—Esta es la biblioteca principal —dijo Intef—. Aquí guardamos todos los documentos y publicaciones relacionados con los trabajos en curso en la ciudad. Tenemos secciones separadas para Asuntos Extranjeros y Correspondencia, Información sobre Asuntos Internos, Actos Criminales y Juicios, Documentación Cultural, que incluye poesías y fíbulas, Textos Sagrados, heréticos y ortodoxos, Archivos Históricos y otros que no lo son… y cosas por el estilo. A veces resulta un tanto complicado saber bajo qué epígrafe tiene que guardarse una información.
—¿Y qué hacéis entonces? —pregunté.
—Enviamos a que la clasifiquen. Y si eso no resulta, se pasa a otra sala de la biblioteca que, en privado, todos llamamos Miscelánea, Misterios y Desapariciones. A veces, sabemos que tendríamos que poder disponer de ciertos documentos, ciertas pruebas transcritas, pero por alguna razón no las tenemos aquí, en la biblioteca. Así que dejamos constancia de esas ausencias, por expresarlo de algún modo, y enviamos de nuevo esos documentos a la Sala de Desapariciones. En algunos casos, redactamos notas para definir qué es lo que ha desaparecido en términos de información secreta; o sea, lo que sabemos que no sabemos, por así decirlo. —Sonrió.
—Creo que lo he entendido. Eso debe ampliar bastante los archivos. ¿En la Sala de Desapariciones constan las personas desaparecidas?
Me miró con suspicacia, después miró a su hermano.
—¿Qué es lo que estáis buscando exactamente?
—No se trata de qué, sino de quién. No creo que la información que andamos buscando se encuentre en esta sala.
Intef echó un vistazo a los hombres que se estaban preparando para marcharse. Asintió con ansiedad y le seguimos. Recorrió apresuradamente varios corredores y entramos en un gran laberinto de papiros. Los pasillos estaban alineados y los estantes iban desde el suelo hasta el techo; en ellos se apilaban infinidad de documentos y textos polvorientos: láminas de papiro sin encuadernar, colecciones encuadernadas, algunos de ellos en estuches de cuero, otros enrollados, cajas de madera con millones de placas de arcilla con toda clase de escrituras.
—¿Qué lengua es esta? —pregunté cogiendo una tabla cubierta con complejas marcas sesgadas.
—Es babilonio, la lengua internacional de la diplomacia —dijo Intef, tomando la tabla de mis manos con un chasquido de lengua, que denotaba fastidio, y devolviéndola a su lugar.
—Es normal que todo el mundo esté confundido. ¿Cuánta gente puede leer esto?
—Aquellos que tienen que hacerlo —respondió con un deje de beatería.
Entonces, tras echar una rápida mirada a un lado y a otro del pasillo, nos metió en una pequeña antecámara apenas iluminada y repleta de estantes. Igual que un mal actor interpretando el papel de un conspirador, me dijo en voz demasiado alta:
—A decir verdad, es un gran honor ayudaros en vuestro proyecto. ¿Qué puedo hacer por vosotros? —Tras decir esto hizo un gesto con el pulgar señalando hacia las paredes y me guiñó un ojo.
Capté el juego.
—Estamos buscando las gloriosas actas de nuestro señor…
Me hizo otro gesto para indicar que siguiese adelante.
—Y por ese motivo queremos pedirte que nos hagas el honor de permitirnos acceder a los archivos en los que se relatan sus primeros años de vida.
Al mismo tiempo, Jety le pasó un diminuto rollo de papiro en el que había escrito los nombres de aquellos que realmente nos interesaban. Intef escondió el rollo bajo su túnica.
—Seguidme, por favor —dijo alzando mucho la voz, casi cómicamente—. Estoy convencido de que guardamos muchos tesoros relativos a los Grandes Trabajos de nuestro señor.
