El salón dorado (79 page)

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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

BOOK: El salón dorado
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Alfonso I de Aragón, convencido por su cuñada Teresa de que no faltaban quienes estaban dispuestos a envenenarlo si se empeñaba en dirigir los asuntos castellanos, aceptó definitivamente la nulidad de la boda con Urraca, repudió a la reina y la devolvió a Castilla. La separación de los dos reales esposos y el abandono de los asuntos castellanos por parte del rey de Aragón hicieron suponer a Ibn al-Hayy que el aragonés centraría ahora todas sus energías en la conquista de Zaragoza.

Imbuidos por un nuevo espíritu, exaltados por las predicaciones de los imanes almorávides, entre los musulmanes zaragozanos refulgió el sentimiento de la guerra santa. Muchos jóvenes se echaron a las calles reclamando armas para acudir a la yihaz contra los cristianos.

Para probar sus fuerzas y dar satisfacción a los más fanáticos, el gobernador de Zaragoza realizó una incursión contra tierras del conde de Barcelona. El ejército almorávide lo componían efectivos de la ciudad y un cuerpo de tropas de refuerzo mandado por el cadí Ibn A'isa, gobernador de Murcia. El contingente de Ibn A'isa, que se había separado al regreso del de Ibn al-Hayy, fue sorprendido en una emboscada por los barceloneses, que le infligieron una terrible derrota. El gobernador de Murcia pudo llegar con un puñado de supervivientes hasta Lérida, donde le esperaba Ibn al-Hayy. Salvó su vida, pero su mente sufrió profundas alteraciones y perdió la razón.

Los castellanos, solucionados los graves problemas del fracasado matrimonio entre Urraca y Alfonso, lanzaron una ofensiva contra Córdoba. Un formidable ejército se dirigió hacia el sur desde Toledo y los almorávides solicitaron la presencia de tropas de todas las provincias. El gobernador de Zaragoza acudió en persona al frente de tres escuadrones de caballería. La batalla se celebró en el mes de safar del año 509 de la hégira, a mediados del verano de 1115, y en ella murió el gobernador Ibn al-Hayy.

Para sustituirlo fue nombrado nuevo gobernador de Zaragoza Ibn Tifilwit, que lo había sido de Granada y de Murcia, y que además era primo del emir Alí ibn Yusuf. El nuevo walí llegó a Zaragoza a los pocos días de la muerte de su predecesor. Era un hombre que había nacido en el desierto y que durante toda su infancia y juventud vivió en una modesta tienda de campaña, de manera muy sencilla y humilde, sin ningún tipo de lujos, pese a pertenecer a la familia real.

Pero en cuanto se estableció en Zaragoza, su modo de vida cambió de manera radical. Se instaló en el suntuoso Palacio de la Alegría y se rodeó de poetas, músicos, danzantes y filósofos. Apenas había transcurrido un mes en el ejercicio de su gobierno cuando Ibn Tifilwit convocó a Ibn Bajja a su presencia; lo recibió en el salón del trono, vestido a la manera de un príncipe oriental.

—Me han dicho que eres el filósofo más brillante de la ciudad, y además un notable músico y poeta. Voy a celebrar una gran fiesta para conmemorar mi nombramiento como gobernador de esta provincia y deseo que actúes en ella recitando algunos versos.

—Mi señor —se excusó Ibn Bajja—, me siento muy honrado con vuestra proposición, pero creo que existen poetas más competentes que yo para lo que pretendéis.

—No son esas mis informaciones. Cuantos he interrogado, y han sido muchos, os han citado como el más brillante poeta, músico y filósofo. No creo que todos se equivoquen. No admito ninguna réplica ni negativa de vuestra parte. Asistiréis a la fiesta que celebraré dentro de una semana. Tened para entonces preparados bellos poemas.

Ibn Bajja salió de Palacio apesadumbrado por el encargo. Se dirigió a casa de Juan para pedirle consejo. Uno de los dos efebos le abrió la puerta y al reconocerlo le invitó a pasar. El eslavo releía a Aristóteles recostado en un diván en una de las alas del patio. Al oír los pasos de Ibn Bajja levantó la vista del libro y lo saludó.

