—Tengo orden de esperar aquí con mis hombres a que el comandante requiera nuestra asistencia.
—¡Maldito cobarde! Ordena ahora mismo a tus soldados que acudan en ayuda de sus compañeros. Te lo exige un miembro del consejo del gobernador.
El capitán dudó por un instante, pero ante la mirada de acero de al-Umawí dio a su escuadrón la orden de atacar. Los jinetes musulmanes se lanzaron al galope por la suave ladera que conducía desde el muro de radam hasta el fondo de la vaguada que lo separaba del Palacio de la Alegría. Los cristianos fueron rodeados, pero, sin saber de dónde ni cómo, aparecieron dos centenares de jinetes aragoneses que cargaron con contundencia sobre las tropas de reserva que acababan de acudir al combate.
Cogidos por sorpresa, los musulmanes no pudieron reaccionar y fueron aniquilados por los cristianos en apenas una hora de lucha. Centenares de infantes se lanzaron con escalas y cuerdas sobre los muros del Palacio de la Alegría en tanto un formidable ariete batía la única puerta sin que los defensores, apenas un puñado, pudieran hacer nada por evitarlo. Dos horas después de iniciado el asalto, sobre el gran torreón rectangular ondeaban los estandartes de Aragón. En el fondo de la vaguada, donde daba comienzo la amplia explanada de la Almozara, quedaron tendidos más de dos centenares de cadáveres, la mayor parte de musulmanes; entre ellos el del historiador al-Umawí con el corazón atravesado por una jabalina bearnesa.
La pequeña Naryís correteaba por el patio de la casa bajo la atenta mirada de Juan, que sentado en un diván degustaba unas galletas de mantequilla. El asedio duraba ya casi cuatro meses y los alimentos comenzaban a escasear. El gobernador había ordenado requisar toda la harina, el aceite, el azúcar, la miel y los frutos secos, que se habían guardado en almacenes públicos para racionar su distribución. El precio de un cahiz de trigo había subido hasta tres dinares y se estaban dando casos de abusos y corruptelas. Los sitiadores habían cortado el suministro de agua de los acueductos que la introducían en la ciudad desde las represas del río Huerva, pero gracias a los pozos no escaseaba, y aunque los baños públicos se cerraron, agua para beber y para las necesidades mínimas no faltaría.
—Mi señor —susurró Mu'mina—, estas son las últimas galletas. Ya no nos queda harina, ni huevos, ni leche, ni aceite. Los soldados lo han confiscado todo, sólo nos resta lo que pude esconder en el doble fondo de la alacena: varios quesos, manteca de vaca, dos piezas de cecina de cabra y algunos embutidos de cordero.
—No te preocupes, nos arreglaremos con ello. Para ti, para Naryís, para los dos criados y para mí será suficiente para complementar la ración que ha fijado el gobernador.
—¿Cuánto tiempo estarán ahí los cristianos?
—No lo sé, no lo sé. Quizá se marchen pronto, quizás aguanten todo el otoño. Si conseguimos resistir hasta el invierno, es probable que se retiren. Son muchos, y en principio eso es una ventaja, pero a la larga se convertirá en su principal inconveniente. Al igual que a nosotros, a ellos también se les acabarán los víveres y en invierno no tienen posibilidad de recibir nuevos suministros.
—¿Son tan crueles esos cristianos como se dice? He oído que en la guerra que ellos llaman la gran cruzada cortaban las cabezas de los musulmanes y las lanzaban con catapultas al interior de las ciudades asediadas para atemorizar a sus habitantes.
—No son más crueles que otros hombres. En la guerra cada cual actúa de manera inesperada; los hombres se convierten en lobos y no dejan lugar para la razón. La guerra transforma a los seres humanos en bestias y entonces son capaces de cometer las mayores depravaciones. No te preocupes Mu'mina, esta ciudad ha resistido muchos asedios y creo que también resistirá éste.