Caminamos más rápido ahora mientras atravesábamos los pasillos. Intef susurró con más urgencia en esta ocasión:
—No puedo permitirme verme envuelto en ningún problema. Hago esto únicamente porque mi hermano insistió. Debería haber supuesto…
—Le dije a Jety que te lo pidiese. ¿Por qué no lees la lista de nombres?
Así lo hizo, y me percaté de que su rostro se volvía cada vez más pálido. Sujetó el papiro como si fuese algo envenenado.
—¿Tenéis la menor idea del peligro que me hacéis correr a mí o del que corréis vosotros? —siseó.
—Sí —respondí.
Se quedó sin habla. Hizo el viejo gesto de bendecirse y nos llevó a otra sala, larga, oscura y estrecha, en algún lugar interior del edificio. Comprobó que no había guardias y enfiló una escalera que llevaba a una cámara bastante amplia, polvorienta y de techo bajo, parecida a una tumba, apenas iluminada, que, según explicó en voz muy baja, contenía los archivos clasificados de la colección.
—Hay patrullas de guardias a todas horas del día y de la noche —nos advirtió.
Había muchas estanterías, cada una de ellas marcada en el extremo con un jeroglífico distinto, que se extendían hacia las sombras. Muchas palabras y signos, información e historias se guardaban allí. El roce casual de una antorcha contra una estantería, una vela olvidada que cayese sobre una pila de papiros, una chispa avivada por una corriente de aire y que prendiera en la esquina amarillenta de uno de aquellos viejos tomos, y esa librería oculta llena de secretos sería consumida por las llamas en cuestión de segundos. Resultaba tentador.
En primer lugar buscamos el archivo dedicado a Mahu. La información estaba almacenada con precisión burocrática. Había miles de documentos dedicados a ciudadanos cuyo nombre empezaba por M. Ojeé varios de ellos: Maanajtef, el delegado de Agricultura bajo el reinado del abuelo de Ajnatón; Maaty, encargado de Tesorería; Madja, «Ama de la Casa». Leí un poco su expediente: «informadora de la comunidad de artesanos… trabajadora del sexo». Había otros muchos individuos cuyos nombres y secretos habían pasado a engrosar las filas del olvido. Y entonces lo encontré: una hoja de papiro dentro de una ordenada carpeta de cuero. Pero el contenido era decepcionante.
Los papiros solo contenían la información más elemental: fecha y lugar de nacimiento (Menfis), antecedentes familiares (corrientes), una larga lista de elogios, detenciones de fugitivos, estadísticas sobre sus éxitos, ladrones armados llevados a juicio, número de ejecuciones… y después las palabras: «Papeles X Clasificados». Debía de haberlo escrito él mismo. En cierto sentido, no esperaba otra cosa. ¿Qué clase de jefe de policía dejaría sus secretos por escrito en su propio archivo?
Meryra debía de ser el siguiente. Pasé los papiros, echándole un breve vistazo a Merer, jardinero; Merery, sacerdote superior de Hator en el templo de Dendera en la Sexta Nome, también guardián del ganado. Entonces llegó Meryra. Progenitores: padre, Nebpehitre, primer sacerdote de Min en Koptos; madre, Hunay, enfermera jefe del Señor de las Dos Tierras. Era interesante encontrar siempre las mismas familias manteniéndose cerca e influyendo a la familia real. Koptos era un lugar de gran riqueza, debido a sus minas de oro, a sus canteras y a estar emplazada en la ruta de comercio hacia los mares orientales; una gran fuente de ingresos para su padre. Min, lo sabía, era un dios asociado a los cultos de Anión y Tebas, y también era el Protector del Desierto Oriental. Su principal ocupación había consistido en velar por las ceremonias de coronación y los festivales; era el dios de la potencia que aseguraba el poder del rey. De ahí que la familia hubiese desplazado sus lealtades tal como le convenía, con gran éxito, negociando posiciones coincidentes tanto en la jerarquía Amón como en la Gran Casa. Pero, por lo visto, a Meryra se le había dado la oportunidad —¿o se trataba tal vez de una amenaza?— de comprometer por completo su fidelidad a Ajnatón y el culto a Atón.
