El sabor prohibido del jengibre (18 page)

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Authors: Jamie Ford

Tags: #Novela

BOOK: El sabor prohibido del jengibre
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Vendedores y clientes salieron para ver la causa de la conmoción. Henry y los Okabe salieron del restaurante y permanecieron en la acera mientras pasaban los soldados. Repartían copias de los carteles:
Proclamación Pública i
, escrita en inglés y japonés.

El titulo en mayúsculas, en la hoja que sujetaba Keiko, decía: instrucciones para todas las personas de ascendencia japonesa. El texto hablaba de las familias japonesas sometidas a una evacuación forzosa por su propia seguridad. Sólo disponían de unos pocos días y no podían llevarse casi nada: sólo lo que pudieran cargar. Al pie aparecían las firmas del presidente de Estados Unidos y del secretario de Guerra. El resto del panfleto era un misterio, pero no para la familia de Keiko. La madre se echó a llorar en el acto. El padre parecía alterado pero mantuvo la calma, Keiko se tocó el corazón con el dedo y señaló a Henry. Él se tocó el suyo y sintió la insignia que llevaba su familia.
Soy chino.

Mejor ellos que nosotros (1942) |

Henry entró en el pequeño apartamento que compartía con sus progenitores. Su padre, sentado en la mecedora, leía tranquilamente el
Hua Pao
, el
Seattle Chínese Post
. Su madre estaba en la cocina cortando las verduras, o eso parecía por el sonido: un cuchillo que golpeaba rítmicamente la tabla de trinchar.

Le dio a su padre una copia de la proclamación, con la respiración entrecortada. Se frotó el costado que le dolía después de correr diez manzanas. Su padre la miró. Se dio cuenta por la mirada de sus ojos de que esperaba una explicación acerca de por qué su hijo parecía tan alterado. En americano. No, esto no. Ahora no. Sólo háblame, fue lo único que pensó Henry. Dijo eso mismo en chino.

El padre sacudió la cabeza con expresión severa para interrumpir a Henry, que intentaba explicarse.

—¡No! No puedes ignorarme. Ya no —afirmó Henry en inglés antes de pasar de nuevo al chino—. Se los están llevando a todos. A todos los japoneses. ¡El ejército se los está llevando a todos!

Su padre le devolvió la proclamación.

—Mejor ellos que nosotros.

Su madre apareció por la puerta de la cocina hablando en chino y buscando una explicación.

—¿Henry, qué importancia tiene todo esto? Estamos en nuestra propia comunidad. Cuidamos los unos de los otros. Lo sabes tan bien como cualquiera.

Henry no sabía qué decir, o en qué idioma decirlo. Miró a sus padres, y salieron las palabras.

—A mí me importa —dijo en chino. Luego pasó de nuevo al inglés—. Me importa porque ella es japonesa.

Se marchó como una tromba a su dormitorio y cerró de un portazo. Las imágenes de la expresión de absoluto desconcierto en los rostros de sus padres perduraron en su mente alterada.

A través de la puerta, oyó que comenzaban a discutir.

Henry abrió la ventana y salió a la escalera de incendios. Abatido, se apoyó en la barandilla de metal. Oía los sonidos de los camiones del ejército a lo lejos. Al mirar las calles del Barrio Chino al final del callejón, vio que la gente seguía con lo suyo, y a algunos que miraban, conversaban o señalaban en dirección a Nihonmachi, pero en general todo el mundo parecía tranquilo.

Vio un coche cargado con cajas hasta los topes acercarse a la puerta trasera del restaurante Kau Kau. Para su asombro, se apeó una joven pareja japonesa, y el personal del restaurante salió al callejón para llevar las cajas cargadas al interior del restaurante, con lo que Henry sólo podía suponer que eran efectos personales. Los objetos que iban sueltos no dejaban lugar a dudas. Una lámpara de pie. Una alfombra enrollada y sujeta al techo del coche verde. Todo acabó en el interior, salvo por las cuatro maletas que la pareja se echó al hombro lo mejor que pudo. Se repartieron multitud de abrazos entre la pareja japonesa y sus amigos chinos.

La pareja japonesa se marchó. Salieron del callejón y caminaron por la calle, con aspecto de estar siendo arrastrados hacia la estación del ferrocarril. Henry miró una última vez a un lado y a otro del callejón, con el pensamiento puesto en Keiko y su familia. En cómo habían salido del restaurante American Garden para ir a ocuparse de sus propios arreglos.

Henry volvió al dormitorio y se tumbó en la cama en el mismo momento en que entraba su madre. Buscó entre la pila de tebeos, y vio la portada de
Marvel Mistery Comics 30
, el último número que había comprado. En la portada aparecía Antorcha Humana luchando contra un submarino japonés. «La guerra está en todas partes», pensó Henry y guardó los tebeos debajo de la cama mientras su madre dejaba un plato de galletas de mantequilla con almendras en la mesita de noche.

—¿Necesitas hablar, Henry? Si es así, entonces por favor habla conmigo. —Lo dijo en cantonés, sin enmascarar en los ojos la preocupación que sentía por él.

