—Estaré aquí. ¿Adónde podría ir? —Miró a un lado y otro de la interminable cerca de alambre de espino. Después miró al suelo y pareció darse cuenta de lo embarrada que estaba. Metió la mano en un bolsillo—. Tengo algo para ti.
Henry le soltó a regañadientes la otra mano mientras ella sacaba un pequeño ramillete de dientes de león atado con una cinta.
—Crecen entre las tablas del suelo de nuestra casa. En realidad no es un suelo, sólo tablas de madera colocadas sobre la tierra. Mi mamá cree que es horrible ver que estos hierbajos crezcan entre nuestros pies, pero a mi me gustan. Es la única flor que crece aquí. Las recogí para ti. —Se las dio a través de un agujero entre los alambres.
—Lo siento —dijo Henry. De pronto se sintió como un tonto por haber venido con las manos vacías—. No te he traído nada.
—No te preocupes. Me basta con que hayas venido. Sabía que lo harías. Quizás era mi sueño. Tal vez sólo lo deseaba. Pero sabía que me encontrarías. —Keiko miró a Henry, después respiró hondo—. ¿Tu familia sabe que estás aquí? —preguntó.
—No lo saben —confesó Henry, avergonzado por la ambivalencia de su madre y la alegría de su padre—. Lamento no habérselo dicho. No podía… no me hubiesen permitido venir. Detesto a mi padre, es…
—Está bien, Henry, no importa.
—Yo…
—No pasa nada. A mí tampoco me gustaría que mi hijo viniese a un campo de prisioneros.
Henry volvió las palmas hacia arriba, sintió las de Keiko apoyadas en las suyas, al mismo tiempo que ambos notaban el movimiento del alambre que les separaba. Al mirarla, vio el barro seco debajo de las uñas. Ella también lo vio, y cerró los dedos, para después mirar de nuevo a Henry a los ojos.
El momento acabó de pronto cuando Henry oyó un bocinazo a lo lejos. Era la señora Beatty sentada en la camioneta, que le llamaba. Era obvio que había sospechado dónde encontrarle.
—Tengo que irme. Volveré la semana que viene, ¿vale? —dijo Henry.
Keiko asintió, se tragó las lágrimas, y consiguió sonreír.
—Aquí estaré.
Henry se despertó el domingo por la mañana con la sensación de ser un hombre nuevo, pese a tener sólo doce años, aunque estaba más cerca de los trece. Había encontrado a Keiko. La había visto cara a cara. De alguna manera, sólo saber donde estaba se había convertido en un consuelo, aunque el lugar fuera un campo de prisioneros enfangado.
Ahora lo único que debía hacer era encontrar unas pocas cosas para llevarlas a Camp Harmony el próximo sábado. ¿Pero qué pasaba con el disco de Oscar Holden? Pensó que sería un bonito regalo de cumpleaños, claro estaba, en el caso de que lo consiguiese.
Henry encontró a su padre en la cocina, todavía con la bata, ensimismado con un mapa de China del
National Geographic
que empleaba para seguir el curso de la guerra. Lo había pegado a un tablero de corcho y marcaba con agujas de coser las principales batallas libradas en territorio chino: azules para las victorias y rojas para las derrotas. Había unos cuantos alfileres azules más. Así y todo, su padre sacudía la cabeza.
—Buenos días —saludó Henry.
—Zou san
—respondió su padre mientras golpeaba con una uña rota un punto en el mapa. Murmuraba una frase en cantonés que su hijo no comprendía. «
Sanguang Zhengce
», decía una y otra vez.
—¿Qué significa? —le preguntó Henry. Le sonaba a algo así como «tres luces».
Su padre y él se habían acomodado a una discreta rutina de falta de comunicación desde hacía meses. Sabía que su padre se lamentaba de alguna cosa. No tenía más que formular una pregunta. Aunque fuera en inglés, si el tono sonaba a pregunta Henry conseguiría algún tipo de explicación.
