Henry y Keiko se abrieron paso entre la muchedumbre hasta la Séptima Avenida, la zona neutral entre Nihonmachi y el Barrio Chino. La noticia les había precedido. Personas de todos los colores llenaban las calles. Las multitudes hablaban de cara hacia la estación del ferrocarril. En esta parte de la ciudad no se veían soldados. No había problemas.
Henry encontró a Sheldon entre un grupo de curiosos, con la funda del saxo colgada al hombro. Le tiró de la manga.
—¿Qué haces aquí? —le preguntó.
Sheldon miró abajo, sorprendido por un momento, y luego sonrió a Henry.
—Estoy acabando la jornada. Cerraron el club de Oscar después de la redada, así que hasta que vuelvan a abrir, espero que pronto, estoy de nuevo en la calle intentando ganarme la vida. Todo esto no es bueno para el negocio.
Henry sostuvo en alto la bolsa de Rhodes con el disco. Sheldon sonrió y le guiñó un ojo.
—Yo también lo tengo.
Sheldon apoyó un brazo en el hombro de Henry mientras contemplaban la escena. Ninguno de los dos quería hablar de música.
—Han evacuado toda la isla. Dicen que es por su seguridad. ¿Te puedes imaginar una tontería mayor? —comentó el músico.
Keiko se apartó el pelo de los ojos, sin soltar el brazo de Henry.
—¿Adonde les llevan? —preguntó.
Henry tenía miedo por Keiko; no quería saber la respuesta. Ladeó la cabeza hasta que su sien se apoyó en la de ella, la tapó con su abrigo.
—No lo sé, señorita —dijo Sheldon—. No lo sé. Dicen que a California. He oído que han construido algo así como un campo de prisioneros, por allá abajo, cerca de Nevada. Han aprobado una orden que les autoriza a detener a todos los japoneses, alemanes e italianos, ¿pero tú ves a algún alemán entre aquella multitud? ¿Les ves deteniendo a Joe Dimaggio?
Henry miró alrededor. Los pocos japoneses que habían estado entre la muchedumbre se marchaban a casa, algunos de ellos corriendo.
—Será mejor que te vayas. Tus padres estarán muy preocupados. —Le dio el disco a Keiko.
Sheldon asintió con la mirada puesta en Henry.
—Tú también vete a casa, jovencito, tu familia sin duda estará sufriendo, por mucho que lleves la insignia.
Keiko abrazó a Henry, el abrazo se prolongó. Henry vio el miedo en sus ojos. No sólo por ella, sino por toda la familia. El también lo sentía. Se dijeron un adiós sin palabras antes de separarse, y cada uno corrió de regreso a casa en una dirección diferente.
Al cabo de una semana, la evacuación de la isla Bainbridge ya era una noticia pasada, y todos hacían lo posible por ocuparse de sus asuntos como siempre. Incluso Henry notaba la calma tensa mientras Keiko y él hacían planes para la comida del sábado. Le sorprendió cuando le llamó a su casa. El padre de Henry había atendido el teléfono. En cuanto ella habló en inglés, le pasó el teléfono a Henry. Su padre no preguntó quién era, sólo si se trataba de una chica, pese a saber muy bien la respuesta.
«Supongo que sólo quería oírlo de mis labios», pensó Henry. «Sí, era una chica», fue todo lo que ofreció. Las palabras dichas en inglés no significaban nada para su padre, pero añadió: «es mi amiga». Su padre pareció confundido, y no obstante resignado al hecho de que su hijo ya estaba casi en la adolescencia. En China, el Viejo País, las parejas se casaban a los trece y catorce años. Algunas veces, se concertaban matrimonios desde el nacimiento, pero sólo entre los muy pobres o los muy ricos.
Sin duda su padre se hubiese sentido más preocupado de haber sabido el motivo de la llamada: conocer a la familia de Keiko. «No», se dijo Henry. «Preocupado era una palabra en exceso amable, su padre se hubiese puesto furibundo.»Henry, por su parte, no se preocupó mucho hasta que comprendió que la comida bien podía considerarse una cita; un pensamiento que le contrajo el estómago y le hizo sudar las manos. Se tranquilizó a sí mismo con la idea de que no era nada extraordinario; sólo una comida con los Okabe.
En la escuela reinaba una normalidad que resultaba antinatural; todo tan contenido y pacífico que Keiko y él no sabían qué pensar. Después de una semana, los otros chicos, e incluso los maestros, parecían no haberse enterado del éxodo japonés de la isla Bainbridge. El día había transcurrido con relativa quietud. Casi como si nunca hubiese sucedido, la evacuación había quedado perdida entre las otras noticias de la guerra: los holandeses se habían rendido en Java y un submarino japonés había cañoneado una refinería de petróleo en algún lugar de California.
Por su parte, el padre de Henry insistía más que nunca en que Henry llevase la insignia. «¡Afuera, llévala afuera, donde todos puedan verla!», le ordenó su padre en cantones cuando Henry iba hacia la puerta.
