—Ya me comunicaré con usted —dijo, pero su tono no era alentador.
David se volvió. No había esperado mucho de esta gestión, pero al menos ya quedaba fichado como un postulante de trabajo en un huerto. El próximo paso...
En ese instante tres hombres hacían su entrada en la oficina de empleos, y el tipo diminuto, Bigman, brincó colérico de su silla. Ahora se enfrentaba con ellos, los brazos abiertos a la altura de sus muslos, aunque no llevaba armas a la vista.
Los tres individuos se detuvieron; luego, uno de los dos que estaban más atrás, riendo, dijo:
—Parece que aquí tenemos a Bigman, el chiquitín forzudo. Puede que esté buscando trabajo, patrón. —El que hablaba era un hombre de fuertes espaldas y nariz aplastada.
Sostenía entre los dientes un cigarro casi deshecho, de tabaco verde marciano, y su barba necesitaba un buen rasurado.
—Cállate, Griswold —dijo el hombre que venía al frente; era regordete, de estatura mediana y la piel de sus mejillas y de la parte posterior del cuello se veía lampiña. Llevaba un típico mono marciano, por supuesto, pero de un material mucho más caro que el de los monos de sus compañeros, y sus botas altas estaban adornadas con listas en espiral de dos tonos rosa. En ninguno de sus viajes posteriores por Marte, David llegó a ver otro par de botas de igual diseño y tampoco vio botas que no fueran de ostentoso mal gusto. Era el símbolo de individualidad entre los horticultores.
Con el diminuto pecho agitado y la cara deforme de ira, Bigman se acercó a los tres y espetó:
—Quiero que me devuelva mis papeles, Hennes. Tengo derecho a ellos.
Hennes, el regordete que iba al frente, le repuso con calma:
—Tú no te mereces ningún papel, Bigman.
—No conseguiré otro empleo sin los papeles en orden. He trabajado para usted durante dos años; he cumplido el trato.
—Has hecho mucho más que cumplir con tu parte del trato. Apártate de mi camino. — Eludió a Bigman y se acercó a la ventanilla diciendo—: Necesito un sembrador con experiencia, uno muy bueno. Quiero que sea alto, para remplazar a uno bajito del que tuve que desembarazarme.
—¡Por el mismísimo Espacio! —gritó Bigman, acusando el golpe—. Está usted en lo cierto, he hecho mucho más que mi parte; estaba trabajando cuando se suponía que no, eso es lo que ha ocurrido; estaba trabajando y lo he visto conduciendo un tractor de arena hacia el desierto, sobre la medianoche. Sólo que a la mañana siguiente usted me había echado por contar lo que vi, y sin los papeles en regla...
Hennes lo miró por sobre el hombro, cansado.
—Griswold —dijo—, échalo de aquí.
Bigman no claudicó, aunque Griswold podía partirlo en dos, sino que pidió:
—Está bien. Uno a uno.
Pero David Starr se había interpuesto, caminando con deliberada lentitud.
—Te has cruzado en mi camino, amigo —le dijo Griswold—, y estoy a punto de sacar una basura.
—Está bien, terrestrito —gritaba Bigman, a espaldas de David—, déjamelo a mí.
David lo ignoró, mientras se dirigía a Griswold:
—Este es un lugar público, amigo. Todos tenemos derecho a estar aquí.
—Sin discutir, amigo —repuso Griswold, y puso una mano sobre el hombro de David, con la intención de hacerlo a un lado.
Pero la mano izquierda de David cogió la muñeca de Griswold en tanto que su derecha aferraba el hombro del atacante. Griswold cayó, girando, contra el tabique plástico que dividía la habitación en dos.
—Me caen bien las discusiones, amigo —explicó David.
Con un grito, el empleado de la oficina de empleos se había puesto de pie. Otros empleados se asomaron a las ventanillas del tabique divisorio, pero nadie se atrevió a intervenir. Bigman reía y palmeaba la espalda de David.
—Bastante bien, para ser un tipo de la Tierra.
Por un segundo, Hennes quedó paralizado. El otro horticultor, bajo y barbado, con el rostro indefinido de quien ha vivido mucho tiempo bajo el pobre sol de Marte y no lo suficiente bajo las lámparas solares de la ciudad, tenía la boca abierta en una mueca ridícula.
Lentamente, Griswold recuperaba el resuello; sacudió la cabeza y aplastó el cigarro que se le había caído de entre los dientes. Miró hacia arriba y los ojos se le inyectaron de furia; se apartó de la pared y en su mano hubo un veloz destello de acero.
Pero David se hizo a un lado y movió apenas el brazo; el pequeño cilindro curvo que habitualmente descansaba bajo su axila se deslizó por dentro de la manga para caer en la palma de la mano del joven.
—Ten cuidado, Griswold gritó Hennes—. Tiene un desintegrador.
—Tira tu cuchillo —ordenó David.
Griswold maldijo con furia, pero el metal resonó en el piso. Bigman se adelantó y cogió el arma, riendo entre dientes frente a la derrota de su enemigo.
David recibió el cuchillo y le echó una mirada.
