En casa, sus padres se mostraban muy orgullosos de su labor. «Continúa ahorrando y podrás pagarte tu viaje a China», le felicitó su padre en cantonés. Su madre sólo asintió y sonrió cuando le vió dejar el dinero ganado en un bote de cristal de la mesilla de noche. Henry no sabía qué hacer con el dinero en un momento en que el azúcar y los zapatos estaban racionados. Gastarlo en golosinas y más tebeos parecía un desperdicio, máxime en Camp Harmony, donde había tan poco de todo.
—Hoy, más de lo mismo —se quejó la señora Beatty, mientras comenzaba a descargar los productos japoneses de la caja de la camioneta. Durante la semana, Henry descubrió de dónde provenían. Pedía más provisiones para la escuela, y después las traía al campo, donde las distribuía con mucha discreción entre los prisioneros y sus familias. Era un trueque por los cigarrillos que recibía cada casa. Si los vendía o se los fumaba ella, era algo que Henry no sabía.
En cambio, sí sabía que la Zona 4 era la que albergaba el mayor número de evacuados. Este cuadrante del campo era el más grande, ron un enorme granero donde habían instalado el comedor.
—¿Tus padres estuvieron de acuerdo en que trabajes unos cuantos días más cuando comiencen las vacaciones escolares? —preguntó la señora Beatty, quitándose de los dientes lo que quedaba del desayuno con una esquina de un librito de cerillas de papel del Club Ubangi.
—Sí, señora —contestó Henry, muy dispuesto. Era una de las virtudes de no poder comunicarse con sus padres. Ellos creían que iría a la escuela de verano, o tendría un trabajo en Rainier Elementary; un trabajo pagado. Le hicieron toda clase de preguntas. ¿Asistiría a clases de refuerzo? ¿Daría clases a otros chicos?
¡Su hijo dando clases a chicos blancos!
Henry se limitó a sonreír y dejó que sus padres creyesen lo que quisieran.
Otra barrera lingüística que se encontró Henry estaba dentro de Camp Harmony. Ya resultaba bastante curioso ver a un chico chino subido a un cajón de manzanas detrás del mostrador. Pero cuanto más preguntaba, a los que formaban parte de su cola de comida, por los Okabe, mayor era su frustración. A nadie le importaba y los pocos que se interesaban, nunca parecían entenderle del todo. De todas maneras, como un barco perdido que de vez en cuando envía una señal de socorro, Henry no dejó de interrogar a aquellos a los que servía.
—¿Okabe? ¿Alguien conoce a los Okabe? —Para Henry era un nombre único, pero en realidad podría haber centenares de personas con ese nombre en el campo. Bien podía ser tan común como Smith o Lee.
—¿Por qué buscas a los Okabe? —preguntó una voz desde algún lugar de la multitudinaria cola. Un hombre de mirada tímida se adelantó, con la bandeja en la mano. Vestía una camisa de manga larga abotonada hasta el cuello. Una vez había sido blanca, pero ahora tenía el mismo color del cielo cubierto. Llevaba unos pantalones arrugados y con manchas de barro en los dobladillos. Sus greñas quedaban compensadas por la barba y el bigote bien recortados; las canas que salpicaban el negro del pelo daban dignidad a su porte, a pesar de su estado.
Mientras Henry le servía la comida, un estofado de maíz y huevos duros, le reconoció. Era el padre de Keiko.
—¿Henry? —preguntó el hombre.
Henry asintió.
—¿Quiere un poco más? —Henry no podía creer que no se le ocurriese nada más que decir, se sentía avergonzado por las circunstancias del señor Okabe. Era como entrar en la casa de alguien y encontrarles a todos desnudos—. ¿Cómo está usted? ¿Cómo está su familia? ¿Cómo está Keiko?
El señor Okabe se pasó la mano por el pelo para peinarlo un poco. Se acarició la barba, y después mostró una sonrisa de oreja a oreja.
—¡Henry! ¿Qué haces aquí? —Fue como si la capa de sufrimiento que se había endurecido a su alrededor, durante las dos últimas semanas, se hubiese roto para convertirse en polvo. Tendió las manos por encima del mostrador y sujetó los brazos de Henry, con sus ojos llenos de vida—. No me lo puedo creer… quiero decir ¿cómo has venido hasta aquí?
Henry miró la cola detrás del señor Okabe.
—La señora Beatty, la cocinera del comedor del colegio, me pidió que trabajase con ella durante un tiempo. Creo que, a su manera, intenta ayudar. He estado trabajando en las otras zonas, dispuesto a encontrarle a usted y a Keiko. ¿Cómo está ella, cómo están todos?
—Bien, bien. —El señor Okabe sonrió, al parecer olvidando la escasa ración que Henry había servido en su plato junto a una porción extra de pan—. Son las primeras vacaciones que he tenido en años. Sólo desearía que fuesen en un lugar un poco más soleado.
Henry sabía que el señor Okabe quizá vería realizado su deseo. Había oído que el ejército estaba construyendo campos permanentes en Tejas y en Arizona. Lugares calurosos y desdichados.