—Bienvenido a mi casa. ¿Qué te trae por aquí?

—Algo terrible. He estado conversando con el nuevo walí, ese sahariano altanero y pomposo. Me ha ordenado componer unos poemas para un banquete en su honor dentro de una semana. Mi conciencia me dice que no debo acudir, pero no puedo negarme so pena de sufrir consecuencias que no alcanzo a imaginar.

—Sí, sé de qué se trata. Ayer recibí la notificación para asistir a la fiesta. Un correo la trajo y me comunicó en persona, no sin cierta ironía, que el gobernador no admite ninguna excusa para rehusar sus invitaciones. Creo que no tendremos otro remedio que ir —razonó Juan.

El día fijado para la celebración la ciudad apareció engalanada. Las calles principales se habían cubierto con juncos y paja y de lado a lado se habían atravesado guirnaldas de flores y banderolas negras con versículos del Corán bordados en plata y oro. A media mañana un estruendo de timbales resonó en las afueras del Palacio de la Alegría. Sobre la ciudad flotaba una ligera bruma que la cubría como un delicado velo de vaporosas gasas. Al ritmo marcado por los tambores un amplio cortejo inició una procesión hacia la medina. En el portillo del muro de tierra se había levantado un arco triunfal de madera, decorado con yeserías pintadas en rojo, verde, azul y dorado.

Ibn Tifilwit cruzó el arco sobre un caballo blanco enjaezado con arneses de oro y pedrería. A modo de un gran conquistador atravesó el arrabal del oeste y bordeando el cementerio occidental llegó ante la puerta de Toledo. En la explanada se habían concentrado centenares de personas que agitaban ramas de olivo y palmas y aclamaban al gobernador, al emir de los almorávides, al profeta Mahoma y a Alá. El walí saludaba desde su montura agitando un cetro que sujetaba en la mano derecha. Vestido con un caftán púrpura de seda tirazí bordado con hilos de seda plateada, portaba sobre la cabeza un turbante de negra seda rayhaní rematado por una corona de oro tachonada con rubíes y esmeraldas.

La comitiva se dirigió hacia la gran mezquita, en la que esperaban los notables de la ciudad. Ibn Tifilwit descabalgó de su montura y entró en el sagrado recinto a pie. En la fuente de las abluciones purificó su cuerpo, lavándose las manos y los brazos hasta los codos, la cara, el cuello, las orejas y los pies. Bajo las naves de la mezquita titilaban centenares de broncíneas lamparillas de las que ascendían finísimas estelas de color leonado.

El cadí subió al minbar y exhortó a todos los presentes a mantenerse firmes en la defensa del islam y en la unidad en torno al emir Alí ibn Yusuf. Por último proclamó la fidelidad de los zaragozanos al gobernador Ibn Tifilwit y la lealtad a la dinastía reinante.

Después, el imán procedió a recitar los primeros versículos del Corán: «¡En el nombre de Dios, el Clemente, el Misericordioso! Alabado sea Dios, señor del universo, el Clemente, el Misericordioso, dueño del día del Juicio. A Ti sólo servimos y a Ti sólo imploramos ayuda. Dirígenos por la vía recta, la vía de los que Tú has agraciado, no de los que han incurrido en la ira, ni de los extraviados».

Todos los asistentes, arrodillados en esteras y alfombras, vueltos hacia el mihrab, inclinaron sus espaldas varias veces hasta tocar el suelo con el rostro, proclamando que Alá es grande, que no hay más dios que Dios y que Mahoma es su profeta.

Por la tarde se celebró el banquete anunciado. El Palacio de la Alegría lucía esplendoroso. Las paredes, que habían perdido sus tapices o sus pinturas durante el gobierno de Ibn al-Hayy, fueron cubiertas con paños de seda y nuevos tapices, ahora tejidos con motivos geométricos y vegetales. Por todo el patio central se habían dispuesto mesas bajas y almohadones de fina lana de hechura wasifí y cojines de seda ubaydí. Sobre las mesas relucían copas de oro y de cristal, ataifores de loza de reflejo metálico, fuentes de plata repujada y lámparas de bronce. En el centro del patio, encadenados a un barra de hierro, rugían dos leopardos custodiados por sendos eunucos africanos.

