El sabor prohibido del jengibre (30 page)

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Authors: Jamie Ford

Tags: #Novela

BOOK: El sabor prohibido del jengibre
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Keiko se había marchado hacía ya un mes. Había partido con destino a Minidoka el 11 de agosto, con los últimos prisioneros de Camp Harmony. No le había escrito ni una sola vez. Por supuesto, nadie podía estar seguro de lo que podía significar eso de verdad. Quizá no disponían de servicio de correos, o quizá Henry había sido demasiado claro en la despedida y ella seguía adelante sin él. Dispuesta a olvidarle de una vez para siempre. En cualquier caso, la echaba tanto de menos que le dolía.

Sobre todo en la escuela, cuando comenzó el semestre de otoño. Aún le quedaban dos años para ir a Garfield High, que le habían dicho estaba mucho más integrada, y donde acababan yendo la mayoría de los chicos chinos y negros. Pensar en una clase multirracial le parecía algo del todo irreal. Significaría un cambio muy grande después de Rainier, donde una vez más era el único alumno no blanco. Continuó trabajando en la cocina a la hora de la comida con la señora Beatty, que nunca hablaba de Keiko.

Henry ya casi no veía a Chaz. Después de que lo pillasen saqueando las casas de Nihonmachi, le habían expulsado de Rainier. Los rumores decían que ahora acosaba a los chicos de Bailey Gatzert, donde iban todos los hijos de los trabajadores. Henry a veces lo veía por la ciudad detrás de su padre, pero nada más. Le sonreía a Henry, que ya no le tenía miedo. Chaz tenía el aspecto que tendría el resto de su vida, pensaba Henry, amargado y vencido. Henry, en cambio, tenía la sensación de que aún no había aprendido su mejor jugada.

Así y todo, Henry no encontraba ningún placer en sus tareas después de la escuela, y el camino de regreso a casa se le antojaba muy solitario. Sólo pensaba en Keiko, y en lo feliz que era cuando ella le acompañaba. En lo aturdido y triste que se había sentido viéndola enjugarse las lágrimas de los ojos cuando le había dicho adiós. No lamentaba tanto verla marchar como lamentaba no haberle dicho lo mucho que le importaba. Lo mucho que significaba. Su padre era un pésimo comunicador. Después de tanto tiempo rebelándose contra los deseos y las maneras de su padre, detestaba el hecho de no ser en absoluto diferente de él; al menos, en lo que importaba.

Henry caminó de regreso a las arcadas de hierro negro del Barrio Chino, una vez más solo, guiado por el inconfundible sonido del saxo de Sheldon y los sonoros aplausos que siempre parecían celebrar sus actuaciones en estos días. Sheldon tocaba en locales de segunda fila de South Jackson. En cambio, a Oscar Holden le habían puesto en una lista de vigilancia policial por hablar en contra del tratamiento dispensado a los residentes de Nihonmachi, y le costaba mucho encontrar trabajo. El precio que pagas por decir lo que piensas, pierdes la posibilidad de que oigan tu voz cantante. Una tragedia, pensó Henry. No, más que una tragedia, era un crimen que le hubiesen robado esa posibilidad. Su disco se había agotado y se había convertido en un objeto para coleccionistas, al menos por un tiempo.

—¿Has tenido noticias de allá? —le preguntó Sheldon y señaló con la barbilla al este, en dirección a Idaho. Hacia Minidoka.

Henry sacudió la cabeza al tiempo que intentaba disimular su abatimiento.

—Yo he estado en Idaho una vez. No está tan mal. Tenía un primo que pasaba licores a través de la frontera en Post Falls, durante los años de la prohibición. Es un lugar bonito con todas aquellas montañas.

Henry se sentó en el bordillo con la cabeza gacha, Sheldon le devolvió la fiambrera vacía.

—Ha pasado mucho tiempo desde que era lo que alguien hubiese podido llamar un joven, pero chico, lo veo en tus ojos. Sé que intentas poner una cara valiente, una cara que ni siquiera tu madre podría atravesar. Pero yo, Henry he visto muchos infortunios a lo largo de mi vida. Sé lo que te pasa, y lo tuyo es grave.

