Al cabo de unos instantes el administrador regresó, enjugándose la frente con un pañuelo blanquísimo.
—No logro entenderlo. En absoluto —murmuraba.
David acomodó dentro de la bolsa los platos plásticos usados, con restos de comida aún adheridos, los trozos sobrantes de unos panecillos y puso a un lado los vasos en que se había servido el café. Gaspere dejó de estrujarse con frenesí las manos y alzó un dedo hacia la superficie de la mesa.
La mano de David se adelantó de prisa y el administrador se halló con que tenía la muñeca prisionera.
—¡Pero, señor, las migas!
—También las cogeré. —Utilizó su cortaplumas para recoger cada migaja; la afilada hoja de acero se deslizaba sin dificultades sobre la nada del campo de fuerza.
El propio David dudaba acerca de la conveniencia de utilizar campos de fuerza como tablas en las mesas. Su total transparencia no contribuía a crear tranquilidad. La vista de platos y cubertería descansando sobre nada debía llevar a los comensales a un estado de tensión; de modo que el campo tenía que estar fuera de fase, para inducir continuas interferencias que, con sus centelleos, brindaran la ilusión óptica de cuerpo, de volumen.
En los restaurantes eran muy comunes, ya que, finalizada la comida, sólo era preciso extender el espesor del campo unos pocos milímetros para hacer desaparecer cualquier miga o gota. Cuando David hubo terminado con su tarea de recogida, permitió a Gaspere que extendiera el campo de fuerza, removiendo primero el cierre de seguridad con un dedo y luego el hombrecito pudo hacer uso de su llave especial. Inmediatamente apareció una superficie totalmente limpia.
—Vaya, un momento. —David había observado el cuadrante metálico de su reloj y se dirigió hasta la cortina, uno de cuyos bordes alzó. Entonces llamó con voz suave—: ¡Doctor Henree!
Un hombre delgado, maduro, que se hallaba sentado en la misma silla que ocupara David quince minutos antes, se enderezó mientras echaba una mirada a su alrededor, sorprendido.
—¡Aquí estoy! —le dijo David, sonriente, y apoyó el índice sobre sus labios.
El doctor Henree se puso de pie. Las ropas le sentaban holgadas y sus cabellos grises y escasos estaban cuidadosamente peinados sobre el cráneo.
—Mi querido David, ¿estabas aquí ya? He creído que te habías retrasado. ¿Ocurre algo malo?
La sonrisa de David tuvo corta duración:
—Uno más.
El doctor Henree penetró en el reservado, al ver al hombre muerto murmuró:
—¡Válgame Dios!
—Ese es un modo de encarar la situación —apuntó David.
—Creo —dijo el doctor Henree, en tanto limpiaba sus anteojos bajo el suave rayo de fuerza de su barra limpiadora y los volvía a acomodar sobre la nariz—. Creo que lo mejor sería cerrar el restaurante.
Gaspere abrió y cerró la boca, sin un solo sonido, como un pez. Por último logró decir con voz estrangulada:
—¡Cerrar el restaurante! Pero sólo hace una semana que se inauguró. Eso será la ruina. ¡La ruina total!
—Oh, pero sólo por una hora o algo más. Tendremos que sacar de aquí el cadáver e inspeccionar la cocina. Sin duda usted querrá que le libremos del estigma de la comida envenenada, si es posible, y también sin duda, sería poco conveniente para usted que todo esto se hiciera en presencia de los comensales.
—Bien. Veré que el restaurante quede vacío, pero necesito una hora para que los clientes terminen de cenar. Espero que no haya publicidad.
—Ninguna, le doy mi palabra. —El rostro anguloso del doctor Henree era una máscara de pesar—. David, ¿quieres llamar a la recepción del Consejo y pedir por Conway? Tenemos un procedimiento especial para estos casos. Él sabrá qué hacer.
—¿Debo quedarme aquí? —preguntó Forester de pronto—. Me siento enfermo.
—¿Quién es este hombre, David? preguntó a su vez el doctor Henree.
—El compañero de mesa del hombre muerto. Se llama Forester.
—Vaya. Pues me temo, señor Forester, que usted tendrá que pasar su enfermedad aquí mismo.
Vacío, el restaurante resultaba frío y desagradable. Detectives silenciosos iban y venían. Con total eficiencia habían inspeccionado las cocinas, átomo por átomo. Por fin, el doctor Henree y David Starr quedaron solos. Se sentaron en un reservado vacío. No había luces y los aparatos de tridivisión de cada mesa eran meros cubos muertos de cristal.
El doctor Henree sacudió la cabeza.
—No lograremos saber nada. Ya he pasado otra vez por eso. Lo lamento, David. No es ésta la celebración que habíamos planeado.
—Ya habrá tiempo para celebraciones. Usted me ha mencionado en sus cartas alguno de estos casos de envenenamiento en la comida, de modo que estoy preparado, pero ignoraba que fuera necesario este absoluto secreto. De haberlo sabido hubiese sido más discreto.