—Bella, inocente criatura para que la lleve un horticultor —dijo—. ¿Qué dice la ley de Marte acerca de llevar cuchillos con campo de fuerza?
Cualquiera sabía que era el arma más infame de toda la Galaxia. Por fuera parecía un simple cuchillo corto, con hoja de acero inoxidable, apenas más gruesa que la hoja de un cuchillo común, pero que bien podía quedar oculta en la palma. Pero por dentro había un diminuto generador capaz de extender una invisible hoja de más de veinte centímetros; un campo de fuerza que podría atravesar cualquier cosa compuesta de materias normales. No existía escudo que se le resistiese y, ya que podía sajar tanto músculos como huesos, su contacto resultaba fatal en la mayoría de los casos.
Hennes se interpuso.
—¿Dónde está tu licencia para llevar un desintegrador, terrestrito? Guárdatelo y daremos por terminado el asunto. Vamos, Griswold.
—Un momento —dijo David, y Hennes se volvió—. Usted busca un hombre, ¿verdad?
Hennes se acercó, con las cejas alzadas en un gesto de divertido asombro.
—Busco un hombre. Sí.
—Estupendo. Yo busco trabajo.
—Busco un sembrador con experiencia. ¿La tienes tú?
—Vaya, no.
—¿Has cosechado alguna vez? ¿Puedes conducir un arenauto? Si he de juzgar por tu aspecto —y se hizo un paso atrás para tener mejor perspectiva—, no eres más que un terrestre que, da la casualidad de que es hábil con el desintegrador. No me sirves de nada.
—¿Ni aun —y la voz de David se convirtió en murmullo— si le digo que me intereso en envenenamiento de comida?
El rostro de Hennes permaneció inalterable; ni siquiera parpadeó.
—No sé de qué hablas —repuso, por fin.
—Piénselo usted bien —sugirió el joven, con una sonrisa tenue, mezclada con una pizca de humor.
—El trabajo en los huertos de Marte no es fácil —dijo Hennes.
—Yo no soy un tipo fácil —fue la respuesta de David.
Otra vez una mirada de valuación por parte de Hennes.
—Tal vez no lo seas. De acuerdo, te alojaremos y te alimentaremos; en principio tres equipos de ropa y un par de botas. Cincuenta dólares el primer año, pagaderos al fin de término; si no trabajas todo el año, los cincuenta serán confiscados.
—Es justo. ¿Qué tipo de trabajo?
—El único tipo que puedes hacer. Ayudante de cocina. Si aprendes, ascenderás; de lo contrario, allí será donde estarás todo el año.
—Acepto. ¿Qué hay de Bigman?
¡No señor! graznó Bigman que había estado mirando a uno y otro durante la conversación—. Yo no trabajo para este gusano de arena, y tampoco te lo recomiendo a ti.
—¿Qué tal te sentaría una temporada corta —le contestó David por sobre el hombro— a cambio de los papeles y la referencia?
—Vaya —dijo Bigman—, pudiera ser un mes.
—¿Es amigo tuyo? —preguntó Hennes.
David asintió.
—No iré sin él.
—Lo llevaremos, pues. Un mes y tendrá la boca cerrada. Nada de paga, sólo los papeles. En marcha ahora mismo. Mi arenauto está afuera.
Los cinco se pusieron en marcha; David y Bigman cerraban el grupo.
—Te debo un favor, amigo —dijo Bigman—. Te lo podrás cobrar cuando te apetezca.
El arenauto estaba abierto, pero David observó las ranuras por las que se movían paneles especiales: servían para cerrar la cabina herméticamente en caso de que se levantara una de las tormentas de polvo de Marte. El rodado era ancho a fin de evitar el hundimiento en las dunas de arena movediza. La superficie de cristal estaba reducida al mínimo, y donde la había, se unía con el metal como si ambos materiales hubiesen sido fundidos al mismo tiempo.
Las calles estaban concurridas, pero nadie prestó atención al muy habitual paso de un arenauto con horticultores dentro.
—Nosotros iremos delante —ordenó Hennes—. Tú y tu amigo podéis acomodaros atrás, terrestre.
Mientras hablaba, se situó en el asiento del conductor. Los controles estaban en el centro del tablero frontal, por debajo del parabrisas. Griswold se sentó a la derecha de Hennes.
Bigman se acomodó en el asiento trasero y David le imitó. Alguien estaba a sus espaldas. David se volvió a medias en el preciso instante en que Bigman le advertía:
—¡Cuidado!
Era el segundo de los secuaces de Hennes, doblado ahora junto a la puerta del auto, la cara barbuda e inexpresiva resollante y tensa en ese momento. David se movió de prisa, pero ya era tarde.
Su última visión fue la del extremo centelleante de un arma en la mano del hombre y luego tuvo conciencia de un sonido suave, un zumbido. Apenas lo percibía y luego una voz muy, muy lejana dijo:
—Bien, Zukis. Siéntate a su lado y no dejes de vigilarlo.
Las palabras le sonaron como llegadas desde el extremo de un largo túnel. Percibió una última sensación de estar moviéndose hacia adelante y luego lo envolvió la nada total.
