—Quello è per il movimento...
A la nonna le aterraba aquella vida itinerante... «Il movimiento» se refería a que habían viajado mucho.
Lo cierto es que nadie hablaba explícitamente de aquella esterilidad que salía a colación cada vez que había que explicar un comportamiento extraño en mi tía.
Por lo que yo sé, ninguno de los dos demostró mucho entusiasmo por la paternidad. A ella le horrorizaba volver de sus viajes y encontrar a sus hermanas con más kilos, más hijos, y más ganas de llorar. Siempre les traía montones de regalos como queriendo compensar la lejanía y diferencia que existía entre sus vidas. Telas de estampados exóticos, puntos italianos que se adherían a sus muslos como los guantes de Gilda, cremas con colágeno para tersar el cutis, perfumes que no olían a Mirurgia, ni a Maderas de Oriente, y desde luego lencería. Una lencería acorazada donde meter todas aquellas carnes que, aunque prietas, dejaban constancia de su existencia en aquellas fotos de las bodas cuando posaban las hermanas como tres acorazados enfundadas en su faja-pantalón, coronadas de unos gorros imposibles y pareciendo felices.
Creo que la tía se soñaba para la caricia, para el amor y para el espejo. Creo que la tía sabía que la maternidad llevaba dentro muchas renuncias. Cuando comprendió lo que suponía el cobijo del calor del abrazo de un hijo, o el dolor lacerante de soltarle de la mano cuando sabes que no se sostiene, se le había hecho tarde.
Me senté y comprobé si el teléfono seguía teniendo línea.
Miré el reloj. Calculé mentalmente la hora en Nueva York. Se me enredaron las diferencias horarias como siempre me pasaba y terminé haciendo una resta impresentable sobre un papel. Sin obtener un resultado decente, marqué el número
Cero, cero, uno, dos, uno, dos, siete, cinco...
El corazón palpitaba con tanta fuerza y a un ritmo tan descontrolado que se movía la camiseta de algodón que llevaba puesta.
Esperé varios timbres. Nadie cogió el teléfono al otro lado del mar. Colgué el auricular y suspiré aliviada, decidida a intentarlo más tarde.
Volví a pensar en ella, en Carmen Farinelli y sus diabólicos enredos. Pensé en las palabras de Odalis, en el caos de la carta que me había escrito.
Que buscara en la infancia... Que buscara... Que no era tan infeliz como pensaba...
Una tiene una cultura del cacheo y de la búsqueda del tesoro muy limitada. Las referencias sobreviven sin experiencia entre literatura y películas donde los ladrones sin cerebro destrozan todo lo que encuentran sin pararse a reflexionar, y los habilidosos rebuscan en lugares donde no mira nadie. Estos últimos siempre me provocan una sensación un poco mosqueante. Una acaba dudando si sabían de antemano dónde se escondía lo que buscaban.
He leído los libros de Enid Blyton, la colección de misterio que mi padre le compró a un vendedor de libros a domicilio (una joya), y a P. D. James y Mary Higgins en los aeropuertos. He leído mucho misterio, agradecido misterio que me ayuda a escapar, y en ese momento acudí a las referencias que tenía; las literarias y las cinematográficas.
Mi tía no era Matahari, pero conociéndola, no habría dejado el objeto de su deseo encima de la mesa. En mi familia nada es fácil y todo lleva su pequeño peaje. Así que me lancé a los marcos de las fotos como si fuera un ladrón de pacotilla en una película de suspense y destrocé aquel delicado orden buscando y buscando.
Naturalmente, no había nada.
Suspiré ante mi primera frustración. Tuve que volver a restaurar el orden. Volver a colocar cada foto en su marco, cada marco en su lugar, cada recuerdo en su olvido.
Verbalicé en voz alta mis movimientos...
Esto lo pongo aquí... Esto a la basura... Soy imbécil... La que he liado... ¿Pero qué coño busco?... Tía, por favor, que ya tengo bastante con lo que tengo...
La invoqué sin resultados.
No puedo pensar cuando todo está manga por hombro. Las imperfecciones siempre me han distraído. Cuando todo volvía a estar en su sitio y parecía haber espantado aquel pegajoso silencio con mis cavilaciones, procedí, sin tener en cuenta el pasado reciente, a mirar detrás del cuadro, a revisar las torres Eiffel por si hubiera algún papelito pegado en su base o algo similar. Debía descartar lo más evidente. Abrí algunos libros aireándolos boca abajo con la esperanza de que cayera planeando como un ángel un papel que me iluminara el camino de aquella búsqueda que nacía susurrada. Seguía imbuida por esos policías de las series que a la orden de revisar el apartamento, dejan todo manga por hombro.