Leí a grandes rasgos su biografía, que no contenía nada excepcional. Educado en las habituales escuelas y admitido en diversos oficios hereditarios; por lo que parecía, se había aliado a Ajnatón poco después de la muerte de Amenofis. Había sido uno de los primeros en llegar a la nueva ciudad. Se había convertido en el consejero jefe de Ajnatón en lo relativo a política interna. En ese sentido, había sido capaz de proteger y mejorar los bienes de la familia dentro de las fronteras, supongo. Bueno, ya no podría seguir haciéndolo. Ahora estaba muerto. Pero ¿qué información podía extraer de ese archivo que me dijese por qué había sido elegido como víctima? Obviamente, el asesinato del recién nombrado sumo sacerdote de Atón era un golpe fuerte y muy bien pensado en el mismo corazón del poder de Ajnatón. Y el momento no podría haber sido mejor elegido. ¿Quién podía beneficiarse de algo así? Di por supuesto que sus posesiones pasarían a las arcas de la Tesorería. Igualmente, Ramose tenía sus motivos: con esa maniobra se había librado de su principal opositor. Pero el modo en que Meryra había sido asesinado no encajaba con esa idea; Ramose habría obrado de un modo más sutil, menos llamativo, y se habría asegurado de que su muerte no apuntase hacia él de un modo tan obvio. Por otra parte, Nefertiti había dicho que jamás le había visto actuar movido por la venganza. No, lo ocurrido había sido pensado para incidir y aumentar la sensación de inestabilidad del régimen del modo más efectivo y más público posible.
La ansiedad de Intef crecía por momentos; no dejaba de estar atento a los pasos de los guardias. Hice caso omiso de él y empecé a buscar el expediente de Horemheb. Harmose, músico, juglar de Senenmut, ministro, PS enterrado con su laúd; Hat, funcionario, caballería, informador. Pasé deprisa los archivos referentes a Hednajt, Hekanefer, Henhenet, archivos de escribas, consortes reales, chambelanes, cantantes, trompetistas, sacerdotes, recaudadores de impuestos y burócratas; un gran desfile de títulos y condiciones, altas y bajas, de trabajos y traiciones, hasta que le encontré.
Los detalles biográficos ya de por sí resultaban interesantes. Nacido en una distinguida familia del delta. También conocido con otro nombre, Paatenemheb; otro nombre de Atón. Fue interesante descubrir que mantenía los dos nombres, y por lo tanto la alianza del pasado y la del presente, a pesar de ser conocido con ese nombre no relacionado a Atón. Formado en la escuela militar de Menfis. Distinguido. El mejor de su promoción. Fue grado medio, después comandante de compañía y siguió adelante hasta llegar a ser jefe adjunto de las tropas del norte a la edad de veinticinco años. Campañas en Nubia, Mittani, Asiría. Casado con Mutnodjmet, hermana de Nefertiti. Esa altamente beneficiosa relación política le había llevado al centro del poder. Su último ascenso acababa de producirse: comandante del ejército de las Dos Tierras. Ese era un puesto muy significativo. Ahora podía dar cuentas de sus actividades directamente a Ramose, tal vez incluso al propio Ajnatón. Pasé al siguiente papiro, pero estaba en blanco, como si el archivista supiese que le esperaba un largo futuro del que dejar constancia.
Pasé a Ay. Lo encontré después de Auta, escultor, homosexual… encargado de la representación escultórica de la princesa Baketatón. El documento relativo a Ay era interesante, pues contenía los datos de su nacimiento —hijo de dos de las personas más influyentes en la corte de Amenofis III, y hermano de Tiy—, su matrimonio con Ty, «nodriza de la reina Nefertiti», curiosamente. Después, solo había estas palabras, escritas en una fina hoja de papiro:
Aventador a la derecha del rey.