El señor Okabe se apartó para dejar paso a los que esperaban. Henry continuó sirviendo mientras conversaban.
—¿Dónde está Keiko, no viene a comer?
—Está con su madre y su hermanito. Está bien. La mitad de los que ocupamos esta zona se intoxicaron ayer con la comida, y también la mitad de nosotros. Pero Keiko y yo estamos bien, y ella se quedó para echar una mano. Yo iba a darle mi ración. —El señor Okabe miró su comida con recelo antes de mirar de nuevo a Henry—. Te echa de menos.
Ahora le tocó el turno de alegrarse a Henry. No dio brincos ni volteretas, pero nunca se había sentido mejor en toda su vida.
—¿Sabes dónde está la sala de visitas? —preguntó el señor Okabe. Las palabras sonaron como una nota perfecta en un instrumento bien afinado. ¿Visitas? Nunca había considerado esa posibilidad.
—¿Hay una sala de visitas? ¿Dónde? —El siguiente hombre de la fila tuvo que carraspear cortésmente para que Henry le sirviese.
—Sales por esta puerta y vas hacia la izquierda, hacia la reja principal en el lado oeste de la Zona 4. Es un sitio cercado, apenas pasada la reja. Seguramente podrás entrar por el lado de los visitantes, si sales por la parte de atrás del edificio. ¿Cuándo acabas aquí?
Henry echó un vistazo al viejo reloj del ejército colgado en la pared por encima de la puerta.
—Acabo dentro de una hora…
—Le diré a Keiko que se encuentre contigo allí. —El señor Okabe fue hacia la puerta—. Tengo que irme. Gracias, Henry.
—¿Por qué?
—Sólo te doy las gracias, por si acaso no te veo por un tiempo.
Henry soltó un suspiro mientras vio marchar al señor Okabe, que le dirigió un último saludo desde la puerta, cargado con la bandeja de la comida. Las otras personas en la cola miraron a Henry como si fuese alguien famoso, o quizás un confidente, le sonrieron y le saludaron en japonés e inglés.
* * *
Después de servir la comida y de recoger, lavar y guardar las bandejas, Henry buscó a la señora Beatty, que estaba reunida con un joven oficial de intendencia. Como la semana anterior, preparaban los menús y discutían si debían cocinar patatas (que había en abundancia) o arroz, que, según insistía la señora Beatty, habían pedido, aunque no estuviese en las listas. Henry dedujo que tenían para rato, y el gesto de la señora Beatty, señalándole la puerta trasera del comedor, lo confirmó.
Henry salió del comedor y fue por el camino de tierra hasta la reja más cercana y siguió por el pasillo entre dos cercas de alambre de espino. Esta tierra de nadie era un corredor más o menos transitado que acababa unos centenares de metros más allá, en un espacio enrejado donde los prisioneros (como se llamaban a sí mismos) o los evacuados (como los designaba el ejército) recibían visitas.
El camino llevaba a un lugar con asientos junto a la valla interior, donde iba y venía una pequeña procesión de visitantes, que hablaban y a veces lloraban mientras le sujetaban las manos a los prisioneros a través del alambre de espino que se alzaba entre ellos. Una pareja de soldados estaban sentados a una mesa de campaña en el lado de los prisioneros, con los fusiles apoyados en uno de los postes de la cerca. Parecían muertos de aburrimiento mientras jugaban a cartas, y sólo se interrumpían para echar un vistazo a las misivas o inspeccionar los paquetes que traían los visitantes.
Como trabajaba en el campo, Henry podría haber ido sin más desde el comedor hasta los soldados de la mesa, pero el miedo de alejarse demasiado y de que le confundiesen con uno de los internados en Camp Harmony era muy real. Era la razón por la que la señora Beatty le hacía esperar en la parte de atrás del comedor, ya fuese en los escalones, donde el personal de cocina sabía quién era, o en la camioneta, cuando se preparaban para marchar. Incluso con su permiso especial, parecía prudente ir al recinto de visitantes de la manera correcta, aunque sólo fuese para complacer a la señora Beatty y que le siguiese trayendo.
Henry se detuvo al llegar a la alambrada y tocó los alambres con un palo, ante la posibilidad de que estuviese electrificada. Estaba seguro de que no, pero de todas maneras desconfiaba. Para su sorpresa, los soldados ni siquiera se fijaron en él. Ahora mismo discutían con dos mujeres de una iglesia baptista local que intentaban entregarle una Biblia japonesa a una interna mayor; una mujer que a Henry le parecía muy anciana.
—¡No se permite nada impreso en japonés! —afirmó uno de los soldados.
Las hermanas le mostraron los crucifijos y le ofrecieron a los jóvenes reclutas unos panfletos que ellos rechazaron.
—Si no lo puedo leer en el inglés llano que nos ha dado Dios, no entrará en el campo —oyó Henry que decía uno de ellos. Las mujeres le dijeron algo en su lengua nativa a la anciana japonesa. Se tocaron las manos y se despidieron. La Biblia dejó el campo por donde había venido, y la anciana se retiró con las manos vacías. Los soldados volvieron a su partida de cartas.
