—En ese caso ven conmigo.
Henry ni siquiera preguntó. Se levantó del banco y siguió a Sheldon por el centro de Maynard Avenue, junto a la línea blanca, hacia el corazón del Barrio Japonés, una avenida cubierta con copias de la
Proclamación Pública i
y pequeñas banderas norteamericanas de papel que se pegaban en el pavimento mojado. No había nadie en la calle. Tampoco en las aceras. Henry miró a un extremo y otro de la avenida. No había ni un coche o camión por ninguna parte. Ni una sola bicicleta. Ni un vendedor de periódicos. Ningún vendedor de frutas o compradores de pescado. Ningún florista o carrito de comida. Las calles estaban desiertas, vacías, de la misma manera que él se sentía por dentro. No quedaba nadie.
El ejército había retirado las barreras de las calles, excepto de aquellas que iban hacia la estación de ferrocarril. Todos los edificios estaban tapiados. Las ventanas se encontraban cubiertas con placas de contrachapado, como si los residentes hubiesen esperado un tifón que nunca llegó. Los pendones que decían «soy americano» todavía colgaban en la Sakoda Barber Shop y la Oriental Trading Company. Junto con carteles que anunciaban «Cerrado por quiebra». Era tal el silencio reinante en las calles que Henry oía los graznidos de las gaviotas que sobrevolaban el barrio. Oía los silbatos de los mozos de cordel en la estación, que estaba a varias manzanas al sur. Incluso oía el ruido de sus zapatos en el pavimento mojado, sonidos que desaparecieron casi de inmediato con el traqueteo de un jeep del ejército cuando tomó por Maynard. Sheldon y él se apresuraron a saltar a la acera. Miraron a los solados, que les devolvieron las miradas. Henry pensó por un momento que quizá le detendrían como al resto de los ciudadanos japoneses de Seattle. Alzó una mano para tocar el distintivo. «Quizá no sería tan malo, ¿no?» Quizá le enviarían al mismo campo de Keiko y su familia. Claro que su madre le echaría de menos, puede que incluso su padre. El jeep continuó su marcha. Los soldados no se detuvieron. Quizá supieran que era chino. Quizá tenían cosas más importantes de las que ocuparse y no podían distraerse arrestando a un chico perdido y a un saxofonista negro de South Jackson sin trabajo.
Sheldon y él caminaron hasta las escalinatas del teatro Nippon-Kan, al otro lado de Kobe Park y a la sombra del hotel Astor, de propiedad japonesa, que se alzaba silencioso como un ataúd vacío. La parte más bonita del Barrio Japonés, pese a estar desierta, se veía hermosa a la luz de la tarde. Las flores de los cerezos cubrían las aceras y las calles olían a vida.
—¿Qué hacemos aquí? —pregunto Henry al ver que Sheldon abría el estuche y sacaba el saxofón.
Sheldon colocó la lengüeta en la boquilla.
—Vivimos.
Henry echó un vistazo a las calles desiertas, recordó las personas, los actores, los bailarines, los viejos que chismorreaban y jugaban a cartas. Las carreras de los niños. Keiko sentada en lo alto de la colina dibujando. Riéndose de Henry. Provocándole. Los recuerdos le animaron un poco. Quizás había una vida que vivir.
Prestó atención cuando Sheldon respiró hondo y comenzó a tocar un suave lamento. Algo triste y melancólico que Henry nunca le había oído tocar en la calle o en los locales de jazz. Era conmovedor, pero sólo duró un momento. Después pasó a algo festivo; algo rápido con alma y ritmo. No tocaba para nadie, pero al mismo tiempo Henry comprendió que tocaba para todos.
Se despidió con un gesto. Sheldon continuó tocando a lo lejos. A medio camino de su casa, entró en el Barrio Chino. Estaba lejos de los soldados en la estación, así que se quitó el distintivo y se lo guardó en el bolsillo, sin querer pensar más en el tema.
Un poco más allá, hizo un alto para comprarle a su madre una azucena.
En la penumbra del sótano del Hotel Panamá, Samantha respiró hondo y sopló el polvo de la tapa de un cuaderno pequeño.
—¡Mirad esto! —llamó.
Marty y ella no habían sido de tanta ayuda como había esperado Henry. Se dejaban atrapar por los detalles de cada objeto que encontraban, a la búsqueda de algún significado, intentando darle un valor histórico, o al menos descubrir por qué habían decidido guardar un objeto en particular, ya fuesen unos documentos a primera vista importantes o un simple ramo de flores secas.
Henry les había explicado que muchas de las cosas atesoradas por las familias se vendían por unos centavos en los apresurados días anteriores a que el ejército se presentase para llevárselos a todos. Resultaba difícil encontrar espacio de almacenamiento y nadie confiaba del todo en la seguridad de lo que dejaban atrás. Al fin y al cabo, nadie sabía cuándo regresarían. En cualquier caso, mucho de lo que encontraban tenía un gran valor personal: álbumes de fotos, partidas de nacimiento, libros de familia, copias de los documentos de inmigración y nacionalización. Hasta diplomas de la Universidad de Washington enmarcados, y un puñado de doctorados.