David Starr se desplomó hacia atrás en su asiento y el último rastro de vida se desvaneció de su cuerpo.
Sucias manchas de luz envolvían a David Starr. Lentamente tomaba conciencia de un terrible zumbido y una presión fuerte en su espalda. La presión en la espalda provenía de su posición: de espaldas sobre una superficie dura. Al zumbido lo identificaba como el de una pistola paralizante, un arma cuya radiación obraba sobre los centros nerviosos en la base del cerebro.
Antes de que la luz se tornara coherente, antes que tuviese conciencia total del entorno, sintió que lo sacudían por los hombros, oyó, lejanos, los golpes de enérgicas bofetadas en sus mejillas. La luz invadió sus ojos abiertos y alzó un brazo que apenas le respondía para evitar la siguiente bofetada.
Bigman estaba inclinado sobre él; la diminuta cara de conejo con su nariz redonda casi lo tocaban, y al verlo abrir los ojos exclamó:
—¡Por Ganímedes! Creí que te habían liquidado.
David se apoyó sobre un codo dolorido. Luego respondió:
—Casi parece que lo han hecho. ¿Dónde estamos?
—En los calabozos del huerto. No es posible salir: la puerta está bien cerrada, las ventanas tienen rejas.
—El aspecto del sembrador era de total depresión.
David se tanteó debajo de los brazos. Le habían quitado sus desintegradores. ¡Naturalmente! Era lo menos que podía haber esperado. Preguntó:
—¿Te paralizaron a ti también, Bigman?
Este negó con un movimiento de cabeza.
—Zukis me puso fuera de combate con un golpe de culata. —Se palpó una zona del cráneo con gran disgusto. Luego se embraveció—: Pero casi le he quebrado un brazo.
Tras la puerta resonaron pasos. David se sentó, a la expectativa. Entró Hennes, acompañado por un hombre de más edad, de cara larga y fatigada en la que los ojos azules estaban casi cubiertos por cejas espesas y grises que nacían de una arruga permanente. Llevaba ropas de ciudad, muy similares a las de la Tierra, y no tenía las típicas botas altas marcianas.
—Vete a la cocina —ordenó Hennes a Bigman-— y tan pronto como estornudes sin permiso te partiremos en dos.
Bigman puso mala cara, saludó a David con un «ya nos veremos, terrestre» y salió entre un sonoro taconeo de sus botas.
Hennes lo observó mientras salía y cerró la puerta detrás de él. Entonces se volvió hacia el hombre de cejas grises.
—Este es, señor Makian. Dice llamarse Williams.
—Has jugado fuerte al paralizarlo, Hennes. Si lo hubieses matado, un material valioso podría haberse ido en el polvo del canal.
Hennes se encogió de hombros:
—Estaba armado. No podíamos correr riesgos. Y, de todos modos, aquí lo tenemos, señor.
«Discuten sobre mí —pensó David—, como si no estuviese aquí o formara parte de esta cama.»
Makian se volvió hacia él, con la mirada endurecida.
—Eh, tú, yo soy el dueño de estos huertos. En doscientos kilómetros a la redonda todo es de Makian. Yo digo quién estará en libertad y quién en la cárcel; quién trabaja y quién se muere de hambre; y hasta quién vivirá y quién morirá. ¿Me comprendes?
—Sí —respondió David.
—Entonces respóndeme con franqueza y nada tendrás que temer. Si intentaras ocultar algo te lo sonsacaríamos de uno u otro modo. Hasta podríamos matarte. ¿Sigues comprendiéndome?
—Perfectamente.
—¿Tu nombre es Williams?
—Es el único nombre que daré en Marte.
—Es razonable. ¿Qué sabes sobre envenenamiento de comida?
David bajó los pies de la cama, y comenzó a hablar:
—Pues mi hermana murió luego de comer un bocadillo de pan y jamón, una tarde. Tenía doce años y allí estaba, muerta, con los restos de jamón todavía en la boca. Llamamos al médico; dijo que era envenenamiento y que no comiésemos nada de lo que había en la casa hasta tanto él regresara con un equipo de análisis. Nunca más lo vimos.
»Pero, en cambio; apareció otro individuo. Parecía tener mucha autoridad. Llevaba una escolta de hombres con ropas comunes. Nos describió cómo había ocurrido todo. Luego nos dijo: "Ha sido un ataque al corazón". Le dijimos que era una ridiculez, porque mi hermana no tenía nada en el corazón, pero no hizo caso de lo que le decíamos. Nos advirtió que si íbamos por allí contando historias ridículas sobre comida envenenada nos veríamos en algún problema. Luego se llevó el jamón consigo. Y hasta se puso furioso con nosotros porque habíamos limpiado el jamón de los labios de mi hermana.
»Intenté comunicarme con el doctor, pero su enfermera siempre me decía que no estaba. Irrumpí por la fuerza en su despacho y lo hallé dentro, pero todo lo que me dijo fue que había hecho un diagnóstico equivocado. Parecía temeroso y no quería hablar del asunto. Fui a la policía, pero nadie quiso oírme.