El sabor prohibido del jengibre (32 page)

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Authors: Jamie Ford

Tags: #Novela

BOOK: El sabor prohibido del jengibre
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Medio ciego por la lluvia en los ojos y quitándose el agua de la cara con la manga, Henry le cogió los brazos a través de la alambrada al tiempo que se inclinaban el uno hacia el otro, sus manos deslizándose para tocar las de ella, muy calientes a pesar de la lluvia helada. Juntaron las frentes entre las brechas del alambre. Henry estaba tan cerca que casi notaba el roce de las pestañas cuando ella parpadeaba, pero esa posición les protegía parte de los rostros mientras la lluvia les resbalaba por las mejillas y les empapaba los cuellos.

—¿Qué haces aquí? —Keiko parpadeó para apartar las gotas de lluvia que le entraban en los ojos después de deslizarse por un mechón de pelo.

—He cumplido los trece. —Henry no supo qué más decir.

Keiko no dijo ni una palabra. Sólo tendió los brazos entre la alambrada y le abrazó la cintura.

—Me marché. Vine a verte. Ya tengo edad para tomar mis propias decisiones. Tomé un autocar con Sheldon. Necesitaba decírselo a alguien.

Henry bajó la mirada y los ojos castaños de Keiko parecieron reflejar algo invisible en el cielo gris de octubre. Algo que resplandecía desde el interior.

—Lo siento.

—¿Qué?

—Por no decirte adiós.

—Me lo dijiste.

—No de la manera que debía. Estaba tan preocupado por mi familia… Preocupado por todo. Me sentía confuso, no sabía qué deseaba. No sabía que era de verdad el adiós.

—¿Has recorrido todo este camino, todos estos kilómetros, sólo para decirme adiós? —preguntó Keiko.

—No —respondió Henry, cada vez más desconcertado. La lluvia que le azotaba era fría como el hielo, pero no la sentía. Su chaqueta se desgarró al engancharse en una de las púas del alambre mientras sus manos enmarcaban con suavidad su cintura, sus dedos apoyados en el suéter empapado. Inclinado, su frente se apoyaba en el metal de la alambrada. Si había algo afilado, no lo notó. Lo único que sentía era el contacto de la mejilla de Keiko, mojada por la lluvia, que se inclinaba hacia él.

—Vine para hacer esto —dijo Henry. Era su primer beso.

Sheldon Thomas (1986)

Henry salió de la lluvia y entró en los largos pasillos de la Hearthstone Inn, una residencia para la tercera edad en West Seattle, no muy lejos del Fauntleroy Ferry Terminal que conectaba Seattle con Vashon Island. Henry venía con mucha más frecuencia ahora que Ethel había desaparecido y tenía mucho tiempo disponible.

La Hearthstone Inn era una de las residencias más bonitas de West Seattle, bonita por lo menos para Henry, aunque no es que él fuese un experto en residencias para la tercera edad. Era más experto en las que no le gustaban. Aquellos lugares fríos y grises, como las instituciones oficiales a las que se había negado con toda su alma a que ingresase Ethel. Aquellos edificios de bloques de cemento y ventanucos que acogían a las personas para que muriesen en la más absoluta soledad. En cambio, la Hearthstone se parecía más a un pabellón de caza rústico o a un hotel rural.

En el vestíbulo había un gran candelabro hecho con cornamentas de ciervos. «Un detalle muy bonito», pensó Henry mientras caminaba hacia el ala que conocía bastante bien. No se molestó en pasar por el puesto de las enfermeras, sino que fue directamente a la habitación 42, y golpeó con los nudillos debajo de la placa que decía
Sheldon Thomas.

No obtuvo respuesta, pero Henry abrió para asomar la cabeza. Sheldon dormía medio sentado en la cama de hospital. Las mejillas otrora robustas que se hinchaban cuando tocaba el saxo ahora no eran más que pellejos que cubrían los huesos del rostro. Un tubo sujeto con cinta adhesiva a la piel de pergamino del antebrazo le llegaba a la muñeca. Otro tubo de plástico transparente le pasaba por detrás de las orejas y le colgaba justo por debajo de la nariz para suministrarle oxígeno a los pulmones.

