El sabor prohibido del jengibre (33 page)

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Authors: Jamie Ford

Tags: #Novela

BOOK: El sabor prohibido del jengibre
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—Es muy cómodo no tener que ir al comedor tres veces cada día —comentó Henry, con su mejor voluntad de mantener una conversación de mesa en inglés.

—Siempre lo es cuando llueve —dijo la madre de Keiko, que sonrió entre bocados.

—Aún me cuesta creer que estoy aquí. Muchas gracias.

—Ahora mismo somos unos cuatro mil, Henry, y tú eres nuestro primer invitado. No podemos sentirnos más contentos —manifestó el señor Okabe—, Se supone que durante el próximo mes llegarán otros seis mil. ¿Te lo puedes creer?

¿Diez mil? Era un número que a Henry se le hacía inimaginable.

—Con tanta gente, ¿qué les puede impedir hacerse con el control del campo?

El señor Okabe le sirvió a su esposa otra taza de té.

—Ah, esa es una pregunta muy profunda, Henry, y en la que he pensado mucho. Hay alrededor de unos doscientos guardias y personal del ejército, y nosotros somos veinte veces más. Incluso si sólo cuentas a los hombres, aquí tenemos a todo un regimiento. ¿Sabes qué nos impide hacerlo?

Henry sacudió la cabeza. No tenía la más mínima idea.

—La lealtad. Seguimos siendo leales a Estados Unidos de América. ¿Por qué? Porque nosotros también somos americanos. No estamos de acuerdo, pero demostraremos nuestra lealtad a través de nuestra obediencia. ¿Lo comprendes, Henry?

Henry sólo pudo exhalar un suspiro y asentir. Conocía el concepto demasiado a fondo. La obediencia como un signo de lealtad, como una expresión de honor, incluso como una manifestación de amor, era un tema casi trillado en su casa. En particular entre él y su padre. Pero ahora no era ese el caso, ¿no? «¿Causé el ataque de mi padre? ¿Fue provocado por mi desobediencia?» Por mucho que Henry le diese vueltas, le costaba convencerse a sí mismo de que la respuesta era no. La culpa permanecía.

—Sin embargo, ni siquiera eso es suficiente para ellos —añadió la madre de Keiko.

—En cierto sentido es verdad —manifestó el señor Okabe, que bebió otro sorbo de té—. Corre el rumor de que la Autoridad de Rehubicación dispondrá que todos los varones mayores de diecisiete años y más firmen un juramento de lealtad a Estados Unidos.

—¿Por qué? —preguntó Henry, desconcertado—. ¿Cómo pueden poneros aquí y después esperar que prestéis un juramento de lealtad a ellos?

—Porque quieren que vayamos a la guerra para ellos —intervino Keiko—. Quieren reclutar a los hombres para que combatan contra los alemanes.

Para Henry tenía tanto sentido como que su padre le enviara a una escuela de blancos con el distintivo de
Soy chino.

—Iremos con orgullo. Yo iré —declaró el señor Okabe—. Muchos de nosotros nos presentamos voluntarios al ejército después de Peal Harbor, la mayoría fuimos rechazados, muchos fueron agredidos en el acto.

—¿Por qué quiere hacerlo, por qué lo desea? —preguntó Henry.

El señor Okabe se echó a reír.

—Mira a tu alrededor, Henry. No es como vivir en Park Avenue, y haré cualquier cosa que pueda aliviar el sufrimiento, e incluso más, la discriminación y el deshonor causado a mi familia. Muchos de nosotros estamos dispuestos. Lo que es más, para algunos, la única manera de demostrar que somos americanos es sangrando por la causa americana, a pesar de lo que nos hacen. En realidad, es todavía más importante, a la vista de lo que nos han hecho.

Henry comenzó a comprender y a apreciar el sentimiento que había en esa compleja trama de injusticias y contradicciones.

—¿Cuándo les dejarán ir a combatir?

