El samurái (28 page)

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Authors: Endo Shusaku

BOOK: El samurái
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Mientras bajaba las escaleras y aspiraba el olor a moho característico de los viejos monasterios, escuchó una voz monótona y áspera que cantaba:

Oh Dios de los campos, ¡bienvenido! Siéntate por favor.

Ya has terminado tu tarea...

El samurái conocía bien esa canción. Las mujeres canturreaban esta melodía en el dominio de Su Señoría, durante la siembra, mientras hundían en el suelo anegado los tiernos brotes de arroz. El samurái se detuvo un momento y escuchó esa desafinada versión. El que cantaba, un hombre apoyado en el muro gris, se interrumpió en seguida y desapareció en su habitación. Era uno de los servidores de Nishi Kyusuke.

Oyó una voz enfadada en el extremo del pasillo. Yozo estaba reprendiendo a Ichisuke y Daisuke.

—Todos queremos volver a casa. Ya sabéis que el amo trata de cumplir su misión todo lo deprisa posible... ¡bastardos egoístas!

Siguió a la voz airada el golpe de una palma contra la carne y unas lacrimosas excusas.

El samurái permaneció en la oscuridad, parpadeando y escuchando. Sin duda, Yozo había oído decir a Ichisuke y Daisuke que deseaban volver a la llanura. El samurái estaba dolorosamente de acuerdo con el deseo de sus servidores de volver a su casa, pero también comprendía los sentimientos que impulsaban a Yozo a reprenderlos.

«¿Qué es lo que te detiene?» Sintió que oía una voz a su lado. «Sólo tu obstinación impide que tus servidores regresen a la llanura, ¿por qué no puedes convertirte al cristianismo sólo por las apariencias?»

—¡Bastardo egoísta! —Se oyó otra bofetada como un golpe dado con una toalla mojada.

—Basta. Basta. Estoy cansado —murmuró el samurái para sí mismo—. No son Ichisuke y Daisuke los egoístas. Soy yo.

—Yozo —dijo suavemente. Tres figuras grises se volvieron hacia él y bajaron las cabezas—. Ya está bien. Es natural que Ichisuke y Daisuke sientan nostalgia. También yo la siento. Todos estos días he soñado con la llanura... Yozo, he decidido seguir al señor Tanaka y a Nishi y convertirme en un cristiano.

Cuando terminó de hablar le pareció que las tres figuras oscuras temblaban.

—Nos ayudará a concluir nuestra misión en este país... y os ayudará a volver a la llanura.

Durante un momento Yozo miró cariñosamente el rostro de su amo.

—Yo —dijo con voz casi inaudible— también me haré cristiano...

Mientras los obispos deliberaban en una habitación separada, Velasco, sentado en una pequeña antecámara, en una dura silla, se decía una y otra vez: «Hágase tu voluntad, Señor».

«Señor, hágase tu voluntad. Si no quieres arrojar al Japón de Tu presencia, si también por el Japón has padecido en la Cruz, hágase Tu voluntad. Señor.

»El Japón. El Japón intrigante. El Japón, compendio de la astucia. El Japón, diestro para la guerra. Todo es como ha dicho el padre Váleme. En ese país no hay ningún deseo de buscar lo eterno ni nada que trascienda del nivel humano. Es verdad: no hay en esa tierra un oído que escuche Tu palabra. Es verdad. El Japón asiente y finge escuchar, pero interiormente su corazón desarrolla otros pensamientos. Es verdad. Un lagarto cuya cola vuelve a crecer aunque la cortes. En ocasiones he odiado esa isla parecida a un lagarto, pero no me domina tanto el odio como el violento deseo de conquistar ese país precisamente porque es así. Siempre he querido batirme contra el Japón porque la lucha es tan difícil.»

La puerta de la antecámara crujió. Apareció en el vano el primo de Velasco, don Luis, con un sombrero de ala ancha del que todavía goteaba el agua. Jugaba con el ala del sombrero mientras miraba compasivamente a su primo.

—Los obispos acaban de marcharse.

—¿Hay alguna posibilidad de que ganemos? —Velasco alzó el rostro y suspiró.

—No lo sé. El obispo Serón y su grupo se oponen vigorosamente, pero el obispo Salvatierra ha dicho que incluso si los embajadores japoneses no fueran oficiales, habría que tratarlos con cortesía.

—¿Significa eso que recomendará la audiencia con el rey?

Luis se encogió de hombros, incapaz de responder con certidumbre.

—De todos modos, para que puedas ganar, algo debe ocurrir. Algo que conmueva el corazón de los obispos.