Ibn Tifilwit dio la orden para que se iniciara el convite. En tanto se servían los deliciosos manjares a base de carnes de faisán, pichones, ocas y pasteles de almendra fritos en aceite con azúcar y almizcle, una orquestina de tres laúdes, un tunbur, un qanun, tres rabeles, dos atabales y dos adufes tocaba melodías creadas por Ibn Bajja. A los postres, el wali requirió la atención de todos los comensales.

—Amigos, el gran poeta y filósofo Ibn Bajja ha compuesto para nosotros varios poemas y canciones. Adelante, deleita a nuestros invitados con tus versos.

Ibn Bajja se levantó del lugar que ocupaba al lado de Juan y del poeta Ibn Jalafa y ordenó a uno de los cantantes que se colocara en el centro del patio, frente al sitial desde el que presidía Ibn Tifilwit. Dio unas breves instrucciones a la orquesta y de los laúdes y las flautas surgieron unas delicadas notas que se mezclaron en una armoniosa melodía. El cantante comenzó a declamar los siguientes versos: «Arrastra la cola de tu vestido por doquier y añade borrachera a borrachera». Después entonó un panegírico en el que se loaban las virtudes de Ibn Tifilwit: su carácter bravío y aguerrido como león, su fiereza indomable como pantera, su agudeza perceptiva como halcón y su elegancia majestuosa como águila. Cuando el rapsoda finalizó el panegírico, Ibn Tifilwit se incorporó entusiasmado y prorrumpió en gritos de alabanza hacia Ibn Bajja.

—¡Magnífico! ¡¡Sublime! Ante esa cascada de ingenio no puedo por menos que rasgar mis vestiduras.

En ese momento el gobernador asió su túnica de seda púrpura por el cuello y la rajó hasta mitad del pecho. Todos los comensales prorrumpieron en vítores a Ibn Bajja. Algunos rasgaron sus vestiduras emulando al gobernador. Había quienes lo apodaban como el segundo Homero, otros lo comparaban con Virgilio o con Ibn Hamz.

Ibn Tifilwit, arrastrado por la pasión que él mismo había contribuido a desbordar, ordenó silencio y proclamó:

—Juro que hoy regresarás a casa pisando oro.

El walí apuró su copa de licor de palma y ordenó que se cubriera de oro todo el camino hasta la casa de Ibn Bajja.

—¡Excelencia, hay casi dos millas! —exclamó entonces el tesorero.

—Ibn Tifilwit nunca incumple su palabra —bramó el gobernador.

La situación era muy delicada. Juan bisbisó al oído de Ibn Bajja la solución:

—Pide unas monedas, colócatelas dentro de los zapatos y anuncia que, cumpliendo los deseos del gobernador, regresarás «pisando oro» hasta tu hogar. ¡Rápido!

Ibn Bajja solicitó la palabra y erguido frente a Ibn Tifilwit anunció:

—No seré yo quien provoque que nuestro gran walí rompa su palabra. Señor, ordenad que me entreguen varios dinares.

El tesorero acudió presto con una bolsa de cuero repleta de monedas. Ibn Bajja tomó dos y devolvió el resto. Parsimoniosamente, se quitó sus dos zapatos de cuero negro, colocó en el interior de cada uno de ellos un dinar, volvió a calzarse y con voz solemne declaró:

—Habéis dicho que volvería a casa pisando oro. Así lo haré. No tengo intención de sacar estas dos monedas de mis zapatos hasta que mis pies atraviesen el umbral de mi vivienda.

El ingenio de Ibn Bajja fue saludado por todos e Ibn Tifilwit, cuya comprometida palabra había quedado cumplida, hizo un solemne anuncio:

—Ibn Bajja, difícilmente puede encontrarse en esta provincia un hombre tan brillante, ingenioso y prudente como tú. Por todo ello, te nombro gran visir. Desde hoy mismo serás mi primer ministro.

