El salón de la embajada italiana (36 page)

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Authors: Elena Moreno

Tags: #Narrativa, novela

BOOK: El salón de la embajada italiana
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¡Si supiera cómo la entendía...! ¡Cómo juzgarla!... No, tía, no te juzgaré. Recé para mí buscando un pañuelo para enjugar aquel dolor que estaba produciéndome la narración. Y además entiendo ese vivir en tierra de nadie, entiendo el amor hacia tu marido, no me lo expliques. Yo lo entiendo.

Discutíamos mucho para reconciliarnos después. Ángel me desvelaba esas partes de mí que yo quería ignorar. Yo llevaba a cuestas la ignorancia con una estúpida dignidad. Él se enfadaba cuando no quería mirar hacia donde él quería que mirara; la falta de libertad, el hambre, la injusticia...

Y entonces, cuando la situación era prácticamente insostenible, Ángel me comunicó que se iba a México. Era la oportunidad de acompañarle y empezar una nueva vida, o eso, o olvidarme de él para siempre. No quería compartirme. Estaba cansado de no tener horizontes, objetivos, propósitos. Eso le destrozaba. Le pedí llorando que no me forzara a elegir, que no me amenazara. Pero él me quería demasiado como para verme sufrir y se fue.

En el café donde solíamos quedar, el camarero me entregó un sobre y dentro estaba este poema.

No soporta el bosque de mi pena

ni uno más de tus besos furtivos

y aunque en cada uno de ellos

has encerrado el horizonte, la esperanza

y hasta la patria que nunca tuve,

saber que escoges entre el aire y la seda

me empuja fuera de tus calles, de tu ciudad,

del continente que envuelve el eco de tu risa.

No me abraza solamente el amor,

tu historia perfuma los páramos en que se convierten

los días que no acudes a la cita de mi corazón

Él siempre supo decir las cosas de aquella manera.

Ordenando las palabras de tal forma que podía mandarte a la gloria o partirte el corazón.

Tan absorta estaba en la historia que apenas oí el timbre del teléfono. Me quité las gafas (no oigo bien con ellas) y salté de la cama.

—Dígame... —llegué jadeante esperando oír la voz de Mateo.

—Carmela... ¿Qué haces ahí?... Me ha dicho Marina que te quedas en casa de la tía Carmen. Pero ¿cuánto tiempo?

La voz de Ernesto me devolvió a la realidad.

—Ernesto, por fin apareces...

—He vuelto esta mañana. He pasado por el despacho y luego he venido a casa. ¿Te vas a quedar ahí?

—Unos días. Tengo muchísimo que hacer aquí. Hay que ordenar y tirar muchas cosas. Es necesario que revise varios cajones de papeles y contestar cartas de pésame. Yendo y viniendo pierdo mucho tiempo.

Antes de que me contestara me pregunté por qué le daba tantas explicaciones. Él no me daba ninguna. Y desde hacía un tiempo nos habíamos acostumbrado a vivir ajenos, extraños. Ernesto nada sabía de lo que yo buscaba o hacía allí. Yo era como el tío Ignacio, no le pedía mucho. Pero ese día me sobraba su voz.

—Bueno, no sé. ¿Necesitas algo?

—No. Que te ocupes un poco de lo que necesiten los chicos. Diles que te llamen a ti. Estaré dos o tres días aquí hasta solucionar lo más urgente. Mañana pasaré a por el ordenador y alguna cosa. Si me necesitas, llámame al móvil.

—Vale. Oye, tenemos que hablar. No hay manera de coincidir. Tengo mucho trabajo. Nos han concedido la organización del congreso de cardiología y luego... la Navidad, faltan pocos días.

—No sé... Ahora no, Ernesto.

—Un beso...

Y eso era todo. Y todo, era eso...

Volví al cuaderno.

No tuve noticias hasta mucho tiempo después. Viví aquel atronador silencio como si Dios me hubiera castigado por el pecado cometido. Siempre tuve esa propensión de culpar a otros de mis propios errores. Bastante tiempo después recibí una postal de unas ruinas mayas. Me parecieron las más hermosas del mundo porque, aunque no llevara firma, yo sabía que era de él. A partir de ese momento mis días no tenían más objetivo que abrir el buzón y esperar que, estuviera donde estuviera, me recordara. Si me recordaba, me deseaba, y si me deseaba, volvería a mí.