Una enfermera joven, una nueva que él no conocía, se acercó a Henry y le palmeó el brazo.

—¿Es un amigo o un familiar? —le susurró al oído para no molestar a Sheldon.

La pregunta flotó en el aire como un precioso acorde. Henry era chino. Sheldon negro. No se parecían en nada. En absoluto.

—Soy un pariente lejano —respondió Henry.

La respuesta pareció suficiente.

—Estamos a punto de despertarle para suministrarle sus medicamentos —explicó la enfermera—. Es un buen momento para recibir visitas. De todas maneras, no tardará mucho en despertarse. Si necesita cualquier cosa, no tiene más que llamarme.

Henry dejó la puerta entreabierta. Una lámpara con un brillante lazo rojo en la parte superior de la pantalla era la única fuente de luz en la habitación aparte de las luces rojas de los varios monitores conectados a su viejo amigo. Las cortinas estaban abiertas y la suave luz de primera hora de la tarde calentaba el cuarto.

Un disco de oro de 45 rpm con el marco polvoriento colgaba en la pared, un disco sencillo que el grupo de Sheldon había grabado a finales de los 50, junto con las fotos de Sheldon y su familia, sus hijos y nietos. Dibujos hechos con ceras y rotuladores adornaban la puerta del baño y la pared debajo de donde estaba instalado el televisor. Una mesita de noche se encontraba cubierta con fotos y partituras.

Henry se sentó en una vieja butaca junto a la cama y miró una tarjeta de cumpleaños. Sheldon había cumplido los setenta y cuatro la semana pasada.

Sonó el pitido de un monitor en alguna de las habitaciones de la residencia y se apagó casi de inmediato.

Henry observó como Sheldon abría la boca en un bostezo silencioso, y luego como parpadeaba mientras sus ojos se acomodaban a la luz. Miró a Henry y le dedicó su vieja sonrisa donde destacaba el diente de oro.

—Vaya, vaya, ¿cuánto tiempo llevas aquí? —preguntó Sheldon. Se desperezó y se frotó primero la calva antes de acomodarse el poco pelo blanco que le quedaba.

—Acabo de llegar.

—¿Ya es domingo? —quiso saber Sheldon, ya despierto del todo, y acomodándose en la cama.

En los meses transcurridos desde la muerte de Ethel, Henry se había hecho al hábito de ir los domingos por la tarde para ver el partido de los Seahawks con Sheldon. Una enfermera le ayudaba a sentarse en una silla de ruedas e iban juntos a la gran sala de recreo, donde había una pantalla de televisión gigante. Pero en las últimas semanas, Sheldon ya no tenía fuerzas para moverse. Así que ahora lo miraban en el silencio de la habitación. De vez en cuando, Henry traía de matute sopa de almejas de Ivar's, alas de pollo picantes, o alguna de las otras comidas favoritas de Sheldon que las enfermeras no solían permitirle. Pero hoy no.

Hoy no era domingo de partido, y había traído otra cosa para compartir con Sheldon.

—Esta semana he venido antes —dijo Henry, lo bastante fuerte como para que Sheldon le oyese sin necesidad del audífono.

—¿Por qué? ¿Crees que no viviré hasta el domingo? —Sheldon se río.

Henry sonrió a su viejo amigo.

—He encontrado algo que creo que te gustaría tener. Es algo que he estado buscando, algo que tú has estado buscando, durante años.

Los grandes ojos inyectados en sangre de Sheldon se fijaron en Henry. Un asombro juvenil llenó su rostro fofo. Era una expresión que Henry no le había visto en mucho tiempo.

—¿Tienes una sorpresa para mí, Henry?