—Oh, no te apures por ello. Ya no podremos ocultar la cuestión por mucho tiempo. Poco a poco se irá filtrando algún dato. Alguien ve a una persona morir mientras está comiendo y luego oye hablar de otros casos similares. Y siempre durante la comida. Esto ya está mal y se pondrá peor. Bien, volveremos a discutir el tema mañana, cuando hables con Conway.
—¡Aguarde usted! —los ojos de David se fijaron en los de su interlocutor—. Veo que algo le preocupa más que la muerte de un hombre o aun que la muerte de mil hombres. Algo que ignoro. ¿De qué se trata?
—Me temo, David —suspiró Henree—, que la Tierra está corriendo un grave peligro. La mayoría de los miembros del Consejo no lo creen así, y el mismo Conway sólo está convencido a medias. Pero yo tengo la certeza de que este supuesto envenenamiento de la comida es un inteligente y brutal intento de apoderarse del control de la economía y del gobierno de la Tierra. Y hasta el presente, muchacho, no hay el menor indicio acerca de quién está detrás de eso, ni de cómo se lleva a cabo esta operación. ¡El Consejo de Ciencias está inerme por completo!
Hector Conway, consejero jefe de Ciencias, estaba de pie junto a la ventana, en la habitación más alta de la Torre de la Ciencia, la elegante estructura que dominaba el suburbio norte de Ciudad Internacional. Las calles comenzaban a titilar en la penumbra temprana. Pronto aparecerían fajas blancas a lo largo de las vías peatonales elevadas. Los edificios se iluminarían, enjoyados, cuando sus ventanas reviviesen. Casi centradas frente a su ventana estaban las lejanas cúpulas de las oficinas del Congreso, custodiando la Casa del Ejecutivo.
Conway estaba solo en su despacho y el visor automático estaba programado para admitir sólo las huellas dactilares del doctor Henree. Un sentimiento depresivo invadía al funcionario. David Starr estaba ya en su propio camino, crecido de pronto y como por arte de magia, presto para recibir su primera misión como miembro del Consejo. Era casi como estar aguardando la visita de su hijo. Y hasta cierto punto, estaba en lo cierto: David Starr era su hijo; suyo y de August Henree.
En un comienzo habían sido tres; él mismo, Gus Henree y Lawrence Starr. ¡Cuánto recordaba a Lawrence Starr! Juntos habían estudiado, juntos habían logrado su cualificación para el Consejo y realizaron las primeras investigaciones juntos; y, por entonces, Lawrence Starr fue ascendido. Era de esperar, ya que, de los tres, fue siempre el más brillante.
Starr fue destinado a una base semipermanente en Venus y por primera vez uno de los tres amigos tuvo que separarse del grupo. Starr partió con su esposa e hijo. Bárbara. ¡La hermosa Bárbara Starr! Ni Henree ni él se casaron, y para ninguno hubo nunca una mujer que compitiera con el recuerdo de Bárbara. Cuando nació David, ellos se convirtieron en tío Gus y tío Héctor y, en ocasiones, David se confundía y llamaba a su padre tío Lawrence.
Luego, durante el viaje a Venus, se produjo el ataque pirata. La matanza fue total. Las naves piratas casi nunca cogían prisioneros en el espacio y más de cien personas murieron en menos de dos horas. Entre esas personas estaban Lawrence y Bárbara.
Conway recordaba el día, el exacto minuto en que llegó la noticia a la Torre de la Ciencia. Naves de patrulla surcaron el espacio en busca de los piratas y atacaron sus guaridas en los asteroides con una furia que no conocía precedente. Nadie podía asegurar que los bandidos capturados fueran o no los responsables de la masacre del navío enviado a Venus. Pero a partir de esa fecha el poder pirata quedó quebrantado.
Y las patrullas hallaron algo más: un pequeño cohete-salvavidas describía una órbita precaria entre Venus y la Tierra, radiando mensajes automáticos de socorro. Dentro sólo había un niño. Un muchachito asustado y solitario, de cuatro años. que durante horas no hizo más que repetir con firmeza: «Mamá me ha dicho que no debo llorar.»
Era David Starr. La óptica del niño deformaba el relato, pero aun así la interpretación era muy simple. Conway podía visualizar los últimos minutos dentro del navío asaltado: Lawrence Starr, moribundo, dentro de la cabina de mando, mientras los asaltantes forzaban el acceso; Bárbara, con una pistola lanzarrayos en la mano, desesperada por meter a David dentro del salvavidas, intentando fijar los controles lo mejor posible para lanzarlo al espacio. ¿Y luego?
Tenía una pistola en la mano; mientras tuvo oportunidad, ella debió de utilizarla contra los enemigos, y cuando ya no tenía sentido seguir resistiendo, sin duda la habría vuelto contra sí misma.
El mero pensamiento de esa escena destrozaba a Conway. Sí, lo destrozaba, y una vez más deseó que le hubiesen permitido ir en alguna nave de patrulla, porque de ese modo, con sus propias manos, podría haber contribuido a que las guaridas de los asteroides se tornaran océanos llameantes de destrucción atómica. Pero los miembros del Consejo de Ciencias, le dijeron, eran demasiado valiosos como para ser arriesgados en misiones de represalia; y se quedó en su casa, leyendo los informativos a medida que se deslizaban por la pantalla de telenoticias de su proyector.