Henry miró la ventana abierta. Las cortinas de oscurecimiento colgaban tiesas y pesadas; apenas si se movían con la brisa. No conseguía entender la charla de las personas de la calle. Iba y venía como su deseo por comprender lo que estaba pasando a su alrededor.

—¿Por qué él no me habla? —le preguntó Henry a su madre en cantonés, sin desviar la mirada de la ventana.

—¿Quién no habla? ¿Tu padre?

Después de una larga pausa, Henry miró a su madre y asintió.

—Te habla todos los días. ¿Qué quieres decir con «¿por qué no me habla?».

—Habla, pero no me escucha.

Henry permaneció sentado mientras ella le palmeaba el brazo, el vientre, a la búsqueda de las palabras que le hicieran comprender a su hijo.

—No sé cómo decírtelo para que tenga sentido. Tú naciste aquí. Eres americano. Allí de donde viene tu padre, no hay nada más que guerra. Guerra con Japón. Ellos invadieron el norte de China, mataron a mucha gente. No a soldados, sino a mujeres y niños, a los viejos y a los enfermos. Tu padre, él creció así. Vio que esto le ocurría a su propia familia. —Sacó un pañuelo tejido de la manga y se secó los ojos, aunque no lloraba. «Quizá ya no podía llorar más», pensó Henry Ahora sólo era un hábito.

—Tu padre era huérfano cuando llegó aquí, pero nunca olvidó quién era, de dónde venía. Nunca olvidó su hogar.

—Este es ahora su hogar —protestó Henry.

Su madre se levantó para ir a mirar a traves de la ventana antes de cerrarla.

—Aquí es donde vive, pero nunca será su hogar. Mira lo que está pasando en el Barrio Japonés. Tu padre tiene miedo de que algún día ocurra aquí también. Es por eso que, por mucho que ame a su China, quiere que éste sea tu hogar. Que te acepten aquí.

—Hay otras familias…

—Lo sé. Hay otras familias. Familias chinas. Familias americanas. Familias que ahora mismo, mientras hablamos, esconden a los japoneses. Guardan sus pertenencias. Es muy peligroso. Tú, yo, todos nosotros, nos arriesgamos a ir a la cárcel si les ayudamos. Sé que tienes una amiga. La que te llama por teléfono. ¿La chica de la escuela Rainier? ¿Es japonesa?

Henry ya no la veía como japonesa.

—Sólo es mi amiga —respondió en inglés. «La echo de menos.»

—¿Hah? —exclamó su madre al no entender las palabras.

Henry volvió al cantonés. Pensó en qué decir, en cuánto decir. Miró a su madre a los ojos.

—Es mi mejor amiga.

Su madre miró al techo, exhaló un fuerte suspiro. La clase de suspiro que sueltas cuando acabas de aceptar que ha ocurrido algo malo. Cuando muere un pariente y dices: «Al menos disfrutó de una larga vida». Cuando tu casa se quema hasta los cimientos y piensas: «Al menos estamos sanos y salvos». Fue un suspiro de resignada desilusión. Un premio de consolación, de acabar segundo y no tener nada para demostrarlo. De terminar con las manos vacías, de haber desperdiciado tu tiempo, porque al final, lo que haces, y quién eres, no importa un pimiento. Nada importa.

Durante el resto del fin de semana el padre de Henry no quiso hablar de lo que estaba pasando en el Barrio Japonés. Henry intentó sacar el tema, pero su padre le cortó en seco cada vez que le hablaba en chino. Su madre se había suavizado un poco, aunque sólo fuese para aliviar su desconsuelo. Había discutido con su marido, algo poco frecuente, por Keiko, por la amiga de Henry, pero ahora era el momento de seguir adelante, y ella tampoco veía ningún sentido en la insistencia de Henry. Que le dijesen en cantonés que lo comprendería todo cuando fuese mayor, sólo le enfurecía. Lo único que le quedaba por hacer era protestar en inglés, que era como protestar al vacío.

Henry incluso intentó llamar a Keiko el domingo por la mañana antes de que se despertasen sus padres, sin obtener respuesta. La operadora creía que habían desconectado el teléfono.

Por lo tanto, el lunes por la mañana, en lugar de ir a la escuela, Henry fue a la carrera hacia la Union Station de Seattle, que se había convertido en el punto de concentración de los residentes de Nihonmachi. Mientras corría por South Jackson, vio las columnas de vagones Pullman que se extendían en las vías mucho más allá de la estación. También había autocares de la Greyhound, que crujían y gemían, llenos al máximo de soldados, que parecían fuera de lugar mientras bajaban con los fusiles en banderola.

«Se los llevan», pensó Henry, «se los llevan a todos. Aquí hay por lo menos diez mil japoneses. ¿Cómo pueden llevárselos a todos? ¿Adónde los llevarán?»A unas pocas manzanas de la estación, las multitudes llenaban las calles. Era una mezcla de chiquillos llorosos, maletas arrastradas y soldados que revisaban la documentación de los ciudadanos, la mayoría de ellos vestidos con sus mejores galas domingueras, y las dos maletas que se les permitían, llenas a reventar. Cada persona llevaba una tarjeta blanca, de esas que se ponen en los equipajes, colgada de un botón de los abrigos.

