El sabor prohibido del jengibre (15 page)

Read El sabor prohibido del jengibre Online

Authors: Jamie Ford

Tags: #Novela

BOOK: El sabor prohibido del jengibre
5.14Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Pero qué pasó después? —preguntó la joven—. ¿Cuando usted se hizo mayor, después de morir su padre? ¿Sintió que se habían retirado todas las trabas y que podía moverse con entera libertad si quería? Hombre, yo lo hubiese hecho. Que me dijeran que no puedo tener algo me volvería loca, aunque no supiese qué hacer con ello.

Henry miró a su hijo, que esperaba la respuesta a una pregunta que él nunca había formulado.

—Cuando era pequeño, la mayor parte del Distrito Internacional la ocupaba el Barrio Japonés o Nihonmachi como lo llamaban entonces. Así que era un lugar muy grande al que mi padre me prohibía entrar. Tenía una… —Henry buscó la palabra—, mística. Y con el paso de los años, pasó por muchos cambios. En aquel tiempo era ilegal vender propiedades a personas no blancas, excepto en determinadas zonas. Incluso había barrios para los inmigrantes italianos, los judíos, los negros; así eran las cosas. Más tarde, después de que se llevaron a los japoneses, vinieron todas estas personas. Es como querer ir a un bar a tomar una copa, pero, cuando cumples los veintiuno, el bar se ha convertido en una floristería. No era lo mismo.

—Así que no querías ir —dijo Marty—, Después de todos aquellos años de prohibirte que lo hicieras, cuando finalmente tuviste la oportunidad, ¿seguiste sin querer ir, aunque sólo fuese para verlo?

Henry le sirvió más té a Samantha. Frunció el entrecejo.

—Oh, no he dicho eso.

—Dijiste que había cambiado.

—Cambió. Pero continuaba deseando ir.

—¿Entonces por qué no lo hizo? ¿Por qué ahora? —preguntó Samantha.

Henry acabó por apartar la taza. Tabaleó en la mesa de cristal y exhaló un sonoro suspiro que pareció descubrir una parte de Henry, como un telón que se abre en un escenario a oscuras que poco a poco va cobrando vida.

—La razón por la que nunca fui a Nihonmachi… es que me resultaba demasiado doloroso. —Henry notó que se le humedecían los ojos, aunque sin llegar a las lágrimas.

Siguió un momento de silencio. Otro cliente salió de la casa de té, y el repique de las campanitas rompió la embarazosa pausa que se produjo entre ellos.

—No lo entiendo, ¿Por qué iba a ser doloroso, si para empezar nunca había ido allí, si su padre se lo prohibía? —preguntó Samantha, que se adelantó a Marty.

Henry les miró a los dos. Tan jóvenes. Tan apuestos. Pero había tantas cosas que no sabían.

—Sí, mi padre me lo prohibió —Henry miró con nostalgia las fotos de Nihonmachi enmarcadas— suspiró. Se oponía furibundo a todo lo japonés. Incluso antes de Pearl Harbor, hacía diez años que se libraba la guerra en China. Que su hijo frecuentase aquella otra parte de la ciudad, el Barrio Japonés, hubiese sido una deshonra. Una vergüenza para él… pero, claro que fui. Fui de todas maneras. A pesar de él. Fui al corazón de Nihonmachi. Aquí mismo, donde estamos sentados ahora, todo esto era el Barrio Japonés. Fui y vi muchas cosas. En muchos sentidos, los mejores y los peores momentos de mi vida los pasé en esta misma calle.

Henry vio la confusión en los ojos de su hijo, en realidad, conmoción. Marty había crecido, todos estos años, con la creencia de que Henry era como su abuelo. Un fanático, un apasionado de las costumbres tradicionales y del Viejo País. Alguien que había profesado enemistad hacia sus vecinos, sobre todo a los japoneses, aferrado a los sentimientos residuales de los años de la guerra. Nunca se le había ocurrido que su acendrado aprecio por la tradición, el aferrarse a los hábitos del viejo mundo, podía ser por cualquier otra razón.