Junto con August Henree, había adoptado a David Starr; ambos dedicaron su vida a borrar de su memoria el recuerdo horrible de lo ocurrido en el espacio; ambos fueron madre y padre para el niño; ambos vigilaron su educación, con un único propósito en la mente: hacer de él lo que una vez había sido Lawrence Starr.
El joven superó todas las esperanzas puestas en él. En su peso, en su metro ochenta de estatura, reproducía la corpulencia y fortaleza de Lawrence, con los nervios templados y los reflejos rápidos de un atleta; con el cerebro incisivo y claro de un científico de primera línea, Pero aparte de todo esto, había algo en su cabello castaño, apenas ondulado, en sus ojos grandes, separados y oscuros, en el mentón con la traza de un hoyuelo que se le desvanecía al sonreír, algo que hacía vivo el recuerdo de Bárbara.
David cumplió sus períodos académicos y su paso produjo un reguero de chispas y cenizas frías al pulverizar los récords precedentes, tanto en los campos de juego como en las aulas. Conway llegó a sentirse preocupado.
—No es natural, Gus. Está superando a su padre.
Y Henree, poco proclive a las palabras innecesarias, dio una chupada a su pipa y sonrió con orgullo.
—Me pone enfermo decir esto —había proseguido Conway—, porque te reirás de mí, pero aquí hay algo anormal. Recuerda que el niño quedó durante dos días casi a la deriva en el espacio, y entre él y la radiación solar no hubo en todo ese tiempo nada más que la débil defensa de un cohete salvavidas. Se hallaba a menos de ciento treinta mil kilómetros del Sol durante un período de tormentas solares.
—Todo lo que has estado diciendo —replicó Henree— significa que David tendría que haber muerto calcinado.
—Pues no lo sé —murmuró Conway—. El efecto de la radiación en tejidos vivos, en tejidos vivos humanos, tiene sus misterios.
—Oh, naturalmente. No es un campo en el que la experimentación sea fácil.
David finalizó su carrera con los más elevados promedios. Se dedicó a investigar en el campo de la biofísica, a nivel de postgraduado. Era el hombre más joven al que jamás se hubiera admitido en el Consejo de Ciencias.
Para Conway hubo una pérdida. Cuatro años antes había sido elegido consejero jefe; era un honor por el que había entregado su vida, aun cuando no ignoraba que, de vivir Lawrence Starr, la elección habría tomado otro curso.
Así, le restaron sólo contactos ocasionales con el joven David Starr, porque ser consejero jefe implicaba que en su vida no podía existir más que el cúmulo de problemas pendientes en toda la Galaxia. Incluso durante las pruebas de graduación, había visto a David a distancia, apenas. En los últimos cuatro años había hablado con él no más de cuatro veces.
De modo que su corazón latía con fuerza cuando se abrió la puerta. Giró y marchó vivamente al encuentro de los dos hombres que avanzaban hacia él.
—Gus, amigo. —Estrechó la mano que se le tendía—. ¡David, muchacho!
Transcurrió una hora. Era noche cerrada ya cuando lograron dejar de hablar de sí mismos y volvieron su atención al universo.
David cambió el tema.
—Hoy he visto un envenenamiento por primera vez, tío Héctor. Ya sabía lo suficiente como para no caer en el pánico. Hubiese querido saber lo suficiente y poder evitarlo.
—Nadie sabe lo suficiente —repuso Conway con sobriedad—. Supongo que sería algún producto marciano, como otras veces, Gus.
—No hay medios de asegurarlo, Héctor. Pero había una marciruela.
—Seguramente me diréis todo lo que pueda saber sobre este asunto —pidió David Starr.
—Muy simple —contestó Conway—. Todo es de una simplicidad horrible. En los últimos cuatro meses unas doscientas personas han muerto después de comer algún producto de los huertos marcianos. Es un veneno desconocido, los síntomas son los de una enfermedad desconocida. Se produce una rápida y completa parálisis de los nervios que controlan el diafragma y de los músculos del tórax. Esto conduce a una parálisis pulmonar que, en cinco minutos, es fatal.
»Y aún hay más. En los pocos casos en que hemos cogido a la víctima a tiempo, intentamos practicarle la respiración artificial, como tú lo has hecho, y hasta usamos respirador; a pesar de ello, han muerto a los cinco minutos. También el corazón se ve afectado. Las autopsias no han revelado otra cosa que no sea la degeneración de los nervios, y en todos los casos ha sido increíblemente veloz.
—¿Y qué hay de la comida que los envenena?
—Nada —suspiró Conway—. Siempre ha habido tiempo para que el producto o la porción envenenados fuesen totalmente consumidos; en otras mesas o en la cocina, ese mismo alimento ha resultado inofensivo. Lo hemos suministrado a animales y hasta a voluntarios. El contenido del estómago de los muertos ha ofrecido resultados inciertos.