La figura con cabeza de chacal hizo un gesto para que me colocase a un lado de la balanza. Miré a mi alrededor. El extremo más alejado de la cámara desaparecía entre sombras, pero ahora podía ver dos estatuas a mi lado; una a la derecha y otra a la izquierda: Mesjenet y Renenutet, diosas del destino, que hablarían en nombre de los muertos. Y al otro lado, una bestia sentada parecida a un león con unas largas garras, amenazadoramente afiladas, de cocodrilo: el Devorador, dispuesto a engullirme a mí y a mis pequeñas mentiras. Parecía hecho de piedra, pero no podía estar seguro.
Habló la Perfecta:
—¿Cuál es tu nombre?
—Rahotep.
—¿Por qué estás aquí?
—Estoy buscando la respuesta a un misterio.
—¿Cuál es la naturaleza de ese misterio?
—Busco a alguien que ha desaparecido.
Silencio. El chacal avanzó y me indicó que vertiese mis palabras en uno de los platos de oro de la balanza. Sus preguntas fueron rápidas, insistentes, no me dejaban tiempo para reflexionar, por lo que de mi boca surgió una letanía de respuestas:
—No, no he mentido. No, no he cometido adulterio. Sí, he matado. No, no he robado.
Estaba vertiendo las palabras de mis buenos y malos actos en un maldito cuenco. Entonces el chacal dejó caer una pluma de avestruz, que descendió zigzagueando por el aire, en el otro plato de la balanza. Aquel aparato parecía extremadamente calibrado, pues tembló ligeramente cuando cayó la pluma, como si pudiese llegar hasta lo más profundo de mis dudas e indicar cuál era mi condena. Pero poco a poco la balanza se equilibró. Volví a respirar.
Entonces ella habló de nuevo:
—Hablas con la Verdad en la mano. Bienvenido. Cierra los ojos. Avanza.
Cerré los ojos y empecé a caminar como un ciego hacia las sombras. Me tomó de la mano, me guió y al cabo me indicó que me detuviese. Sentí cómo se movía a mi alrededor.
—Lo único que falta es que vuelvas a ser tú mismo. Porque si estás realmente muerto, tu alma debería ser un pájaro que bate sus alas entre los dos mundos. ¿Bate las alas tu alma?
No pude responder.
—¿El hombre que habla con la Verdad en la mano se ha quedado sin palabras?
—No todo puede ser expresado con palabras.
—Cierto. Pero ahora es el momento que restituya tus cinco sentidos. No puedo hablar de los otros, el sentido del humor, del honor y todo lo demás.
Me llevó hasta un banco y me senté.
—Según las indicaciones del rito, deberías estar tumbado en un ataúd, pero creo que sería demasiado melodramático. ¿Reconoces esto?
Asentí tras tocar el objeto que tenía en la mano: era un cuchillo de dos filos.
—Es un cuchillo
peseh-kef
.
—Se dice que el sacerdote debe pinchar la pata derecha de un buey recién sacrificado para transmitir parte de su fuerte espíritu al cuerpo resurrecto. Yo no voy a utilizar la pata derecha de un buey.
Llevó el cuchillo hasta mi boca. Sentí el frío beso de la cuchilla sobre mis labios. Olí el cálido aroma del cuerpo de ella. De repente, me sentí lleno de calor, con la posibilidad de la vida. Empecé a creer de nuevo que podría cumplir con el trabajo que me habían encomendado, y regresar por tanto a casa y retomar mi vida. Mantuvo allí la cuchilla durante un momento al tiempo que esos sentimientos se abrían paso en mi interior, después la apartó lentamente y la colocó sobre mis ojos, primero el derecho, después el izquierdo; y lo mismo hizo con mis orejas. De nuevo el frío roce del metal. Sentí que me sonrojaba como un enamorado.
—Ahora podrás hablar y comer, ver y oír. Has vuelto a la vida.
Abrí los ojos.