—¿Es por esto que nos has invitado a tomar el té aquí? —preguntó Marty. La impaciencia en su voz se había suavizado—, ¿Para hablarnos del Barrio Japonés?

Henry asintió, y luego se corrigió a sí mismo y dijo «no».

—En realidad, me alegra que Samantha lo haya preguntado, porque hace más fácil explicar todo el resto.

—¿El resto de qué? preguntó Marty. Henry reconoció la mirada en los ojos de su hijo. Le recordaba las titubeantes conversaciones entrecortadas que había mantenido con su propio padre hacía muchos años.

—Me vendría bien que me ayudarais… en el sótano. —Henry se levantó de la mesa y sacó el billetero. Dejó diez dólares para pagar la consumición, y después subió los escalones que unían la casa de té con el vestíbulo del hotel, donde continuaban los trabajos de rehabilitación—. ¿Vamos?

—¿Adónde? —preguntó Marty. Samantha le cogió del brazo y le arrastró; la confusión de Marty contrastaba con el entusiasmo y la anticipación de ella.

—Te lo explicaré cuando lleguemos allí —contestó Henry con una sonrisa contenida.

Juntos, cruzaron las puertas de cristal esmerilado art déco y entraron en el resplandeciente vestíbulo del Panamá. El lugar olía a polvo y a moho, pero Henry tuvo la sensación de que todo era nuevo cuando tocó el ladrillo donde acababan de arenar y sellar, eliminando décadas de pintura desconchada y suciedad. Habían barrido y fregado, y barrido una vez más. Estaba tal cual lo recordaba Henry de su infancia, cuando miraba a través de las ventanas ornamentadas. El hotel volvía a ser el mismo de antes, como si nada hubiese cambiado. Quizás él tampoco había cambiado tanto.

Henry, Marty y Samantha se detuvieron en el despacho del Hotel Panamá y saludaron con un gesto a la señora Pettison que estaba al teléfono negociando con un constructor o un contratista. Tenía desplegados los planos del hotel sobre la mesa y discutía los detalles de la renovación. Algo que no quería cambiar. Quería restaurar el hotel tal como había sido. Al parecer los edificios como éste estaban destinados a ser derribados o a convertirse en apartamentos de gran lujo.

En las pocas conversaciones que Henry había mantenido con la señora Pettison no había querido ni oír hablar del tema. Quería devolverle al Hotel Panamá toda su antigua gloria. Conservar el máximo posible de la arquitectura original. Los baños de mármol. Las habitaciones sobrias. De la misma manera que había restaurado la casa de té.

Henry asomó la cabeza y susurró:

—Estaremos en el sótano. Esta vez he traído ayuda… —señaló a su hijo y a su futura nuera.

La propietaria asintió y le hizo un gesto mientras continuaba hablando por teléfono.

Marty se impacientó de nuevo cuando bajaban las viejas escaleras.

—¿Se puede saber adónde vamos, papá?

—Espera y verás, espera y verás —volvió a repetirle Henry.

Pasaron por la recia puerta con las bisagras oxidadas, y Henry les hizo entrar en el almacén. Henry pulsó el interruptor y se encendió la hilera de bombillas.

—¿Qué es este lugar? —preguntó Samantha, al tiempo que deslizaba una mano por las polvorientas pilas de maletas y cajas.

—Creo que es un museo. Sólo que aún no lo sabe. Ahora mismo es algo así como una cápsula del tiempo de antes de que tú hubieses nacido —contestó Henry—. Durante la guerra evacuaron a la comunidad japonesa, supuestamente por su propia seguridad. Sólo les dieron unos pocos días de advertencia y los llevaron tierra adentro, a campos de internamiento. Había un senador en aquella época, creo que era de Idaho, que los llamó campos de concentración. No era para tanto, pero significó un cambio en las vidas de muchos. Aquellas personas tuvieron que dejarlo todo, sólo podían llevar dos maletas cada uno y un macuto pequeño. —Henry separó las manos para mostrarles el tamaño—. Por lo tanto, guardaron sus pertenencias más valiosas en lugares como este hotel, los sótanos de las iglesias, o en casa de los amigos. Lo que quedó en sus casas había desaparecido hacía mucho tiempo cuando regresaron; los ladrones se lo habían llevado todo. Claro que la mayoría no volvió.