El señor Okabe no lo sabía, pero sospechaba que sería poco después de que acabasen la construcción del campo. En cuanto terminasen con el trabajo aquí, podrían ser útiles en alguna otra parte.

—Ya está bien de tanto hablar de ir a la guerra —interrumpió la señora Okabe—. Tenemos que descubrir la manera de sacarte hoy de aquí.

—Tiene razón —admitió el señor Okabe—, Nos sentimos muy honrados porque hayas venido hasta aquí para cortejar a Keiko, pero éste es un lugar muy peligroso. Estamos tan acostumbrados, que la presencia de los soldados nos parece normal. La semana anterior a que llegásemos hubo un tiroteo.

Henry notó que le desparecía un poco el color de la cara. No tenía claro qué le ponía más nervioso: que su presencia aquí se considerase como parte de un cortejo normal, algo que parecía lógico, o que le hubiesen disparado a alguien.

—Creo que no he pedido permiso… —comenzó Henry.

—¿Para marcharte? —preguntó la mamá de Keiko.

—No Permiso para cortejar a vuestra hija. —Henry se recordó a sí mismo que ahora tenía la misma edad que cuando su padre se había casado con su madre—. ¿Puedo?

Henry se sentía incómodo y extraño. No porque aún fuese tan joven, sino porque había sido educado en la tradición china de los casamenteros, personas que actuaban como mediadores entre las familias. El cortejo tradicional involucraba un intercambio de regalos de una familia a la otra, presentes del desposorio. Nada de todo eso era posible.

El señor Okabe miró a Henry con orgullo, de la manera que él siempre había deseado que hiciese su padre.

—Henry, siempre has sido increíblemente honorable en tus intenciones para con mi hija, y eres una constante ayuda para nosotros como familia. Tienes todo mi permiso, como si el estar aquí durmiendo en nuestro suelo no fuese permiso suficiente.

Henry se animó en el acto, sonrió, sin acabar de creerse lo que había preguntado y la respuesta que había oído. Torció un poco el gesto cuando se preocupó por su padre, pero entonces vio a Keiko que le sonreía desde el otro lado de la mesa. Ella le sirvió otra taza de té y se la ofreció.

—Gracias. Por todo. —Henry bebió un sorbo, incrédulo. Los Okabe eran tan naturales y relajados, tan americanos. Incluso en la manera como mencionaban las cosas terribles que les habían sucedido en Camp Minidoka—. ¿Cómo fue aquello del tiroteo?

—Ah, eso… —Por la manera que lo dijo el señor Okabe, sonaba todavía más curioso. Sin duda había sido algo malo, pero estaba bastante habituado a vivir con el dolor. «Vivir aquí es lo que le hace a uno persona», pensó Henry.

—A un hombre, creo que se llamaba Okamoto, le dispararon por detener a un camión que iba en la dirección equivocada. Le disparó uno de los soldados que escoltaban el convoy. Lo mató en el acto —explicó el señor Okabe, que tragó saliva.

—¿Qué le pasó? —preguntó Henry—. Me refiero al soldado, no a la víctima.

—Nada. Le multaron por el uso indebido de propiedad gubernamental y ya está.

Henry sintió el peso del silencio que se posó sobre ellos.

—¿Qué uso? ¿Qué propiedad? —preguntó.

El señor Okabe se ahogó mientras miraba a su esposa y respiró hondo.

—La bala, Henry —respondió la madre de Keiko para acabar con la historia—. Le multaron por el uso no autorizado de la bala que mató al señor Okamoto.

Adiós (1942)

Como era sábado, Keiko no tenía clases, y como Henry era un visitante muy especial, sus padres le permitieron saltarse las tareas del día; sólo por esta vez. Así que mientras su madre se ocupaba de la colada y la comida, y su padre ayudaba a las nuevas familias a instalarse en la manzana, Henry se sentó en los escalones delante de la casa y habló con Keiko durante la mayor parte de la tarde. Si hubiese habido algún lugar más tranquilo y romántico en el campo, ellos lo hubiesen encontrado. Pero no lo había, ni siquiera había un árbol con una altura superior a la de un arbusto. Así que se sentaron en los ladrillos de hormigón, uno al lado del otro, con los pies tocándose.