Yo tenía una dificultad añadida; no sabía lo que buscaba.
Dos horas después me dirigí a la cocina. Busqué algo para aplacar el hambre que me había provocado tanto ejercicio inútil. Encontré unas bolsas de galletas, patatas fritas y cacahuetes. En el congelador había croquetas. Probablemente restos del día que nos habíamos reunido todos los sobrinos. Las saqué de la nevera para que se descongelaran no sin un cierto recelo. Tenía todo el día por delante.
Volví a mirar el reloj y volví a enredarme descontando horas y dudando entre si debía hacerlo hacia adelante o hacia atrás. Ante la duda pospuse mi deber, que era lo que quería hacer. Posponer aquel encargo que desmontaba mi realidad.
Me senté en la silla del despacho y sin dejar de comer patatas fritas miré y remiré las paredes, las estanterías, las fotos, los papeles.
Había logrado desembarazarme de bastantes libros y la estancia empezaba a cambiar. Las estanterías podían gozar de espacios vacíos que me permitían ir moviendo los objetos y desechando zonas de búsqueda. Las bolsas de basura se llenaban con cierta rapidez. A medida que eso iba sucediendo, las cerraba y las dejaba fuera para que el portero de la finca las recogiera cuando tocara. Estaba aquejada de esa necesidad de espacio y aire que se tiene a menudo en las casas de las generaciones que han tenido el vicio de acumular. Experimentaba un extraño placer deshaciendo el orden de aquella habitación que había visto inmóvil, sin cambios, durante tantos años.
Buscaba algo que desentonara, algo que mi tía hubiera puesto escondido para todos menos para mí. Recorría con la mirada desde la esquina más alejada. Iba en línea recta. Hablaba en alto. «La tía lo planificó todo hace tiempo, lo que busco habrá estado escondido algunos meses. Tiene relación con la infancia. Está en esta habitación.»
Tratado de navegación...
, este va fuera...
Cámara de Comercio...,
este también... Y luego bajaba un nivel, seguía mirando, leyendo los cantos de los libros, apartando cualquier adorno, marco...
Y de pronto lo vi.
Dejé todo y arrastré la pequeña escalera hacia la última estantería de la pared de la izquierda. Estaba entre unos tomos encuadernados del
Blanco y Negro
que iban del año 1951 al 1968; un cuaderno rojo que ya no brillaba como aquel verano cuando tenía doce años. Tenía que ser ese cuaderno que reconocí de inmediato. Cuando lo tuve entre las manos y toqué su tapa satinada, mis recuerdos corrieron veloces. Cerré los ojos... y me trasladé:
—Carmela, escríbeme un cuento mientras contesto el correo. Si es bueno, te doy tres pesetas y si es muy bueno, un duro.
—¿De qué lo quieres, tía?
—De amor, cariño, de mucho amor.
Me puse las gafas para ver con nitidez mi letra infantil. La presión excesiva del lápiz sobre el papel, el rastro de la goma de borrar sustituyendo un vocablo, la letra, todavía cuidada, infantil... Pasé una a una las páginas sonriendo bobaliconamente. Recordando el cuidado que ponía en elegir el título o los finales con desenlaces de novela, y mis ojos buscando la aprobación de la tía... Recuerdo aquellas pesetas de recompensa con las que se podían comprar muchas cosas..., y aquella caja fuerte que era una hucha y que tenía una llave que yo esgrimía disuasoriamente y que no achantaba la rapiña de mis hermanos.
¿Cómo no me había dado cuenta? A la vista de todos, pero siendo algo especial para las dos. Estaba perfectamente conservado, pero mucho más usado que cuando lo olvidé, inconscientemente, al volver a mi hogar sin paz para escribir, ni pecuniarias recompensas. Alguien lo había abierto y cerrado muchas veces mientras yo crecía, me casaba, paría hijos, me sentía feliz, escribía biografías, me salían arrugas, me sentía infeliz, crecían los hijos, morían los padres...
Tras el último cuento había un par de páginas en blanco y después, y hasta el final, el cuaderno estaba ocupado por la letra preciosa de la tía.
Destinado a mi sobrina Carmela Basavilbaso
Abril del año 2005
Mi querida Carmela.
