El salón dorado (80 page)

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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

BOOK: El salón dorado
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Aquellas tertulias, el espíritu libre y crítico que sobre ellas se sostenía, fueron atacadas con dureza por clérigos malikíes, que acusaron a Ibn Bajja ante el gobernador de corrupto, ateo e impío. Las acusaciones acabaron por doblegar la voluntad de Ibn Tifilwit, que en principio se mostró reacio a condenar a su gran visir. Pero durante la primavera, al regreso de una expedición de castigo contra los cristianos, el gobernador encomendó a Ibn Bajja que organizara la ejecución de veinte cautivos en la sari'a, a fin de dar un escarmiento a los cristianos y mostrar a los musulmanes la fuerza de los almorávides.

—No puedo obedeceros en eso, señor. Mi conciencia repudia el asesinato —adujo Ibn Bajja.

—Eres el gran visir. No puedes desobedecer una orden mía, Si te niegas a cumplir con tu deber me veré obligado a retenerte en prisión —aseguró Ibn Tifilwit.

—Nunca daré la orden de ejecutar a un hombre indefenso, y menos aún por su condición de cristiano.

—No es por ser cristiano, sino por ser enemigo del islam. El Profeta, la paz sea con él, ha escrito: «Combatid por Dios contra quienes combatan contra vosotros y matadles donde deis con ellos». Sólo cumplimos con nuestra obligación de buenos musulmanes.

—Pero Dios ha dicho «Haced el bien» y ha depositado en los corazones de muchos cristianos mansedumbre y misericordia —alegó Ibn Bajja.

—Conozco la sura 57; en ella también se acusa a los descendientes de Abraham que fueron perversos, y en la quinta el Profeta asegura que «No creen, en realidad, quienes dicen: "Dios es el Ungido, hijo de María"», como proclaman los cristianos. Mahoma nos conminó a extender el islam a fuerza de la razón y si no fuera así posible, con el filo de nuestras espadas. Estos cristianos han asesinado a nuestros hermanos, no admiten la verdadera fe y renuncian a recibir la luz del islam.

—Son criaturas de Dios —recalcó Ibn Bajja.

—Hablas como un cristiano, o como un judío. Me equivoqué al nombrarte gran visir.

Ibn Bajja fue encarcelado en un torreón de la Zuda oriental. No se le permitieron visitas, sólo la de Juan una vez a la semana.

—Maestro —no era la primera vez que Ibn Bajja llamaba con ese calificativo a Juan, pero en esta ocasión lo hizo con un tono diferente—, tenías razón. Hasta los que parecían más razonables de entre estos almorávides son unos fanáticos. Vinieron del desierto como el tórrido simún, arrasándolo todo a su paso. Quemaron preciosos libros de ciencia, destruyeron tapices, pinturas y esculturas maravillosas, ejecutaron a hombres honestos y piadosos, y todo ello en nombre de Dios.

Juan, sentado en una banqueta de madera, extendió un saquillo con pistachos encima de la mesa.

—Los he comprarlo en el zoco. Son riquísimos. El mercader que me los ha vendido asegura que la cosecha de pistachos del año pasado fue la mejor que se recuerda en Persia. Fíjate qué grandes son y qué lustre tienen; parece como si estuvieran bañados en miel.

—¡Maestro!, ¿crees que es éste el momento adecuado para que tú y yo nos pongamos a hablar de la calidad de unos simples pistachos?

Juan levantó los ojos y los clavó en los de Ibn Bajja. El eslavo estaba a punto de cumplir setenta y un años, pero aparentaba muchos menos. Su formidable estatura, sus miembros longilíneos y robustos, su cabeza amplia y poderosa, su mentón cuadrado y rotundo no habían sido quebrados por el tiempo. Sólo las arrugas de su frente, una ligera curvatura de su espalda, herencia de años de estudio inclinado sobre los libros, las canas de su recortada barba y las ahuesadas articulaciones de sus dedos y muñecas denotaban el implacable paso de los años. Pero sus ojos seguían siendo luminosos y brillantes, su voz cadenciosa y serena y sus movimientos firmes y confiados.

