El sabor prohibido del jengibre (34 page)

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Authors: Jamie Ford

Tags: #Novela

BOOK: El sabor prohibido del jengibre
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La puerta no estaba cerrada con llave. Una buena señal.

En el interior reinaba la oscuridad y el silencio. Su pequeño hogar olía a arroz hervido y al fuerte olor del tabaco de los cigarrillos Camel que fumaba su padre. Su madre también los fumaba, aunque menos que su padre. Era la única cosa que había cambiado cuando su padre cayó enfermo. Había desaparecido la capacidad de fumar, junto al deseo. La única voluntad que le quedaba parecía estar enfocada a negar la existencia de Henry y a centrarse en los mapas de la guerra de China.

La única luz venía de una pequeña lámpara de cerámica en la cocina, que su madre había hecho en el taller de artesanía Yook Fun hacía años, antes de que naciese Henry. Habían llevado una vida muy diferente antes de que él naciese. Se preguntó si recuperarían aquella vida si él alguna vez se marchaba. Junto a la lámpara había un plato pequeño con arroz frío y salchichas de pato. Las preferidas de Henry.

Vio que estaba cerrada la puerta de la habitación de sus padres. No supo qué le sorprendía más, que le hubiese dejado una magnífica cena, o que no estuviese esperándole sentada, dispuesta a machacar cualquier excusa.

El silencio era desconcertante.

Cogió un par de palillos y se llevó el plato de comida a su habitación. Dejó la pequeña maleta en cuanto pasó la puerta. Se sintió atónito y confuso cuando miró su cama y vio un traje gris, que parecía demasiado grande para él. En el suelo había un par de zapatos marrones que también parecían dos números más grandes. El corte del traje era occidental, pero tenía bordado un dibujo en espiral en el bolsillo, cosa de su madre; moderno, pero le daba un toque oriental. Un sentimiento de pertenencia en el mundo moderno.

Entonces fue como si le hubiese alcanzado un rayo. «Mi padre está muerto.»Henry nunca había tenido un traje tan elegante en toda su vida. Las mejores prendas que tenía era las que usaba todos los días para ir a Rainier Elementary. Las llevaba varios días seguidos, y procuraba ensuciarlas lo menos posible. Su madre las lavaba a mano, las planchaba y él las vestía de nuevo. Para ella su aspecto era más importante que el hecho de que se burlasen de él sin misericordia por ser demasiado pobre para tener otra ropa con que ir a la escuela.

En el momento en que tocó la fina tela, cayó en cuenta de que no era blanco. Si Henry debía vestir un traje así en el sepelio tradicional de su padre, sin duda ella hubiese insistido en que él, como primogénito, vistiese los colores de la tradición paterna. El blanco era el color del funeral, no el negro. Este traje no serviría.

Henry abrió la puerta y cruzó el pasillo hasta la habitación de sus padres. Asomó la cabeza y vio a su madre dormida, y el perfil de su padre, con la respiración entrecortada, sin ninguna mejoría pero tampoco peor que cuando se había marchado hacía tres días. Su padre no estaba muerto. Henry soltó un suspiro y sintió que su culpa dejaba espacio para un discreto alivio.

De nuevo en su cuarto, Henry se sentó en la cama y comenzó a comer la cena fría con la mirada puesta en el traje. La salchicha era dulce y fresca. Su madre debía haberla hecho en su ausencia. Mientras masticaba el último trozo, advirtió la esquina de un sobre pequeño que habían metido en el bolsillo interior.

Para cogerlo, abrió la chaqueta, que ahora le pareció enorme para él. Era lo típico de su madre. Todo necesitaba espacio para crecer. Todo tenía que durar.

Sacó el sobre y tocó la etiqueta que decía
China Mutual Steam Navigation, Co
. Era una línea de pasajeros. Henry no tuvo que abrirlo para saber qué contenía. Billetes, los pasajes a China.