—¿Crees que el corazón de los obispos se conmoverá si los japoneses se bautizan?

—No lo sé. Debemos hacer todo lo que esté en nuestras manos. Haremos lo posible por ayudarte.

Capítulo 7

Tanaka Tarozaemon, Nishi Kyusuke y el samurái estaban sentados en la primera fila frente al altar. Detrás de ellos estaban los servidores que serían bautizados junto con sus amos. A ambos lados del altar se encontraban el tío y los primos de Velasco, que actuaban como padrinos de los candidatos al bautismo, y una hilera de monjes de hábito marrón ceñido por un cinturón. Como se había permitido asistir a la congregación general, los bancos estaban atestados, aunque la mayoría de los presentes eran o miembros de la familia de Velasco o sus invitados.

Tanaka tenía los ojos cerrados. Nishi contemplaba las llamas fluctuantes de los candelabros del altar. De vez en cuando podían oír la respiración o la tos de Yozo y de los demás servidores. El samurái se preguntó qué sentían en ese momento.

Él, personalmente, pensaba que debía de estar soñando. En la llanura la polvorienta nieve golpeaba contra su rostro cuando trabajaba con los demás campesinos, cortando leña para defenderse del invierno. Junto al hogar escuchaba con aquiescencia las largas parrafadas de su tío. Todo eso parecía parte de un remoto pasado. Nunca hubiera imaginado que vendría a un país distante y extraño ni que pudiera encontrarse jamás en una catedral cristiana, rodeado de extraños, mientras esperaba el momento del bautismo. Imaginó la conmoción que sufrirían su tío o su esposa Riku si pudieran verlo ahora. Casi no podía visualizar sus rostros.

Un joven vestido con ropas rojas bajo una túnica blanca se adelantó con un candelabro. Luego, el obispo de esa iglesia franciscana, seguido por Velasco y otro sacerdote, se arrodilló ante el altar. A una señal de sus padrinos, los japoneses, instruidos de antemano, se arrodillaron sobre el viejo y resquebrajado suelo de mármol.

Se recitó en latín una plegaria incomprensible y aparentemente interminable. El samurái clavó la vista en el gran crucifijo que había detrás del altar, y se dirigió al hombre flaco clavado en la cruz.

—Yo... no deseo adorarte —murmuró, como disculpándose—. Ni siquiera comprendo por qué te respetan los extranjeros. Dicen que has muerto cargando con los pecados de la humanidad, pero no veo que nuestras vidas sean más fáciles ahora. Yo sé qué tristes son las vidas de los campesinos de la llanura. Nada ha cambiado porque tú murieras.

Pensó en los inviernos en la llanura cuando el viento silbaba a través de la casa. Recordó épocas de hambre en que los campesinos comían todas sus reservas y luego abandonaban el pueblo en busca de alimento. Velasco sostenía que aquel mendigo era capaz de salvar a toda la humanidad, pero el samurái no podía comprender qué significaba aquella salvación.

Velasco había estado preparando a los emisarios para esa ceremonia durante varios días, desde el amanecer hasta la noche. Les había contado historias de ese hombre flaco. Esas historias parecían remotas e increíbles a los japoneses. A veces éstos ahogaban un bostezo, o bajaban la cabeza y dormitaban. Una expresión de furia pasaba por el rostro de Velasco cuando lo advertía, pero se obligaba a encubrirla con una sonrisa.

La vida de Jesús le parecía extraña al samurái. Sin haber conocido hombre, la madre lo había parido en un establo y más tarde se había convertido en la esposa de un carpintero. Y sin embargo, Jesús era desde el momento de su nacimiento un rey que salvaría a hombres y naciones. Respondiendo a la llamada del cielo, abandonó luego su país natal y vivió ascéticamente siguiendo las enseñanzas de un sacerdote llamado Juan. Finalmente, Jesús había regresado a su país y consiguió muchos discípulos, y haciendo muchos milagros ante la multitud había enseñado a los hombres la forma de vivir. A causa de sus muchos seguidores era odiado por la Iglesia y por los sacerdotes; sufrió graves dificultades, fue sentenciado a muerte injustamente y ejecutado. Jesús reconoció que ése era el camino del cielo y se sometió a aquellas indignidades sin resistencia. Y tres días más tarde volvió a la vida en su tumba y ascendió al cielo.

El samurái no podía comprender cómo Velasco creía una historia tan evidentemente absurda. Tampoco podía comprender por qué los demás extranjeros consideraban que era verdad. Igualmente extraño era el hecho de que hubiera en el Japón personas capaces de creer tan ridículas enseñanzas.