Las sombras se apartaron, como si de una cortina se tratase, y la vi.
Estaba sentado en una antecámara. Parecía como si las paredes y el suelo estuviesen hechos de plata; pero tal vez se debía al efecto acumulativo de multitud de lámparas y a que, llegados a ese punto, habría creído cualquier cosa; tal era el estado de confusión y encantamiento en el que me encontraba. En aquella cámara no había más que escalones que desaparecían en más sombras, un banco bajo, una pequeña mesa con comida y bebida, y dos sillas. Ella estaba sentada en una de ellas. Llevaba puesta una corona azul, que revelaba las formas puras y los contornos del cuello y los hombros, y acentuaba la evidente belleza de su rostro.
Con las manos en el regazo, me observaba interrogativamente, disfrutando, me dio la impresión, del reflejo que dejaban en mi rostro la corriente de pensamientos y sensaciones que estaba experimentando en ese momento. Le habría dicho cualquier cosa. Y me dio la impresión de que ella lo sabía, pues en cuanto lo pensé ella sonrió. Aquella breve sonrisa me atravesó como una ola de satisfacción, de calor, de… ¿Dónde están las palabras para momentos como ese, en los que nos sentimos plenamente vivos, atentos por completo a otra persona, a su misterioso espíritu, notando un cosquilleo que nos recorre hasta el límite de lo físico y más allá, lo que nos lleva a sentir que no estamos limitados por la piel y los huesos sino que formamos parte de un todo? No soy más que un agente medjay, un detective, nada más que otro personaje en esta charada que es el mundo. Pero, durante un momento, en la gloria de su atención, me sentí como un pequeño dios liberado de las exigencias del tiempo y del mundo. Entonces su sonrisa desapareció. Supe que quería que volviese a sonreír, supe que quería hacer algo para ver aquella sonrisa de nuevo en aquella cara digna, franca y extraordinaria.
—¿Qué hora es? —pregunté finalmente y, de inmediato, me sentí tonto por hacer una pregunta tan simple e irrelevante.
—Es la hora de Ajet. —Su voz era cristalina y calma.
—Recuérdame lo que eso significa, por favor. —Me sentí burdo a su lado.
—Significa la hora antes del alba. Es también lo que los libros denominan el momento de ser efectivo. Otro modo de pensar en la cuestión es este: el
aj
es el nombre que damos cuando la persona se reúne con su alma una vez muerta. Los hay que creen que esa reunión dura toda la eternidad.
—Eso es mucho tiempo.
Ella respondió a mi nerviosa ironía con una mirada de atención. Me recordó que no tenía por qué interpretar el papel de medjay allí. El reto era mucho mayor: ser yo mismo.
—Y otra manera de entenderlo es esta: en la lengua sagrada, el signo aj es el ibis sagrado, el pájaro de la sabiduría. Piensa en ello como el coro del alba que anuncia tu nueva vida.
Nos miramos durante unos segundos. ¿Qué me estaba ocurriendo?
—¿Es esta mi nueva vida? —pregunté—. ¿He muerto? ¿He vuelto a nacer?
—Tal vez, si lo miras desde el ángulo adecuado. El lado de la verdad. —Torció la cabeza para mirarme.
—Me siento muy honrado de conocerte —dije.
—Oh, por favor, no te sientas tan honrado. Estoy cansada de honores. Lamento haberte puesto las cosas tan difíciles. Todo tan dramático… Todos estos retos y exámenes. Debes de haberte sentido como un personaje de fíbula. Pero tenía que saber si podía confiar en ti. Si eras el hombre verdadero. ¿Tienes hambre? ¿Sed?
Hizo un gesto hacia la mesa y me sirvió un vaso de agua. Me lo bebí con ansia, sin ser consciente de lo seca y pastosa que tenía la boca, del calor que hacía en aquella estancia. Tal vez ese era el motivo de que no dijese más que tonterías. Volvió a llenar la jarra con el agua de una fuente que brotaba de la pared y la colocó frente a mí. Todos y cada uno de sus movimientos eran perfectos. Una mujer en completa posesión de sí misma. Incluso verter agua en un vaso parecía centrar toda su atención y suponerle un placer. Estaba viva y en conexión con todo.