Henry espió a Sheldon de reojo.

—¿Qué? ¿Es tan evidente?

—Todos lo sentimos, chico. Ver como se han llevado a la gente de esa manera. Para algunos es un dolor que les durará el resto de sus vidas. Por aquí, en esto que llaman el Distrito Internacional, tú, yo, los filipinos, los coreanos que vienen, incluso algunos de los italianos y judíos, todos lo sentimos. Pero a ti te duele de otra manera por haber tenido que verla partir.

—Yo la dejé partir.

—Henry, ella tenía que marcharse lo quisieras tú o no. No es tu culpa.

—No, yo la dejé partir. Ni siquiera llegué a decirle adiós de verdad. En cambio sí que la dejé marchar.

Hubo unos momentos de silencio mientras Sheldon apretaba las llaves del saxo.

—En ese caso busca papel y pluma y escríbele…

—Ni siquiera sé dónde está —le interrumpió Henry—, La dejé marchar, y ella ni siquiera me ha escrito.

Sheldon frunció los labios y soltó un largo silbido. Cerró la funda del saxo antes de sentarse en el frío bordillo de cemento junto a Henry.

—Sabes dónde está Minidoka, ¿no?

—Puedo buscarlo en el mapa…

—Entonces vayamos a verla. Allí tiene que haber horas de visita como en Puyallup. Tú y yo nos meteremos en la barriga del gran perro e iremos a verla.

—¿El gran perro…?

—¡El
Greyhound
,
1
chico! ¿Quieres que te lo deletree? Iremos en autocar. Ahora mismo lo único que tengo es tiempo. Nos marchamos un viernes, regresamos el domingo, no perderás ni un solo día de escuela.

—No puedo hacerlo.

—¿Por qué, acaso no has cumplido los trece? A los ojos de tu padre ya eres un hombre. Puedes tomar las decisiones de un hombre y hacer lo que debas hacer. Es lo que yo haría.

—No puedo dejar a mi madre, y ¿qué pasa con mi padre?

—¿Qué pasa con él?

—No puedo dejarle sin más. Si descubre que me he ido a Idaho para ver a una chica japonesa, lo más probable es que se le pare el corazón de una vez para siempre.

—Henry. —Sheldon le miró con una expresión grave que no le conocía—. Que tu padre tuviese un ataque tampoco es culpa tuya. Lleva librando la guerra en su cabeza, en su corazón, desde que tenía tu edad en China. No puedes adjudicarte el mérito por cosas que se remontan a antes de que tú nacieses. ¿Me entiendes?

Henry se puso de pie y se limpió el polvo de los fondillos.

—Tengo que irme. Ya nos veremos. —Sonrió hasta donde pudo, y se marchó en dirección a su casa.

Sheldon no hizo ningún comentario.

«Tiene razón», pensó Henry. «Soy lo bastante mayor como para tomar mis propias decisiones. Pero ir hasta Idaho, que está tan lejos, es demasiado peligroso. ¿Por qué tengo que salir corriendo como un loco, a un lugar donde no he estado nunca? ¿Si algo me pasa, quién cuidará de mi madre? Con mi padre enfermo, ahora el hombre soy yo. Tengo que ser responsable. Puede que incluso deba dejar la escuela y buscar un trabajo para pagar las facturas.» Además, salir corriendo no era una actitud responsable. Cuanto más lo pensaba, más claro tenía que el dinero no era el problema. El dinero que había ganado trabajando en Camp Harmony era más que suficiente para pagarse el viaje, y el regalo de la tía King cubriría todo lo demás.

«No, no puedo hacerlo. Ahora mismo sería una tontería.»Henry llegó a su casa y se encontró a su padre profundamente dormido en la cama. Desde el ataque, no roncaba tan fuerte como solía. Al parecer todo lo que hacía era un pálido reflejo de su ser anterior. Excepto por la luz de la condena que siempre parecía alumbrar a Henry. No importaba dónde estuviese, lo sentía.

