El sabor prohibido del jengibre (16 page)

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Authors: Jamie Ford

Tags: #Novela

BOOK: El sabor prohibido del jengibre
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—So, so. —Era la manera de la señora Beatty de decirles que se fueran. Era la hora de volver a clase. Después de comer, por lo general volvía a la cocina, ocupada en mordisquear un palillo nuevo, algunas veces con un ejemplar de la revista
Life
enrollado como una porra. Lo empleaba para matar moscas, que dejaba agonizar, con las tripas aplastadas en los mostradores metálicos de la cocina.

Henry mantuvo la puerta abierta para Keiko, que se soltó el pelo y se marchó hacia su clase. Henry la siguió. Al mirar atrás vio a la señora Beatty sentarse con su revista. Era el número del mes pasado. En la portada anunciaban
Los bañadores de moda.

Acabadas las clases, golpearon los borradores, limpiaron los pupitres y fregaron los baños. Henry no dejó de preguntar por la sorpresa. Keiko le dio largas con mucha timidez: «más tarde, te la enseñaré camino de regreso a casa». Y lo hizo.

En lugar de ir en dirección sur hacia Nihonmachi, Keiko le llevó al norte, al corazón del centro de Seattle. Cada vez que Henry preguntaba adónde iban, ella sólo le señalaba el enorme edificio de Rhodes Department Store en la Segunda Avenida. Henry había estado allí unas pocas veces con sus padres; sólo en aquellas ocasiones especiales en que necesitaban algo importante, o algo que no se podía encontrar en el Barrio Chino.

Rhodes era uno de los lugares preferidos por el público. Recorrer el edificio de seis plantas era como hacer un paseo por un catálogo Sears a tamaño real, pero con un cierto encanto y la grandiosidad del mundo tangible. Sobre todo por el enorme órgano, que tocaba, a la hora de la comida y la cena, conciertos especiales para los compradores hambrientos; al menos lo había hecho hasta hacía unos pocos meses, cuando habían desmantelado el órgano para llevarlo al nuevo Civic: lee, la pista de patinaje sobre hielo en Mercer.

Henry siguió a Keiko hasta la sección de música y aparatos eléctricos, un rincón en el segundo piso, donde vendían radios y tocadiscos. Había un pasillo con largas estanterías de cedro donde estaban los discos de vinilo, que a Henry le parecían más livianos y frágiles que los discos de goma laca. La provisión de goma laca al parecer se había limitado, otra consecuencia del esfuerzo de guerra, así que ahora utilizaban el vinilo para los últimos éxitos musicales, como
String of Pearls
de Glenn Miller, o
Stardust
de Artie Shaw. A Henry le encantaba la música, pero sus padres sólo tenían un viejo gramófono. «No creo que sirva para reproducir ninguno de estos nuevos discos», pensó Henry.

Keiko se detuvo delante de una de las estanterías de discos.

—Cierra los ojos —le dijo. Le sujetó las manos y se las puso sobre la cara.

Henry primero miró alrededor, y después obedeció. Se sentía un tanto incómodo, pero de todas maneras se tapó los ojos en mitad del pasillo. Oyó a Keiko que buscaba entre las hileras y no pudo resistir espiar entre los dedos, la observó por detrás durante un momento mientras ella continuaba buscando. Los cerró con fuerza en cuanto ella se volvió con algo en las manos.

—¡Ábrelos!

Delante de sus ojos había un reluciente disco de vinilo, en una funda de papel blanco. La sencilla etiqueta decía:
Oscar Holden Alley Cat Strut.

Henry se quedó mudo. Abrió la boca, pero no salió de ella ningún sonido.

—¿Te lo puedes creer? —Keiko reventaba de orgullo—. ¡Esta es nuestra canción, la que tocó para nosotros!

