El sabor prohibido del jengibre (31 page)

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Authors: Jamie Ford

Tags: #Novela

BOOK: El sabor prohibido del jengibre
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Henry sabía que Sheldon no era de Seattle; se había criado en Tacoma, pero había nacido en Alabama. Sus padres habían dejado el sur cuando él tenía cinco o seis años, y evidentemente había visto lo suficiente como para no querer volver nunca más. Aún llamaba «señor» a los adultos y los niños y se quitaba el sombrero y decía «señora», pero aparte de eso, no quería tener ninguna relación con el sur. A juzgar por la rápida reacción de Sheldon a las personas de las calles de Walla Walla, este lugar bien podría haber sido Birmingham.

—¿Adónde vamos?

Sheldon miró las ventanas de las tiendas y los restaurantes.

—No lo sé. Quizá, después de todo, esto no es tan malo como creía.

—¿A qué te refieres con malo?

—Mira y verás qué quiero decir. Nadie muestra el menor interés por nosotros y no veo ningún cartel de «Sólo blancos» en las ventanas.

Pasaron junto a personas que parecían fijarse en ellos, pero en lugar de apartar a los niños al lado opuesto de la acera, sólo les sonreían. Algo que resultaba todavía más desconcertante.

Sheldon y él acabaron por detenerse en una gran entrada de lo que debía de ser el edificio más alto de la ciudad. El hotel Marcus Whitman. En el interior se veía un café.

—¿Qué te parece? —peguntó Henry.

—Es un lugar tan bueno como cualquier otro. Vayamos a la parte de atrás y pidamos algo para llevar.

—¿Por la parte de atrás?

—No hace falta tentar a la suerte, Henry. Hemos llegado hasta aquí…

—¿Puedo ayudarles en algo? —Un caballero mayor debía haber cruzado la calle detrás de ellos. La pregunta sobresaltó a Sheldon, y Henry se ocultó detrás de su amigo—. Ustedes dos no son de por aquí, ¿verdad?

Henry tragó saliva.

—No, señor, sólo estamos de paso. Es más, ahora mismo íbamos de regreso a nuestro autocar…

—Bueno, ya que han venido hasta aquí, bien podrían entrar y beber algo caliente. —Henry vio como el hombre giraba la cabeza para mirar hacia la estación de autobuses—. Creo que tienen tiempo. Bienvenidos a Walla Walla. Espero que vuelvan a visitar nos de nuevo. —Les dio a los dos un panfleto y se tocó el ala del sombrero—. Que Dios les bendiga.

Henry le vio alejarse, desconcertado. ¿Qué lugar era éste? ¿Acaso cree que soy japonés? Se miró el distintivo, después a Sheldon, que ojeaba el panfleto y se rascaba la cabeza, con una expresión de sorpresa y también de alivio en el rostro. El panfleto era de una iglesia adventista, un grupo que Henry había visto ayudando a las familias japonesas internadas. Trabajaban voluntaria mente como maestros y personal sanitario. Resultó ser que aquí había una congregación muy numerosa, incluso tenían un colegio religioso privado.

Entraron a tomar café y tostadas, y esta vez establecieron con tacto visual con las personas que ocupaban las otras mesas. No parecían tener miedo. Algunas incluso les sonrieron.

Encontrar el campo fue fácil. De una manera que a Henry le provocó mucha tristeza. Cuando Sheldon y él se apearon del autocar en Jerome, Idaho, lo primero que vio Henry fue un gran cartel que decía: «Minidoka Warti, Relocation Center — 30 kilómetros». Había docenas de personas que subían a camionetas y coches que iban a lo que se había convertido la séptima ciudad más grande de Idaho.

Sheldon se encasquetó el sombrero.

—Centro de traslado. Hacen que parezca como si la Cámara de Comercio estuviese ayudando a las personas a encontrar una nueva casa o algo por el estilo.

