Authors: Endo Shusaku
Las ramas secas que el samurái había arrojado al fuego crujieron como las murmuraciones y quejas de su padre y su tío por el trato que habían recibido. La esposa del samurái, Riku, abrió la puerta de la cocina y silenciosamente colocó ante los dos hombres tazas de sake y sopa de
miso
en boles hechos con hojas de magnolia secas. Le bastó una mirada a las caras de los dos hombres para saber cuál era el tema de conversación de esa noche.
—¿Sabes, Riku? —le dijo su tío—, parece que tendremos que seguir viviendo en esta pradera.
En el dialecto de la región, una «pradera» era un árido desierto. Campos irrigados por acequias de piedra que sólo producían una magra cosecha de arroz, alforfón, mijo y
daikon
. El invierno llegaba allí antes que a sus tierras y el frío era intenso. Pronto la llanura, la sierra y el bosque quedarían cubiertos de nieve blanca y pura, y los pobladores se agazaparían en sus casas oscuras, respirando lentamente, escuchando los vientos discordantes durante toda la larga noche, aguardando la llegada de la primavera.
—Si tan sólo tuviéramos que combatir en una batalla... Si hubiera una guerra, podríamos demostrarles qué podemos hacer, y obtener como recompensa nuevas tierras.
Masajeando vigorosamente sus rodillas huesudas, el tío del samurái repetía la queja familiar. Pero había pasado hacía tiempo la época en que Su Señoría dedicaba los días y las noches a la batalla. Aunque las provincias occidentales no estaban todavía en paz, los dominios del este se habían sometido a la hegemonía del señor Tokugawa, y ni siquiera Su Señoría, el
daimyos
más poderoso del noreste, podía manejar tropas a su capricho.
El samurái y su esposa rompían pequeñas ramas y escuchaban pacientemente mientras su tío trataba de distraerse de su eterno descontento bebiendo sake, y murmurando relatos de sus proezas. Ellos habían oído una y otra vez esas historias, que llegaron a parecer un alimento mohoso que el anciano comía a solas para mantenerse vivo.
Justo antes de medianoche el samurái envió dos criados para escoltar al tío hasta su casa. Cuando abrieron la puerta para salir, la luna iluminaba una brecha entre las nubes y la nieve había cesado. Un perro ladró hasta que el tío del samurái desapareció de la vista.
En la llanura se temía más al hambre que a la guerra. Algunos de los más viejos recordaban el daño provocado por el frío que había caído sobre la región muchos años antes.
Decían que el invierno había sido inusitadamente suave ese año, con muchos días de temperatura primaveral, y que la montaña del noroeste estaba siempre envuelta en bruma y apenas era visible. Pero cuando terminó la primavera y empezó la estación lluviosa, las lluvias fueron incesantes y las mañanas y las noches tan frías, incluso cuando llegó el verano, que no era posible quitarse la ropa. Las plantas sembradas no crecían, y muchas se marchitaron.
Las reservas de alimentos se acabaron. La gente recogía raíces en la montaña y comía incluso las cáscaras de arroz, el heno y las vainas de guisantes que guardaban como alimento para los caballos. Cuando estas provisiones se agotaron, mataron a sus preciosos caballos y perros e incluso comieron corteza de árboles y hierbas para luchar contra el hambre. Cuando se terminó todo lo que se podía comer, los padres y los hijos, los maridos y las esposas partieron por distintos caminos, dejando sus pueblos, en busca de alimento. Algunos caían en los caminos; sus parientes nada podían hacer por ellos y los abandonaban donde estaban. Finalmente los perros salvajes y los cuervos devoraron los cadáveres.
Por suerte, no había habido nuevas hambres desde que la familia del samurái se había instalado en el feudo, pero su padre había ordenado que todas las familias llenaran cestos de paja con castañas, bellotas y mijo y los guardaran sobre las vigas de sus casas. Cada vez que el samurái veía esos cestos, huía de su mente la monótona imagen de su tío y veía el rostro amable de su sabio padre.
Sin embargo, también él conservaba la memoria de las fértiles tierras de los antecesores.
—Si estuviéramos en Kurokawa —había dicho— podríamos subsistir incluso con una mala cosecha...
En Kurokawa había ricas tierras que proporcionaban abundantes cosechas de trigo con muy poco trabajo. Pero en este desierto las principales cosechas eran de alforfón, mijo y
daikon
, alimentos que no se podían comer todos los días porque era menester pagar a Su Señoría impuestos anuales en especie. Incluso en la casa del samurái algunos días sólo había para comer hojas de
daikon
con trigo o mijo. Con frecuencia los campesinos sólo tenían cebollas silvestres o cebollinos.