Henry lo sujetó en las manos sin acabar de creérselo. Nunca había conocido a un artista que hubiese grabado un disco; y menos aún en persona. La única persona famosa que había visto era Leonard Coatsworth, el último hombre que había caminado por el Tacoma Narrows Bridge antes de que se retorciera, ondulara, y se desplomara en el agua. Coatsworlh había aparecido en los noticiarios cinematográficos que le mostraban caminando por el puente colgante. Henry le había visto pasar en el Seafair Parade y le había parecido solamente un tonto de aspecto vulgar. No un intérprete como Oscar Holden.

Desde luego, Oscar era famoso en South Jackson, pero ésta era la fama real. La fama que podías comprar y tener en las manos. Mientras inclinaba el disco impoluto, miró los surcos e intentó oír de nuevo la música, el swing de la sección de vientos, Sheldon al saxofón.

—No me lo puede creer —dijo Henry, impresionado.

—Acaba de salir. Ahorré para comprarlo. Para ti.

—Para nosotros —le corrigió Henry—. Además no podré escucharlo, ni siquiera tenemos un tocadiscos.

—Entonces ven a mi casa. Mis padres quieren conocerte.

El pensar en los padres que querían conocerle le dejó halagado y sorprendido. Como un boxeador aficionado a quien le dan la oportunidad de pelear por una bolsa. Excitación, acompañada por la duda y la ansiedad. Miedo también. A sus padres no les interesaría Keiko lo más mínimo. Los padres de ella ¿eran tan diferentes? ¿Qué pensarían de él?

Henry y Keiko fueron a la caja. Una mujer de mediana edad, con el largo cabello rubio recogido debajo del sombrero de las dependientas, se ocupaba de contar el cambio en la caja, repartiendo el dinero en una bandeja más grande.

Keiko dejó el disco en el mostrador, abrió el monedero y sacó dos dólares: el precio de un disco nuevo.

La dependienta rubia continuó contando.

Henry y Keiko esperaron pacientemente a que la empleada acabase de contar lo que tenía en la caja. Apuntaba las cantidades en una hoja de papel.

Mientras él y Keiko esperaban, apareció otra mujer por detrás de ellos, con un pequeño reloj de pared. Henry miró con desconcierto cómo la dependienta cogía el reloj por encima de sus cabezas y marcaba la compra en la caja registradora. La dependienta cogió el dinero, devolvió el cambio y entregó el reloj en una gran bolsa verde de Rhodes.

—¿La caja está abierta? —preguntó Henry.

La dependienta se limitó a mirar si había otro cliente.

—Perdón, señora, por favor, quiero comprar este disco.

Henry comenzaba a enfadarse más de lo que parecía estarlo la dependienta, con una cadera adelantada y las mandíbulas apretadas. La mujer se inclinó por encima del mostrador y les susurró:

—¿Entonces por qué no volvéis a vuestro barrio y lo compráis allí?

A Henry ya le habían mirado mal antes, pero nunca se había encontrado nada parecido. Había oído que sucedían estas cosas en el sur. En lugares como Arkansas, o Alabama, pero no en Seattle. No en el noroeste, en la costa del Pacífico.

La dependienta no se movió, con un puño apretado en la cadera.

—No servimos a personas como ustedes. Además mi marido está en el frente…

—Yo lo compraré —dijo Henry y puso su insignia de Soy
chino
en el mostrador junto a los dos dólares de Keiko—, Por favor, le he dicho que yo lo compraré.

Keiko parecía dispuesta a gritar o a largarse, con los puños apoyados en el mostrador, dos bolas de nudillos blancos que marcaban su frustración.

Henry miró a la dependienta, que primero le pareció confusa y después enojada. Acabó por ceder. Cogió los dos dólares y apartó la insignia. Le dio el disco a Henry, sin la bolsa o el ticket de compra. Henry insistió en ambas, temeroso de que la mujer llamase a los agentes de seguridad de la tienda y les acusase de robar el disco. La dependienta escribió el precio en un papel amarillo y le puso el sello de pagado, y se lo dio a Henry. Él lo cogió, y le dio las gracias pese a todo.