Pero Juan sabía que no era cierto. Esa misma mañana había subido a las almenas de la muralla de piedra de la medina, que se habían recrecido con tapial, y había observado atentamente las posiciones de los cruzados. El cerco era tan asfixiante que algunas máquinas de asedio se apostaban bajo los mismos muros de la ciudad. Varios campamentos rodeaban por completo la medina en un cinturón tan estrecho que ni un solo hombre podía filtrarse entre ellos.
Cada pocos pasos había un destacamento de soldados armados con pesados escudos almendrados de dura madera de cedro, cascos con orejeras y guardanucas, espadas rectas y largas y duras corazas de cuero endurecido y tachonado con placas de hierro. Por todos los lados se veían picas, gujas, hoces, hocinos, arietes, trabucos, catapultas y manganas. En una segunda línea destacaban los veinte poderosos almajaneques y las torres de asedio, enhiestas como terribles monstruos dispuestos a devorar a sus indefensas víctimas.
A finales de verano los alimentos también comenzaron a escasear en el bando de los sitiadores. El asedio se prolongaba ya durante casi cinco meses y el desánimo se extendía por los campamentos cristianos. Bearneses y gascones, los más incentivados al comienzo de la expedición, se mostraban ahora remisos a mantener el sitio. Algunos alegaban que si se echaba el invierno encima los pasos de los Pirineos quedarían cerrados por las nieves y entonces no podrían regresar a sus casas.
El rey de Aragón recorría diariamente todos los campamentos para insuflar moral a los «Caballeros de Cristo», como él los llamaba, y para prometerles casas y tierras en propiedad para cuando se conquistara la ciudad. Pero aquello no era suficiente. El vizconde Gastón de Bearn y su hermano Céntulo de Bigorra se vieron obligados a utilizar toda su capacidad de persuasión para evitar masivas deserciones entre sus filas.
El verano moría entre los desapacibles vientos del noroeste que comenzaban a azotar el valle de manera insistente. El descontento era ya imparable y más de la mitad del abigarrado ejército cristiano era partidario de levantar el sitio. Pero entonces surgió salvadora la figura del obispo Esteban de Huesca. Este hombre, que había sido uno de los principales impulsores de la idea de cruzada contra Zaragoza y el primero de sus propagandistas, al final de una misa de campaña celebrada entre las ruinas de lo que fue el circo romano, junto a la iglesia de Santa Engracia, cuya jurisdicción le pertenecía, ofreció los tesoros de su diócesis a los cruzados si éstos se comprometían a mantener el asedio hasta la victoria final.
Ante las inflamadas palabras del obispo Esteban, los caballeros que asistían a la eucaristía alzaron sus brazos al cielo gritando «Deus lo vol!, Deus lo vol!», y juraron permanecer firmes en sus puestos hasta que la cruz de Cristo sustituyera sobre los alminares de las mezquitas de Zaragoza a los yamuresde tres bolas doradas.
Los sitiados se encontraban al borde del derrumbe. Su moral había descendido notablemente y todavía cayó más cuando se supo que el gobernador Ibn Mazdalí había muerto. La muerte del walí se había mantenido en secreto durante dos semanas. Se había hecho creer a la población que el gobernador había roto el cerco y que había partido hacia Tarazona y Tudela en busca de refuerzos para atacar a los cristianos por la espalda y levantar el asedio. La noticia de la muerte del gobernador llegó hasta oídos del propio rey de Aragón, que exigió la rendición inmediata.
Durante todo el otoño se entablaron negociaciones para la entrega de Zaragoza. A fines de noviembre la ciudad se encontraba sin jefe, sin alimentos y sin moral de resistencia. Los almacenes de víveres estaban vacíos y comenzaron a morir de hambre algunos ciudadanos.