Henry asintió con una gran sonrisa. Sabía que el viejo disco de Oscar Holden significaba tanto para Sheldon como para él mismo. Quizá por diferentes razones, pero era un mundo para cada uno de ellos. Oscar Holden le había dado a Sheldon su gran oportunidad en 1942. Había tocado allí durante un año, después de acabada la guerra y el club abriera de nuevo las puertas. Luego Sheldon había formado su propio grupo tras la muerte de Oscar al cabo de unos años. La fama adquirida con Oscar le permitió conseguir muchas actuaciones e incluso un modesto contrato con una discográfica local.

—Bueno, ya me estoy haciendo mayorcito, y se acerca la Navidad… —comentó Sheldon.

—Lo he encontrado, pero hay un problema. Habrá que restaurarlo antes de que puedas oírlo.

—Eso no tiene ninguna importancia. —Sheldon se tocó la frente con un dedo tembloroso—. Sigo escuchando esa canción en mi cabeza todas las noches. Yo la oí, estaba allí, ¿lo recuerdas?

Henry metió una mano en la bolsa y sacó el viejo disco de 78, todavía en la funda original. Lo sostuvo delante de Sheldon y le leyó las palabras de la etiqueta mientras su amigo buscaba a tientas las gafas en la mesita de noche.

—Oscar Holden y…

—…el Midnight Blue —dijo Sheldon acabando la frase por él.

Henry le dio el disco a su viejo amigo, que lo abrazó contra su pecho. Cerró los ojos como si estuviese oyendo tocar la música en alguna parte, en algún momento, mucho tiempo atrás.

La espera (1942)

Henry se despertó acostado en un jergón puesto en el suelo, con el ruido de una gotera que caía en un cubo a medio llenar en el centro de lo que era la sala de estar de los Okabe. A la derecha había una cortina que separaba el espacio donde dormían Keiko y su hermano pequeño, y al otro el que ocupaban sus padres.

Oyó el suave roncar de la madre de Keiko, entre el sonido de la lluvia en el techo de cinc; un sonido relajante y melódico que a Henry le hizo sentir como si aún continuase soñando. Quizá sí que era un sueño. Quizá se encontraba en casa en su propia cama, con la ventana que daba a Canton Alley, la ventana entreabierta en contra de los deseos de su madre. Henry cerró los ojos y respiró hondo, olió la lluvia, pero no el aire salobre y con olor a pescado de Seattle. Estaba aquí. Había recorrido todo el camino hasta Minidoka. Había ido más lejos, todo el camino hasta la casa de Keiko.

Ella no había querido que se marchase, y Henry no se había querido ir. Por lo tanto, se encontró con Keiko al otro lado del edificio de los visitantes. Todo estaba dispuesto para impedir que las personas escapasen, pero no para impedirles le entrada. Para gran sorpresa de Henry ni siquiera tuvo que esforzarse mucho. Le dijo a Sheldon que se encontraría con él al día siguiente, decisión que éste aprobó pese a mostrarse un tanto sorprendido. Luego cogió uno de los paquetes de libros de texto que cargaban un grupo de maestros cuáqueros y los siguió más allá de los centinelas. Por una vez en su vida, agradeció que los caucásicos creyeran que era uno de ellos, que era japonés.

Henry se dio la vuelta, se frotó los ojos, y se quedó rígido en mitad del bostezo. Keiko estaba en su cama, de cara a Henry, la barbilla apoyada en los brazos y la almohada, con la mirada fija en él. Tenía el pelo revuelto, con mechones colgando en todas direcciones, y sin embargo estaba preciosa. Keiko le sonrió y Henry cobró vida. No podía creer que estuviese aquí. Todavía más, no podía creer que sus padres no pusiesen pegas a su presencia. Sus propios padres sin ninguna duda le hubiesen echado. Pero ella le había dicho que no pasaría nada, y así era. Sus padres parecían halagados y curiosamente honrados de acoger a un visitante en su hogar provisional, rodeado por cercas de alambre de espino, reflectores y torres con ametralladoras.

