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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Fantastico, Juvenil

El retorno de los Dragones (3 page)

BOOK: El retorno de los Dragones
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La barba de Flint temblaba de furia y Tanis, estallando en carcajadas, se vio obligado a agarrar al enano del hombro para evitar que se lanzara impetuosamente contra la maleza.

—¡Malditos sean los ojos de los elfos! —la voz del espíritu se tomó alegre—. ¡Y malditas sean las barbas de los enanos!

—¿No lo habías adivinado? —gruñó Flint—. Es Tasslehoff Burrfoot.

Se escuchó un leve crujido en la maleza y entonces una pequeña figura se plantó en medio del camino. Era un kender, miembro de una raza que muchos de los habitantes de Krynn consideraban aún más molesta que los mosquitos. De huesos pequeños, un kender casi nunca crecía más de cuatro pies. Este kender era más o menos de la estatura de Flint, pero su cara, delgada y siempre infantil, hacía que pareciese más pequeño. Vestía unas medias de lana de color azul brillante que contrastaban con su liso y velludo chaleco y con su túnica de hilo. Sus ojos castaños centelleaban traviesos y divertidos; su sonrisa parecía extenderse hasta sus puntiagudas orejas. Bajó la cabeza, saludando burlonamente y dejando que un largo mechón de su cabello castaño del cual se sentía satisfecho y orgulloso cayera sobre su nariz. Después se incorporó riendo. El reflejó metálico que los ágiles ojos de Tanis habían detectado que provenía de las hebillas de uno de los numerosos fardos que llevaba sujetos con correas a la espalda y a la cintura.

Tas les sonrió burlón, apoyado en su vara jupak, que era la que había producido aquel horripilante sonido que Tanis debería haber reconocido al momento, pues había presenciado en anteriores ocasiones cómo el kender ahuyentaba a posibles atacantes blandiéndola en el aire y produciendo así ese alarido quejumbroso. Esa vara era un invento de los kenders: la parte inferior estaba revestida de madera de barril y acababa en una punta afilada y el extremo superior se bifurcaba en dos y sostenía una honda de cuero.

Había sido tallada de una sola pieza en flexible madera de sauce. Aunque el resto de las razas de Krynn odiaban ese tipo de vara, para un kender era algo más que un arma o herramienta: era su símbolo. «Las nuevas sendas requieren un jupak», era un dicho popular entre los kenders. A continuación siempre agregaban: «Una senda nunca es vieja».

De pronto Tasslehoff corrió hacia delante con los brazos abiertos.

—¡Flint!.

El kender tomó al enano en sus brazos. Flint, avergonzado, le devolvió el abrazo sin entusiasmo alguno y, rápidamente, retrocedió unos pasos. Tas sonrió socarronamente y miró al semielfo.

—¿Quién es ése? —preguntó bruscamente—. ¡Tanis! ¡No te había reconocido con esa barba! —Extendió hacia él sus cortos brazos.

—No, gracias —le dijo Tanis sarcásticamente mientras se apartaba de él—. Quiero conservar mi dinero.

Flint, alarmado, rebuscó en su túnica. —¡Eres un bribón! —gruñó y se lanzó contra el kender que se hallaba agachado, doblado por la risa. Ambos rodaron por el suelo.

Riendo. Tanis intentó separar a Flint del kender. De pronto se detuvo y se giró sobresaltado. Demasiado tarde. Escuchó el metálico tintineo de bridas y arreos y el relincho de un caballo. El semielfo se llevó la mano a la empuñadura de la espada, pero ya era tarde, había perdido toda posible ventaja.

Maldiciendo interiormente. Tanis contempló aquella figura que emergía de las sombras, montando un poney de peludas patas que caminaba con la cabeza baja. como si se sintiese avergonzado de su jinete. La piel gris y manchada del rostro del jinete caía en numerosos pliegues. Dos ojos porcinos de color rosado les miraban bajo un casco de aspecto militar. Entre las brillantes y llamativas piezas de la armadura se adivinaba un cuerpo gordo y flácido.