—Significa «tres luces pequeñas». Es un chiste —manifestó su padre en cantonés—. Los japoneses lo llaman los tres fuegos. Dicen
Matarlo todo. Quemarlo todo. Saquearlo todo
. Cerraron la ruta a Birmania, pero desde el bombardeo de Pearl Harbor por fin estamos recibiendo suministros de los americanos.
«¿Acaso tú no eres americano?» pensó Henry. «¿Nosotros, no somos americanos? ¿No están recibiendo nuestros suministros?»El padre de Henry continuó hablando, si bien Henry no tenía claro si para sí mismo o para él.
—No sólo suministros. Aviones. Los Tigres Voladores están ayudando a Chiang Kai-Shek y al ejército nacionalista a derrotar a los invasores japoneses imperiales, pero ellos ahora lo están destruyendo todo. Los japoneses matan a los civiles, los torturan por miles, queman las ciudades.
Henry vio el conflicto en los ojos de su padre, en la manera como miraba el mapa, feliz y triste. Victorioso y derrotado.
—De todas maneras, tenemos buenas noticias. Hong Kong está segura. Llevan conteniendo a los japoneses en el norte desde hace meses. El próximo curso escolar podrás ir a Canton.
Lo dijo como si fuese una fiesta de cumpleaños, la Navidad y el Año Nuevo chino todo en uno. Como si fuese una noticia extraordinaria. Su padre había pasado la mayor parte de sus años de escuela en China, para completar su educación. Era un esperado rito de paso. Enviar a sus hijos a alojarse con los parientes para asistir a la escuela china era lo que hacían la mayoría de las familias; las familias tradicionales como la de Henry.
—¿Qué pasa con mi beca en Rainier? ¿Por qué no puedo ir a la escuela china en King Street como los otros chicos? ¿Qué pasa si no quiero ir? —Henry pronunció las palabras, a sabiendas que su padre sólo entendería unas pocas: beca, Rainier, King Street.
—¿Hah? —preguntó su padre—. No, no, no, en Canton.
El pensamiento de ir a China le aterrorizaba. Para Henry era un país extranjero. Sin música de jazz, ni tebeos, ni Keiko. Se imaginó alojado en la casa de su tío, que probablemente no sería más que una barraca, y siendo objeto de las burlas de los locales por no ser lo bastante chino. A la inversa de aquí donde no era lo bastante americano. No sabía qué era peor. Hacía que la situación de Keiko, si bien penosa, pareciese mucho más atractiva; Henry se sorprendió a sí mismo al sentir celos. Al menos ella estaba con su familia. Al menos por ahora. Al menos, ellos lo comprendían. Al menos, ellos no la enviarían lejos.
Antes de que Henry pudiese insistir en la discusión bilingüe, su madre salió de la cocina y le dio la lista de la compra y unos cuantos dólares. A menudo le enviaba al mercado donde sólo había que hacer unas pocas compras, sobre todo porque Henry siempre parecía tener el don de conseguir gangas. Cogió la nota y un
bau
de cerdo cocido al vapor para desayunar por el camino y bajó las escaleras. Cuando salió al aire fresco de la mañana, agradeció poder marcharse por un rato.
En su camino por South King hacia la Séptima Avenida y el mercado chino, Henry pensó en qué podía comprarle a Keiko para su cumpleaños, además de ir a Camp Harmony el siguiente fin de semana sólo con el papel, la tela para las cortinas y el disco de Oscar Holden que estaba decidido a encontrar. Los dos primeros artículos serían fáciles de conseguir. El papel y la tela los podía comprar en cualquier momento de la semana en Woolworth, en la Tercera Avenida, y sabía dónde estaba el disco. ¿Pero qué podría querer como regalo de cumpleaños? ¿Qué podía comprar que fuera diferente en el campo? Había ahorrado todo el dinero que le pagaba la señora Beatly. ¿Qué podía comprar? ¿Quizás un cuaderno de dibujo nuevo o una caja de acuarelas? Sí, cuanto más lo (tensaba, los artículos de pintura le parecían perfectos.
