—¿Cómo sabes, pues, que se trata de comida envenenada?
—Porque la coincidencia de la muerte tras comer un producto marciano, repetida una y otra vez, sin excepción conocida, es más que coincidencia.
—Y no es contagioso, es obvio —dijo pensativamente David.
—No. Gracias a las estrellas. Aun así, ya tenemos un grave problema. En la medida de nuestras posibilidades hemos mantenido todo esto en secreto, con absoluta cooperación de la Policía Planetaria. Doscientas muertes en cuatro meses, sobre la población total de la Tierra, es un fenómeno comprensible, pero el promedio puede crecer. Y si la gente de la Tierra se entera de que un bocado cualquiera de comida marciana puede ser el último, las consecuencias serian espantosas. Aunque pudiéramos asegurar que el promedio de muertes es de cincuenta por mes sobre una población de cinco mil millones, cada individuo estaría convencido de ser uno de esos cincuenta.
—Sí —respondió David—, lo cual significaría que el mercado de importación de alimentos marcianos quedaría por los suelos. Y esto no sería agradable para los sindicatos marcianos de horticultores.
—¡Oh, eso! Conway se encogió de hombros, desechando el problema de los sindicatos de horticultores como cosa fuera de lugar—. ¿No se te ocurre otra cosa?
—Sólo que la agricultura de la Tierra no puede alimentar a cinco mil millones de personas.
—Así es, exactamente. No podemos pasar sin la comida de los planetas coloniales. En seis semanas habría hambre en la Tierra. Y si la gente comienza a desconfiar de la comida marciana, no habrá modo de atajar esa situación, y no sé cuánto más la podremos detener. Cada nueva muerte es una nueva crisis. ¿Será ésta la que difundan los telenoticiarios? ¿Será ahora cuando se sepa la verdad? Y, además, está la teoría de Gus, por encima de todo.
El doctor Henree estaba arrellanado en el sillón, y prensaba el tabaco dentro de su pipa.
—Tengo la seguridad, David, de que esta epidemia de comida envenenada no es un fenómeno natural. Está demasiado extendida. Un día sucede en Bengala, al día siguiente en Nueva York, un día después en Zanzíbar. Tiene que haber una voluntad inteligente detrás de esto.
—Te diré... —comenzó Conway.
—Si algún grupo pretende el control de la Tierra, ¿qué mejor estrategia que atacarnos por el lado débil, el del abastecimiento de comida? La Tierra es el más poblado de los planetas de la Galaxia. Debe serlo, ya que ha servido de cuna a la humanidad. Pero las circunstancias nos han convertido en los seres más débiles del mundo, en cierto sentido, ya que no nos autoabastecemos. Nuestro cesto de pan está en el cielo: en Marte, en Ganímedes, en Europa. Si cortas las importaciones de alguna manera, ya sea por la acción de los piratas o por el mucho más sutil sistema que están empleando ahora, muy pronto estaremos indefensos. Y eso es todo.
—Pero —intervino David— si es así, ¿no habría intentado el grupo responsable comunicarse con el gobierno, siquiera para transmitirle un ultimátum?
—Así debería ser, pero quizá estén aguardando su hora; el tiempo de la sazón. O quizá estén en tratos directos con los horticultores de Marte. Los colonos tienen sus propios pareceres, desconfían de la Tierra y, en principio, si viesen su subsistencia amenazada, podrían entrar en tratos con esos criminales. Tal vez —se interrumpió, agotado— ellos mismos son... Pero no quiero hacer juicios temerarios.
—En cuanto a mí —dijo David—, ¿qué queréis que haga?
—Déjame que te lo diga —pidió Conway—. David, queremos que inspecciones los Laboratorios Centrales en la Luna. Formarás parte del equipo de investigación que analizará el problema. En este momento están recibiendo muestras de cada envío de comida proveniente de Marte. Estamos empeñados en dar con algún producto envenenado. La mitad de la muestra se administra a ratas; el resto de las porciones de cualquier alimento fatal es analizado por todos los medios de que disponemos.
—Comprendo. Y si tío Gus está en lo cierto, supongo que tendrás otro equipo en Marte.
—Todos hombres de mucha experiencia. Pero, entretanto, ¿estarás preparado para partir hacia la Luna mañana por la noche?
—Por supuesto; iré a iniciar mis preparativos.
—Hazlo ahora mismo.
—¿Habrá alguna objeción en que utilice mi propia nave?
—No. Ninguna.
Solos en el despacho, los dos científicos observaron por largo rato las luces fantásticas de la ciudad antes de hablar.
Por último, Conway comentó:
—¡Cuánto se parece a Lawrence! Pero es muy joven aún y esto será peligroso.
—¿De verdad crees que el plan funcionará? —preguntó Henree.