Henry se abrió la cremallera del abrigo para que la insignia quedase a la vista, y encorvó los hombros a la espera de la severa aprobación de su padre. Nunca lo había visto tan preocupado. Sus padres incluso habían ido un paso más allá, y cada uno llevaba una insignia idéntica. «Algo así como un esfuerzo colectivo», razonó Henry. Comprendía la preocupación de sus padres por su bienestar, pero era imposible que les tomasen por japoneses, porque casi nunca salían del Barrio Chino. Si lo hacían, sencillamente había muchísimas personas más a las que detener en Seattle. Miles.
El plan de Henry y Keiko era encontrarse delante del Hotel Panamá. Lo había construido Sabro Ozasa hacía treinta años; un arquitecto que el padre de Henry había mencionado en un par de ocasiones. Japonés, pero de cierto renombre, al menos según el padre de Henry, que muy pocas veces veía algo positivo en la comunidad de japoneses. Ésta era la excepción que confirmaba la regla.
El hotel era el edificio más impresionante de Nihonmachi, o, ya puestos, de todo el barrio. Como un centinela entre las dos comunidades, ofrecía un cómodo alojamiento a las personas que acababan de desembarcar y alquilaban habitaciones por semanas, o meses, o el tiempo necesario para encontrar un empleo, ahorrar un poco de dinero, y convertirse en ciudadanos norteamericanos. Henry se preguntó cuántos inmigrantes habían recostado sus cabezas cansadas en el Hotel Panamá, y soñado con la nueva vida que había comenzado en el momento de desembarcar procedentes de Canton o de Okinawa, contando los días hasta que llegase el momento de traer a sus familias. Días que por lo general se convertían en años.
Ahora el hotel se alzaba como un gastado cascarón de su antigua gloria. Los inmigrantes, los pescadores y los trabajadores de las plantas de envasado a los que no se les permitía traer a sus familias desde el Viejo País lo utilizaban como un hotel de solteros.
Henry siempre había deseado bajar al nivel inferior. Para ver las dos salas de baño de mármol, el Sento, lo llamaba Keiko. Estaban consideradas como las más grandes y lujosas de la Costa Oeste. Pero él tenía demasiado miedo para atreverse a ir.
Casi tan asustado como se sentía para decirles a sus padres que se encontraría con Keiko. Le había insinuado a su madre que tenía una amiga japonesa, nada menos que en inglés. Y ella de inmediato le había mirado de la peor de las maneras, tan sorprendida, que abandonó el tema en el acto. La mayoría de los padres chinos se mostraban indiferentes hacia los japoneses o los filipinos que llegaban cada día, personas que huían de la guerra o buscaban hacer fortuna en América. Algunos chinos albergaban rencores, pero la mayoría iban a lo suyo. Sus padres eran diferentes; controlaban que llevase la insignia de «Soy chino» cada vez que salía. El orgullo nacionalista de su padre, su estandarte protector, sólo iba en aumento.
A la hora de acompañar a Keiko a su casa, un gesto cortés o algún «Hola» ocasional a sus padres era lo más lejos que había llegado. Henry no dudaba de que de alguna manera su padre acabaría por enterarse, así que mantenía las visitas al mínimo. Keiko, por su parte, no dejaba de hablarles a sus padres de su amigo Henry, de sus gustos musicales, y de que hoy comerían juntos.
—¡Henry! —Allí estaba ella, sentada en el primer escalón, con una mano en alto. El principio de la primavera daba señales de una nueva vida, y los cerezos comenzaban a florecer. Las calles, bordeadas con flores rosas y blancas, por fin olían a otra cosa que no fuesen algas, pescado en salazón y marea baja.
—Yo también puedo ser china —se burló ella y señaló la insignia—.
Hou loi mou gin
. —Significaba «¿cómo estás hoy, guapo?» en cantonés.
—¿Dónde lo has aprendido?
—Lo busqué en la biblioteca —respondió Keiko con una sonrisa.
—Oai deki te ureshi desu —
dijo Henry.
Durante un momento embarazoso, sólo se miraron el uno al otro, con una gran sonrisa, sin saber qué decir, o en qué idioma decirlo. Keiko rompió el silencio.
—Mi familia está comprando en el mercado, nos encontraremos para comer.
Corrieron a través del mercado japonés para reunirse con sus padres. Henry le dejó ganar. Un gesto cortés que su padre sin duda hubiese esperado de su parte. Por supuesto, Henry tampoco sabía adónde iba. La siguió hasta el vestíbulo de un restaurante de pastas japonesas, que había sido rebautizado hacía poco con el nombre de
American Garden.
—Henry es un placer volver a verte. —El señor Okabe vestía un pantalón de franela gris y un sombrero que le hacía parecerse a Cary Grant. Igual que Keiko, hablaba un inglés precioso.
Les hicieron sentar a una mesa redonda cerca de la ventana. Keiko se sentó frente a Henry mientras la madre se ocupaba de conseguir una silla alta para el hermano pequeño de Keiko. Henry calculó que debía de tener tres o cuatro años, jugaba con los palillos lacados de negro, y su madre le reñía amablemente y le decía que eso traía mala suerte.