Ante la falta de una autoridad superior, fue el gran cadí Tabit ibn 'Abd Allah al-Awfí, poeta y gramático, antiguo discípulo de Juan, quien tomó la iniciativa de reunir a un grupo de notables ciudadanos para debatir posibles alternativas. En unas dependencias de la mezquita mayor se reunieron el propio cadí, Juan, Nuh al-Gafiqi, oficial almorávide de mayor rango y mayordomo de Palacio, y el letrado Alí ibn Masud al-Jawlaní, que había preparado las condiciones para la capitulación.
—Nuestra situación es desesperada. He redactado el borrador de una carta a su excelencia Tamín, el gobernador de Granada, pidiéndole ayuda.
Desplegó un pliego de papel y comenzó a leer:
¡Oh, almorávides!, hermanos nuestros en la fe de Dios, ¿creéis que si le ocurre a Zaragoza aquello cuyo aviso y temor amenaza, vais vosotros a poder respirar o a hallar en el resto de al-Andalus algún modo o manera de salvaros?, ¡pues no!, ¡y por Dios que los infieles os echarán de ella por completo, os sacarán casa por casa! Zaragoza, guárdela Dios, es el muro de contención, y abierto, se abrirán todos detrás… —seguían unos párrafos en los que pedía a Tamín ayuda y finalizaba—: De cualquier modo, no te retrases ni un solo momento, que la situación es angustiosa, si no queréis ser responsables ante Dios de nuestras vidas y haciendas y de nuestros hijos.
—La carta está bien, pero es preciso obrar con urgencia ahora. Propongo que ofrezcamos una tregua a los cristianos —intervino el oficial almorávide—. Ganaríamos tiempo en espera de que llegue ayuda de Granada.
—Es lo más prudente —aconsejó Juan—. Si Tamín acude con tropas suficientes, quizás el rey de Aragón se vea obligado a levantar el cerco. Sus hombres están tan agotados como nosotros, no creo que resistieran el ataque de un ejército poderoso.
—En cualquier caso, si esa ayuda no llega, tengo aquí preparado el texto del tratado para las capitulaciones. Lo hemos discutido durante varias semanas con los letrados del rey de Aragón y están de acuerdo con todos sus puntos.
—Agotemos primero las posibilidades militares —alegó el oficial.
—Ten preparado ese documento Alí, creo que deberemos aplicarlo —asentó Juan.
—Hoy mismo enviaré a un correo con la carta para que la transmita a Tamín. El rey de Aragón ha dado su palabra de que lo dejará pasar entre sus líneas. Nos volveremos a reunir mañana —finalizó el cadí.
El correo consiguió hacer llegar la carta hasta Tamín, quien desde Valencia, a donde se había dirigido días antes, se puso en marcha al frente de su ejército en dirección a Zaragoza. Mediante señales de humo se comunicó a los sitiados que el walí Tamín, hermano del emir Alí ibn Yusuf, se encontraba a cuatro millas de la ciudad. Las esperanzas de salvación renacieron para los desahuciados creyentes. El gran cadí comisionó a dos visires para que se entrevistaran con Tamín en el castillo de Cuarte de Huerva.
—Excelencia —se presentó Abú Zayd, uno de los dos visires—, os agradecemos que hayáis acudido en nuestro socorro. Resistimos desde hace más de seis meses el cerco de los infieles. Carecemos de víveres y nuestra moral estaba a punto de sucumbir, pero vuestra presencia aquí nos reconforta y nos anima a proseguir con renovados esfuerzos la defensa de la última frontera del islam.
—¿Cuántos soldados en disposición de luchar hay dentro de la ciudad? —preguntó Tamín, que sostenía indolente en la mano izquierda una copa de rodomiel, el dulcísimo jarabe de miel esenciado con agua de rosas.
—No más de mil, excelencia. Hemos realizado durante el asedio hasta siete salidas contra los cristianos y en cada una de ellas hemos podido matar a algunos de ellos, pero también nosotros hemos tenido pérdidas.
Tamín frunció el ceño y se atusó el pelo de la barba. Reflexionó unos instantes y objetó:
—Son pocos.