—Ahora es su nueva casa —fue todo lo que Henry pudo decir.

Una mujer con el gorro de enfermera bajó la ventanilla de un coche azul.

—¿Ustedes dos van al campo? ¿Necesitan transporte?

Henry y Sheldon se miraron el uno al otro. ¿Era tan obvio? Cuando miraron hacia la estación de autobuses, les pareció que todos tenían algo que hacer en el norte. Asintieron con entusiasmo.

—El camión que está detrás lleva a los visitantes, si es lo que desean hacer.

Henry señaló el camión con bancos en la caja y laterales de tablas.

—¿Ese camión?

—Sí. Será mejor que se den prisa si quieren ir porque no esperarán mucho más.

Sheldon se llevó una mano al ala del sombrero y recogió su maleta. Tocó a Henry con el codo.

—Gracias, señora, le estamos muy agradecidos.

Fueron hasta la parte de atrás del camión y subieron. Se sentaron en uno de los bancos junto a una pareja de monjas y un sacerdote que hablaban entre ellos en lo que parecía ser latín, y de vez en cuando, algunas frases en japonés.

—Al parecer esto será más fácil de lo que esperabas —comentó Sheldon. Se acomodó la maleta entre los pies—. También más grande de lo que creías.

Henry asintió, atento al entorno. Era la única persona asiática a la vista, y la única en el camión. Pero era chino. Un aliado de Estados Unidos, y para completarlo, ciudadano estadounidense. Tenía que servir para algo, ¿no?

Al mirar al horizonte, Henry vio el campo desde una distancia de ocho kilómetros. Una gigantesca chimenea de piedra se elevaba sobre los secos y polvorientos campos que acabaron por dar paso a la planta de una ciudad pequeña donde al parecer todo estaba en construcción. Henry consiguió ver en la lejanía los armazones de larguísimas hileras de casas. Sheldon también las vio.

—Este lugar debe de ocupar por lo menos unas cuatrocientas hectáreas —comentó. Henry no sabía cuánto era eso, pero sí que era enorme—. ¿Te lo puedes creer? Es como una ciudad que emerge del río Snake. Tan al norte todo es árido y seco, y ahora se les ocurre traerles a todos aquí.

Henry contempló el árido paisaje. No había árboles, hierba o flores por ninguna parte, y apenas si unos pocos arbustos. No era más que un paisaje viviente de barracas de papel alquitranado que salpicaban el desierto. Y personas. Miles de personas por todas partes, la mayoría de ellas ocupadas en trabajar en los edificios, o en los campos, recolectando patatas, maíz y remolacha. Incluso se veían centenares de ancianos y niños pequeños agachados sobre los surcos polvorientos. Todos parecían estar muy vivos y en movimiento.

El camión traqueteó por los innumerables baches y por fin se detuvo con un chirrido de los frenos. Los pasajeros se apearon, y de inmediato los trabajadores fueron enviados en una dirección y los visitantes en otra. Henry y Sheldon siguieron al pequeño grupo que llenó la sala de visitantes. El viento levantaba nubes de polvo, y Henry notó el sabor en la boca y su impacto en la piel. La tierra era seca y requemada. Pero había un olor en el aire que resultaba inconfundible. Al este, el polvoriento y árido olor de la lluvia que se avecinaba. Por ser de Seattle, Henry conocía ese olor a fondo. Venía una tormenta.

En el interior, les explicaron qué se podía entrar en el campo. Se permitía la entrada de bebidas y tabaco en cantidades pequeñas, pero cosas tan inocentes como las limas de uñas estaban prohibidas.

—Supongo que quedan descartadas las cizallas —le susurró Henry a Sheldon, que se limitó a asentir con un gesto.