—¿Cuándo te marchas? —preguntó Keiko.

—Me marcharé con los voluntarios cuando suene el silbato de las cinco y media. Me mezclaré con ellos en la reja, llevaré mi distintivo, y rogaré para que me dejen pasar. Sheldon me estará esperando, así al menos tendré a alguien que responda por mí.

—¿Qué pasará si te atrapan?

—Eso no estaría mal, ¿verdad? Me quedaría aquí contigo.

Keiko sonrió con la cabeza apoyada en el hombro de Henry.

—Te echaré de menos.

—Yo también —afirmó Henry—, Te estaré esperando cuando todo esto se acabe.

—¿Qué ocurrirá si pasan años?

—Te esperaré de todas maneras. Además, necesito conseguir un buen trabajo y ahorrar dinero. —Henry apenas si se podía creer lo que acababa de decir. Un año atrás, trabajaba en la cocina del Rainier, ahora hablaba de ocuparse de alguien más. Le sonaba como algo muy adulto, y de alguna manera terrible. Ni siquiera había tenido citas con Keiko, no cuando ambos habían estado fuera de las cercas. Pero un noviazgo podía durar un año, o varios. Incluso en su familia, donde sus padres a menudo discutían por la tradición de buscar a un casamentero para Henry, no había decidió nada. ¿Llegarían a permitirle un noviazgo con chicas americanas? Ahora que su padre estaba tan enfermo ya no importaba. A pesar de la culpa que sentía, de aquí en adelante tendría que tomar sus propias decisiones. Seguiría los dictados de su corazón.

—¿Cuánto tiempo me esperarás, Henry?

—Todo el que haga falta. No me importa lo que diga mi padre.

—¿Qué pasará si me hago vieja? —preguntó Keiko, entre risas—. ¿Qué pasará si estoy aquí hasta convertirme en una anciana y mi cabello se vuelve gris…?

—Entonces te traeré un bastón.

—¿Me esperarás?

Henry asintió con una gran sonrisa y cogió la mano de Keiko. Ni siquiera necesitó mirar, sus manos sencillamente se encontraron. Pasaron la mayor parte del día bajo el cielo encapotado. Henry esperaba la lluvia, pero el viento, que les hacía pasar un poco de frío, se llevó las nubes lejos del campo. No llovería.

Hablaron de música, de Oscar Holden y de cómo sería la vida cuando la familia de Keiko regresase a Seattle. Henry se veía incapaz de decirle que Nihonmachi desaparecía. Edificio tras edificio, manzana tras manzana, se estaba transformando, todo vendido y renovado. Se preguntó cuánto quedaría si es que quedaba algo para cuando ellos volviesen. El Hotel Panamá, como el resto del Barrio Japonés, estaba tapiado, dormía como un paciente en coma; nunca sabías si abriría los ojos, o si dormiría para siempre.

Cuando acabó el turno de la tarde para los muchos voluntarios que trabajaban en el interior de Camp Minidoka, Henry se despidió de nuevo de la familia Okabe. Incluso el hermano pequeño pareció mirar a Henry con añoranza. «Supongo que también él sabe que puedo marcharme, que tengo una libertad que a él no se le permite», pensó Henry. Cogido de la mano de Keiko, caminó con ella hasta lo más cerca que pudo de la reja de los voluntarios, sin ser vistos. Se detuvieron detrás de uno de los edificios y esperaron a que pasase la multitud de trabajadores y misioneros. Henry se mezclaría con ellos para cruzar la reja. Con un poco de suerte, Sheldon le estaría esperando al otro lado.

—No sé cuándo volveré a verte. Gasté todo lo que tenía para venir esta vez.