Su madre había subido las escaleras tras él con el cesto de la colada que había recogido de los tenderos en el callejón que compartía con los demás vecinos.

—Tienes una tarjeta de cumpleaños —le dijo en cantonés. La sacó del bolsillo del delantal y se la dio. Era un sobre amarillo brillante, un tanto ajado y sucio. Henry reconoció el sello.

Henry supo de quién era sólo con mirar la letra. Era de Minidoka. De Keiko. No le había olvidado.

Miró a su madre, aún un tanto desconcertado, pero sin disculparse.

—Está bien —fue todo lo que dijo ella mientras se alejaba con el cesto de ropa limpia.

Henry ni siquiera esperó ir a su habitación para abrirla. Rasgó el sobre con mucho cuidado y sacó la carta. Pintada en la parte superior de la página había una tarta de cumpleaños dibujada a plumilla y coloreada con acuarela. Decía: «¡Feliz cumpleaños, Henry! No quería que te fueras, pero sabía que yo debía marcharme de todas maneras, por lo tanto ¿qué podías hacer tú? No quiero causarte problemas con tu familia o que empeoren las cosas entre tú y tu padre. Sólo quería que supieras que pensaba en ti. Y que te echo de menos mucho más de lo que nunca te diré».

El resto hablaba de la vida en el campo. La escuela que tenían, y las cosas que hacía su padre. Ser licenciado en abogacía no le servía de mucho a la hora de ir a recoger remolachas todos los días.

La carta concluía diciendo: «No te volveré a escribir, no quiero molestarte. Quizá tu padre tiene razón. Keiko».

A Henry le temblaban las manos cuando leyó la última línea una y otra vez. Miró a su madre, que estaba en la cocina y le observaba por el rabillo del ojo. Ella se llevó una mano a los labios en una muestra de preocupación.

Henry le dirigió una media sonrisa y fue a su cuarto, donde contó el dinero ahorrado durante el verano y el dinero de la suerte de la tía King. Después encontró una vieja maleta en el altillo del armario y la llenó con prendas suficientes para varios días.

Al salir del cuarto tuvo la sensación de ser una persona del todo diferente a la que había entrado. Su madre le miró, con el más absoluto desconcierto.

Henry fue hacia la puerta, maleta en mano.

—Voy a la estación de autobuses. Volveré dentro de unos días… no me esperes.

—Tenía claro que harías lo correcto —comentó Sheldon, con una gran sonrisa, desde el asiento junto al pasillo del Greyhound Bus con destino a Walla Walla—, Sabía que lo harías; lo vi en tus ojos.

Henry se limitó a mirar a través de la ventanilla mientras las calles de Seattle quedaban atrás y aparecían las verdes colinas donde estaba el paso entre Washington Occidental y Oriental. Había descubierto que Sheldon y la maleta en su mano eran todo el estímulo que necesitaba. «Deja que coja mi sombrero», había sido la única respuesta de Sheldon, y los dos recogieron sus cosas y fueron a la estación de autobuses donde compraron dos billetes de ida y vuelta a Jerome, Idaho, la ciudad más cercana a Camp Minidoka, donde estaban Keiko y su familia. Los billetes costaban doce dólares cada uno. Henry se ofreció a pagar el de su amigo con el dinero que había ahorrado de su trabajo durante el verano, pero Sheldon se negó.

—Gracias por acompañarme. No tenías que pagar. Tengo suficiente.

—No pasa nada, Henry. Es una oportunidad de salir de la ciudad.

Henry le estaba agradecido. En lo más profundo había querido ahorrar el máximo de dinero. Al menos el necesario para comprar tres billetes de vuelta. Le pediría a Keiko que se marchase con él. Le daría su distintivo, e intentaría sacarla de tapadillo durante la visita. En este momento valía la pena intentar cualquier cosa. Keiko podía alojarse en la casa de su tía King en Beacon Hill, o eso esperaba. A diferencia de su padre, ella no tenía ningún reparo con sus vecinos japoneses. Ella misma lo había manifestado en una ocasión, para gran sorpresa de Henry; de alguna manera, era más tolerante, más dispuesta a la comprensión. Era un disparo a ciegas, pero le parecía su única esperanza en la actual situación.