Fue por aquel entonces cuando adquirí mis apartados de correos. Esos que traen a mal traer a mis hermanas, que siempre han intuido que escondían una parte de mí.

Y mi vida siguió no porque yo la empujara o la alimentara, sino porque la naturaleza es así. Terca y tenaz. Pero me hubiera querido morir. Aunque estaba muerta en mi interior. Y nunca pude confesar a nadie cuánto echaba de menos a Ángel, la intensidad de mi amor, o la terrible renuncia a la que me había sometido. Esperaba la noche para soñarlo, el día para anhelarlo, la compañía de los demás para echarlo de menos y la soledad para inventarlo...

Estuve tentada de confesárselo a mis hermanas, pero tú las conoces como yo, si les hubiera dicho lo que me sucedía, cosa que deseaba, me hubiera colocado una losa encima para toda la vida. Si me hubiera mostrado tan herida como estaba, se hubieran aprovechado de mi desdicha en uno u otro momento, y aquello sobrevolaría nuestras vidas como un pájaro de mal agüero. Mis hermanas y yo misma no desechamos una oportunidad semejante. Hemos crecido así, disputándonos el aire que respiramos y litigando por lo que poseemos. Ahora ya somos viejas. La vida está hecha. Ya no podemos volver atrás. No quise compartir el amor de Ángel con ellas. Era un as que no podía entregarles porque no jugábamos la misma partida.

Desde que amanecía, al lado de Ignacio, hasta que me acostaba, al lado de Ignacio, mi pensamiento estaba con él. No sé cómo llegué a superar aquella angustia. Sin psiquiatras como ahora, sin médicos que conocieran el origen de mi mal, sin apoyo de nadie. No sé qué fue lo que me sujetó a esta vida. Probablemente fuera la esperanza de volver a verlo. Ambos estábamos atados, irremediablemente atados por el amor.

Ignacio me llevó a los mejores especialistas de París porque no comía, porque adelgazaba, porque me moría. Nadie pudo aliviarme. Mi marido decidió volver a España, a casa de la nonna, pensando que extrañaba mis raíces.

Con el tiempo he pensado que aquella pena, y la que siguió toda mi vida, dejó importantes huellas en mi carácter. Como si mi alma tuviera unas cicatrices que siento vivas de vez en cuando. Palpitan cuando sufro, cuando veo que la vida repite obstinada los mismos días, las mismas lluvias, los mismos errores, cuando a veces veo que no te brillan los ojos, que no escribes como en este cuaderno, que te quedas a medias en las alegrías... Y entonces recuerdo mis penas, que aunque no son las tuyas, se le parecen... No eres libre, tienes miedo. Y vuelvo a desear morir, pero antes tendré que hacerme entender.

Me sobresaltó el sonido del teléfono. Hacía rato que había perdido la noción del tiempo. Al otro lado la voz de Mateo convocó una extraña felicidad. Todas las armas que mantenía en pie desde aquel día de agosto en Madrid cayeron derrumbadas por una fuerza invisible. No sé si me la habían dado las páginas de dolor y amor de la tía Carmen, o el espejo empecinado de la vida. Fuera lo que fuera, algo bueno perforó mi corazón, como un rayo de sol que calentara el invierno.

Necesitaba tenerlo frente a mis ojos y que me contara la verdadera historia desde aquel día en que pisé el hotel Carlton y supe que las pistas estaban por todas partes y yo era la Niña de los Peines.

Hablamos largamente hasta que la ira fue cediendo a la cordura, la cordura cedió a su vez a la ternura, la ternura se hizo perdón, el perdón trajo la paz y la paz llevaba de la mano las ganas de abrazarlo de nuevo...

Me contó que había estado en Madrid y que estuvo a punto de venir a Bilbao saltándose todas las normas, pero que no lo había hecho por respeto a las promesas que un día le hiciera a la tía Carmen. Tenía que partir al día siguiente para Washington. Eran sus Navidades. Una tradición que no se podía romper. El único momento del año en que se reunía la familia. Los regalos de sus hijos. Dos chicos rubios y preciosos como pude ver en la foto que me envió después.