—¿Simples pistachos, dices? ¿Sabes que han recorrido miles de millas para comparecer ante tu mesa?; ¿sabes que centenares de encallecidas manos femeninas los han recogido en los helados amaneceres del altiplano iraní?; ¿sabes que decenas de marineros han arriesgado su vida en el transporte sobre las procelosas aguas del mar para que podamos disfrutarlos sentados tranquilamente en una mesa?

—No te entiendo, Juan. ¿Qué pretendes?

—Somos gotas de agua en un océano a la deriva. Jesús, Yahvé, Alá… ¿Distintos dioses o el mismo dios con distintos nombres? Por fin, lo único tangible son unos simples pistachos.

—¿Estás insinuando con esta parábola que renunciemos a nuestros principios?, ¿que aceptemos cualquier autoridad aunque sea injusta, cruel incluso?

—¿Qué puede hacer un hombre solo frente al mundo? Tú has sido gran visir, el primer ministro, un personaje poderoso y temido. Acataste el poder almorávide y ahora estás aquí, recluido entre las cuatro lúgubres paredes de una oscura prisión, a la espera de que otro hombre, menos valioso que tú, dictamine cuál ha de ser tu incógnito futuro, si es que decide que tengas alguno.

Juan se llevó a la boca un par de pistachos de encima de la mesa, los masticó recreándose en su sabor y prosiguió:

—Eres un excelso filósofo, probablemente el más grande de la última centuria después de Ibn Sina y de Miguel Psello; sigue tu camino, escudriña en el interior de tu cabeza, estruja tu cerebro, genera ciencia, crea sabiduría y deja todo escrito para que dentro de mil años alguien en busca del conocimiento y de la verdad pueda leerlo y siga construyendo la intangible muralla de la libertad humana. No malgastes tu vida en lisonjear a engolados personajes a los que si la Historia recuerda será porque alguna vez tuvieron relación contigo.

Tras siete meses de cárcel, Ibn Bajja fue indultado. Juan intercedió ante el gobernador y, en contra de los consejos que le había dado a su antiguo discípulo, no dudó en halagar los oídos del presumido Ibn Tifilwit, e incluso organizó para él alguna fiesta en la que introdujo elementos del protocolo imperial de Bizancio. El walí quedó impresionado cuando en una recepción a unos embajadores de los condados cristianos del sur de Francia, Juan dispuso la etiqueta al estilo de la que más de medio siglo antes había presenciado en las calles de Constantinopla: coronas de oro, pájaros metálicos que se movían mediante resortes mecánicos, autómatas de madera y cartón, estanques móviles que subían y bajaban mediante complicados sistemas hidráulicos, marchas militares al son de fanfarrias y timbales y delicados manjares deslumbraron de tal manera a los gascones que se marcharon de Zaragoza creyendo que habían estado en presencia del todopoderoso soberano que se describía en algunos cuentos orientales. Agradecido por semejante éxito, el gobernador concedió a Juan un deseo, y éste solicitó la libertad para Ibn Bajja.

El walí se lo otorgó y el antiguo gran visir fue liberado de la cárcel. Ibn Bajja acudió a casa de Juan para hacerle saber sus planes.