Si la presencia de un chico chino era poco habitual, apenas si se notó en las incesantes idas y venidas de Camp Minidoka. El propio Henry, que al principio estaba seguro de que se lo llevarían a punta de bayoneta al corazón del campo, se sorprendió de lo poco que se fijaban en él. Cómo podían cuando había miles de prisioneros que registrar, y continuaban llegando más y más autocares con japoneses. El campo sólo estaba en sus primeras etapas y necesitaba encontrar su ritmo; una comunidad que crecía por momentos, detrás de las cercas de alambre de espino.

—Espero que te hayas duchado antes de salir —comentó Sheldon, que miraba a través de la ventana—. Porque aquello que están cavando son zanjas de las letrinas.

Henry se olió la manga que olía a sudor y humedad por el viaje en el autocar.

Sheldon se enjugó el sudor de la frente con el pañuelo.

—Pasarán meses antes de que dispongan de inodoros y agua caliente.

Henry se fijó en los japoneses que trabajaban al sol. Dio gracias por estar a la sombra mientras Sheldon y él hacían la cola. Tardaron media hora en llegar a la mesa donde debían anotarse como visitantes. Por fin una empleada buscó en los registros si la familia Okabe ya había llegado.

—Son cuáqueros —le dijo Sheldon a Henry, con un gesto hacia el personal de la oficina.

—¿Cómo el tipo de los copos de avena?

—Algo por el estilo. Se oponen a la guerra y a cualquier clase de violencia. Ahora se ofrecen voluntarios para trabajar en los campos como maestros, personal sanitario y lo que haga falta. Es lo que he oído decir. La mayoría de las personas blancas de por aquí son cuáqueros. Claro que como estamos en Idaho, es probable que también muchos sean adventistas. Supongo que viene a ser lo mismo.

Henry miró a la mujer al otro lado de la mesa. Se parecía a Betty Crocker: normal, poco agraciada, y amable.

La mujer levantó la mirada de los papeles, y sonrió.

—¿Los Okabe? Están aquí, junto con otra docena de familias con el mismo apellido, pero creo saber a quién buscáis.

Sheldon palmeó a Henry en el hombro.

—Vayan a aquella sala de visitantes. La mujer la señaló—. Allí les ayudarán a orientarse. El campo está organizado como una ciudad, con calles y manzanas. Por lo general, las visitas se piden de antemano por carta o llamadas telefónicas, que de vez en cuando se pueden hacer desde la oficina central. Si no es así, se envía a un mensajero a la dirección indicada y se coloca un aviso en la entrada del alojamiento asignado a la familia.

Henry intentó seguir la explicación. Parpadeaba y se frotaba la frente.

—Casi siempre se tarda por lo menos un día —añadió la empleada—, porque la mayoría de los chicos están estudiando en las aulas temporales y los adultos trabajando en el interior del campo.

—¿Qué clase de trabajo? —preguntó Henry, al recordar la actividad en el exterior.

—Trabajo. En la recogida de remolacha y en la construcción. También hay mucho trabajo de oficina para las mujeres. —Exhaló un suspiro mientras les hablaba, y después volvió a ocuparse del papeleo que tenía en la mesa.

Henry rellenó un formulario con el nombre de Keiko, que según le dijeron estaba en el bloque 17, no muy lejos de este lado de Camp Minidoka. Quería darle una sorpresa, así que sólo escribió «visitante» y dejó en blanco el espacio del nombre. Un mensajero, un japonés mayor que por una de esas ironías era cojo, cogió el formulario y se marchó.

—Esto puede ser que tarde —comentó Henry.

Sheldon asintió con la mirada puesta en la multitud de visitantes que entraban y salían.

Se sentaron en un duro banco entre un hombre mayor con varias cajas de himnarios y una joven pareja con cestas de peras. Henry miró a Sheldon, que hacía sonar los nudillos, y deseó que hubiese traído el saxo.

—Gracias por acompañarme.

Sheldon palmeó la rodilla de Henry.

—Había que hacerlo. Nada más. ¿Tu padre sabe que has ve nido aquí?

Henry lo negó con un solemne movimiento de cabeza.