No hablamos de su familia. Hablamos más bien de la mía. Hablamos de la tía Carmen, de su padre. Hablamos de los secretos bien guardados. De los efectos de los secretos bien guardados y hablamos de que la historia tiene pliegues que esconden las voluntades anegadas. Yo le leí algunos trozos del cuaderno rojo para que sintiera la textura del amor y también de la culpa. Y él me recitó de memoria un poema que dejó escrito su padre y que reflejaba el mismo amor y la misma culpa. Se nos amontonaron las lágrimas haciendo nuestro Atlántico, que no podíamos navegar más que con voz entrecortada. La impotencia sentida por ambos en aquellos meses nos hacía daño. Mateo se deshacía en perdones, desvelaba aquellos momentos en los que había estado tan cerca de contármelo todo. A través del teléfono nos deseamos sin cautela, deshaciendo los miedos, las luces y las sombras de aquel amor inconfesable e inconfesado.

Mientras, la noche seguía su camino perezoso y una media luna árabe y hermosa iluminaba un trocito de mar en el mirador de... mi casa.

Se tomaría unos días y vendría. Vendría a contármelo todo de viva voz. Vendría a llenar los huecos. El queso gruyer de mis secretos, de los suyos. Los espacios cerrados de mi vida que estaba dispuesta a aventar, los de la suya también, porque, finalmente, la palabra lleva siempre la luz allá donde se necesita. Vendría a mirarme a los ojos. A explorar mi piel y a permitirme el deseo.

Y el perdón de lo no comprendido.

Tan blandito, tan benefactor...

Le dije que sí.

Que lo esperaba.

Colgué el teléfono y sentí que la barra de hierro se aflojaba. Que el perdón, o lo que fuera, había fundido su grosor.

Apagué la calefacción, las luces y me metí a la cama con mi cuaderno rojo.

No podía romper con mi vida. No era valiente. No quería experimentar lo que temía que tendría que experimentar. Conservaría aquel amor intacto, pasional, sin que se rompiera su fuerza con lo cotidiano. A salvo de los días oscuros, del tiempo, de la enfermedad, de la pereza, las manías, su creciente alcoholismo, de sus mujeres, mis frustraciones, su entrega a ideologías de las que me sentía lejana. No era valiente, Carmela, y los tiempos que me tocaron vivir eran muy duros para una mujer que rompiera con lo instituido. Dicen que el amor lleva dentro toda la fuerza del mundo, pero no es así si sientes un gran lastre y además te has educado bajo el sentido común de una madre italiana y amorosa.

A principios de 1960 el tío Ignacio y yo nos establecimos definitivamente en esta casa.

Había dejado de ser yo. Puse mi cuerpo, mi sonrisa y mis palabras a otra persona, a disposición de mi marido, mis hermanas, mis sobrinos. Nadie pareció comprender que yo vivía dentro pero era otra. Era quien no podía vivir sabiéndole lejos y aunque nunca pensé que se pudieran ser dos personas al mismo tiempo, yo lo fui.

Ahora comprenderás por qué mis hermanas dicen que tengo ausencias, que soy rara, que no cojo postura en esta vida, que no consigo ser feliz... Me da miedo pensar que todas mis decisiones, o más bien, mi ausencia de decisiones me volvió un poco loca. Sí, a veces he temido que esas dos Cármenes se confundieran entre ellas y que no supiera bien quién de las dos vivía las semanas, los días, los meses. Creo que me hice daño de verdad. Aquí, puedo decirlo. He tenido miedo de perder la razón. De no poder con mis pensamientos o mis sentimientos. De no soportar el dolor, la angustia de mi situación, de no ver horizonte. He visto esa delicada línea que separa la cordura de la locura, y es tan pequeña que cuando uno sufre no sabe en qué lado de la frontera reside.

Me enseñaron que no debía mostrarse todo lo que se siente. Y era un buen consejo. A la sociedad le dan miedo las personas que sienten lo que yo siento. Le da miedo no distinguir esa línea fronteriza. Todos sabemos lo poco que sabemos de lo que pasa en nuestra cabeza. Así que seguí... improvisando. Con mis ausencias y las rarezas de las que hablaban mis hermanas. ¿Cómo explicarles?... No estaban equivocadas. Son listas. Pero nunca les dije el porqué.

Sabía que Ángel se había casado con una americana, que vivía en Estados Unidos, que trabajaba en una universidad, que tenía un hijo: Mateo.

Sabía también que no me había olvidado.