—No puedo seguir en Zaragoza, maestro. Tengo demasiados enemigos y la ciudad se ha quedado estrecha para mí. Durante estos meses en prisión he podido repasar algunos de los libros que me has traído y creo que si bien mis conocimientos de filosofía son amplios, todavía debo mejorar mucho en matemáticas. Abraham ibn Hiyya ha traducido al latín el Quadripartitum de Ptolomeo, Las esféricas de Teodosio y el Tratadode las estrellas de al-Batani, y yo he conseguido una copia del libro Sobre el año solar de al-Zarqalí. No puedo estancarme ahí. Todos son grandes sabios, como lo fue al-Kirmani, tu maestro, pero si no sigo desbrozando la espesa selva de las matemáticas no avanzaré nunca más allá de donde llegaron Pitágoras y Ptolomeo. Mi alumno Abraham ibn Hiyya me ha dicho que hay un matemático en Valencia llamado Ibn al-Sayyid que es reputado corno el mejor experto de nuestro tiempo en la ciencia de los números, tan sabio como lo fue al-Mu'tamín. Le he escrito una carta y me ha respondido que acepta enseñarme cuanto sabe. Saldré para Levante en cuanto resuelva los asuntos pendientes que me quedan en esta ciudad y liquide mis propiedades.

—Sé que haces lo que consideras mejor para ti. Antes de marcharte debo confiarte algo, yo soy un anciano y dispongo de poco tiempo. Además, ya no queda nadie de aquella época en la ciudad y no creo que podamos resistir mucho tiempo a los cristianos.

Juan llamó a los dos efebos y les ordenó levantar unas losas en un lado del patio. Bajo ellas apareció una placa de mármol que cubría un silo en el que había un fardo de piel.

—Toma, son las cartas y manuscritos de la Enciclopedia de los Hermanos de la Pureza. Me los confió al-Kirmani hace ya medio siglo. Desde entonces han estado conmigo; han sido fuente para la reflexión y el conocimiento y en sus páginas Ibn Paquda, Ibn Buklaris y yo mismo hemos bebido vivificantes manantiales de sabiduría y de ciencia. Guárdalos contigo. Son la herencia de una generación de maestros que la Historia no ha permitido que de sus ramas florecieran cientos de frutos. Tú eres el último heredero de nuestra escuela. Siembra tu semilla dondequiera que vayas, háblale al mundo de nuestro espíritu, de nuestros sueños de libertad y de justicia, de nuestra búsqueda permanente de la verdad y de la luz; que aprenda de nuestra experiencia y de nuestros fracasos.

—Juan, maestro, has de saber que aunque considero a al-Farabí, a Ibn Sina y a al-Gazzali como los tres más grandes filósofos del islam, y los he leído con profusión, ninguno ha influido tanto en mí como Juan ibn Yahya al Tawil al-Rumi —murmuró Ibn Bajja.

—No me compares con tan grandes hombres. Ahora vete. Aquí se separan nuestros caminos, tal vez vuelvan a encontrarse algún día en las estrellas.

Cuando Ibn Bajja partió hacia Valencia en busca de los conocimientos matemáticos de Ibn al-Sayyid, Juan sintió que la última puerta de la vida se cerraba tras él. Se acomodó en el estaribel de la sala principal entre almohadones cárdenos y dejó vagar sus pensamientos entre los recuerdos.

—Señor, os traigo una infusión de miel, hierbabuena y esencia de manzana. Está caliente, os reconfortará —le bisbisó Mu'mina en tanto depositaba encima de la mesa de cedro con incrustaciones de taracea de marfil y ébano una bandeja con una humeante redoma y un delicado tazón.

—Gracias, Mu'mina.

—Espero no haberos interrumpido.

—No, no, sólo estaba recordando… Ven siéntate a mi lado.

Mu'mina se recostó junto a Juan, sin atreverse a rozar su cuerpo. El eslavo alargó su brazo y acarició el rostro de la mujer: era suave como la brisa marina y aterciopelado como la piel del melocotón. La tomó con delicadeza por el hombro y la atrajo hacia sí hasta reposar la cabeza sobre su pecho. El cabello de Mu'mina desprendía un profunda fragancia a áloe y a limón. Acarició su pelo con el dorso de la mano, la apretó con fuerza y la besó en la frente.

—No permitas nunca que nadie mancille tu inocencia —le porfió mirándola a los ojos con ternura—. Ahora déjame solo, deseo dormir un poco.