Cómo se haría con el disco era una pregunta sin respuesta, mientras dejaba atrás el mercado y entraba en Nihonmachi. Dos manzanas más allá, en South Main, se encontró delante de la fachada tapiada del Hotel Panamá. No había manera de entrar; hacía falta una palanqueta y más músculos de los que había en los pequeños hombros de Henry. Si conseguía entrar, ¿dónde estaría? ¿En alguna de las habitaciones?
Tenía dinero. ¿Por qué no comprar otro? Parecía más lógico que pretender entrar en el viejo hotel. Pero eso también le pareció inútil cuando atravesó Nihonmachi para ir al centro, donde estaba la Rhodes Department Store. Dudaba de que estuviesen dispuestos a vendérselo, sobre todo después de todas las pegas que les habían puesto a él y a Keiko la primera vez. Las dudas aumentaron al pasar por delante del Admiral Theater. En la marquesina aparecía el título de la película de estreno:
Little Tokyo, U.S.A
.
, que le picó la curiosidad, y también le inquietó lo suyo.
Las fotos publicitarias eran de las grandes estrellas de Hollywood: Harold Huber y June Duprez, maquillados como japoneses. Interpretaban el papel de espías y conspiradores que ayudaban a preparar el bombardeo de Pearl Harbor. A juzgar por la cantidad de resguardos de las entradas y las colillas que salpicaban la acera mojada, la película era todo un éxito.
Rhodes quedaba descartado. Henry no era merecedor de la más mínima confianza en esa parte de la ciudad. Como si fuese poco, el Black Elk's Club continuaba cerrado, así que no había ninguna posibilidad de acudir a la fuente, al propio Oscar Holden, para comprar un disco nuevo. Henry dio un puntapié a una lata en la acera, tenía la boca del estómago hecho un nudo de la frustración.
¿Quizá Sheldon?
Henry encaminó sus pasos hacia South Jackson, donde Sheldon tocaba algunas veces los domingos por la tarde; por lo general cuando llegaba otro barco a puerto y los marineros con ganas de divertirse venían a este barrio con sus chicas.
El camino de regreso le llevó a pasar de nuevo por delante del Hotel Panamá. La enorme entrada de mármol, que nunca había podido atravesar, estaba tapiada. Henry miró la lista de la compra que le había dado su madre. Disponía de otra media hora antes de que sus padres comenzaran a pensar que se retrasaba.
Convencido de que debía haber una entrada trasera. Henry se metió por el callejón, detrás de la vacía y tapiada Togo Employment Agency. El callejón estaba lleno de cajas, montañas de basura, montones de prendas y zapatos viejos. Pertenencias que nadie quería, tiradas en la calle, pero que seguían aquí porque era obvio que habían suspendido la recogida de basura. Detrás del hotel, Henry buscó la entrada de servicio o la escalera de incendios que le permitiera subir hasta una de las muchas ventanas rotas del primer piso.
Sin embargo, se encontró con Chaz, Will Whitworth y un pequeño grupo de chicos que también buscaban la manera de entrar. Miraban y señalaban las ventanas del primer piso. Algunos tiraban piedras y otros rebuscaban entre las cajas abandonadas. Uno de los chicos, que Henry no reconoció, había encontrado una vajilla y comenzó a arrojar los platos contra la pared, donde se hacían añicos, y una lluvia de trozos de la mejor porcelana china cayó al suelo.
Antes de que Henry pudiese gritar, correr, u ocultarse, le descubrieron. Primero uno, después todos los demás.
—¡Es un japo! —gritó uno de los chicos—, ¡Cogedle!