Cuando Keiko entró, Henry a duras penas tuvo el coraje de cruzar la puerta. Se mostraron sorprendidos y halagados de que Henry hubiese hecho todo el camino hasta aquí, pero de alguna manera, tampoco demasiado sorprendidos. Henry lo interpretó como una señal de que Keiko no le había olvidado. Es más, bien podría haber sido todo lo contrario.

Henry se volvió para estar más cerca de Keiko. Se arrebujó en la manta tejida a mano mientras se acomodó de cara a ella. Keiko estaba muy cerca, ocupada en quitarse los mechones de la cara.

—Anoche soñé que venías a verme —susurró Keiko—. Soñé que hacías todo este camino porque me echabas de menos. Cuando me desperté, estaba muy segura de que había sido un sueño, y entonces al mirar aquí estabas.

—No puedo creer que esté aquí. No puedo creer que tus padres…

—Henry, esto no es sólo cosa nuestra. Me refiero a que lo es, pero ellos no te clasifican por el distintivo que llevas. Te clasifican por lo que eres, por lo que tus acciones dicen de ti. Venir aquí, a pesar de tus padres, a ellos les dice mucho, y a mí. En primer lugar como americanos, no te ven como el enemigo. Te ven como persona.

Las palabras eran un extraño consuelo. ¿Es esto la aceptación? El sentimiento de pertenencia era ajeno, algo raro y embarazoso, como escribir con la mano izquierda o ponerte los pantalones del revés. Henry miró a los padres, que dormían. Parecían más relajados aquí, en este lugar frío y húmedo, que sus propios padres en su abrigado y cómodo hogar.

—Tendré que marcharme hoy, Sheldon y yo tenemos que tomar el autocar esta noche.

—Lo sé. Ya sé que no puedes quedarte para siempre. Además, alguna de las otras familias puede denunciarnos. Tú eres un secreto que no podemos guardar para siempre.

—¿Puedes guardar un secreto? —preguntó Henry.

Keiko se sentó. Henry se dijo que la pregunta había llamado su atención. Ella esponjaba la almohada en su regazo y se acomodaba la manta sobre los hombros. Levantó dos dedos.

—Palabra de explorador, Kimosabe.

—Vine aquí con la idea de sacarte, no de quedarme.

—¿Cómo pensabas hacerlo?

—No lo sé. Quizá me dije que dándote el distintivo como hice en la estación de trenes…

—Eres tan dulce, Henry. Desearía hacerlo, de verdad. Pero ya tendrás demasiados problemas cuando vuelvas a casa. Si te presentaras conmigo en tu casa, la liarías en serio. Nos llevarían a los dos a la cárcel. ¿Quieres saber un secreto?

A Henry le gustaba este juego, y asintió.

—Iré. Así que no preguntes, porque regresaré contigo. Al menos, lo intentaré.

Henry se sintió halagado. Incluso conmovido. Después caló el significado.

—Entonces supongo que sólo debo esperarte.

—Te escribiré —dijo Keiko.

—Esto no puede durar para siempre, ¿verdad?

Ambos se volvieron hacia la ventana, para mirar los edificios cercanos a través de los cristales empañados por la lluvia. A Keiko se le borró la sonrisa.

—No me importa cuánto tiempo. Te esperaré.

La madre de Keiko dejó de roncar y se movió. Miró a Henry despistada por un momento, y después le sonrió con alegría.

—Buenos días, Henry, ¿qué tal se lleva ser prisionero por un día?

Henry miró a Keiko.

—El mejor día de toda mi vida.

Keiko recuperó la sonrisa.

El desayuno con la familia de Keiko fue sencillo. Arroz y
tamago
, huevos duros. No era nada lujoso, pero llenaba, y Henry lo disfrutó muchísimo. Los Okabe parecían estar felices de tener asignado un lugar permanente, en lugar de los establos en el recinto ferial de Puyallup. La madre de Keiko preparó una tetera mientras el padre leía el periódico que se publicaba en el propio Camp Minidoka. Aparte de la sencillez de la casa, y sus ropas modestas, tenían el aspecto de cualquier otra familia americana.

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