—Es para ti. De tu padre y yo. —Su madre estaba en la puerta, envuelta en una bata estampada, y le hablaba en cantonés, una lengua que no había hablado en todo el fin de semana—. Japón está perdiendo. El Kuomintang ha obligado al ejército imperial japonés a retirarse al norte de una vez para siempre. Tu padre ha decidido que ya puedes ir a Canton. Para acabar con tu enseñanza china.

Henry se puso de pie junto a la cama. En el viaje de regreso había oído que Estados Unidos había hundido cuatro portaaviones japoneses en la batalla de Midway. Pero para sus padres la guerra contra Japón siempre era del lado chino. Libraban otra guerra. No obstante, Henry tenía ahora trece años, la edad de un hombre a ojos de su padre. Los mismos ojos que ya no consideraban a Henry como su hijo. Sin embargo, aquí estaba él recibiendo la única cosa que su padre siempre había querido para Henry por encima de todo lo demás, la oportunidad de ir a China, un lugar donde nunca había estado, que nunca había conocido, para vivir con unos parientes de los que nada sabía. Para su padre, era lo más precioso que podía darle a Henry. Por mucho que Henry temiera que llegara este momento, una parte de él quería ir, al menos para volver sabiendo qué había hecho que su padre fuese como era.

Pero Henry no se dejó engañar.

—Sólo lo hace para mantenerme apartado de ella. —Observó el rostro de su madre, a la búsqueda de algo que lo confirmase en su expresión, en su reacción.

—Este es su sueño. Ha trabajado y ahorrado durante años para dártelo. Para hacer esto por ti. Para que puedas saber de dónde vienes. ¿No le has deshonrado bastante?

Las palabras le hirieron. Pero a Henry ya le habían herido antes.

—¿Por qué ahora?

—El ejército… los japoneses… por fin no hay peligro…

—¿Por qué ahora? ¿Por qué hoy? Es muy peligroso viajar allí. Los submarinos japoneses hunden la mitad de los barcos que entran y salen del sur de China. ¿Cómo lo sé? ¡Porque es de lo único que ha hablado durante toda mi vida!

—¡Ésta es su casa! ¡Tú eres su hijo! —le espetó ella, no tan alto como para despertar al padre de Henry, pero con una autoridad que él desconocía. Su madre siempre había caminado por la frontera del conflicto entre él y su padre. Con un pie bien firme en cada lado de la zona neutral que Henry y su padre nunca cruzaban. Ahora ejercía su propia voluntad. Henry no dudaba de su amor, pero no podía hacer otra cosa que honrar los deseos de su marido. El padre de Henry estaba postrado, y apenas si podía hablar o moverse, pero seguía siendo el cabeza de esta familia.

—No quiero ir. Este es su sueño, ¡no el mío! Nací aquí. Ni siquiera hablo el mismo dialecto de la aldea donde él nació. No encajaré allí más de lo que encajo en la escuela de blancos donde me envió. ¿No he hecho bastante?

—¿Hecho bastante? ¡Has hecho demasiado! Te has puesto de parte del enemigo. El enemigo de China y de América, porque somos aliados. Ellos son el enemigo. Te has convertido en su enemigo. Así y todo, hace esto por ti. ¡Por ti!

—No es por mí —negó Henry en voz baja—, y no haré esto por él. —Al oír sus propias palabras, casi se las creyó. Casi. Pero al mirar a su madre, las lágrimas que rodaban por sus mejillas, la furia y la frustración tan controladas que temblaba, comprendió que siempre le acosaría el recuerdo, el efecto que sus acciones habían tenido en su padre.

Henry miró el traje. Estaba hecho por un sastre, y era caro. También los pasajes eran caros. No tenía idea de adonde iría, dónde se alojaría, o durante cuánto tiempo. Al mirar a su madre, que lloraba a moco tendido, que ahora pasaba los días cuidando a su esposo moribundo, a su padre agonizante, Henry sintió cómo se desmoronaba su firmeza. Quizá trece años no era edad suficiente para escapar del dolor y las presiones de la familia. Quizá nunca lo conseguiría.