—¿Tú viste todo eso cuando eras pequeño? preguntó Marty.

—Lo viví —respondió Henry—, Mi padre estaba a favor de la evacuación. Se mostraba entusiasmado con el Día E, como muchos lo llamaron. Yo no lo acababa de entender, pero me vi atrapado en todo aquello. Vi cómo sucedió todo.

—¿Así que esa es la razón por la que nunca volviste al Barrio Japonés, demasiados malos recuerdos? —dijo Marty.

—Algo así —asintió Henry—. En cierto sentido, no había nada que me hiciese volver. Todo había desaparecido.

—No lo entiendo, ¿por qué todas estas cosas continúan aquí? —preguntó Samantha.

—Tapiaron este hotel como hicieron con el resto del Barrio Japonés. También se llevaron al propietario. La gente lo perdió todo. Los bancos japoneses cerraron. La mayor parte de las personas no volvieron. Creo que el hotel cambió de dueño varias veces, pero continuó cerrado todos estos años, mejor dicho décadas. La señora Pettison lo compró y encontró todo esto. Sin que nadie lo hubiera reclamado. Ahora intenta encontrar a los propietarios. Creo que aquí hay cosas que pertenecen a treinta o cuarenta familias. Ella espera que llamen, alguno ha venido para recuperar lo suyo, pero muy pocos lo han hecho.

—¿No queda nadie vivo?

—Cuarenta años es mucho tiempo —explicó Henry—, La gente se traslada, o muere.

Miraron las pilas de equipaje en silencio. Samantha tocó la gruesa capa de polvo sobre un baúl de cuero agrietado.

—Papá, esto es fascinante, pero ¿por qué nos lo muestras? —Marty aún parecía un poco confuso, mientras miraba las hileras de cajas y maletas que llegaban hasta el techo—. ¿Es por esto que nos has traído hasta aquí?

Para Henry era como si hubiese entrado por casualidad en una habitación desconocida de la casa donde se había criado, y revelara una parte de su pasado que Marty nunca había sabido que existiese.

—Os pedí que vinieseis porque podríais ayudarme a buscar algo.

Henry miró a Marty, vio el reflejo de las luces en sus ojos.

—A ver si lo adivino, ¿un viejo disco de Oscar Holden? ¿Aquél que supuestamente nunca existió? ¿Crees que lo encontrarás aquí, entre todas estas cosas, después de cuánto, cuarenta y cinco años?

—Quizá.

—No sabía que Oscar Holden hubiese grabado un álbum —comentó Samantha.

—Es el Santo Grial de papá; el rumor dice que se editaron un puñado en los 40, pero no ha sobrevivido ninguno. Algunas personas ni siquiera creen que exista, pues cuando Oscar murió era tan viejo que no recordaba haberlo grabado. Sólo algunos miembros de su grupo y, por supuesto, papá, aquí presente…

—Yo lo compré. Sé que existió —le interrumpió Henry—. Pero no lo podía poner en el viejo tocadiscos de mis padres.

—¿Dónde está ahora el que compró? —preguntó Samantha. Levantó la tapa de una caja de sombreros, y el olor a moho le hizo arrugar la nariz.

—Lo regalé. Hace mucho tiempo. Ni siquiera llegué a oírlo.

—Es una pena —dijo la joven.

Henry se encogió de hombros.

—¿Entonces cree que podría estar aquí? ¿Entre todas estas cajas? ¿Que es el único que quizás ha sobrevivido todos estos años?

—Estoy aquí para averiguarlo.

—¿Si está aquí, a quién pertenece? —preguntó Marty—, ¿A alguien que tú conociste, papá? ¿Alguien a quien tu viejo no quería que vieses en el lado malo de la ciudad?