Pero a pesar de las quejas de su padre y su tío, el samurái no odiaba aquella tierra improductiva. Era la primera tierra que gobernaba como hijo mayor de la familia después de la muerte de su padre. Los campesinos, que tenían como él ojos hundidos y pómulos salientes, trabajaban silenciosos como ganado desde el alba hasta el anochecer, sin protestas ni discusiones. Cultivaban los áridos campos y nunca dejaban de pagar los impuestos, aunque eso significara reducir sus propias provisiones de alimentos. Cuando hablaba con los campesinos, el samurái olvidaba la diferencia de rango y sentía que algo le atraía en ellos. Consideraba que la perseverancia era su único rasgo personal favorable, y sin embargo aquellos campesinos eran infinitamente más obedientes y sufridos.
A veces el samurái subía con Kanzaburo a la colina situada al norte de su casa. Aún se conservaban las ruinas de la fortaleza construida por el samurái rural que en un tiempo había dominado la región, ocultas por la maleza; y a veces, entre los terraplenes cubiertos de hojas marchitas encontraban granos de arroz o boles rotos y chamuscados. Desde la cumbre asolada por el viento podían contemplar la llanura y los pueblos. Una extensión lamentable, casi patética. Los pueblos parecían estrujados.
—Ésta... ésta es mi tierra —murmuraba para sí el samurái. Sí no había más guerras, permanecería allí durante el resto de su vida, como había hecho su padre. Cuando muriese, su hijo mayor heredaría la tierra, y sin duda llevaría la misma vida. Durante todo el tiempo que vivieran, ni él ni su hijo se separarían de esa tierra.
A veces iba a pescar con Yozo a la pequeña laguna que había al pie de esa colina. Al final del otoño había visto, entre las gruesas cañas oscuras, tres o cuatro aves blancas de largo cuello que aleteaban entre los patos de color castaño. Aquellos cisnes blancos habían atravesado el océano desde tierras lejanas donde el frío era intenso. Cuando retornara la primavera, abrirían sus grandes alas, se elevarían hacia el cielo sobre los campos y desaparecerían. Cada vez que veía los cisnes, el samurái pensaba: «Conocen países que jamás visitaré». Pero apenas los envidiaba.
Llegó una llamada del señor Ishida. Le ordenaba al samurái acudir a Nunozawa, porque su amo deseaba hablar de cierto asunto con él.
En los viejos tiempos, la familia del señor Ishida se había rebelado muchas veces contra los antepasados de Su Señoría, pero ahora el señor Ishida era un rico vasallo con graduación de general.
El samurái llevó consigo a Yozo; salió temprano de la llanura y llegó a Nunozawa cerca de mediodía. Caía una lluvia helada, e incontables gotas se disolvían apenas tocaban la superficie del foso que rodeaba la fortaleza amurallada. El samurái aguardó un momento en la antecámara hasta que lo condujeron ante su amo.
El señor Ishida, grueso, con un
haori
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, sentado, sonrió al samurái, que se inclinó profundamente, apoyando ambas manos contra la madera oscura y pulida del suelo. El señor Ishida preguntó por el tío del samurái y observó con una sonrisa:
—Estuvo aquí hace pocos días, con nuevas quejas.
El samurái volvió a inclinarse, pidiendo excusas. Cada vez que su padre o su tío habían reclamado su feudo de Kurokawa, el señor Ishida había transmitido la petición al castillo. Pero más tarde el samurái había sabido por el señor Ishida que las peticiones de los antiguos propietarios se amontonaban en el castillo para que el Consejo de Ancianos las considerara. Si no había ninguna razón poderosa, era poco probable que Su Señoría respondiera a tales peticiones.
—Comprendo cómo se siente el anciano. —El señor Ishida se puso bruscamente serio—. Pero no habrá más guerras. El Naifu
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quiere concentrar toda su energía en Osaka, y Su Señoría apoya esta decisión —declaró.
¿He sido llamado a Nunozawa para oír esto?, se preguntó el samurái. ¿Quiere decirme el señor Ishida que es inútil presentar nuevas peticiones?
El dolor inundó su pecho como el agua que rebosa. Aunque amaba la llanura, no había olvidado por un solo día las tierras saturadas del sudor y la memoria de los antepasados. Ahora que el señor Ishida le ordenaba crudamente abandonar toda esperanza, el rostro solitario de su padre flotó ante los ojos del samurái. Y también pudo ver la expresión resentida de su tío.
—Sé que no será fácil, pero debéis hacer que el anciano lo comprenda. Él no puede aceptar los cambios que ocurren en el mundo.
El señor Ishida miró con verdadera simpatía al samurái, que tenía la mirada clavada en el suelo.
—El Consejo de Ancianos no hace una excepción con vuestra familia. Muchos otros soldados han pedido que se les devuelvan sus antiguas tierras. Esto ha causado gran ansiedad a los ancianos magistrados. Si deben atender las demandas egoístas de cada individuo, todo el sistema de aparcerías se derrumbará.
El samurái apoyó ambas manos en las rodillas y miró al suelo.
