Durante unos segundos pareció ofendido.
—Bueno, te conté algunas cosas sobre mí mismo que eran totalmente ciertas. Y, por descontado, me gusta el vino y también las almendras.
Tal vez me limitaba a intentar reprimir el sentimiento de estupidez que me acuciaba. Detesto que me pillen en un paso en falso. Durante un rato estuvimos enfurruñados como niños.
Estábamos sentados a la sombra en un patio protegido del sol por aleros y toldos de lino.
—¿Entiendes la seriedad de la situación en la que nos encontramos?
Jety asintió. De nuevo, él estaba al cabo de todo.
—¿Conoces las Instrucciones de Ptahhotep: «No intentes controlar cuestiones cuya resolución no está en tus manos»? Pues bien, nosotros no tenemos más remedio que contradecir esa norma. Necesito que me aclares diversas cuestiones de fondo. Todavía no entiendo por qué no me dijiste antes todo lo que estaba aquí en juego. —Intentó interrumpirme, pero alcé la mano para que se mantuviese en silencio—. Sí, no hay duda de que habías jurado mantener el más estricto secreto. Con toda seguridad había otros asuntos, mucho mayores, en juego. Ahora, tenemos que encontrar una casa segura para mí, y quiero saberlo todo acerca de las medidas de seguridad para el festival. Y, por encima de todo, quiero pactar con Mahu.
—¿En qué puedo ayudar?
—Quiero visitar los archivos de información de los medjay. ¿Puedes ayudarme en eso?
—Sí, pero ¿por qué?
—Tienen información de todo el mundo. De ti, de mí, de Ay, incluso del propio Mahu. Es preciso que ahondemos más, descubrir qué está pasando aquí, por lo que tenemos que saber algo más sobre los conspiradores y sus historias secretas.
Jety reflexionó unos segundos.
—Tengo un contacto, un escriba. Puede ayudarnos a entrar y a encontrar los documentos relevantes.
—¿Podemos confiar en él?
Sonrió de medio lado.
—Es mi hermano.
—Hoy en día, ni siquiera es posible fiarse de un hermano.
—Es mi hermano pequeño.
—Eso empeora las cosas; los hermanos pequeños a menudo traicionan y asesinan a los mayores. Rivalidades fraternales.
Jety soltó una risotada.
—Le gusta la música y leer; no está interesado en asuntos políticos. Prefiere pasar el tiempo en la biblioteca. Confía en mí.
Nefertiti entró. Confieso que no podía apartar la mirada de ella. Había algo incandescente en su presencia.
—Este lugar no será seguro para vosotros los próximos días —dijo—. Sin embargo Jety sabe de una casa en el barrio de los obreros, una localización secreta. Me temo que no es muy cómoda, pero supongo que a nadie se le ocurrirá buscarte allí. Y estoy convencida de que sabrás disfrazarte para hacerte pasar por un inmigrante más.
Era una cuestión delicada. Los pobres son invisibles para los ricos.
—Así lo haré. Como suele decirse, el pobre en la casa del rico —dije.
No había puertas ni ventanas en las paredes de esa casa. El único modo de salir era volver a pasar por el laberinto. Así que nos despedimos y descendimos por la escalera. En esta ocasión, numerosas lámparas y antorchas iluminaban el camino. Me fijé en las fantásticas imágenes de los muros: pájaros, animales y jardines iluminados por un sol y una luna del inframundo.
—Jety, ¿dónde estamos?
—¿Recuerdas cuando fuimos a la Casa de la Reina? ¿Recuerdas que te sentaste en una silla y miraste hacia el otro lado del río?
La fortaleza baja en la otra orilla. Había estado al corriente desde el principio.
—Como vuelvas a mostrar otra de esas sonrisitas tuyas, Jety, te tiraré por la escalera.
Su risa resonó por los numerosos pasillos que se iniciaban frente a nosotros y que desaparecían entre las sombras. Los últimos restos de luz solar llegaban hasta donde nos encontrábamos.
—Bien, como dice el aventurero: «Todos los senderos llevan a algún lugar» —replicó.
—Muy adecuado. Pero si no recuerdo mal, en esa historia el aventurero nunca regresaba a su hogar. ¿Cuál de estos nos lleva donde queremos ir?
—Estos pasillos están diseñados para atrapar para siempre a los intrusos. Por suerte, los conozco como la palma de mi mano.
Señaló con el mentón hacia uno de ellos. Ambos tomamos sendas antorchas y echamos a andar en silencio con la única compañía del sonido de nuestros pasos y nuestras sombras. No tardamos en llegar a un cruce. Jety dudó.
—¿Qué pasa?
—Intento recordar el camino.
Cogió uno de los senderos, pero de repente se detuvo y emprendió la marcha en sentido opuesto.
—¿Qué sucede ahora?
—Lo siento, camino equivocado.
—¿Y tú eres el hombre que tiene que ayudarme a salvar el mundo?