Se guardó la insignia en el bolsillo junio ron el papel.

—Venga, vámonos.

En el largo camino de regreso a casa, Keiko mantuvo la mirada al frente. La alegría de la sorpresa había estallado como un globo, un estallido fuerte y agudo, sin dejar atrás nada más que un trozo de cordel. Así y todo, Henry, con el disco en la mano, hizo lo posible por calmarla.

—Gracias, es una preciosa sorpresa. Es el mejor regalo que me han hecho.

—No me siento muy dispuesta a regalar nada, ni agradecida. Sólo furiosa —afirmó Keiko—. Nací aquí. Ni siquiera hablo japonés, y sin embargo todas estas personas, allí donde voy… me odian.

Henry consiguió sonreír, y agitó el disco delante de ella, antes de dárselo. Pretendía hacer que ella olvidase el incidente.

—Gracias —dijo Keiko.

Ella miró el disco mientras caminaban.

—Supongo que estoy acostumbrada a las burlas en la escuela. Después de todo, mi padre dice que sólo son unos estúpidos que abusan de los chicos y chicas más débiles, no importa de qué barrio de la ciudad sean. El ser japonés o chino sólo hace que las burlas sean más fáciles; somos blancos fáciles. Pero esto está muy lejos de casa, en una parte de la ciudad de personas adultas, y uno cree que…

—… que los adultos se comportarán de otra manera —dijo Henry, que acabó la frase por ella, consciente por su propia experiencia de que algunas veces los adultos pueden ser peores. Mucho peores.

«Al menos tenemos el disco», pensó Henry. El testimonio de un lugar donde a las personas no parecía importarles el aspecto que tenías, dónde habías nacido, o de dónde era tu familia. Cuando sonaba la música a nadie parecía importarle si tu apellido era Abernathy, Anjou, Kung o Kobayashi. Después de todo, tenían la música para probarlo.

* * *

En el camino a casa, Henry y Keiko debatieron quién se quedaría con el disco.

—Es mi regalo para ti. Tienes que quedártelo aunque no puedas escucharlo. Quizás algún día podrás… —insistió Keiko.

Henry opinó que Keiko debía tenerlo, porque ella tenía un tocadiscos donde se podían reproducir los nuevos discos de vinilo.

—Además —afirmó Henry—, mi madre siempre está en casa y no estoy seguro de que lo aprobara, porque a mi padre no le gusta la música moderna.

Al final, Keiko acabó por ceder y lo aceptó. Porque a sus padres les gustaba el jazz, y también porque comprendió lo tarde que llegarían si no se marchaban cuanto antes de regreso a sus casas.

Caminaron lo más rápido que pudieron a lo largo del panorámico frente marítimo, sus pies aplastaban los fragmentos de conchas de almejas que llenaban la acera. Las aves marinas que sobrevolaban el lugar las dejaban caer enteras para que se partiesen en el pavimento y después bajaban para darse un banquete con el carnoso contenido. A Henry las conchas rotas le parecían asquerosas. Le preocupaba tanto no pisar toda aquella suciedad que no prestaba atención a nada más. Hasta el punto de que casi no vio a un cordón de soldados cerca de la terminal de transbordadores.

Keiko y él se vieron obligados a detenerse en el lado norte de la terminal, junto con docenas de coches y un puñado de personas que caminaban por la acera. La mayoría parecía sentir más curiosidad que enfado. Unos pocos parecían contentos. Henry no comprendía el motivo de la conmoción.

—Tiene que ser un desfile. Espero que sí. Me encantan los desfiles. El desfile Seafair fue incluso mejor que el del Año Nuevo chino en Main Street.

—¿Qué día es hoy? —preguntó Keiko. Le dio el disco a Henry y sacó el cuaderno de bocetos que llevaba en la cartera.