En la búsqueda del primer día, Henry había hecho algunas pausas para echar un vistazo a algunos de los álbumes de fotos, pero el volumen de las pertenencias le había obligado a centrarse en lo que buscaba de verdad. Si no dejaba de lado todo lo demás, estaría aquí durante varias semanas.
—¡Esto es increíble! Mira estos libros —exclamó Marty desde el otro lado del sótano polvoriento—. Papá, ven a verlo.
Henry y sus improvisados ayudantes llevaban dos horas buscando entre las pilas de discos viejos. En ese tiempo le habían llamado con grandes exclamaciones para que viese los montones de joyas de fantasía, una espada japonesa que se había salvado milagrosamente de ser confiscada, y una caja de viejos instrumentos de cirugía. Comenzaba a cansarse de la novedad de cada momento.
—¿Es un disco? —preguntó.
—No, es un cuaderno de dibujos. Aquí hay un cajón lleno. Ven a verlos.
Henry dejó caer el colador de bambú que había sacado de un viejo baúl y se acercó entre cajas y maletas lo más rápido que pudo.
—Déjame ver, déjame ver…
—Tranquilo, hay para todos —dijo Marty.
Henry sostuvo el pequeño cuaderno de dibujo. La tapa negra cubierta de polvo era vieja y quebradiza. En el interior había bocetos del Barrio Chino y del Japonés. Los muelles que entraban en Elliot Bay, los trabajadores en las plantas envasadoras, los transbordadores y las flores del mercado.
Los bocetos eran burdos e imperfectos, de vez en cuando salpicados con anotaciones de la hora o el lugar. No había ningún nombre escrito en ellos; ninguno que él pudiese encontrar.
Marty y Samantha se sentaron en las maletas debajo de la bombilla y fueron pasando las páginas de los cuadernos. Henry no se podía sentar. Tampoco podía estar de pie.
—¿Dónde los has encontrado? ¿En qué pila?
Marty señaló y Henry comenzó a rebuscar en un cajón de mapas antiguos, telas a medio pintar y cajas de pinturas y pinceles.
—¿Papá?
Al volverse vio la expresión de asombro en los ojos de su hijo. Miraba la página que tenía delante y después a su padre. Samantha sólo parecía desconcertada.
—¿Papá? —Marty miraba a su padre con los ojos muy abiertos en la penumbra—. ¿Este eres tú?
Marty le mostró la página con los bordes doblados. Era un dibujo a lápiz de un chico sentado en las escalinatas de un edificio. Parecía un tanto triste y solitario.
Henry tuvo la sensación de estar viendo un fantasma. Miró la imagen sin decir palabra.
Marty pasó la página. Había otros dos dibujos, menos detallados, pero a todas luces del mismo chico. El último era un primer plano de un rostro joven y apuesto. Debajo estaba escrito Lm nombre: «Henry».
—¿Eres tú, verdad? Te reconocí por tus fotos de la época en que dejaste de ser un niño.
Henry tragó saliva y recuperó la respiración. Ya no notaba el polvo que le cosquilleaba en la nariz y le hacía escocer los ojos. Ya no sentía la sequedad. Tocó los trazos en la página, sintió las marcas del lápiz, la textura del grafito difuminado para definir las sombras y las luces. Cogió el pequeño cuaderno de las manos de su hijo y pasó la página. Allí había flores de cerezo, viejas y secas, marrones y quebradizas. Trozos de algo que una vez había sido muy vivo.
Los años habían sido despiadados.
Henry cerró el cuaderno y miró a su hijo. Asintió.
—¡He encontrado algo! —avisó Samantha, que había vuelto a la tarea de buscar en las cajas donde habían encontrado el cuaderno—. ¡Es un disco! —Sacó una funda blanca; su tamaño era curioso para las medidas actuales. Se trataba de un viejo disco de 78. Samantha se lo dio. Pesaba el doble de los discos de ahora. Así y todo, notó que cedía. Ni siquiera necesitó sacarlo para saber que estaba partido, Henry abrió la funda y vio doblarse las dos mitades sujetas por la etiqueta en el centro. Unos pocos trozos se amontonaban en el fondo. Lo sacó con mucho cuidado. Se veía brillante y nuevo. Ni una sola marca en la superficie, y los hondos surcos estaban libres de polvo. Con el reflejo de la luz vio las huellas digitales en los bordes del vinilo. Unas huellas pequeñas. Henry apoyó los dedos sobre ellas, para medirlas, y a continuación su mano se deslizó a través de la etiqueta, que decía
Oscar Holden & The Midnight Blue, The Alley Cat Strut.
Exhaló un suave suspiro de alivio y se sentó en un viejo cajón de leche. Como tantas otras cosas que Henry había querido en la vida, había llegado un tanto estropeado, imperfecto. Como su padre. Su matrimonio. Su vida. Pero no le importaba, esto era todo lo que había querido. Algo que había buscado con ansiedad, y lo había encontrado. No importaba en qué condición estaba.