Sabía que estábamos pasando bajo el río. Pequeñas corrientes de aire caliente, brisas fantasmales del ultramundo, hacían vibrar las llamas de nuestras antorchas pero no las apagaban. Pude ver retazos de otras escenas pintadas en las paredes: los espíritus de los muertos disfrutando de los placeres del Otro Mundo. Nos contamos a nosotros mismos historias de felicidad y alegría más allá de la tumba, pero construimos templos y tumbas oscuras, y nos atemorizamos con fábulas sobre monstruos y nombres secretos. En la seguridad de la luz de las antorchas y en compañía de Jety, sin embargo, los pasillos que tanto me habían asustado la noche anterior perdieron su poder aterrador.
Tras un rato caminando en silencio, llegamos a una escalera que ascendía hacia la oscura trampilla. Rendijas de luz se colaban entre las tablas de madera como si de largos cuchillos se tratase. Escuchamos con atención, pero solo oímos una especie de resoplido y de roce, como de unos bailarines lentos y patosos. Con infinita cautela, Jety levantó la trampilla. La luz nos deslumbró tras el tiempo pasado en la oscuridad. Observó con atención a su alrededor, después volvió a cerrar la trampilla y salimos a la luz del día.
Lo primero que me llegó fue el olor. Cerdos. El fétido hedor del barro, mezclado con verduras pasadas y mierda de cerdo. Parecían una reunión de dignatarios corruptos. Sus mandíbulas temblorosas no cesaban de masticar mientras nos observaban con una única pregunta en la mente: ¿serán comestibles? El techo de la pocilga era bajo, así que tuvimos que agacharnos para atravesarla, tapándonos la nariz, intentando sin éxito alguno no pisar nada excesivamente desagradable. Llegamos a una maloliente y estrecha callejuela. Los restos de excrementos humanos y animales se apiñaban en los nauseabundos terraplenes de los costados. Los obreros se amontonaban allí donde el estrecho pasaje se ensanchaba, un poco más adelante, y el olor de la vida cotidiana proveniente de un mundo mejor pasó por encima de nosotros. Había una puerta cubierta con un raído tapiz justo en la dirección opuesta a la pocilga; la atravesamos rápidamente. Entramos en un caliente y polvoriento almacén en el que se guardaban objetos en desuso, viejas jarras, tinajas y fragmentos rotos de todo tipo de objetos. Había otra puerta que llevaba a otra habitación en la que había dos sencillos colchones de paja, agua en una jarra de piedra y una bolsa con algo de comida. Una desvencijada escalera de mano a la que le faltaban algunos escalones llevaba a una puerta que daba al tejado. Jety observó la puerta de entrada desde dentro.
—Hogar dulce hogar —dijo.
Dentro de otra caja encontramos ropa de obrero, un montón de ropa áspera y basta, baratas sandalias de cuerda, y también ropas propias de la clase media, indistinguibles, con las que podíamos vestirnos si la situación lo requería. Pero primero quería subir al tejado para orientarme. Me vestí bastante rápido con ropa limpia y subí por la escalera. Abrí la portezuela del tejado y eché un cauto vistazo. Era una vista de la ciudad como no la había tenido hasta entonces. Un caos de tejados que seguían una loca e improvisada distribución, una especie de pequeño pueblo de chabolas. No había duda de que allí vivían muchos de los pobres de la ciudad, invisibles pero que se encargaban de la limpieza y el trabajo duro. El calor hacía vibrar el aire, pero nada se movía. Aquel lugar transmitía la sensación de abandono propia de la media tarde, pero también parecía sin vida, falto de los intensos colores de los frutos secos y las verduras, de las gallinas revolviéndose en sus jaulas y de las coladas tendidas tan características de Tebas. No había niños dando saltos; solo algunas viejas se movían sin orden ni concierto, con la cabeza inclinada trabajando sin descanso, arreglando ropa gastada después de que se secase en las tablas o en las cuerdas bajo el descolorido sol de la tarde. Nadie se fijó en mí.
La mejor vista era la que daba al río, y en particular al largo embarcadero desde el que yo había partido con la expedición de caza hacía tan solo unos días. Ahora, sin embargo, en lugar de botes de placer y jóvenes cantarinas, el embarcadero estaba sumido en un tráfico frenético; en las aguas, grupos de botes pegados unos a otros esperaban para atracar con sus diferentes cargas. Era como observar una lenta y desordenada batalla desde la ventajosa y remota perspectiva de una mosca.
Algunos botes acarreaban madera, piedras, frutas y maíz. De uno de ellos, en medio de una marea de gritos, llamadas y trinos que formaban una ansiosa melodía, bajaron monos atados con cuerdas, aullando y dando brincos con confuso nerviosismo, jaulas con pájaros de colores, halcones adiestrados posados sobre guantes, y en una fuerte caja un gran babuino, que observaba aquel primitivo y ruidoso mundo con digno desprecio. Gacelas, antílopes y cebras resbalaban y temblaban cuando tiraban de ellos para que descendiesen por las pasarelas. Otro barco traía a un grupo de pigmeos de Punt, que no dejaban de moverse, caminando sobre las manos, lanzándose unos a otros por el aire para deleite de la multitud.