—Le dije a mi madre que estaría ausente unos días. Ella debe saberlo. No creo que sepa que estoy aquí, pero sabe lo suficiente. No estoy diciendo que le guste, aunque me dejó marchar y no preguntó. Supongo que era lo mejor que podía hacer, su manera de ayudarme. Se preocupará, pero estará bien. Yo también. Tenía que venir. Quizá nunca más vuelva a ver a Keiko, y no quiero que lo que dije o no dije en Camp Harmony sea lo último que haya oído de mí.

Sheldon miró a las personas que iban y venían.

—Aún hay esperanzas para ti, Henry. Espera y verás. Puede que lleve algún tiempo, pero siempre hay esperanzas.

Esperaron y esperaron durante seis horas, a veces en el interior, otras paseando por delante de la sala de visitantes. Había aparecido una masa de negros nubarrones que oscurecían el cielo, aunque faltaban varias horas para la puesta de sol.

Llegó un momento en que Henry palmeó la maleta con la mirada puesta en el cartel donde se informaba de que el horario de visitas concluía a las cinco y media.

—Ya es casi la hora de marcharnos. Hemos dejado el mensaje. Sin duda todavía no lo ha visto. Volveremos mañana. Para entonces ya lo habrá encontrado.

En el exterior, grandes y pesadas gotas de lluvia salpicaban la tierra reseca. El sonido que hacían al golpear contra los tejados de cinc y las barracas a medio acabar sonaba como un lento redoble que subía y bajaba mientras la gente corría por todas partes en busca de refugio. Henry pensó en los techos de papel embreado y los edificios a medio construir. Con un poco de suerte estarían vacíos y los residentes del campo ocuparían las hileras de barracas acabadas.

—Allí hay un autocar para los visitantes —dijo Sheldon, con la maleta apoyada en la cabeza para protegerse de la lluvia que ahora se había convertido en un aguacero. A lo lejos retumbaban los truenos, pero no se veían relámpagos. Todavía no era oscuro del todo.

Henry intentó imaginarse qué estaría haciendo Keiko ahora mismo. De vuelta de la escuela con otros chicos japoneses. Qué extraña mezcla debía de ser con unos que sólo hablaban inglés y otros sólo japonés. Pensó en Keiko y su familia en su vivienda de una sola habitación, acurrucados junto a una estufa intentando mantenerse calientes, mientras el agua de las goteras llenaba los cubos. Pensó en ella oyendo el disco de Oscar Holden. ¿Piensa en mí? ¿Piensa en mí tanto como yo pienso en ella? ¿Podía? No. Henry pensaba tanto en ella que la veía en las calles de Seattle, incluso oía su voz. Clara y pequeña. Resplandeciente, con su inglés perfecto, como ahora, diciendo su nombre entre el retumbar de la lluvia. Como si estuviese allí. Como si nunca se hubiese marchado. Siempre se asombraba de cuánto le gustaba oírle decir su nombre.

Henry. Desde el día en que se conocieron en la cocina. Henry. Hasta aquel horrible día cuando él había presenciado impotente como ella y su familia subían al tren que les llevaría a Camp Harmony. Henry. Por último, cuando ella le dijo adiós de aquella manera casi oculta y tímida que él nunca le había visto, mientras él también se despedía y la dejaba marchar, poco dispuesto a complicar las cosas más de lo que estaban, deseoso de ser un buen hijo.

Aquella voz le había perseguido durante semanas.

—¿Henry?

Ella estaba allí. De pie bajo la lluvia, delante de la sala de visitas que cerraba por hoy, detrás de la reja cerrada y las cercas de alambre de espino. Vestida con aquel vestido amarillo y el suéter gris empapado sobre sus pequeños hombros. Luego comenzó a correr a lo largo de la cerca que les separaba, saltando los charcos de barro, «¡Henry!» La nota del mensajero empapada y hecha una bola en la mano.

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