—Pero están dispuestos a luchar. Si vos atacáis desde aquí a los cristianos, nosotros saldríamos con todas nuestras fuerzas por la puerta de Sinhaya y cogidos entre dos frentes podríamos derrotarlos. Su moral tampoco es demasiado elevada —alegó Alí ibn Masud, el otro visir.
El walí de Granada enarcó las cejas, se ajustó la coraza y ordenó a los dos visires que se retiraran.
—Es un cobarde, un maldito cobarde, si pudiera lo estrangularía con mis propias manos. Ya lo demostró en la batalla de Uclés. Su cobardía casi provoca la derrota de los musulmanes. Si no fuera hermano del emir hace tiempo que hubiera sido destituido —mascullaba indignado Alí ibn Masud de regreso a Zaragoza.
Ya en la ciudad, los dos visires informaron al gran cadí y al resto del grupo que dirigía la resistencia sobre la entrevista con Tamín.
—No creo que sea capaz de retirarse. Su nombre sería maldito y su persona ignominiosa para siempre —supuso el gran cadí.
—Huirá. ¡Es un cobarde! —clamó Alí ibn Masud.
—No consiento que habléis así del hermano del emir —intervino el oficial almorávide.
—¿No, entonces cómo debemos hablar de un hombre que abandona a su suerte a miles de musulmanes sin hacer nada por evitar su muerte? Esto es lo que sois los almorávides, un hatajo de cobardes acomodados…
Alí ibn Masud no pudo seguir. El oficial se lanzó sobre él y lo tumbó asiéndole con fuerza por el cuello. De espaldas sobre el suelo, con el almorávide sobre su pecho, el visir sentía que los pulmones le quemaban ante la falta de aire. A duras penas pudieron separarlos. Alí ibn Masud fue ayudado a incorporarse en tanto el almorávide forcejeaba sujeto por varios brazos.
—Estas discusiones no nos conducen a nada, sólo a facilitar a los cristianos la conquista de la ciudad. Dejad vuestras disputas para otro momento —intervino Juan contribuyendo con su imponente figura a calmar los ánimos—. Si Tamín se repliega sin presentar batalla será un cobarde; hasta entonces debemos confiar en que eso no ocurra.
Pero Tamín se retiró. Tras unas escaramuzas sin demasiada importancia en las que dos caballeros cristianos ensartaron con sus lanzas a dos paladines musulmanes, el walí de Granada ordenó a su ejército dar media vuelta y regresar. Sin confianza en la victoria, decidió abandonar Zaragoza a su suerte.
—¡Lo sabía, os previne! ¡Ese maldito felón nos ha traicionado! —clamaba Alí ibn Masud.
—Sí, tenías razón, pero qué otra cosa podíamos hacer sino esperar y confiar —razonó Juan.
—Amigos —se expresó el cadí—, creo que esto es el fin. No nos queda más remedio que entregar la ciudad, solamente así evitaremos muertes innecesarias y sacrificios inútiles.
El 11 de diciembre del año cristiano de 1118 el gran cadí Tabit ibn 'Abd Allah, Juan ibn Yahya y el letrado Alí ibn Masud comparecieron en el Palacio de la Alegría, donde Alfonso de Aragón había instalado su cuartel general.
Al penetrar en el Palacio, los ojos de Juan contemplaron de nuevo las paredes de aquel maravilloso edificio en cuya construcción había intervenido hacía ya cincuenta años. Los patios y jardines en los que antaño tintineara cantarina el agua de las albercas estaban ocupados por caballos, soldados encorazados y barones y caballeros cristianos que bebían vino y deglutían enormes pedazos de asado. Recordó que había sido edificado bajo el signo de Piscis, el de la exaltación de la sensibilidad, de la nostalgia por el pasado, de la curiosidad por el futuro y de la intensa fantasía, la creatividad y la musicalidad.