Si supieras cuántas veces he leído los cuentos que hay en este cuaderno. Tus cuentos. Esas narraciones improvisadas para mí son muy hermosas. De amor, como yo te pedía. Y como tú lo concebías con tu corazón de niña. Siempre tuviste lo necesario para el amor, desde niña hasta estos días en que eres madre, dotada para amar.
Este cuaderno, durante años, ha tenido el poder de convocar aquel tiempo ¿Recuerdas?... Aquel verano. Tenías doce o trece años y yo, cuarenta y dos. Acababa de perder a Ignacio y me sentía perdida. Mis hermanas quisieron obsequiarme con tu presencia para que no me sintiera tan sola. Nunca podré agradecer bastante el bálsamo que fuiste. Tus abrazas cálidos, generosos, y esa forma de mirarme a los ojos, como si me entendieras.
Y luego... los años han ido pasando, uno tras otro hasta esta tarde, cuando después de releer un pedacito de uno de tus cuentos me he puesto a pensar en ti, en tu vida, en el brillo de tus ojos cuando hablas del pasado. Me he puesto a pensar en ti, Carmela, y en las renuncias de las que no hablas, en las frustraciones que callas, en esa fuerza silenciosa y primitiva que posees y que estoy segura te hará ocupar el lugar que deseas en el momento en que te lo propongas. He pensado en lo mucho que nos parecemos..., pero tú, mi querida Carmela, cuentas con el patrimonio de tus hijos y eso es mucho.
A veces, he estado tentada de regalarte lo que ha sucedido en mi vida para que la escribieras. Pero me ha dado miedo perder a mi sobrina favorita o que consideraras una estupidez por mi parte creer que mi existencia tenía la densidad de una novela. Sí la tiene, créeme. Hoy quiero que tú conozcas mi historia, que es también la tuya. Todavía no sé cómo y de qué manera te la haré llegar, pero necesito que alguien, y ese alguien eres tú, sepa de verdad la historia que nunca he contado a nadie. Y voy a explicarte por qué.
Ayer recibí una carta muy especial. Una carta que me ha roto el corazón como todas las cartas de quien fue la pasión de mi vida: Ángel. En ella me cuenta que el cáncer que le diagnosticaron hace tiempo ha avanzado hasta conquistar casi todo el territorio de su cuerpo. No quiere vivir más y apenas le quedan unos meses. Me confiesa, con esa pluma hábil y certera que Dios le concedió, todas las cosas de las que se ha arrepentido y que me conciernen. Me habla de nuestra vida. Una historia de amor entrecortada por las culpas, las lealtades, los miedos, y los lados de las orillas que nos tocó ocupar.
Me ha escrito, porque la mitad de nuestra vida nos hemos amado como se hacía antes, de una forma epistolar, porque nunca fuimos capaces de decirnos las cosas mirándonos a los ojos. En la intimidad de la escritura encontramos el único camino transitable entre nuestros corazones. Me ha escrito porque dice que al poner las cosas que siente sobre un papel se vuelven verdades y por eso también voy a escribir yo; para que se vuelva verdad mi vida.
Lo he llamado para pedirle que me deje estar a su lado. Le he suplicado que me permita despedirle. No ha servido de nada. No quiere que lo acompañe en estos momentos. No quiere compartir conmigo el dolor y el deterioro que se precipitará sobre él. Lo entiendo. Pero necesito estar con él. Y no encuentro mejor modo de hacerlo que contarte nuestra vida, esa que no fuimos capaces de entregarnos.
Se lo he dicho. Le he dicho que te contaré y entregaré en algún momento este cuaderno. Que quiero que escribas nuestra vida. Tienes su apoyo, su consentimiento y todo lo que en algún momento podamos contarte él o yo si nos alcanzan las fuerzas.
Me casé con Ignacio en junio de 1948. Tenía veintidós años. Y era la chica más guapa de este pueblo. Había tenido pequeños escarceos amorosos. Un chico que me cogió la mano en el cine, el roce de un beso fugaz y robado. Alguien que te toca el codo para ayudarte a cruzar una calle. Eso era lo que teníamos en esos años en España. Nada, sólo el presagio de lo que deseaba con fuerza. Pertenecer a alguien, sentir, amarlo, hacerlo feliz, formar una familia, salir del pueblo.