—¿Dispones de agua dulce aquí?
—Sí, hay un manantial justo detrás del edificio. Escogí este lugar en parte por eso.
—¿Escogerlo? ¿Para qué?
—Para mi santuario.
—¿Santuario, de qué?
Se detuvo.
—No debo olvidar que eres el hombre que encuentra respuestas a los grandes misterios haciendo preguntas sencillas. —Me sirvió más agua, después se alejó unos pasos—. ¿De ese modo me encontraste? ¿Haciendo preguntas? —Sus ojos centellearon. Diversión. Curiosidad. Interés—. ¿Cómo llegas a saber lo que sabes?
En ese momento no se me ocurrió respuesta alguna. Sentí como si el trabajo que había llevado a cabo toda mi vida, mis acciones y mis pensamientos, mis sueños e ideales, se disolviesen en un puñado de polvo que se escurría entre los dedos de mi mano, brillando a la luz de la lámpara mientras caían. Y me gustó la sensación.
—Nuestro señor…
—Llámalo por su nombre. Los nombres son poderosos. Llámale Ajnatón.
El modo en que ella pronunció su nombre fue tan complejo como una frase musical. Había algo de melodía afectiva, pero también disonancias y emociones contrapuestas. Se adentró un poco más en la oscuridad de la cámara.
—Ajnatón me mandó llamar, me eligió en lugar de los jefes medjay de la ciudad, para que intentase encontrarte.
—No fue él quien te mandó llamar. Fui yo. Y te he estado observando desde que llegaste.
Sentí como si se abriese una puerta allí donde no había habido ninguna. Se volvió hacia mí, con su magnífico rostro de nuevo al alcance de la luz. Esperó tranquilamente a ver cómo reaccionaba, sus fríos ojos examinaron los míos. Durante un momento me sentí confuso, intentando incorporar sus palabras a la información que había ido recopilando; intentando, a decir verdad, observar la totalidad del misterio desde la nueva perspectiva que exigían aquellas sencillas palabras. Sentí un repentino acceso de vértigo. ¿Y Seshat, la chica muerta? ¿Qué había pasado con Tjenry y Meryra? ¿Y qué sentido tenía aquella magnífica y a un tiempo horrible farsa?
El gato avanzó hacia mí, frotando su largo costado contra mi pierna, creando una cascada plateada entre los dos. Lo acaricié. Nefertiti sonrió, y en esta ocasión la sonrisa fue más sincera.
—Le gustas.
—A mí también.
—Pero tú eres un hombre al que no le gustan los gatos.
—Las cosas cambian. ¿Cómo sabías que me encontraría y que me traería hasta aquí?
El gato caminó hacia su dueña, saltó sobre su regazo y se volvió para mirarme, inclinando ligeramente la cabeza, con la cola curvada.
—No lo sabía. Lo creí.
Me sentí perdido de nuevo en un territorio desconocido donde las cosas no eran lo que parecían ser. Donde la verdad era muchas cosas. Donde creer podía lograr que las cosas pasasen. Donde no sabía lo que sabía.
—Sabía que volvería. Y creí que podías seguirle.
Dije:
—Tengo la extraña sensación de ser un personaje y de que estás escribiendo mi destino.
—Todos estamos incluidos en la misma historia. Te he llamado porque no sé cómo acaba. Has echado a volar los pájaros. Pero ahora nos encontramos justo en medio, en una situación difícil, y solo sabremos cómo acaba viviendo lo que nos tiene deparado el porvenir. Yo sé lo que deseo para mi final, pero no estoy segura. No puede llegar a cumplirse hasta que lo representemos, lo hagamos real. El Libro de los Vivos, si quieres verlo así. Y respecto a ti, necesito tu ayuda.