Se sentó en el bordillo y comenzó a dibujar la escena a lápiz. Una fila de soldados con los fusiles y las bayonetas caladas al hombro. Todos se veían impecables y corteses Incluso eficientes», pensó Henry. El transbordador
Keholokvn
estaba amarrado al fondo y apenas si se movía con el flujo y el reí lujo de las heladas aguas verde oscuro de Puget Son tul.

—Hoy es 30 de marzo —respondió Henry. Que yo sepa hoy no es fiesta.

—¿Por qué están aquí, aquél es el transbordador de la isla Bainbridge, no? —Keiko se tocó la mejilla con el lápiz, desconcertada.

Henry asintió. Miró el dibujo de Keiko. Se sintió más impresionado que nunca. Dibujaba bien. Mejor que bien. Tenía talento.

Entonces oyeron un silbato.

—Está a punto de comenzar —dijo Henry. Miró alrededor y vio a muchas más persona a lo largo de las aceras, inmóviles, como si estuviesen esperando que cambiase la luz de un semáforo averiado.

Sonó otro toque de silbato y una larga fila de personas comenzó a desembarcar del transbordador. Henry oyó el rítmico golpeteo de los zapatos de cuero en la rampa metálica. En una bien ordenada columna cruzaron la calle y fueron en dirección sur; Henry no alcanzaba a imaginar hacia dónde iban. Supuso que en el mejor de los casos irían hacia el Barrio Chino, o quizás a Nihonmachi.

La columna parecía interminable. Había madres con niños pequeños a la zaga. Personas mayores de paso vacilante que avanzaban más o menos en la misma dirección. Los adolescentes se adelantaron a la carrera, pero después caminaron despacio en cuanto vieron que había soldados por todas partes. Todos cargaban con maletas y vestían sombreros y gabardinas. Fue entonces cuando Henry comprendió lo que Keiko ya sabía. Por las palabras que oía, Henry comprendió que todos eran japoneses. Debían de haber declarado zona militar a la isla Bainbridge, pensó. Los estaban evacuando. Centenares. Cada grupo seguido por un soldado que contaba las cabezas como una gallina a sus polluelos.

Al mirar a un lado y a otro, Henry vio que la mayoría de los espectadores parecían tan sorprendidos como él mismo. Casi. Sin embargo, unos cuantos sólo mostraban enfado, como si se les hiciese tarde y estuviesen detenidos ante un paso a nivel por donde circulaba un tren interminable. Otros parecían complacidos. Algunos aplaudían. Miró a Keiko con su dibujo a medias; su mano sostenía el lápiz encima del papel, con la mina rota, el brazo inmóvil como el de una estatua.

—Vamos, demos la vuelta. Tenemos que irnos a casa ahora mismo. —Henry cogió el cuaderno y el lápiz de sus manos y los guardó en la cartera. Luego la ayudó a levantarse. La apartó de la escena, le rodeó los hombros con el brazo, con la voluntad de guiarla hacia su casa—. No queremos estar aquí.

Cruzaron la calle y pasaron por delante de los coches que esperaban a que acabase el desfile de ciudadanos japoneses. «No podemos estar aquí. Tenemos que irnos a casa.» Henry se dio cuenta de que eran los únicos asiáticos de la calle que no llevaban una maleta en la mano y no quería verse arrastrado en las idas y venidas de los soldados.

—¿Adonde van? —susurró Keiko—. ¿Adónde les llevan?

Henry sacudió la cabeza.

—No lo sé. —Sí que lo sabía. Iban hacia la estación del ferrocarril. Se los llevaban. No sabía adónde, pero se los llevaban deprisa y corriendo. Quizá fuese porque Bainbridge estaba muy cerca del astillero naval de Bremerton o quizá porque era una isla y era mucho más fácil reunirlos a todos que en un lugar como Seattle, donde la confusión, el número, haría imposible semejante tarea. «Aquí no puede ocurrir», pensó Henry. «Son demasiados. Somos demasiados.»

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