Dos o tres veces al año recibía un poema, y una de mis torres Eiffel.

Brilla más tu recuerdo

que el sol de esta playa donde reposan

quienes se cansaron de amar

Poemas que no tenían firma. Que me retenían atada a su recuerdo. Pequeños objetos que sólo él y yo sabíamos qué significaban. Delante de la torre Eiffel nos juramos amor eterno y aunque sabía que Ángel era un seductor nato, sabía también que la eternidad de nuestro amor era real.

Durante aquellos años volví a París con Ignacio en un par de ocasiones. Fui la mujer más triste de esa maravillosa ciudad donde cada rincón de cada calle estaba marcado por el recuerdo de nuestros besos. En la puerta del hotel des Lilles me flaquearon las piernas. Los bulevares me parecieron extraños. Las joyas de los escaparates de la Place Vendôme ya no brillaban con el mismo fulgor.

Me dolían los rincones de París, sus calles, nuestro Sena... Me costaba recordarlo intensamente. La memoria es muy cruel y te roba lo que más deseas recordar; la intensidad de su mirada, su sonrisa, la manera que tenía de torcer el labio superior cuando pensaba en algo... Y te empeñas en traerla de lejos y cuando estás a punto de conseguirlo se deshace y aparece el rictus congelado de una fotografìa, no el real, no el amado... Sólo el corazón es capaz de recordar con fidelidad la emoción de un momento, sólo él...

Pero París es París, y esa ciudad siempre me acercaba a él, por eso cuando Ignacio quiso poner en venta nuestro piso le dije que no, que quería poder volver a esa ciudad y abrir el balcón al Sena.

A finales de aquel mismo año Ángel volvió a París. Lo supe porque una tarde, mientras recortaba del Blanco y Negro una receta de puré de manzana para hacer en Navidad, el teléfono sonó. Lo cogí esperando la voz de alguna de mis hermanas. Cuando escuché su voz, el mundo se deshizo en pedacitos.

Había tenido un hijo: Mateo. Era profesor en una universidad americana. Había escrito varios libros. Se había separado y había vuelto a París. Me lo contó atropelladamente, como si necesitara ponerme al corriente de su, siempre, azarosa vida. Cuando terminó me preguntó: ¿Y tú? ¿Qué has hecho en este tiempo?

Quizás me comprendas... ¿Qué había hecho?... Echarle de menos, desperdiciar mi vida. Porque la vida, Carmela, no puede desperdiciarse como lo he hecho yo. Porque la vida no puede darte tanto miedo como me ha dado a mí. Porque la vida no es lo que se tiene, sino lo que se sueña tener y el arrojo que se necesita para obtenerlo. La felicidad está en el camino. La meta no tiene ninguna importancia.

El sufrimiento te llena de sabiduría. Es una linterna en lo profundo de la mina. Una especie de manual para orientarse cuando las emociones te impiden hacerlo. A partir de aquella llamada ambos sabíamos que no queríamos renunciar a aquella pasión, a aquel amor inconcluso. Organizamos nuestras vidas de acuerdo a las llamadas de teléfono, a las ausencias de Ignacio, a mi posibilidad de escaparme a París unos días, o a Biarritz, o a Madrid o a cualquier lugar donde pudiéramos abrazarnos. Pero el amor, aun el más débil o educado de los amores, va haciendo estragos en el carácter y en la apariencia de los amantes hasta volverlos irreconocibles. Yo no era la misma ni Ángel era el mismo.

Ambos habíamos coleccionado cicatrices. Yo tenía esa fragilidad ante la adversidad que me retiraba de la vida de tiempo en tiempo, y él muchos problemas con el alcohol, en el que se refugiaba cada vez que no podía con su realidad. No digo que no fue más fácil sostenerme teniéndolo a él al alcance, sabiéndolo al otro lado del teléfono..., pero seguí torturándome con lo que yo sentía una deslealtad hacia Ignacio, que para ese momento se sentía débil y había envejecido con una rapidez alarmante.

Fue el momento que más cerca estuve de tomar la decisión, de hablar con mis hermanas, de pedirles auxilio. Cuando estaba decidida a afrontar mi destino y aceptar lo inevitable: abandonar a mi marido y vivir con Ángel, a Ignacio le diagnosticaron un cáncer y volví a estar en la cuneta de la carretera de mi libertad.

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