La
Proclamación Pública i
disponía que todos los ciudadanos japoneses, nacidos en el extranjero, e incluso los norteamericanos de segunda generación como Keiko, se presentasen en la estación a las nueve de la mañana. Se marcharían en oleadas; por barrios, hasta llevárselos a todos. Henry no tenía idea de dónde irían. A los japoneses de la isla Bainbridge los habían enviado a Manzinar, un lugar en California, cerca de la frontera con Nevada. Pero era imposible que pudiesen encargarse de la multitud reunida en la estación.

En su búsqueda de Keiko, Henry intentó no hacer caso de la muchedumbre de airados rostros blancos que se apiñaban detrás de las barreras, profiriendo insultos a las familias que pasaban. También estaba abarrotada toda la extensión del puente que llevaba a la terminal de los transbordadores, sin que nadie se moviese, todos acodados en las barandillas, para mirar abajo, a la zona militar acordonada. Daba la impresión de que había ojos por todas partes. Hombres y mujeres, sentados en los alféizares de las ventanas de los edificios de oficinas, silbaban a los evacuados.

Henry no había hablado con Keiko desde la salida del restaurante. La había llamado de nuevo desde un teléfono público pero sonó y sonó hasta que intervino la operadora para preguntar si había algún problema. Colgó. Si quería encontrarles, éste era el lugar. ¿Pero y si ya se habían marchado? Tenía que encontrarla. Detestaba pensar en volver a la escuela sin ella y se sorprendió al descubrir cuánto la echaba de menos.

Había unos cuantos chinos aquí y allá, la mayoría trabajadores ferroviarios. Nadie conocido. Los distinguió en la multitud por las insignias que llevaban, idénticas a la suya. En cuanto llegaron los soldados y la policía militar, el pequeño taller que las fabricaba acabó con las existencias. «Es como el oro», pensó Henry, con una mano en el distintivo. «Pequeño y precioso.»Encaramado en un buzón rojo, blanco y azul, observó desesperado la multitud que desfilaba a paso lento hacia la estación. Henry se fijó en otro gran camión militar que se abría paso sin piedad entre las familias, pero en lugar de descargar a más soldados, la caja cubierta con una lona transportaba a japoneses ancianos. Algunos, por la forma en que caminaban, parecían casi paralíticos. Los soldados les ayudaban a bajar, les sentaban en sillas de ruedas con los cabellos desordenados. Les seguía un médico japonés. Henry comprendió lo que había ocurrido. Habían vaciado el hospital. Los enfermos y los impedidos no se salvaban de la evacuación. Muchos parecían desorientados. Era obvio que no sabían qué les estaba pasando, o por qué.

Henry vio a un hombre blanco de la mano de una mujer japonesa. No pudo menos que preguntarse qué pasaba con aquellas familias en las que un caucásico se había casado con una japonesa. Claro que los matrimonios mixtos eran ilegales. Quizá después de todo se salvarían de las penurias del internamiento. Pensó lo contrario en cuanto vio la maleta en la mano de la mujer y el coche de bebé.

Siempre atento al paso de los evacuados, oyó sonar la sirena de las nueve en Boeing Field, a kilómetros de la estación, ¿Cuánto llevaba buscando entre la multitud? ¿Cuarenta minutos? Henry comprendió que se le acababa el tiempo, y comenzó a pensar en lo peor. «¡Keiko!» gritó desde lo alto del buzón. Notó las miradas de la gente que pasaba. «Deben de creer que estoy loco. Quizá lo estoy. Puede que sea bueno estar loco.» «¡Keiko! ¡Keiko Okabe!» Gritó hasta que un soldado le miró como si estuviese perturbando el tranquilo ensueño de la mañana. Entonces vio algo. Una visión conocida.

«¡Sí, allí está!» El sombrero Cary Grant del señor Okabe se veía elegante incluso mientras cruzaba la calle con sus únicas pertenencias. Henry reconoció la dignidad del porte, pero su encantador comportamiento había sido reemplazado por una mirada distante. Caminaba a paso lento, cogido de la mano de su esposa. Ella a su vez sujetaba la de Keiko. El hermano pequeño caminaba delante, entretenido en jugar con un avión de madera, haciendo girar la hélice, sin darse cuenta de que hoy no era un día como los demás.

Henry agitó los brazos y gritó. No sirvió de nada, no se dieron cuenta. Puede que tampoco se hubiesen dado cuenta de si llovía o de si ardían los edificios a su alrededor. Como la mayoría de las familias japonesas que iban hacia la estación de ferrocarril, lo hacían con la cabeza gacha, la mirada al I rente, o se ocupaban de no perder de vista a los suyos.

Sin embargo, una persona sí se lijó en Henry.

Era Chaz. Pese a la distancia que les separaba, identificó su rubicundo rostro granujiento. Estaba detrás de la barrera riéndose, y saludó a Henry con una gran sonrisa antes de volver a gritarles a los niños y a las madres llorosas que pasaban.

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