—¡Sin duda! —Conway lanzó una carcajada—. Ya has oído su pregunta final acerca de Marte. No tiene la más mínima intención de ir a la Luna. Le conozco bien. Y éste es el mejor método para protegerlo. Los informes oficiales indicarán que parte hacia la Luna; los hombres de Laboratorio Central están advertidos y anunciarán su llegada. Cuando llegue a Marte, tus conspiradores, si es que existen, no tendrán motivo para tomarlo por miembro del Consejo; él mantendrá el incógnito porque creerá que nos está engañando. —Luego de una pausa, Conway añadió—: es un chico brillante. Será capaz de hacer lo que nosotros no podemos. Por fortuna aún es joven y es posible manejarlo. Dentro de unos años ya resultará ingobernable; nos captará con una mirada.
El comunicador de Conway repiqueteó con suavidad. Tras accionarlo, preguntó:
—Sí, ¿qué ocurre?
—Una comunicación personal para usted, señor.
—¿Para mí? Pásemela. —Al hablar con Henree su tono sonó rudo—: No puedo creer que sean los conspiradores de que has hablado tú.
—Abre y mira —sugirió Henree.
Conway cogió el sobre y lo abrió. Por un instante se mantuvo rígido, luego se echó a reír y tendió el sobre hacia Henree, para desplomarse entre carcajadas sobre su sillón.
Henree, al mirar el papel, vio sólo dos líneas mal garabateadas: «¡Que sea a vuestro modo! Saldré para Marte. David.»
Las carcajadas de Henree eran incontenibles.
—¡Lo has instruido muy bien!
Y Conway no pudo por menos que dejarse llevar también por la risa.
Para un terrestre nativo, Tierra significa Tierra. Era, en un tiempo, tan sólo el tercer planeta a partir de esa estrella conocida por los habitantes de la Galaxia con el nombre de Sol. En la geografía oficial, sin embargo, la Tierra era mucho más: comprendía todos los cuerpos del sistema solar. Marte era más Tierra que la misma Tierra y los hombres y mujeres que vivían en Marte eran mucho más terrestres que si hubieran vivido en el planeta madre. Legalmente, por supuesto. Votaban en elecciones de representantes para los Congresos Interplanetarios y de presidente planetario.
Pero hasta allí llegaba la situación. Los terrestres de Marte se consideraban a sí mismos muy diferentes y mucho mejor alimentados, y todo inmigrante debía recorrer un largo sendero antes de ser aceptado por un horticultor marciano como algo distinto de un turista eventual y de poca importancia.
David Starr lo comprobó casi al instante de entrar en el edificio de Oficinas de Empleos en Horticultura. Un hombrecito diminuto no se despegó de sus talones mientras él caminaba por los pasillos. Un hombrecito verdaderamente diminuto; no superaba el metro cincuenta, y de estar parados frente a frente, su nariz rozaría el pecho de David. Su cabello, rojizo pálido, estaba peinado hacia atrás, tenía una boca enorme, y llevaba el típico mono de cuello abierto y doble peto y unas botas altas, de color brillante, clásicas entre los horticultores marcianos.
Tan pronto como David se encaminó hacia la ventanilla que anunciaba «Empleo en huertos», los pasos, a sus espaldas, se hicieron precipitados y una voz de tenor le advirtió:
—Aguarda, chico. Sin prisa.
—¿Hay algo que pueda hacer por usted?
El hombrecito estaba frente a él y lo inspeccionaba con especial atención, palmo a palmo. Luego, con negligencia, aplicó un codazo a la cintura del terrestre, mientras preguntaba:
—¿Cuándo has descendido del viejo pedrusco?
—¿Qué dice?
—Muy voluminoso para ser un terrestrito, ¿Es que no cabías allí?
—Vengo de la Tierra, si.
El hombrecito hizo que sus manos, una tras otra, golpearan la parte superior de sus botas, con un sonido seco; era el gesto de auto-afirmación del horticultor marciano.
—En ese caso —dijo— vamos a ver cómo esperas y permites que un nativo se ocupe de sus propios asuntos.
—Como le parezca —respondió David.
—Y si tienes alguna objeción, la puedes aclarar conmigo cuando yo haya terminado con mis cosas, o en cualquier otro momento que te acomode. Mi nombre es Bigman. Soy John Bigman Jones, pero puedes preguntar simplemente por Bigman a cualquiera de la ciudad. —Hizo una pausa y luego añadió—: Ese, terrestrito, es mi apodo. ¿Algo que objetar?
—Nada, en absoluto —repuso David con tono serio.
—¡Estupendo! —dijo Bigman, y se dirigió hacia la ventanilla. David, tan pronto como el otro le dio la espalda, no pudo reprimir una sonrisa y se sentó para aguardar.
Hacía menos de doce horas que había llegado a Marte, sólo el tiempo para registrar su nave bajo un nombre falso en los hangares subterráneos de las afueras de la ciudad, para buscar alojamiento por una noche en un hotel y caminar durante un par de horas por las calles de la ciudad encerrada en una cúpula.
En Marte había tres ciudades como ésa, y tan escaso número era lógico, teniendo en cuenta el coste del mantenimiento de las enormes cúpulas y los torrentes de energía imprescindibles para alcanzar allí la temperatura y gravedad de la Tierra. Esta ciudad, Wingrad, así bautizada en honor a Robert Clark Wingrad, el primer hombre que había arribado a Marte, era la mayor.