Su inteligencia resultaba emocionante; disfruté de los matices de su expresión al hablar: el flujo de sus emociones, de su ingenio, de su agudeza. Me dio por pensar, como por ensalmo, que me encontraba ante una gran actriz, totalmente comprometida con todas las palabras que pronunciaba y manteniendo un férreo control sobre sí misma. También empecé a percibir algo distinto: un profundísimo pozo de necesidad en su interior. Estaba desesperada por revelarse, por contar su historia, por explicar sus razones e incluso sus miedos. Necesitaba a alguien con quien hablar. Entendí entonces que estaba sola, en un pequeño bote, a la deriva en un mar de problemas. Y me estaba pidiendo ayuda.
Soy bastante escéptico en lo que a las palabras se refiere. He aprendido a desconfiar de ellas, pues con frecuencia hacen que nos extraviemos o adquieran una apariencia sencilla que esconde paradojas más oscuras y verdades menos atrayentes. Las palabras tienen una cualidad resbaladiza, una falta de fiabilidad. Pero también hay algo en su poder que a veces encierra una belleza insoslayable. ¿Y no es cierto acaso que parte de la esencia de las palabras es que se metamorfosean en otra cosa, en historias que contamos sobre el mundo o sobre nosotros mismos o sobre los demás, o sobre sueños que recordamos a medias o en un silencio que va más allá de las palabras? Tenía que oírle contar su historia. Después de todo, yo ahora formaba parte de ella.
—Dime qué necesitas que haga —dije—. Y, por favor, explícame por qué.
Volvió a sentarse, frente a mí.
—Es una historia muy larga.
—¿Estoy incluido en ella?
—Lo estás.
—Me remontaré al principio —dijo Nefertiti—. La mayoría de las historias empiezan con el nacimiento y la infancia, ¿no es así? Nací en tal o cual lugar, en una estación del año concreta; estas o aquellas estrellas propicias o desafortunadas fueron testigos del momento de mi nacimiento y guardan el secreto de mi destino. Pero todas esas cosas no vienen ahora al caso, porque además no las conozco. Tuve suerte, supongo, de crecer en una familia que tenía poder e influencia, riqueza y orgullo. ¡Tanta abundancia! Olvidamos con frecuencia la fragilidad de la buena suerte.
Escuché. Estaba buscando el hilo del que tirar para contar su historia.
—Más allá de fragmentos que bien pudieron ser sueños: corretear por un jardín verde entre luces y sombras, oír el sonido del Gran Río montada en un bote por la tarde, volver a casa una noche en un carro, con la cabeza sobre el regazo de mi madre mientras contemplaba las estrellas… mi primer recuerdo es de cuando mi padre me llevó al festival Opet para recorrer la nueva columnata procesional en Luxor. Le agarré de la mano porque me asustó mucho la avenida de las esfinges: parecían monstruos de cara alegre. ¡No podía entender por qué había tantos! Mientras caminábamos mi padre me contaba fábulas: de Tutmosis, quien respondiendo a un sueño sacó la arena del desierto que estaba cubriendo la Gran Esfinge a cambio del trono del Gran Estado; y del elegante Amenofis, que amaba los caballos por encima de todas las cosas, que distribuyó los cadáveres de sus enemigos por los muros de la ciudad dejándolos a la vista de todo el mundo y que fue enterrado con su arco favorito; y de su nieto, Amenofis, nuestro rey, el Hermoso, que llora ahora la repentina muerte de su primer hijo. Recuerdo que me dijo que el príncipe muerto había sido enterrado con su gato favorito, al que llamaba Gatito. Gatito se fue con él al Otro Mundo. Me gustaba pensar que Gatito estaba sentado en la proa del Gran Barco del Sol, observando con sus verdes ojos los misterios del Otro Mundo, y también el verde rostro del propio Osiris.