—Todos sabéis qué difícil es para el hombre evitar el pecado. El problema consiste en saber si el hombre puede salvarse del pecado por su propio esfuerzo o necesita al hombre llamado Jesús. Los sacerdotes de Jerusalén que odiaban a Jesús creían falsamente que podían salvarse a sí mismos. Pero los cristianos creen que sólo pueden llegar a la pureza con la ayuda de Jesús. Porque Jesús tomó sobre sí nuestros pecados irredimibles y se sometió voluntariamente al dolor y a la agonía.

Mientras escuchaba ausente las palabras de Velasco, el samurái miró rápidamente a Tanaka, que tenía los ojos cerrados, y luego a Nishi. «Todo por nuestra misión.» Las palabras de Tanaka resonaban en los oídos del samurái. Vivir después de la muerte... ¿Cómo podía nadie creer una cosa semejante?

—Todos vosotros teméis la muerte. Y lamentáis la poca duración de este mundo. Los sacerdotes del Japón predican la transmigración de las almas después de la muerte, a la que llaman eterna metempsicosis. Pero los cristianos enseñamos que, como Jesús, todos renaceremos en el paraíso. Esto sólo se obtiene mediante la intercesión de Jesús. Jesús nos habló con fuerza y convicción del poder que nos permite huir de las arenas movedizas del pecado y de la esperanza que nos permite escapar de la muerte. Por esta razón llamamos a Jesús el rey que nos conduce.

Aquí Velasco bajó bruscamente la voz y habló con suavidad, tratando de fascinar a sus oyentes.

—¿Queréis vivir en este mundo aceptando el principio de la reencarnación mediante la metempsicosis o preferís renacer en un paraíso rebosante de hermosas recompensas? ¿Creéis que la práctica de la bondad tal como os la enseñan los sacerdotes japoneses es el camino de la salvación, o reconocéis las limitaciones de vuestras propias fuerzas y confiáis en la bondad de Jesús? Si meditáis cuál es el camino prudente y cuál el erróneo, la respuesta será clara.

¿Cómo podía decir Velasco que el cielo había otorgado ese extraño poder milagroso a Jesús? Velasco había explicado que Jesús lo había recibido antes de su nacimiento y que también había recibido el Verbo divino.

«Todo por nuestra misión —se repetía el samurái—. Todo por nuestra misión.»

Los tres padrinos se pusieron de pie entre las personas sentadas a ambos lados del altar. Con gestos indicaron que Tanaka, el samurái y Nishi debían adelantarse. Los tres sacerdotes avanzaron hacia ellos, Velasco a un lado del obispo, con una jofaina, y el otro sacerdote con una jarra de plata.

Los labios del obispo, rubicundo y bien alimentado, se movieron suavemente y preguntó en latín algo que los emisarios no entendieron. Velasco tradujo rápidamente la pregunta al japonés y les susurró que debían responder «sí, creo».

—¿Crees en el Señor Jesucristo? —preguntó el obispo.

—Sí, creo.

—¿Crees en la resurrección del Señor Jesucristo y en la vida eterna?

—Sí, creo.

Cada vez que Velasco los tocaba, Tanaka, el samurái y Nishi repetían a coro como loros ignorantes: «Sí, creo». Mientras hablaba, el samurái sintió remordimientos. «No hago esto porque lo quiera sino por la misión», se repetía; pero la amargura se apoderó de él, acompañada por la sensación de que en ese mismo momento estaba traicionando a su padre, a su tío y a Riku. Sentía una repugnancia como la que debe de sentir una mujer obligada a dormir con un hombre a quien no ama y en quien no confía.

Cuando los tres hombres inclinaron sus cabezas, el obispo tomó la jarra de plata de manos del sacerdote y salpicó de agua sus frentes. El agua goteó por los ojos y la nariz del samurái y cayó a la jofaina sostenida por Velasco. Eso era el bautismo. Una mera formalidad para los emisarios, un sacramento irrevocable para la Iglesia.

Jesus Deus, amor meus

Cordis aestum imprime

Urat ignis urat amor

En ese momento se oyó en la entrada de la capilla un rumor de voces. Para celebrar la sumisión de los emisarios japoneses a la gloria de Dios, la congregación elevó sus voces al unísono y cantó una plegaria de acción de gracias. El obispo entregó a los tres emisarios velas con llamas temblorosas y los devolvió a sus asientos, junto a los familiares de Velasco que habían servido de padrinos y los rodeaban. Mientras volvía a su sitio, el samurái advirtió a Velasco cerca de él, mirando a la congregación y a los emisarios con su habitual sonrisa.

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