Henry esperó, con la mirada atenta, hasta que vio a una chica preciosa que se acercaba por el camino lleno de fango con un desvaído vestido amarillo, chanclos rojos cubiertos de barro, y un chubasquero marrón. Se detuvo al otro lado de la alambrada, el rostro sonriente, un tanto pálido por la indisposición provocada por la comida, enmarcado por el metal y las afiladas puntas de la alambrada. «Una mariposa prisionera.» Henry soltó el aliento y sonrió.
—La semana pasada soñé contigo —dijo Keiko, que parecía sentir un gran alivio, feliz, e incluso un tanto confusa—. No dejo de pensar que esto debe continuar siendo un sueño.
Henry miró a lo largo de la cerca, de nuevo a Keiko, y tocó las puntas de metal que les separaban.
—Esto es real. Yo también preferiría que fuese un sueño.
—Fue un sueño muy bonito. Tocaba Oscar Holden. Nosotros bailábamos…
—No sé bailar —protestó Henry.
—Sabías, en mi sueño. Bailábamos en un club, con toda clase de gente, y la música era la canción que interpretó para nosotros. La canción del disco que compramos. Pero de alguna manera era más lenta… nosotros nos movíamos más lentos.
—Es un sueño muy bonito. —Henry lo sentía con la misma fuerza que ella.
—Pienso en ese sueño. Lo pienso tanto que lo sueño durante el día, cuando caminó por este sucio campo y voy y vengo de la enfermería, donde ayudo a mi madre a atender a los viejos y a los enfermos. Lo sueño a todas horas. No sólo por las noches, cuando los reflectores de las torres alumbran nuestras ventanas y nos mantienen despiertos.
Henry apoyó las manos en el alambre de espino.
—Quizá yo también lo sueñe.
—No tienes por qué hacerlo, Henry. Creo que mi sueño es lo bastante grande para los dos.
Henry miró la torre de vigilancia más cercana con las amenazantes ametralladoras y los sacos de arena que las protegían. ¿De qué las protegían?
—Siento que estés aquí. No sabía qué otra cosa podía hacer después de tu marcha. Así que vine aquí a buscarte. Sigo sin saber qué hacer.
—Hay algo que puedes hacer…
Keiko también tocó la alambrada, sus manos sobre las de Henry.
—¿Puedes traernos algunas cosas? No tengo papel ni sobres; tampoco sellos, pero puedes traérmelos. Te escribiré. También podrías traernos telas, no importa de la clase que sean, sólo unos pocos metros. No tenemos cortinas y los reflectores alumbran nuestras ventanas y nos tienen despiertos toda la noche.
—Cualquier cosa que pueda hacer…
—Además tengo un pedido especial.
Henry pasó los pulgares por el suave dorso de sus manos, miró sus ojos castaños a través del alambre de espino.
—La semana que viene es mi cumpleaños. ¿Podrías traérmelo lodo para entonces? Vamos a tener un concierto de música grabada ese día, después de la cena. Nuestros vecinos hicieron un trueque con los soldados para conseguir un tocadiscos, pero sólo tienen un disco de country rayado y es horrible. Los soldados nos permitirán celebrar un concierto, al aire libre, si mejora el tiempo. Puede incluso que nos lo dejen pasar por los altavoces. Me gustaría mucho recibir una visita el día de mi cumpleaños. Podríamos sentarnos aquí y escuchar.
—¿Qué día de la semana que viene es tu cumpleaños? —preguntó. Henry sabía que era mayor que él por unos pocos meses, pero en la conmoción de los últimos acontecimientos había olvidado del todo la fecha exacta del cumpleaños.
—Es dentro de una semana, a partir de mañana, pero estamos intentando organizar una reunión social, algo que sirva para conseguir que este lugar se parezca más a un campo y menos a una cárcel. Será el próximo sábado, el día que han propuesto para el concierto, así que lo celebraremos entonces.
—¿Tienes el disco que compramos? —preguntó Henry.
Keiko se mordió el labio inferior, sacudió la cabeza.
—¿Dónde está? —Henry recordó las calles desiertas de Nihonmachi, las hileras de edificios tapiados.
—Lo más probable es que esté en el sótano del Hotel Panamá, allí hay montones de cosas; es donde papá dejó algunas de las nuestras que no podíamos meter en las maletas, cosas que tampoco queríamos vender; cosas personales. Lo estaban tapiando cuando nos marchábamos. Estoy segura de que ahora está cerrado. No podrás entrar, y si lo haces, no se me ocurre cómo podrías encontrarlo. Hay tanto.
Henry pensó en el viejo hotel. Lo último que recordaba era la planta baja tapiada del todo. Las ventanas de los pisos superiores, las que habían dejado abiertas, las habían destrozado los chicos a pedradas en las semanas pasadas desde la evacuación.
—No pasa nada. Conseguiré lo que pueda y lo traeré el próximo sábado.
—¿A la misma hora?
—Más tarde. La semana que viene estaremos de nuevo en la Zona 4, para servir la cena, pero puedo encontrarme contigo más tarde, alrededor de las seis. Te podría ver durante la cena si te pones en mi cola.