Todo eso era para el festival. Los regalos, tributos y suministros de comida, bebida y entretenimiento provenientes de todos los rincones del imperio estaban empezando a llegar a la ciudad para satisfacer los apetitos de una selecta congregación de personajes ricos y poderosos. Se trataba de un acontecimiento del que nadie iba a disfrutar pero que ofendería a cualquiera de aquellas personas en caso de no ser invitada. Había que estar allí, ser visto, participar junto a todos aquellos poderosos dignatarios si uno quería ser considerado miembro del más elevado escalafón social. Todos los reyes traerían consigo a sus familias, a su séquito, a sus embajadores y a sus sirvientes, a sus funcionarios, sus secretarias, sus ayudantes, a los ayudantes de los ayudantes, y a todo un regimiento de siervos, según la escala jerárquica. La ciudad todavía no parecía preparada para acoger a tantos visitantes; supuse que la multitud crecería tanto que la gente se vería obligada a dormir en el desierto, en las tumbas que estaban en la parte alta, o en los campos, como una plaga de langostas.
Oí un ruido a mi espalda y vi aparecer la cabeza de Jety por la trampilla. Se unió a mí en el parapeto.
—Celebrar el festival de jubileo ahora es una locura, ¿no te parece? —dijo—. Todavía no hace treinta años del inicio de su reinado.
—Ajnatón necesita desesperadamente dejar claro su estatus y confirmar la nueva capital —respondí—. Y sabe que en momentos de crisis lo mejor es celebrar un festival o iniciar una guerra. Aunque él no quiera creerlo, sus principales consejeros saben el peligro que acecha al país, tanto dentro como fuera de sus fronteras. Tiene problemas internos y también en el extranjero, y la cosecha del año pasado volvió a ser escasa. No se paga a la gente con regularidad. Están preocupados, y si él no lo tiene en cuenta la gente empezará a enfadarse. Necesita que todo el mundo le rinda pleitesía en público, incluidos sus enemigos en el interior y en el extranjero, y reafirmar sus derechos territoriales sobre los reinos que conforman el imperio. Pero este gigantesco espectáculo se verá socavado si la reina no está aquí. Esa es la causa principal de la desesperación del rey.
La perspectiva de una celebración de grandes dimensiones me llevó a recordar ciertas cosas.
—Yo era un niño cuando se celebró el último jubileo, bajo el reinado de Amenofis. La gente dijo que no tenía comparación posible con nada que hubiesen visto antes. Ordenó que se construyese el lago Birket Habu cerca de palacio para que él, los dioses y la familia real pudiesen trasladarse en barcazas. ¿Puedes imaginar, Jety, un lago artificial de semejante tamaño? Todos los años de trabajo, todas las vidas sacrificadas… para un único día de celebración. Mi padre me llevaba a hombros para que pudiese ver por encima de la cabeza de la gente. Estábamos bastante lejos, pero recuerdo que un cocodrilo gigante se desplazaba por el agua, sacudiendo la cola lentamente de un lado a otro, moviendo los ojos, brillantes como si fuesen de cristal, y abría y cerraba la mandíbula, enseñando aquellos grandes dientes blancos. Obviamente, lo habían construido con madera y marfil, tenía algún tipo de mecanismo y además iba montado sobre una barca. Pero para mí era Sobek Ra, el dios cocodrilo. ¡Estaba aterrorizado! Entonces apareció Amenofis, en una enorme barcaza dorada rodeado de esclavos, sentado en un trono elevado, portando dos coronas. Y los dioses, ocultos en cabañas, viajaban en sus botes dorados de este a oeste. Apenas podía respirar. Resulta extraño descubrir las cosas que nos imponen respeto. Si fuese testigo ahora de ese mismo acontecimiento vería ilusión, credulidad, un entretenimiento. No vería más allá del simple mecanismo, del gasto y los aparatos que harían funcionar el espectáculo. ¿Soy ahora mejor o lo era cuando creía lo que veía?
No existía una respuesta útil a esa pregunta, y por otra parte teníamos otras cosas de las que preocuparnos. Nos concentramos en la frenética actividad que tenía lugar en el embarcadero. Entre los barcos amarrados me fijé en uno particularmente elegante; se distinguía por su refinado diseño, por la lustrosa perfección de la madera y de las juntas, y por la gloriosa riqueza de sus velas: era un barco militar de primera clase. Sin duda en él viajaba un hombre importante. Los estibadores se hicieron con los cabos que les habían lanzado los marineros y llevaron con gran destreza el barco hasta el lugar que le correspondía. Entre las figuras de los marineros, todos de uniforme, apareció un hombre más alto, rodeado de oficiales. Estaba demasiado lejos para verlo con claridad, pero se dirigían a él con el mayor de los respetos; se trataba de una recepción militar y una guardia oficial esperaba su llegada, sin duda sudando bajo sus sombrillas mientras esperaban a que se cumpliese el tedioso trabajo del amarre. Hasta donde nos encontrábamos llegó el sonido apagado de una fanfarria mientras el hombre misterioso desembarcaba entre el gentío.