—No vengas. Sólo espera, y escríbeme. Estaré aquí. No tienes que preocuparte por mí. Aquí estoy segura, y no durará para siempre.

Henry la abrazó y sintió los pequeños brazos alrededor de sus hombros. Sintió el calor de sus mejillas en el fresco aire otoñal. Sus frentes se tocaron cuando la miró a los ojos, el lento paso de las nubes reflejado en ellos. Su cabeza se movió a la izquierda al mismo tiempo que la de ella, y un sencillo beso encontró un hogar entre sus labios. Cuando él abrió los ojos, ella le miraba resplandeciente. La abrazó una vez más, la soltó. Se alejó caminando hacia atrás, agitando un brazo en alto, sin poder evitar por mucho que lo intentó el sonreír de oreja a oreja.

«La quiero», se dijo Henry, y el decirlo le llevó a pensar. Ni siquiera sabía lo que era, o qué significaba, pero lo sentía quemar en su pecho; tan confuso que ninguna otra cosa parecía importar. No importaba ni la sombría multitud de trabajadores que iban hacia la reja en la alambrada, ni las ametralladoras en las torres.

Volvió a agitar el brazo en alto, y después lo bajó poco a poco, mientras las palabras «Te quiero», salían de su boca. Ella estaba demasiado lejos como para oírle, o quizás él no emitió sonido alguno, pero ella lo sabía, y su boca repitió la misma declaración. Su mano pequeña se tocó el corazón y señaló a Henry. Él sólo asintió con una sonrisa, antes de volverse hacia la reja.

Un hogar furioso (1942)

Henry se hundió en el asiento y habló muy poco en el largo viaje de regreso a casa. Se sentía muy mal al imaginar la preocupación que había causado. Pero había tenido que ir, y debía afrontar las consecuencias. Sentía un extraño y permanente consuelo al saber que no podía fallarle a su padre. Ya no. ¿Qué más podía hacer para desilusionarle? ¿De qué más podría privarle como castigo?

Claro que estaba su madre. Le preocupaba. Le había dejado una nota en la almohada para que ella la encontrase más tarde. Sólo unas líneas para evitar que se preocupase; al menos hasta donde fuese posible. En la nota le decía que había ido a visitar a Keiko, que le acompañaba un amigo para hacerle compañía, y que si todo iba bien estaría de regreso en casa a última hora del domingo. El bote con el dinero estaba vacío sobre su cómoda, y por lo tanto comprendería que llevaba suficiente para el viaje. Pero no había estado fuera de casa una noche entera, en toda su vida. Era algo que la preocuparía muchísimo, y más con su padre enfermo.

Cuando salió de Seattle, se había imaginado que se sentiría de la misma manera que se había sentido su padre al marcharse de su casa a los trece. Asustado, inquieto y confuso. Para su padre, marcharse a los trece había sido una cuestión de orgullo, aunque en lo más profundo, Henry también intuía una gran sensación de vacío y soledad. Ahora, en el autocar camino de casa, entendía lo que había sentido su padre. Dolor y soledad, pero también la necesidad de hacer lo correcto. Para su padre, significaba ayudar a la causa en China. Para Henry, significaba ayudar a Keiko.

En el momento de despedirse de Sheldon en la estación de autobuses, Henry estaba exhausto, pese a haber dormido durante todo el viaje.

—¿Crees que todo irá bien cuando vuelvas a casa?

Henry asintió con un bostezo.

Sheldon le miró con las cejas enarcadas en una muestra de preocupación.

—Estaré bien —le tranquilizó Henry.

Sheldon se desperezó.

—Gracias, señor, que pase un buen día. —Se marchó en dirección a South Jackson, camino de su casa, con la maleta en la mano.

Henry había asegurado que todo iría bien. Sin embargo ahora, mientras subía las escaleras hasta el apartamento, apenas si lo reconocía como su hogar. De alguna manera le parecía más pequeño. Más agobiante. Pero sabía que era el mismo lugar del que había salido.

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