Tanis sintió un extraño olor y arrugó la nariz asqueado.

—¡Un goblin!

—Soltando la espada le pegó una patada a Flint, pero en ese momento el enano estornudó estruendosamente y se quedó sentado sobre el kender.

—¡Un caballo! —exclamó Flint estornudando de nuevo.

—Detrás tuyo —le susurró Tanis.

Flint percibió un tono de alarma en las palabras de su amigo y se puso en pie. Tasslehoff hizo rápidamente lo mismo.

El goblin, sentado a horcajadas sobre el poney, los miraba de forma arrogante y despreciativa. En sus ojos rosados se reflejaban los últimos y rezagados rayos de sol.

—Mirad, soldados, con qué locos hemos de tratar aquí, en Solace —declaró el goblin hablando el idioma común de Solace con pesado acento.

Se oyó una risa animada que venía de los árboles detrás del goblin. De ahí salieron caminando cinco guardias goblins vestidos de uniforme raso que tomaron posiciones a ambos lados del caballo que montaba su jefe.

—Ahora... —El goblin se inclinó sobre la silla de montar. Tanis observó fascinado cómo la inmensa barriga de aquel ser sepultaba por completo el pomo de la silla—. Soy Fewmaster Toede, jefe de los ejércitos que protegen Solace de elementos indeseables. No tenéis derecho a caminar en los límites de la ciudad después de que oscurezca. Estáis arrestados. —Fewmaster Toede se agachó para hablarle a un goblin que estaba a su lado—. Mira si tienen la Vara de Cristal Azul y me la traes —le dijo en el lenguaje graznante de los goblins.

Tanis, Flint y Tasslehoff se miraron interrogativamente. Los tres conocían un poco el idioma de los goblins —Tas mejor que los otros dos. ¿Habían oído bien? ¿Una vara de cristal azul?

—Si se resisten matadlos —añadió Fewmaster Toede volviendo a hablar el idioma común para darle más fuerza a sus palabras.

Tras decir esto, tiró de las riendas, golpeó su cabalgadura con la fusta y salió galopando hacia la ciudad.

—¡Goblins! ¡En Solace! ¡Este nuevo Teócrata tendrá que rendimos cuentas! —profirió Flint. Sacó el hacha de guerra de la funda y, con los pies bien firmes sobre la tierra, se balanceó hacia delante y hacia atrás hasta que consiguió mantener el equilibrio—. Muy bien, ya podéis venir.

—Os aconsejo que retrocedáis —les dijo Tanis apartándose la capa de los hombros y desenvainando la espada—. Llegamos de un largo viaje y el día de hoy ha sido agotador. Estamos hambrientos, cansados y llegamos tarde a una cita con amigos a los que hace mucho tiempo que no vemos. No estamos dispuestos a ser arrestados.

—Ni a que nos maten —añadió Tasslehoff. El no había desenfundado arma alguna, pero observaba a los goblins con gran interés.

Un tanto amedrentados, éstos se miraban nerviosos unos a otros. Uno de ellos lanzó una siniestra mirada hacia el camino por el que había desaparecido su jefe. Los goblins estaban acostumbrados a encontrarse con comerciantes fanfarrones o con granjeros que viajaban a la pequeña ciudad —no con diestros luchadores fenomenalmente armados. Pero como hacía ya mucho tiempo que odiaban a todas las razas que habitaban Krynn, desenvainaron sus largas y curvas espadas.

Flint, agarrando con firmeza la empuñadura de su hacha, dio un salto hacia delante.

—Sólo existe una criatura en este mundo a la que odie más que a un enano gully —refunfuñó—, ¡un goblin!

El goblin saltó sobre Flint confiando en derribarlo. Flint balanceó su hacha con absoluta precisión y exactitud. La cabeza del goblin rodó por el camino, mientras su cuerpo se desplomaba sobre el suelo.

