander se reclinó en su silla y extendió las piernas delante de sí.

— ¿Y qué dicen tus psicólogos sobre la forma de ser de un asesino en masa? —quiso saber Kollberg.

Melander abrió por una de las páginas del informe y leyó:

— Que posiblemente tiene menos de treinta años, acostumbra a ser tímido y retraído, pero en su entorno suele estar considerado como educado y cumplidor. Puede suceder que beba alcohol, pero lo más normal es que sea abstemio. Posiblemente es de complexión menuda, con algún defecto físico u otro tipo de tara que le aparta de las personas normales. Carece de roles sociales significativos y su infancia se ha desarrollado en circunstancias precarias. En muchos casos sus padres están divorciados o es huérfano, y ha tenido una infancia con grandes carencias afectivas. La mayor parte de las veces, nunca antes ha cometido una acción criminal seria.

Alzó la mirada y añadió:

— Todo esto se basa en una recopilación de datos procedentes de exámenes personales y psicológicos realizados a asesinos en masa norteamericanos.

— Pero un asesino en masa de éstos tiene que ser un loco de atar —comentó Gunvald Larsson—. ¿No se advierte algo así antes de que salga por ahí y mate a un montón de gente?

— Un psicópata puede resultar completamente normal hasta que sucede algo que desencadena su anomalía. Psicopatía quiere decir que la persona en cuestión posee uno o varios rasgos desarrollados de forma anómala, mientras que resulta perfectamente normal en todo lo demás: talento, capacidad para el trabajo, etcétera. La mayoría de quienes cometen de repente una matanza, tras perder la cabeza y sin motivo aparente, suelen ser descritos por sus conocidos como respetuosos, amables y educados, la última persona de la que nadie hubiera podido esperar una acción semejante. En algunos de estos casos americanos se cuenta que las personas en cuestión fueron durante largo tiempo conscientes de su enfermedad e intentaron reprimir sus tendencias destructivas, hasta que finalmente acabaron cediendo a ellas. Un asesino en masa puede sufrir manía persecutoria, megalomanía o tener un complejo de culpa enfermizo. No es inusual que explique su acción diciendo que simplemente pretendía hacerse famoso y ver su nombre en los titulares de los periódicos. Casi siempre, detrás del crimen, hay ansias de notoriedad y de venganza. Se sienten infravalorados, incomprendidos y maltratados. En la mayor parte de los casos tienen grandes problemas sexuales.

Tras la clase magistral de Melander, el despacho quedó en silencio. Martin Beck miraba fijamente a través de la ventana. Estaba pálido, tenía la mirada vacía y parecía incluso más encorvado que de costumbre.

Kollberg estaba sentado en la mesa de Gunvald Larsson, encadenando los clips de éste en una gran cadena. Gunvald Larsson, irritado, retiró la caja de los clips. Kollberg rompió el silencio:

— Ese tal Whitman, ya sabéis, el que disparó a un montón de gente desde la torre de la universidad de Austin… Ayer leía un libro sobre él. El autor, un catedrático de psicología austríaco, explicaba que su problema sexual consistía en que, en realidad, con quien quería acostarse era con su vieja. En lugar de penetrarla con su falo, escribía el tipo, le clavó un cuchillo. No tengo la memoria de Fredrik, pero recuerdo que la última frase del libro decía exactamente: «luego subió a la erguida torre —claramente un símbolo fálico— y vertió su semen letal en forma de flechas de amor sobre la Madre Tierra».

Månsson entró en la habitación con su eterno mondadientes en la comisura de la boca.

— Dios mío, ¿de qué estáis hablando, si se puede saber?

— Pues que a lo mejor resulta que el autobús es una especie de símbolo sexual —explicó Gunvald Larsson meditabundo—. Pero horizontal.

Månsson lo miró perplejo.

Martin Beck se levantó, se acercó a Melander y tomó el cuaderno verde.

— Te lo tomo prestado para leerlo luego con tranquilidad, sin comentarios espirituales —dijo.

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