El verano transcurrió lento y calmoso, como si se anunciara el preludio de una terrible tempestad. El rey de Aragón se acercó hasta los alrededores de Zaragoza acompañado por los caballeros franceses Gastón de Bearn y Céntulo de Bigorra, veteranos de las cruzadas a Tierra Santa. La ciudad vivía indolente, como el cervatillo cuyos músculos y nervios se paralizan de terror cuando los lobos le acechan estudiando el momento decisivo de lanzarse sobre él y desgarrar su cuello con sus amarillentos colmillos. Los zaragozanos contemplaban inermes el principio del final. El destino tantas veces anunciado parecía a punto de cumplirse.

Sólo el gobernador Iba Tifilwit mantenía firme el estandarte del islam. Para sostener la moral de los musulmanes y contrarrestar el avance aragonés en tierras de Morella, en plena serranía del Maestrazgo, realizó una algara en la frontera de Lérida. Pero de vuelta a Zaragoza contrajo unas fiebres malignas, achacadas a una intoxicación que sufrió en esa campaña militar. Los médicos le aplicaron bálsamos e infusiones de adormidera para los terribles dolores, pero fue inútil. Los cristianos celebraban la Navidad del año de 1117 cuando el walí almorávide murió entre fuertes convulsiones y espasmos.

Comenzaba el mes de ramadán del año 511 de la hégira. Juan, pese a su edad, cumplió el ayuno de manera escrupulosa, con mayor fervor que en ocasiones. Nunca se había distinguido por su espíritu religioso, al fin y al cabo había sido primero cristiano y después musulmán y estaba convencido de que si no lo hubieran capturado los pechenegos seguiría siendo cristiano en su aldea de Bogusiav. La religión nunca le había atraído demasiado, hasta el punto de que no pocos lo consideraban un agnóstico. Pero aquel mes sagrado, que tantos sacrificios exigía a los musulmanes, lo vivió con una especial intensidad; algo gritaba en su interior que podía ser el último ramadán que los musulmanes pudieran celebrar como señores de Zaragoza.

La ciudad permaneció varias semanas sin gobernador. El invierno fue especialmente crudo y muchas de las principales vías de comunicación fueron intransitables por las nieves y los hielos. Para animar a los desalentados zaragozanos acudió desde Murcia el walí Abú Ishaq, aunque apenas quince días después fue nombrado nuevo gobernador de Zaragoza 'Abd Allah ibn Mazdalí, que hasta entonces lo había sido de Granada.

La primavera derritió los hielos y las campiñas se cubrieron con el manto esmeralda de los cereales y los tiernos brotes de los manzanos. El nuevo gobernador inspeccionó las defensas de la ciudad y ordenó reforzar algunos tramos de la muralla exterior de tapial, adobe y ladrillo, el largo muro de radam que encerraba la medina, los arrabales y los cementerios.

3

A principios de mayo de 1118 se atisbaron varias patrullas cristianas merodeando por los páramos cercanos a Zaragoza. Nada cierto se sabía en la ciudad, aunque a nadie escapaba que los cristianos estaban preparando una acción contundente. Una mañana de fines de mayo los zaragozanos divisaron cómo se acercaban varias columnas de polvo desde diversos puntos por el este y el sur. El gobernador, avisado de inmediato, se dirigió a toda prisa a lo alto de la torre cuadrada del Palacio de la Alegría. A lo lejos, a través de los principales caminos, se aproximaban estelas de polvo amarillo; parecía como si una fuerza sobrehumana arrastrara por los senderos árboles gigantescos. Cuando fue posible observar de qué se trataba, el walí contempló atónito el despliegue de miles de soldados que tomaban posiciones en las alturas de los alrededores.

—¡Rápido! —ordenó Ibn Mazdalí al jefe de la guardia—, que se cierren de inmediato todas las puertas y que estén listos todos los hombres capaces de sostener un arma.

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