—¿Cuándo me marcho? —Las palabras salieron de su boca, se izaron como la bandera blanca de la rendición. Pensó en Keiko, con la sensación de estar cada vez más lejos de ella a medida que pasaban los minutos, como si su corazón ya estuviese a bordo y se lo llevasen hacia el tremendo calor del mar de la China Meridional.

—La semana que viene —susurró su madre.

—¿Durante cuánto tiempo? —preguntó Henry.

Vio como su madre hacía una pausa. Tampoco era fácil para ella. Enviaba muy lejos a su único hijo, le dejaba marchar para complacer los deseos de su marido. Henry la miró, sin el menor deseo de partir.

—Tres, quizá cuatro años.

Silencio.

Henry lo pensó. En honor a la verdad, no tenía idea de cuándo Keiko regresaría a su casa, si es que alguna vez lo hacía. Después de todo, ¿dónde estaba su casa? ¿A qué casa podía volver? La guerra bien podía durar para siempre. Quizá la enviasen a Japón. ¿Quién lo sabía? ¿Pero, cuatro años? Era impensable. Henry ni siquiera había estado cuatro días lejos de sus padres.

—No puedo hacerlo.

—Debes. No tienes otra opción. Está decidido.

—Yo decidiré. Tengo la misma edad de mi padre cuando se marchó, cuando tomó sus propias decisiones. Si me voy, será cuando yo lo decida, no él —afirmó Henry. Fue consciente del conflicto dentro de su madre, que quería obedecer los deseos de su esposo, pero que tampoco quería perder a su hijo—. Será mi decisión, no la suya. Ni la tuya.

—¿Qué le diré? ¿Qué quieres que diga?

—Dile que iré, pero no ahora. No hasta que se acabe la guerra. No hasta que ella vuelva; le dije que la esperaría. Hice una promesa.

—Pero si ni siquiera la verás. Quizá durante años.

—Entonces le escribiré todas las semanas.

—No le puedo decir…

—En ese caso haz lo que yo he hecho estos últimos años. No digas nada.

Ella se llevó las manos a la cabeza para frotarse las sienes. Se balanceó adelante y atrás.

—Eres tozudo. Como tu padre.

—Él me ha hecho lo que soy.

Henry detestó decirlo, pero era la verdad, ¿no?

Cartas (1943)

Henry le escribió a Keiko para contarle las poco oportunas intenciones de su padre de enviarle fuera del país. De regreso a China continental, a una pequeña aldea donde se había criado su padre, en las afueras de Canton. Henry aún tenía allí algunos parientes lejanos, personas a las que nunca había conocido. Algunas ni siquiera eran parientes de sangre, pero eran
calabash
, como decía su padre en un extraño argot cuasi inglés. Estaban juntos. Tenían una misma idea. Todos los de la aldea se consideraban familia. Esperaban con ansia a los visitantes de América. Henry sabía por las historias de su padre que su visita incluiría una calurosa bienvenida y también mucho trabajo. Una parte de él quería ir. Pero otra no quería tener la menor relación con lo que su padre había planeado para él.

Tampoco podía irse ahora. Keiko o su familia podían necesitarle, y conocían a muy poca gente fuera de los campos. El era todo lo que tenían.

Para gran sorpresa de Henry, Keiko era partidaria de que fuese. «¿Por qué no?», le había preguntado en su última carta desde Camp Minidoka. Era una prisionera, estaban separados, en ese caso «bien podía aprovechar el tiempo», había afirmado, para acabar unos estudios que tantos padres de chicos nacidos en Estados Unidos deseaban para sus hijos.

Henry se mantuvo en sus trece y rehusó ceder a la voluntad paterna. Su padre no quería ni saber de la existencia de Keiko, y le había desheredado. No podía dejar eso de lado. Así que se quedó y continuó yendo a la escuela.