No era muy distinta de las ciudades de la Tierra; casi era un recorte de la Tierra arrancado de allá y trasplantado a un planeta distinto. Parecía como si los hombres de Marte, a sesenta y cinco millones de kilómetros del más cercano de sus congéneres, necesitaran ocultarse a sí mismos ese hecho, de cualquier modo. En el centro de la ciudad, donde la cúpula elipsoidal tenía casi quinientos metros de altura, se alzaban hasta veinte edificios históricos.
Sólo una cosa faltaba. No se veían ni el Sol ni el cielo azul. La misma cúpula era translúcida, y cuando el sol incidía sobre ella, la luz se difundía, uniforme, por toda la superficie de casi cinco kilómetros cuadrados. Bajo la cúpula, la intensidad de la luz era tan pobre que el «cielo», para cualquier habitante de la ciudad, resultaba amarillo, de un amarillo pálido. Sin embargo, el resultado final equivalía al de un día nublado en la Tierra.
Cuando caía la noche, la cúpula se confundía en una negrura sin estrellas. Pero entonces se encendían las luces de las calles y la ciudad de Wingrad se asemejaba, más que nunca, a una ciudad terrestre. Dentro de los edificios la luz artificial se utilizaba noche y día.
David Starr prestó atención a un repentino estallido de voces.
Bigman estaba dentro de un despacho, vociferando.
—Te digo que éste es un caso de lista negra. Vosotros me habéis metido en una lista negra, por Júpiter.
Al otro lado del escritorio, su interlocutor aparecía confuso; sus dedos no dejaban de juguetear con las pobladas patillas que le encuadraban el rostro.
—No tenemos lista negra, señor Jones...
—Mi nombre es Bigman. ¿Qué tiene de malo? ¿Temes mostrarte amistoso? Los primeros días me has llamado Bigman.
—No tenemos lista negra, Bigman. Ocurre que no hay demanda de horticultores.
—¿De qué me hablas? Tim Jenkins se ha colocado anteayer, en dos minutos.
—Jenkins tiene experiencia en cohetería.
—Yo puedo manejar un cohete tan bien como Tim y ahora mismo.
—Vaya, pero usted consta aquí como sembrador.
—Y de los buenos. ¿Nadie necesita sembradores?
—Vea usted, Bigman —dijo el hombre tras el escritorio—, tengo su nombre en la lista. Es todo lo que puedo hacer. Se lo haré saber en cuanto haya una solicitud. —El individuo se enfrascó en el libro de entradas con elaborada indiferencia.
Bigman giró y, luego, por encima del hombro, le dijo:
—Está bien, pero me sentaré aquí mismo y la próxima solicitud será para mí. Si no me quiere, me lo tendrán que decir a mí. A mí, ¿comprendes? A mí mismo, J. Bigman J.
Al otro lado del escritorio, el hombre siguió silencioso. Bigman cogió una silla refunfuñando. David Starr se puso de pie y se acercó a la ventanilla. No había quien le disputara el turno, de modo que dijo:
—Necesito trabajo.
El hombre cogió una ficha de empleo, en blanco, y un tipeador manual.
—¿De qué clase?
—Cualquier trabajo de horticultura.
—¿Es usted marciano? —el hombre había desechado el tipeador.
—No, terrestre, señor.
—Lo lamento. No hay nada.
—Pues verá usted —dijo David—, puedo trabajar y necesito hacerlo. ¡Gran Galaxia! ¿Hay alguna ley que prohíba trabajar a los terrestres?
—No. Pero sin experiencia no habrá mucho trabajo para usted en un huerto.
—De todos modos necesito trabajo.
—Hay muchos empleos en la ciudad. Por la ventanilla siguiente.
—No puedo tomar una tarea en la ciudad.
El hombre del escritorio echó una mirada inquisitiva al postulante y David pudo interpretarla sin esfuerzo. Los hombres viajaban a Marte por múltiples causas, y una de ellas era que la Tierra se había tornado muy poco cómoda. Cuando llegaba una orden, la búsqueda en las ciudades de Marte era total (después de todo eran partes integrantes de la Tierra), pero nadie hallaba a un fugitivo refugiado en los huertos de Marte. Para los sindicatos de horticultores el mejor asalariado era el que no se atrevía a ir a otro lugar. A ese tipo de individuo lo protegían y jamás lo entregaban a las autoridades terrestres, contra las que experimentaban resentimiento y sordo desprecio.
—¿Nombre? —preguntó el empleado, con los ojos sobre la ficha.
—Dick Williams —respondió David; era el nombre bajo el cual había registrado su nave espacial.
El empleado no requirió ninguna identificación.
—¿Dónde puedo hallarlo?
—En el hotel Landis, habitación 212.
—¿Experiencia en trabajos en baja gravedad?
El interrogatorio prosiguió; la mayoría de las fichas quedaron semivacías. El empleado suspiró, las introdujo en una ranura, obtuvo un microfilm y lo archivó.