—¿Qué hace una chusma como vosotros en Solace? —preguntó Tanis a la vez que detenía habilidosamente el torpe ataque de otro goblin. Sus espadas se cruzaron, trabándose en el aire unos segundos. Tanis empujó al goblin hacia atrás—. ¿Trabajáis para el Sumo Teócrata?

—¿Teócrata? —el goblin gorjeó de risa. Blandiendo salvajemente su espada le respondió——: ¿Para ese loco? Nuestro jefe, Fewmaster, trabaja para... iug! —El pequeño ser se precipitó él mismo hacia la espada de Tanis. Rugiendo, cayó al suelo.

—¡Maldición! —exclamó Tanis mirando con frustración al goblin muerto; ¡El muy idiota! No quería matarlo, tan sólo averiguar quién le pagaba.

—¡Te enterarás de quién nos paga antes de lo que quisieras! —gritó otro goblin precipitándose hacia el distraído semielfo. Tanis se giró rápidamente y lo desarmó. Le propinó una patada en el estómago y la criatura se dobló hacia delante.

Otro de los goblins se abalanzó sobre Flint antes de que éste tuviese tiempo de recuperarse del anterior ataque. El enano retrocedió intentando mantener el equilibrio.

Entonces se oyó la estridente voz de Tasslehoff.

—Tanis, esta escoria se vendería a cualquiera. Échales de tanto en tanto un poco de carne de perro y serán tuyos para siempre...

—¡Carne de perro! —rugió el goblin dejando a Flint y volviéndose rabioso—. ¿Y qué tal un poco de carne de kender, pequeño asqueroso?

El goblin se lanzó contra el kender, intentando agarrarlo por el cuello con sus garras de color morado. Tas, aparentemente desarmado y sin perder en ningún momento su expresión inocente e infantil, rebuscó en su chaleco de piel, sacó una daga y se la lanzó, todo ello en décimas de segundo. El goblin se llevó las manos al pecho y lanzando un rugido se desplomó. Se oyó un ruido de pasos nerviosos; era la huida del último goblin que quedaba. La pelea había terminado.

Tanis enfundó su espada, haciendo una mueca de asco ante la peste que despedían aquellos cuerpos; el olor le recordaba al del pescado podrido. Flint limpió las huellas de sangre negra de los goblins de la cuchilla de su hacha. Tas observó orgulloso el cuerpo del goblin que había matado. Había caído cara al suelo, por lo que la daga quedaba oculta por el cuerpo.

—Ahora se la saco —se ofreció Tanis disponiéndose a darle la vuelta al cadáver.

—No —Tas hizo una mueca—. No la quiero. Ese olor no desaparece nunca, ¿sabes?

Tanis asintió. Flint enfundó de nuevo su hacha y los tres se pusieron en camino hacia la ciudad.

Las luces de Solace se hacían más brillantes a medida que la noche avanzaba. El olor a madera quemada que flotaba en el aire fresco de la noche hacía pensar en comida, calor y seguridad. Los compañeros apresuraron el paso. Durante un rato ninguno habló, pues los tres escuchaban en su mente el eco de las palabras de Flint: « ¡Goblins! ¡En Solace!».

No obstante, al final, el incorregible kender rió entre dientes.

—Además, ¡Esa daga era de Flint

2

Retorno a la posada

El juramento roto

En esa época, en Solace, a última hora de la tarde casi todo el mundo se las arreglaba para dejarse caer por la posada. La gente se sentía más segura en grandes grupos.

Solace era un lugar de paso para los viajeros que llegaban a ella procedentes de Haven, capital de los Buscadores. Llegaban del sur de Qualinesti, reino de los elfos. En ocasiones llegaban del este, a través de las áridas Llanuras de Abanasinia. Todos consideraban el Último Hogar como un refugio, un lugar donde podían obtener información, y allí se dirigieron los tres amigos.

Aquel tronco inmenso y retorcido era el más alto de todos los vallenwoods del valle. Las cristaleras de colores de las ventanas de la posada resplandecían, contrastando con los ensombrecidos árboles del bosque. De las ramas colgaban farolillos que alumbraban la escalera que rodeaba al árbol. Aunque la noche de otoño era fría, los viajeros sabían que el calor del fuego y la compañía ayudarían a olvidar las penas del viaje.