También le escribía a Keiko todas las semanas.

Henry pasaba sus días en la escuela, ayudaba a la señora Beatty, y las tardes libres se paseaba de un extremo a otro de South Jackson dedicado a escuchar a los mejores músicos de jazz que podía ofrecer la ciudad. Iba todas las veces que podía a las actuaciones de Oscar Holden y Sheldon, pero las demás noches se quedaba en casa y le escribía a Keiko.

Ella, a su vez, le enviaba notas con dibujos desde el interior del campo e incluso desde el exterior, en aquellas ocasiones en las que les permitían ir más allá de las alambradas. Las estrictas normas se habían relajado un poco después de haberse acabado la construcción del campo. A la compañía de niñas exploradoras de Keiko se le había permitido salir para una acampada nocturna. «Sorprendente», pensó Henry. A los prisioneros se les permitía salir, sólo para que regresasen voluntariamente. Pero era allí donde estaban sus familias, y además, ¿a qué otro lugar podían ir?

Al menos se mantenía ocupada. Henry también, con sus idas y vueltas hasta la vieja estafeta de correos de South King, cerca de la fábrica de fideos Yong Kick. A medida que pasaban los meses, su paseo semanal se había convertido casi en un hábito, aunque siempre cargado de expectativas.

—Una carta por correo expreso, por favor —dijo Henry, y entregó el pequeño sobre con la carta que había escrito para Keiko la noche anterior.

La chica delgaducha que atendía el mostrador debía de tener más o menos su edad; quizá catorce, con el pelo oscuro y la piel morena. Henry dedujo que era la hija del jefe de estafeta destinado al Barrio Chino. Que ayudaba a sus padres a la manera china.

—¿Otra carta? ¿Has dicho que por correo expreso? Te costará caro. Ésta vez serán doce centavos.

Henry contó las monedas que sacó del bolsillo mientras ella franqueaba la carta. No sabía qué más decir, había hecho lo mismo docenas de veces. Lo suficiente como para saber lo que vendría después, al ver la desilusión en los ojos de la joven empleada.

—Lo siento, Henry. Hoy no tienes correspondencia. ¿Quizá mañana?

Ya habían pasado tres semanas, y seguía sin recibir ninguna carta de Keiko. Sabía que la correspondencia militar tenía prioridad por encima de la civil, máxime cuando se trataba de cartas destinadas a alguien con apellido japonés, por no hablar de la lentitud en el despacho de la correspondencia que llegaba y salía de los campos de prisioneros. Pero era preocupante, casi desconsolador. Hasta tal punto que Henry había comenzado a enviar todas sus cartas por correo expreso, a través de un servicio de transporte especial que costaba diez veces más que el franqueo ordinario pero que llegaba antes. Al menos era lo que siempre le decían.

Así y todo, ni una palabra desde Camp Minidoka. Ni una palabra de Keiko.

En el trayecto de regreso a casa, Henry se encontró con Sheldon, que acababa una de sus actuaciones en la esquina de South Jackson.

—Creía que en estos días estabas tocando en el Black Elk's Club —comentó Henry, que se detuvo en la calle donde solía darle su comida a Sheldon todos los días.

—Lo hago. Lo hago, claro que sí. Todas las sesiones vendidas. Oscar llena la sala todas las noches, ahora todavía más con tantas personas blancas que están trasladando sus negocios a este barrio.

Henry asintió con un gesto solemne mientras miraba hacia lo que quedaba del Barrio Japonés. La mayoría de los locales y negocios se habían vendido a precio de saldo, o los bancos locales se habían quedado con las empresas cerradas para después revender los edificios y solares. Aquellos que habían sido financiados por los bancos de propiedad japonesa fueron los últimos en cerrar, pero acabaron por hacerlo cuando los propios bancos se declararon insolventes porque sus propietarios y accionistas habían sido enviados a lugares como Minidoka, Manzinar y Tule Lake.

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