—Quizá —dijo Henry—, Encuéntralo y te lo diré.

Marty miró a su padre, y a la montaña de baúles, maletas, cajas y cajones. Samantha le apretó la mano por un momento y sonrió.

—Pues creo que lo mejor será empezar cuanto antes —afirmó.

Discos (1942)

Keiko se echó a reír a carcajadas cuando Henry le relató el enloquecido descenso por South King de la noche anterior. Ella buscó con la mirada en la cola de la comida, y se rió casi con el mismo entusiasmo al ver aparecer a Denny Brown. Mostraba una ceñuda expresión de derrota, como un furioso cachorro castigado. Tenía las mejillas y la nariz despellejadas en los lugares donde su rostro había rozado el pavimento después de la caída.

Denny desapareció entre la multitud de chicos hambrientos. Desfilaron a la carrera, mostrando sus habituales expresiones de desagrado, mientras Henry y Keiko les servían una masa gris que la señora Beatty llamaba con desparpajo «picadillo a la King». La salsa burbujeante tenía un sutil tinte verdoso, de un brillo casi metálico, lustroso como los ojos de pescado.

Acabada la comida, limpiaron las bandejas y arrojaron las sobras en los cubos de basura. La señora Beatty no era partidaria de guardarlas. Por lo general, mandaba que Henry y Keiko guardasen los restos en cubos separados, que después los criadores de cerdos se llevaban cada noche para dárselos a los animales. Esta vez, en cambio, las sobras fueron a parar a la basura normal. Incluso para los cerdos había un límite.

En la despensa, Henry y Keiko se sentaron en un par de cajones de leche para compartir un bote de melocotones en almíbar y hablaron de lo sucedido en el Black Elks Club la noche que habían arrestado a los profesores de inglés de Keiko así como de las consecuencias que el toque de queda tenía para todos. Los periódicos no dijeron gran cosa. La mención de las detenciones se perdió en el gran titular de la semana: que el presidente Roosevelt había ordenado al general MacArthur que abandonase Filipinas. Sepultada debajo de aquella noticia había una pequeña columna sobre el arresto de presuntos agentes enemigos. Quizá fuese eso de lo que hablaba el padre de Henry. El conflicto que había parecido tan lejano, de pronto se notaba más cerca que nunca.

Sobre todo con matones como Chaz, Cari Parks y Denny Brown, que continuaban jugando a la guerra en el patio. Aunque nadie quería ser japonés o alemán, por lo general conseguían que alguno de los chicos más pequeños hiciese de enemigo, y le perseguían implacables. Si alguna vez se cansaban, Henry no lo había visto nunca. Pero aquí, en la polvorienta despensa, había refugio, y compañía.

Keiko sonrió a Henry.

—Tengo una sorpresa para ti.

Henry la miró expectante. Le ofreció el último medio melocotón, que ella pinchó con el tenedor y se comió en dos grandes bocados. Compartieron el almíbar que quedaba.

—Es una sorpresa, pero no te la enseñaré hasta que salgamos de la escuela.

No era su cumpleaños, y faltaban meses para Navidad. Así y todo, una sorpresa era una sorpresa.

—¿Es porque guardo todas tus fotografías? Si es así, no es necesario, estoy encantado de…

Keiko le interrumpió.

—No, es por haberme llevado contigo al Black Elks Club.

—Y casi conseguir que nos llevasen a la cárcel —murmuró Henry, avergonzado.

La vio fruncir los labios mientras consideraba el comentario, después descartar su temor con una gran sonrisa.

—Valió la pena.

Disfrutaron juntos de un momento de silencio que fue interrumpido por una llamada a la puerta entreabierta. Una prueba científica de que a veces el tiempo pasa con excesiva rapidez.

Other books

True Blend by DeMaio, Joanne
The Candy Shop by Kiki Swinson
Clearer in the Night by Rebecca Croteau
Captain's Paradise by Kay Hooper
Taking Liberties by Diana Norman
Castaway by Joanne Van Os
Autumn Moon by Jan DeLima