—Pero hoy os he llamado por otra razón. Pronto se recibirán nuevas órdenes para el servicio de vasallaje. Es posible que haya instrucciones especiales para vos. Quiero que no lo olvidéis.
El samurái no sabía por qué le había dado esa información ni qué quería decir su amo. En seguida inclinó la cabeza e inició la retirada, pero el señor Ishida le ordenó que se quedara y habló de la agitación que reinaba en Edo.
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El año anterior varios
daimyo
s habían emprendido la tarea de reconstruir el castillo de Edo para el Shogun. Su Señoría había recibido una parte de esa responsabilidad y ahora servían por turno en Edo el señor Ishida, el señor Watari, el señor Shiraishi, y otros generales.
—Se ha iniciado allí una gran cacería de cristianos. Mientras regresaba, vi que traían a muchos de ellos por las calles.
El samurái sabía que ese año el Naifu, el padre del actual Shogun, había prohibido que se enseñase el cristianismo en los dominios directamente administrados por el shogunado. A consecuencia de esto, los cristianos exiliados habían emigrado a las provincias occidentales o al noreste, donde no se aplicaba dicha prohibición. El samurái había oído hablar con frecuencia de cristianos que trabajaban en las minas de oro y en otras regiones dentro del territorio de Su Señoría.
Los prisioneros que había visto el señor Ishida montaban caballos de tiro, estaban cubiertos de banderillas de papel y eran conducidos por las calles principales de los pueblos hacia el terreno de la ejecución. A su paso, los prisioneros hablaban con personas conocidas de la multitud, y no parecían temer a la muerte.
—Había entre ellos varios sacerdotes extranjeros. ¿Habéis visto alguna vez un cristiano o un sacerdote?
—No.
Mientras escuchaba el relato del señor Ishida, el samurái no lograba sentir el menor interés por los prisioneros cristianos. La cristiandad no significaba nada para él. No tenía relación con el desierto nevado en que vivía. Los habitantes de las llanuras vivirían todas sus vidas sin ver jamás a los cristianos que habían huido de Edo.
—Lamento que debáis regresar con esta lluvia. —La despedida del señor Ishida fue amable y paternal. Fuera de la casa, Yozo, envuelto en un abrigo de paja empapado por la lluvia helada, aguardaba como un perro obediente. Tres años mayor que su amo, había crecido en la misma casa y había trabajado todos sus días para la familia Hasekura. El samurái montó en su caballo y pensó en la llanura iluminada por la luna a la que regresarían. Ahora la nieve de los últimos días sería hielo y brillaría en la oscuridad, y las casas de los campesinos estarían tan silenciosas como la muerte. Sólo su esposa Riku y otros tres o cuatro estarían despiertos, esperando su regreso junto al hogar. Al oír pasos, el perro ladraría y, en el establo fragante a paja húmeda, los caballos despertarían y sus cascos resonarían sobre el suelo.
El olor de la paja húmeda inundaba también la prisión donde estaba el misionero. Se mezclaba con los olores corporales y el hedor a orina de los cristianos que habían estado encarcelados allí antes, y esa fetidez combinada ofendía constantemente su nariz.
Estaba en esa celda desde el día anterior, calculando las posibilidades de que lo ejecutaran o lo liberaran. Consideraba sin pasión las alternativas, como un mercader que examina fríamente dos platillos de polvo de oro para determinar cuál pesa más. Si le perdonaban la vida, sería porque los gobernantes de ese país todavía tenían necesidad de él. Hasta ese momento, lo habían empleado como intérprete cuando llegaban emisarios de Manila, y en verdad no había ya otros misioneros en Edo que hablasen el japonés tan fluidamente como él. Si los codiciosos japoneses deseaban continuar su lucrativa relación comercial con Manila o con Nueva España, del otro lado del océano Pacífico, no se privarían de él, que podía servir de puente a sus negociaciones. «Estoy dispuesto a morir si ésa es Tu voluntad —pensó el misionero, elevando orgullosamente la cabeza, como un halcón—. Pero Tú sabes cuánto me necesita la Iglesia en el Japón.»
«Sí. Así como los gobernantes de este país requieren mis servicios, el Señor también me necesita.» Una sonrisa de júbilo apareció en su rostro. El misionero confiaba en su propia capacidad. Como provincial de la orden franciscana en Edo, siempre había pensado que, hasta ese momento, el fracaso de las misiones en el Japón se debía a los errores cometidos por la Compañía de Jesús, que se oponía continuamente y en todo a los franciscanos. Aunque los jesuitas se esforzaban sin cesar por hacer política incluso en los asuntos más triviales, en realidad nada sabían de política. Después de sesenta años de proselitismo, habían construido en Nagasaki iglesias con autoridad administrativa y judicial independiente, sembrando así la simiente de la desconfianza y la inquietud en la mente de los gobernantes japoneses.