2

—Menudo consejo me diste —objetó Ibn Bajja a Juan.

—Si no hubiera resuelto aquella embarazosa trama, ahora quizás estarías muerto.

—No estoy muerto, pero me he convertido en gran visir, que para mí viene a ser casi lo mismo.

—Vamos, no seas hipócrita. La humildad no es precisamente una de las virtudes que te adornan. Piensa en el lado positivo de este asunto. Desde tu puesto puedes influir en el gobierno de la provincia y en la administración de la ciudad. Tal vez puedas lograr que vuelvan a recuperarse aquellas magníficas obras que el fuego, alentado por la intransigencia, consumió. Hasta es probable que, si lo propones, el gobernador acceda a restaurar el observatorio de astronomía.

—Sí, es probable que podamos restañar las heridas causadas a la ciencia de esta ciudad.

Ibn Bajja puso manos a la obra de inmediato. Nombró a Juan visir para asuntos de ciencia y se rodeó de intelectuales a los que ofreció los cargos más importantes de la administración de la provincia, en algunos casos en contra de la opinión de los almorávides más radicales. A su amigo el poeta Ibn Jafaya lo nombró katib principal de la corte, con especial atención a la redacción de los documentos oficiales, y encargó la dirección de la policía local a Abraham ibn Hiyya, un judío recién emigrado de Barcelona con el que Ibn Bajja estudiaba matemáticas. Este hebreo tenía excelentes relaciones con judíos del sur de Francia, que le hacían llegar cuantos libros conseguían a la vez que le pedían traducciones al latín o al hebreo de algunas obras científicas en árabe. De forma un tanto clandestina, y alrededor de Juan, Ibn Hiyya, Ibn Jafaya, el joven judío tudelano Abraham ibn Ezra y el propio Ibn Bajja, se recreó de nuevo la tertulia de ciencia y creció la llama de la sabiduría que había insuflado al-Kirmani.

Ibn Bajja se mostró de acuerdo con el gobierno almorávide. Se había hecho buen amigo del walí, con quien despachaba a diario en Palacio, y se había convertido en el más reconocido maestro de toda la ciudad; a él acudían estudiantes de todo al-Andalus en busca de sus enseñanzas. Desde la ocupación almorávide había mostrado una especial atención hacia la música. Se había enfrascado en el duro proyecto de sintetizar las canciones orientales con las de procedencia cristiana, creando así las bases de una música autóctona de esta región fronteriza de al-Andalus, la antigua Marca Superior.

Le preocupaba especialmente el aspecto urbano. Soñaba con una ciudad ideal, acorde con la música, como si sus calles, plazas y edificios constituyeran una perfecta armonía de ritmos y compases. Juan e Ibn Bajja discutían en compañía de sus alumnos cómo iba a ser en el futuro la capital de la provincia. Disertaban sobre la conveniencia de abrir un par de grandes avenidas desde las puertas hasta la mezquita mayor, de reformar los zocos de la medina, de rehacer con piedra los derruidos arcos del puente romano que ahora sustituían linteles de madera y argamasa, de construir unos baños públicos acordes con la categoría de la ciudad y de otros planes para embellecer Zaragoza.

Al menos dos tardes a la semana celebraban una concurrida tertulia en la escuela de la mezquita mayor. Un día, comentando las glosas de Nicolás de Damasco a las obras de Aristóteles y en tanto reflexionaban sobre el libro del sabio griego Ética a Nicómaco, Ibn Bajja enunció la teoría de la unidad de las almas, dentro de una profunda reflexión sobre el concepto panteísta del «intelecto uno». Ibn Bajja se sentía el iniciador de un nuevo movimiento filosófico, como si hubiera logrado unir la búsqueda de la verdad de los sufistas como al-Kirmani, la pureza de ascetas como Ibn Paquda y la contemplación hermética de místicos como Ibn al-'Arif.

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