Quizás sabía que era demasiado guapa. Ignoré que en ese momento era también demasiado estúpida. La belleza parecía hacerte pertenecer a un club de élite donde sólo los mejores entraban. No era así. Entraban los que querían un triunfo más para el juego de su vida. Las mujeres éramos un producto necesario para la vida; procreábamos, dulcificábamos la existencia de los hombres, cuidábamos la economía doméstica y el estómago y sobre todo teníamos acceso al mundo social.
Mi boda, para que te sitúes en aquellos años, compitió con la primera emisión de televisión en España. ¿Puedes creerlo?
Yo no sabía nada de la vida. Menos aún del amor. En aquel tiempo caminábamos hacia el altar con la ansiedad y la ignorancia agarrotándonos el estómago. No sé cómo no perdíamos la razón las mujeres de aquella época. Pero tuve suerte. Ignacio era un hombre bueno y generoso.
La guerra nos había dejado una precariedad dolorosa. La gente del pueblo estaba dividida, hambrienta, resentida. Todo se hacía bajo el amparo de la Iglesia. Era difícil ser joven con todo lo que eso significaba. Quería escapar y no sabía cómo. Mis hermanas ya se habían casado y yo terminaba mi carrera de piano sin entusiasmo. Me veía, con mucha suerte, dando clases a niños toda la vida. Quería escapar. Ignacio apareció como caído del cielo y fue mi salvación.
Cuando lo conocí tenía cincuenta y dos años. Era un caballero educado, bastante guapo, respetuoso y con una situación económica muy deseable. Me llenó de regalos. Me amó. Me hizo sentir la mujer más maravillosa del mundo y me prometió lo que luego me daría: una vida llena de comodidades, viajes... Era mucho para aquellos años, y a pesar del consejo de la nonna... «Es muy mayor, hija... ¿Lo quieres de verdad?... Piénsalo» Pero yo no sabía si lo quería. Creía que sí. Nos casamos dos meses después de conocernos.
Considerando que no había salido del pueblo, aquello me pareció lo mejor que se podía tener en la vida.
A veces he pensado que Ignacio fue el padre que siempre me faltó. Con él me sentía segura. También privilegiada. Ignacio había estudiado en Madrid. Conservaba muchos amigos y relaciones. Nos fuimos a vivir allí por sus negocios. Tu tío no era un espía como decíais vosotros. Estaba relacionado con el petróleo con CAMPSA y tenía negocios en Guinea. Madrid era una ciudad magnífica si se tenía una buena posición y nosotros la teníamos.
Vivimos en esa ciudad cinco años pero viajábamos mucho especialmente a París, ciudad desde donde se hacían todos los negocios.
En 1953 nos trasladamos definitivamente a esa ciudad que siempre se reviste de belleza. Allí aprendí casi todo lo que sé. No puedes imaginarte lo que era París viniendo de España. No, definitivamente, no lo puedes saber...
Tomé clases de francés. Todas las mañanas iba a la casa de madame Alonso y por las tardes una soirée musical, un museo, un cine. Aprendí a peinarme, a conseguir que se fijaran en mí, a ser anfitriona de aquellos cócteles que organizábamos con los embajadores y empresarios. Me hice mujer y fui consciente de mi poder.
Teníamos un piso grande y luminoso en la Rue du Mont Thabor, cerca del hotel Lotti. Y allí fuimos muy felices algún tiempo hasta que una tarde y mientras esperaba a que Ignacio terminara sus trámites, en el maravilloso salón de la embajada italiana de la Rue de Varennes conocí a Ángel Martínez-Lezo, un español, periodista, escritor, poeta, el hombre que me enseñó lo que era la pasión, y el amor de mi vida.
La embajada italiana es un edificio magnífico e inolvidable. Su salón está decorado como un palacio francés, blanco y oro, espléndida carpintería barroca, arañas fulgurantes en los techos, antiguas pinturas. Me gustaba mucho aquel salón y casi siempre el tiempo se me escapaba contemplando alguno de sus ángulos. Pero aquel día, cuando vi los ojos, azules como un cielo de verano, supe que Ángel llevaba mi amor dentro. El amor que aún no había sentido estaba allí. El que me correspondía. Lo reconocí como se reconoce un lugar donde has vivido. El corazón tiene razones que no podemos comprender. Ese fogonazo, esa derrota de la historia, ese desnudo inesperado... Cuando, al presentarse, estrechó mi mano con delicadeza supe que nunca había estado enamorada y que en aquel salón estaba la encrucijada y el reconocimiento más intenso de mi vida, allí, en el salón de la embajada italiana de París, fue donde lo tuve todo y también todo lo perdí.