—No, es un chino —dijo Will, y detuvo a su compañero por un momento, mientras avanzaban hacia Henry.
Chaz asumió el control de la situación.
—¡Henry! —Por la sonrisa parecía estar más contento que sorprendido—. ¿Dónde está tu novia, Henry? Si la buscas te diré que no está en su casa, y tu amigo negrata tampoco anda por aquí, ¿verdad? —le provocó—. Más te vale que te vayas acostumbrando a verme. Mi papá comprará todos estos edificios, así que quizás acabemos siendo vecinos.
Henry notaba flojas las rodillas, pero apretaba la mandíbula aún más fuerte que los puños. En una de las montañas de basura había un viejo mango de escoba, casi tan alto como él. Lo recogió con las dos manos y unió los puños, para sujetarlo como un bate de béisbol. Bateó una vez, dos, en el aire para practicar. Lo notó ligero y resistente. Lo bastante fuerte como para batear una pelota alta del tamaño de la cabeza de Chaz.
Todos los chicos se detuvieron, excepto Chaz, que se acercó Henry, con la precaución de mantenerse fuera del alcance del improvisado bate.
—Vete a casa, Chaz. —Henry se sorprendió al oír tanta furia en su voz. Sintió como la sangre escapaba de sus puños donde sujetaban el mango, hasta que los nudillos se pusieron blancos.
Chaz le respondió sin alzar la voz, en un tono de falsa gentileza.
—Ésta es mi casa, estamos en Estados Unidos de América, no en Estados Unidos de Tokio. Y, de todas maneras, mi papá acabará siendo el dueño de todo el barrio. ¿Qué piensas hacer, derrotarnos a todos? ¿Crees que podrás ganarnos?
Henry sabía que no tenía ninguna posibilidad contra los siete.
—Puede que al final consigáis vencerme, pero sé cuál de vosotros volverá a su casa cojo. —Henry descargó un golpe contra el pavimento sucio entre él y el chico más grande. Recordó con toda claridad el labio hinchado y el ojo en compota que había recibido delante de la estación de trenes, cortesía de Chaz.
Los chicos del fondo titubearon. Después retrocedieron, dejaron caer las cosas que habían hurtado de las cajas, se dieron la vuelta y echaron a correr para desaparecer doblando la esquina. Henry descargó un golpe en dirección a Chaz, que también retrocedió, un tanto pálido e incluso algo asustado. El pelo erizado de su corte a cepillo pareció bajarse. Sin decir palabra, Chaz escupió en el suelo entre ellos y se marchó.
Henry no soltó el mango, apoyó un extremo en el pavimento, sacudido por un fuerte temblor y con el corazón en la boca. Las piernas apenas si le sostenían. «Lo conseguí. Les derroté. Les hice frente. Gané.»Henry se giró y casi se dio de bruces contra un soldado, mejor dicho, dos, con brazaletes de la Policía Militar. Llevaban los fusiles en bandolera, y cada uno sujetaba una larga porra negra con una correa de cuero alrededor de las muñecas. Uno de los soldados bajó la mirada, le tocó el pecho con la porra y dio un par de golpecitos en el distintivo.
Henry dejó caer el mango, que golpeó contra el suelo con un sonido hueco.
—No quiero más chicos saqueadores. No me importa quién seas. Lárgate.
Henry retrocedió y luego se marchó todo lo rápido que le permitía la debilidad de sus piernas. En South Main, fue en dirección a Jackson, el barrio de Sheldon. Vio las luces de un coche de policía, reflejadas en el pavimento mojado y en los charcos que intentaba evitar. Al mirar atrás vio a Chaz y a sus amigos sentados en el bordillo mientras eran interrogados por un agente con una libreta en la mano donde tomaba notas. Al parecer el agente no se creía ni una sola palabra de las excusas que ofrecía Chaz. Habían cometido demasiados actos de vandalismo y de saqueo. Ahora le habían pillado con las manos en la masa.