Esa noche la posada estaba tan llena que los tres amigos tuvieron que apartarse de las escaleras en diversas ocasiones para dejar entrar a hombres y mujeres. Tanis notó que la gente los miraba con desconfianza en vez de mirarlos acogedoramente, como hubiese ocurrido cinco años atrás. El semielfo frunció el ceño. Este no era el regreso al hogar con el que había soñado. En los cincuenta años que había vivido en Solace, nunca había notado tanta tensión. Los rumores que había oído sobre la malévola corrupción de los Buscadores debían ser ciertos.

Cinco años atrás, unos hombres que se autodenominaban «buscadores» habían formado una organización de clérigos que profesaban una nueva religión en las ciudades de Haven, Solace y Gateway. Tanis consideraba que, aunque iban muy desencaminados, por lo menos eran honestos y sinceros. Durante los años siguientes, aquellos clérigos fueron ganando adeptos a medida que su religión se fue extendiendo. Pronto dejaron de preocuparse del alma y de la salvación y empezaron a preocuparse del poder. Con el consentimiento de los habitantes, comenzaron a gobernar las ciudades.

Alguien tiró del brazo de Tanis e interrumpió sus pensamientos. Se volvió y vio que Flint, en silencio, señalaba hacia abajo donde unos guardias formados en grupos de cuatro y armados hasta los dientes, caminaban pomposamente y dándose aires de importancia.

—Por lo menos son humanos y no goblins —dijo Tasslehoff.

—Uno de los goblins hizo un comentario despreciativo cuando le mencioné al Sumo Teócrata —reflexionó Tanis en voz alta—. Como si trabajasen para otra persona. Me gustaría saber qué es lo que está sucediendo.

—Quizás lo sepan nuestros amigos —dijo Flint.

—Si es que vienen —añadió Tasslehoff—. En cinco años pueden haber sucedido muchas cosas.

—Si están vivos, vendrán —añadió Flint en voz baja—. Hicimos un juramento sagrado: encontrarnos de nuevo después de cinco años e informar de lo que hubiésemos averiguado sobre la maldad que se está extendiendo por el mundo. ¡Y pensar que hemos regresado para encontrarla en nuestra propia casa!

—¡Silencio! ¡Shhhh!

Varias de las personas que pasaban se mostraron tan alarmadas ante las palabras del enano que Tanis sacudió la cabeza.

—Mejor que no hablemos de esto aquí —le advirtió el semielfo.

Cuando llegaron arriba, Tasslehoff abrió la puerta. Les llegó una ola de luz, ruido, calor, y el familiar olor de las patatas picantes que preparaba Otik. El olor los envolvió. Otik estaba detrás de la barra, tal como ellos le recordaban, y a pesar de estar más robusto, no había cambiado. La posada tampoco había cambiado, pero parecía más confortable.

Tasslehoff, con su rápida mirada de kender, examinó a la gente allí reunida y, soltando un chillido, señaló al fondo de la sala hacia alguien conocido, el fuego de la chimenea se reflejaba en un reluciente casco acabado en un dragón alado.

—¿Quién es? —preguntó Flint poniéndose de puntillas para poder ver algo.

—Caramon.

—Entonces Raistlin estará aquí también —dijo Flint sin mucho entusiasmo.

Tasslehoff comenzó a deslizarse entre los ruidosos grupos de personas que apenas se daban cuenta de su presencia debido a su pequeña estatura. Tanis esperaba que el kender no estuviese «obteniendo» objetos de algunos de los clientes de la posada. No es que robara cosas —Tasslehoff se hubiese sentido profundamente dolido si alguien le hubiera acusado de robo—, pero el kender poseía una curiosidad insaciable, y varios objetos interesantes pertenecientes a otras personas habían acabado en sus manos. Lo último que Tanis quería esa noche eran problemas. Decidió que más tarde mantendría una conversación a solas con el kender.

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