—¿Sabes dónde está el lugar? —preguntó Sheldon.

—Sé cómo era en Puyallup, en Camp Harmony. Si nos acercamos bastante, no nos costará mucho encontrarlo.

—¿Cómo puedes estar tan seguro…?

—Allí tienen encerradas a nueve mil personas. Es como una ciudad pequeña. No será ningún problema encontrar el campo. El problema será encontrar a Keiko entre tanta gente.

Sheldon silbó, para enfado de una señora mayor con un sombrero de piel que se volvió para mirarle con expresión ceñuda.

A Henry no le importaba ir sentado en el fondo del autocar. Sin embargo, por alguna razón, Sheldon parecía molesto. De vez en cuando rezongaba de que «esto es el Noroeste y no el sur profundo» y que el chófer no tenía ningún motivo para señalar con el pulgar la parte de atrás cuando él y Henry subieron. Así y todo, no protestaron. Ir tan lejos, a un lugar desconocido, ya era bastante complicado. Lo bueno de estar sentado en la última fila era no tener a nadie atrás que les mirase o hiciese preguntas. Henry casi había desaparecido en el rincón trasero del autocar, entretenido en mirar a través de la ventanilla, y aquellos que miraban atrás con desagrado ni siquiera establecían contacto visual con Sheldon.

—¿Qué pasará si llegamos allí y nadie quiere alquilarnos una habitación para que podamos dormir? —preguntó Henry.

—Ya nos apañaremos. No será la primera vez que duermo al aire libre.

Pese a la actitud optimista de Sheldon, Henry sentía una profunda preocupación. Poco antes de que evacuaran a todos los japoneses de la isla Bainbridge, el tío de Keiko y su familia habían intentado marcharse para ir a algún lugar tierra adentro, donde no se vigilaba tanto a los japoneses. A muchas familias se les había animado para que se marchasen de forma voluntaria. Algunas habían creído que de esa manera evitarían el internamiento. El problema era que nadie quería venderles gasolina a las familias que escapaban de la ciudad, o alquilarles una habitación. Incluso en lugares que estaban casi vacíos las rechazaban, o colgaban el cartel de cerrado antes de que se bajasen del coche. El tío de Keiko había conseguido llegar hasta Wenatchee, en Washington, hasta verse obligado a dar la vuelta porque nadie le quería llenar el depósito. Regresaron y acabaron prisioneros como todos los demás.

Henry pensó en dormir al aire libre y dio gracias por haber traído ropas de más. Septiembre era un mes frío y lluvioso, al menos en Seattle. ¿Quién sabía cómo sería en Idaho en esta época del año?

Seis horas más tarde llegaron a Walla Walla, un pueblo agrícola conocido por sus huertos de manzanos. Sheldon y Henry disponían de cuarenta y cinco minutos para comer. Luego volverían al autocar para seguir el viaje a Twin Falls, y de allí a Jerome, Idaho, desde donde, supusieron, podrían llegar a Camp Minidoka.

En el momento que pisó la acera, Henry fue muy consciente de sí mismo. Como si los ojos de todo el mundo estuviesen puestos en él, y también en Sheldon. No se veía a una persona de color por ninguna parte. Tampoco un indio, que Henry había esperado encontrar en una ciudad que llevaba el nombre de una tribu. En cambio, se encontraron personas blancas que sí les miraban sin hacer comentarios. A pesar de eso, nadie parecía poco amistoso. Les miraban y continuaban con lo suyo. No obstante, Henry se acomodó el distintivo de Soy chino, y Sheldon dijo: «Vayamos a buscar algo de comer, y no se te ocurra mirar a nadie, ¿me oyes?».

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