—Gracias por acompañar a Keiko hasta casa todos los días, Henry. Te agradecemos que seas un amigo tan concienzudo.
Henry no tenía muy claro qué significaba concienzudo pero como el señor Okabe lo dijo al mismo tiempo que le servía una taza de té verde, lo tomó como un cumplido. Henry cogió la taza de té con las dos manos, una señal de respeto que le había enseñado su madre, y se ofreció a llenar la taza del señor Okabe, pero él ya se servía la suya utilizando la bandeja giratoria para después servir a los demás.
—Gracias por la invitación… —Henry lamentó no haber prestado más atención en la clase de inglés. Hasta que cumplió los doce años le habían prohibido hablar inglés en casa. Su padre quería que creciese como chino. Como él. Ahora todo estaba patas arriba. Sin embargo, la cadencia de sus palabras parecía tener más en común con el pescador que había venido de China, que con el inglés que Keiko y su familia hablaban con tanta fluidez.
—Llevas una insignia muy interesante, Henry —comentó la madre de Keiko con el dulce tono propio de una abuela—, ¿Dónde la conseguiste?
Henry la tapó con una mano. Había tenido intención de quitársela cuando venía, pero lo había olvidado en la carrera hasta el restaurante.
—Me la dio mi padre, dijo que debía llevarla a todas horas. Es embarazoso.
—No, tu padre tiene razón. Es un hombre muy sabio —opinó el señor Okabe.
«No creería lo mismo si le conociese.»
—No tienes que avergonzarte de ser quien eres, y mucho menos ahora.
Henry miró a Keiko y se preguntó qué pensaba de esta conversación. Ella sonrió y le dio un suave puntapié por debajo de la mesa, una clara muestra de que se sentía mucho más cómoda aquí que en el comedor de la escuela.
—Resulta fácil ser quien eres aquí, pero es difícil en la escuela —afirmó Henry—, Me refiero a Rainier. —«¿Qué estoy diciendo? Es difícil ser quien soy en mi propia casa, con mi propia familia.»El señor Okabe bebió un sorbo de té y Henry recordó beber el suyo. Era más suave, con un sabor más sutil y transparente que el té negro Oolong que le gustaba a su padre.
—Sabía que ir a una escuela occidental le plantearía a Keiko ciertos desafíos, pero le dijimos: sé lo que eres, no importa qué. Le advertí que quizá nunca la acepten, que incluso algunos podrán detestarla, pero, a la larga, acabarán por respetarla como a una americana.
A Henry le gustó el rumbo que tomaba la conversación, aunque se sintió un poco culpable por su familia. ¿Por qué nunca nadie se lo había explicado de esta manera? En cambio, le habían dado una insignia y le obligaban a «hablar su americano».
—Esta noche hay un concierto de jazz gratuito al aire libre en Jackson Street. Oscar Holden será uno de los músicos —dijo la madre de Keiko—. ¿Por qué no invitas a tu familia a que nos acompañe?
Henry miró a Keiko, que le sonreía con las cejas enarcadas. No se podía creer lo que oía. Sólo había visto a Oscar Holden aquella única vez con Keiko. Sí que le había oído varias veces, pero sólo apoyando la oreja en la puerta trasera del Black Elks Club, cuando el legendario pianista de jazz ensayaba. La oferta era tentadora. Sobre todo ahora que veía tan poco a Sheldon, que substituía al saxofonista habitual de Oscar. Sheldon lo consideraba como «un bolo único en la vida». Claro que sí.
Pero, a diferencia de los padres de Keiko, los de Henry no mostraban el menor aprecio por la música «de color». Es más, al parecer habían dejado de oír cualquier clase de música. Clásica o moderna. Negra o blanca. En estos tiempos lo único que escuchaban en la radio eran las noticias.
De todas maneras, era una amable invitación por parte de los Okabe que él tendría que declinar. Henry se imaginaba la escena como las de las películas de terror que proyectaban en las matinés de diez centavos del cine Atlas, subtituladas en chino. Una oscura tragedia que cobraba vida mientras explicaba que no sólo tenía una amiga japonesa, sino que también toda la familia quería llevarlos a un concierto de jazz.
Antes de que pudiese inventarse una respuesta amable para el señor Okabe, una botella de shoyu medio llena comenzó a moverse sobre la mesa. Henry la sujetó y sintió que el suelo temblaba.
A través de la ventana que se sacudía, vio un gran camión semioruga del ejército, que escupía un humo negro mientras entraba en la plaza. Los crujidos de la estructura metálica atravesaban el torpe retumbar del enorme motor. Incluso antes de que chirriasen los frenos de gas, la gente de la calle comenzó a dispersarse en todas direcciones, excepto los muy viejos o los muy jóvenes, que, inmóviles por la curiosidad, observaban a los soldados que permanecían sentados estoicamente en la caja del vehículo.
Continuaron llegando más camiones, uno detrás de otro, que descargaban soldados americanos y policías militares con fusiles. Éstos comenzaron de inmediato a recorrer el barrio para clavar pequeños carteles en las puertas, las fachadas de los comercios y los postes de teléfonos.