Henry y Marty se apoyaron en el capó del Honda de su hijo en el aparcamiento de la tienda de comestible Uwajimaya. Samantha había entrado para comprar unas cuantas cosas. Había insistido en preparar la cena para todos, una cena china. Henry no conseguía entender por qué, o qué intentaba demostrar, y con toda sinceridad, tampoco le importaba. Podía haber preparado
huevos rancheros
o
coq au vin
y a él le hubiese parecido bien. Había estado tan ansioso por lo que podía encontrar en el sótano del Hotel Panamá que se había saltado la comida. Ahora se acercaba la hora de la cena y además de sentirse excitado, emocionalmente exhausto, estaba famélico.
—Lamento que hayas encontrado tu Santo Grial y estuviese estropeado de esa manera —Marty hacía lo imposible por consolar a su padre, que en realidad estaba la mar de contento, aunque Marty no lo viese de ese modo.
—Lo encontré. Es lo único que importa. Qué más da el estado.
—Sí, pero no podrás escucharlo —le interrumpió Marty—. Además en ese estado el valor de coleccionista es nulo.
Henry lo pensó por un momento y echó una ojeada a su reloj mientras esperaban que volviese Samantha.
—El valor sólo lo determina el mercado, y el mercado nunca podrá determinarlo, porque nunca lo vendería, aunque estuviese en perfecto estado. Es algo que he querido encontrar desde hace años. Décadas. Ahora lo tengo. Prefiero haberlo encontrado roto a perderlo para siempre.
Marty le sonrió.
—Un poco como aquello de «mejor haber amado y perdido a no haber amado……
—…nunca —acabó Henry por él—. Algo así. No tan cursi como lo pones, pero va por ahí.
Marty y él habían continuado buscando entre los demás baúles y cajas cercanas al lugar donde habían encontrado los cuadernos de dibujo y el disco viejo, pero ninguno tenía una identificación clara. Henry encontró unas cuantas etiquetas sueltas, entre ellas una que ponía Okabe, pero estaba caída sobre una pila de revistas. Un ratón o una rata se había comido el cordel de las etiquetas hacia mucho. La mayoría de las cosas que había en las cajas eran artículos de pintura. Lo más probable es que fuesen de Keiko, o de su madre. Cuando tuviese tiempo, pensaba regresar de nuevo a ver qué más podía encontrar. Pero por ahora, habían encontrado precisamente lo que más deseaba.
—¿Vas a explicarnos qué significa la caja que está en el asiento trasero? —preguntó Marty. Señaló el pequeño cajón de madera con los cuadernos de dibujo en el asiento del Honda Accord.
La señora Pettison había dejado que Henry se llevase los cuadernos y los dibujos de Keiko temporalmente, después de que él le hubiese mostrado los dibujos con su nombre. La propietaria sólo, le había pedido que los trajese luego, para catalogarlos con el resto de las pertenencias, y permitir que un historiador los fotografiase. El vinilo de Oscar Holden también había acabado en la caja, un tanto oculto, pero el viejo disco de 78 estaba roto y no tenía ningún valor, ¿no? En cualquier caso, Henry se sentía culpable, pese a que Marty le había convencido de que a veces valía la pena saltarse las normas.
Henry se apoyó en el capó, se aseguró de que no se hundiría, y se puso cómodo.
—Los cuadernos pertenecían a una persona muy amiga, cuando yo era un adolescente durante los años de la guerra.
—Un amigo japonés, ¿no? —preguntó Marty, aunque más que una pregunta era una afirmación.
Henry asintió con las cejas enarcadas. Advirtió la expresión cómplice en el rostro de su hijo. En los ojos de Marty había una insinuación de tristeza y pesar. Henry no tenía claro el por qué.
—Yay Yay tuvo que cabrearse como una mona cuando se enteró —dijo Marty.
Henry siempre se sorprendía al ver cómo su hijo vivía con los pies bien plantados en dos mundos. Uno, el chino tradicional; el otro, el norteamericano contemporáneo. Incluso moderno. Encargado de la página web de la facultad de Físico-Química de la universidad de Seattle, y al mismo tiempo llamando a su abuelo por el título honorífico tradicional: Yay Yay (y Yin Yin a su abuela). Claro que también su abuela, en las cartas que le enviaba a Marty a la universidad, siempre las dirigía a
Mister Martin Lee—
, las formalidades parecían funcionar en los dos sentidos.
—Tu abuelo estaba muy ocupado en aquellos tiempos. Libraba una guerra en dos frentes, en América y en China. —«Pero sí, tú ni siquiera sabes la mitad de la historia».
—¿Cómo era él? Tu amigo, ¿cómo os conocisteis?
—Ella.
—¿Quién?
—Ella, mi amiga. Se llamaba Keiko. Nos conocimos cuando éramos los dos únicos chicos asiáticos en una escuela exclusivamente para blancos. Fue durante los años más duros de la guerra. Nuestros padres querían que creciéramos como americanos y lo más aprisa posible.
Henry sonrió, al menos para sí mismo, cuando su hijo se apartó del capó, se volvió, intentó hablar, y se volvió de nuevo.