Supervisor de los caballos reales.
Padre del Dios.
Hacedor de lo correcto.
Las dos primeras líneas eran significativas pero no indicaban una posición particularmente poderosa. Eran marcas de estatus. Pero ¿qué decir de la tercera y la cuarta?
Me desconcertaron aquellos enigmáticos títulos. Pasé por alto el creciente nerviosismo de Intef, pero, de repente, resbaló de mi mano el fajo de documentos. Intenté agarrarlos con un rápido movimiento, pero cayeron y se esparcieron ruidosamente por el suelo. Se nos heló la sangre. Los pasos de los guardias cesaron de inmediato. Jety hizo un gesto de alarma désele el otro lado de la pila de papiros. Me di cuenta entonces de que una pluma se había colado en la carpeta de documentos de Ay. Era de oro y estaba trabajada con detalles dorados. Era grande y majestuosa, ¿de un águila o un halcón, tal vez? La cogí y la estudié a la luz de la lámpara.
Los pasos de los guardias empezaban a dirigirse hacia donde nos encontrábamos. Metí la pluma en el bolsillo de mi túnica. Recogimos a toda prisa los papiros que habían caído al suelo, nos adentramos por un oscuro pasillo y apagamos la luz de nuestra lámpara. Pero en realidad no había nada que ocultar: los pasos acababan de alcanzar la pared. Nos quedamos muy quietos. Aparecieron dos guardias en la entrada de la cámara, con las lámparas alzadas para escrutar la oscuridad donde estábamos agachados. La luz no nos alcanzó. Por suerte, los arquitectos de aquella librería habían dejado espacio suficiente para acumular más información en el futuro. Nos deslizamos lo más adentro posible por esos espacios vacíos horizontales, como si fuésemos largos manuscritos.
Alarmado, vi por uno de los huecos que se abrían entre las estanterías que un papiro seguía tirado en el suelo, justo fuera de los límites de la mancha de luz. Se me erizó el vello. Si ellos lo veían, sabrían que alguien había estado allí. Oí sus pasos aproximándose, la luz de su lámpara brillaba cada vez con más fuerza. Ahora el papiro resultaba claramente visible. Me pregunté durante un segundo de qué vida hablaría aquel documento. Fue un momento de silencio absoluto. No podía respirar. Entonces se oyó un grito, en la lejanía. Uno de los guardias le hizo un gesto al otro, y este alzó la lámpara con suspicacia. El extremo de la pared estaba ahora por completo iluminado. Si avanzaba dos pasos más, sin duda nos vería. Pero se dio la vuelta y se alejó. Sus pasos fueron apagándose hasta que dejamos de oírlos.
Intef parecía enfermo. Tiritaba.
—Cambio de guardia —susurró—. Disponemos de unos segundos para salir de aquí.
Recogí el papiro del suelo y volví a guardarlo (en un lugar equivocado, por suerte para mí). Caminamos con cautela hasta el otro extremo de la cámara. No había señal de los guardias. Entonces se me ocurrió algo: quería examinar mi propio expediente. Le hice un gesto a Jety para que me siguiese.
—Vamos, ya tenemos lo que queríamos —dijo con mucha urgencia.
Pero no le hice caso y encontré el pasillo con mi jeroglífico. Rameses, oficial militar, bajo las órdenes de Horemheb; Rahotep, escriba real; Raia, músico; Ramose, visir, primer ministro, nacido Athribis, madre Ipuia… ¿Dónde estaba mi expediente? Repasé todos los documentos. No estaba. ¿Por qué? De pronto me sentí insignificante. ¿Quién se habría llevado mi expediente y por qué? Nefertiti había dicho que ella lo había leído. Tal vez seguía en sus manos, o tal vez estaba en algún lugar de la oficina de Mahu. Esa sería la explicación más sencilla…